La performance es un acto de desaparición.

De Oscar Cornago, investigador del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid. Sobre Kae Tempest Mal de AzkonaToloza.

En la Cañada aquel domingo desapareció todo. Desapareció la gente, desapareció el bar, desapareció el Poble Sec, Barcelona, España, desapareció España también sí, por fin, aunque para entonces ya había desaparecido Cataluña, o estaba desapareciendo. Desapareció también Europa, el mundo y el cosmos. Desapareció todo. Por supuesto, desaparecieron la performance, la danza moderna y el site-specific. Desaparecieron también los problemas que nos quitan el sueño y hasta nuestro vecino de en frente y su insoportable máquina de ventilación del aire. Al menos esa fue la sensación en ese momento. Todo estaba desapareciendo. Quizá no todo llegó a desaparecer del todo, es posible que algo quedara. Pero la sensación fue de desaparición, pero no solo en el sentido de dejar de estar, sino de viaje, de traslado, de dejar de estar en un sitio para ir a otro que todavía no sabemos.

Si os pasáis por la Cañada, todavía se pueden ver las huellas de esas desapariciones. Hay quien dice que la performance nace con las sombras de los cuerpos carbonizados por las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. La performance de Txalo fue como otra bomba, pero en versión poética. Es difícil de contar, porque yo además llegué tarde. Pregunté varias veces qué había pasado, o qué estaba pasando, para encontrar el hilo, pero nadie me llegó a decir nada claro, que si todavía no había pasado nado, que Txalo había comenzado a leer textos de sus obras, pero le sonó el teléfono y dijo que ahora volvía. Otros decían que en realidad la performance en sí no había empezado todavía, pero esto a nadie parecía importarle, porque allí estaba todo el mundo encantado, medio en silencio, medio conversando, tomando cañas, fumando, pero en todo caso concentrados. Esa fue mi impresión. Dispersos pero atentos a todo lo que estaba pasando o podría estar pasando. Así que yo me puse a hacer lo mismo y pronto me di cuenta de que el juego iba de eso, de estar allí haciendo como que no pasa nada, pero viendo que en realidad estaba pasando todo. Era como un secreto compartido, una suerte de conspiración improvisada.

Tampoco podría decir con claridad cuándo acabó, aunque fue largo. Era ya de noche cuando nos fuimos los últimos, y para entonces todavía tenía la impresión de que algo seguía pasando o estaba a punto de pasar. De hecho, Txalo seguía sin aparecer. Y yo diciéndole a todo el mundo, va a volver y no va a haber nadie.

En una ocasión fui al servicio y lo vi saliendo del baño, le saludé rápido y me dijo que ahora hablábamos, que tenía que ver un foco que le estaba fallando. Un foco, dijo. Mientras miraba la elipse de mi chorrito amarillento cayendo al inodoro, pensé en varias posibilidades sobre la escueta contestación de Txalo: que el foco fuera una palabra en clave para nombrar otra cosa (en la obra obviamente no había focos), que se tratara de una ironía (refiriéndose a esas obras donde sí había focos y técnica que te traían siempre de cabeza), o que en realidad salía de meterse algo (seguramente era lo más probable), y esa había sido la forma de expresarlo: voy a ver un foco que me está fallando. Y que en esa expresión, ir a ver un foco que te está fallando, estuviera el sentido de la performance, en algo que está fallando, y que tienes que ver, pero que no consigues de ver del todo, porque no está, porque ha desaparecido, porque te está justamente fallando, o porque nunca llegó a estar porque al técnico se le olvidó traerlo.

Volví a ver Txalo varias veces más a lo largo de la performance, pero ya no me dijo nada del foco ni de los fallos, y yo tampoco, por discreción, quise hacer alusión a aquello. Me dijo, al contrario, que todo estaba saliendo bien, que estaba muy contento de que hubiera ido tanta gente. Se le veía bien, tranquilo, aunque mi sensación es que había algo que no acababa de contar, algo que estaba ocultando, quizá porque ni él mismo lo supiera.

Peggy Phelan en su libro de comienzos de los 90, un clásico de la teoría de la performance, lo explica muy bien: la performance no es una forma de hacer algo visible, sino de hacerlo invisible, por eso el título del libro unmarked. Aunque ya mucho antes alguien dijo que la primera performance eran aquellas huellas de los cuerpos desaparecidos por la bomba atómica.

Es una pena que la gente que estábamos allí aquel domingo no tengamos la suficiente credibilidad para decirle al mundo lo que realmente pasó y que el mundo nos crea. Porque realmente, lo que se dice realmente, es posible que no pasara nada, o que fuera más bien la nada, la propia nada, la que no dejó de pasar arrasándolo todo, y que el mundo, efectivamente ni se enterara, que solo nos enteráramos los que estábamos allí de que la performance ha terminado, como se acabó también la danza moderna y el arte conceptual, increíble, también el arte conceptual, o si no se acabado, estaban a punto a acabar, y de que también ha desaparecido, o estaba a punto de desaparecer, la Cañada, el Poble Nou y Barcelona, al menos tal cual lo habíamos conocido los que estábamos allí en ese momento, y que nosotros mismos, o nosotras, o nosotres, o como cada uno quiera decirlo, también habíamos desaparecido, o estábamos a punto de desaparecer, porque todo estaba desapareciendo, o mejor dicho, quedando en suspenso, no solo los géneros de las palabras y los cuerpos, sino también los propios cuerpos y las formas de relación. Estaban quedando en suspenso las calles y las conversaciones, la ciudad, la copa que tenía en la mano, y que no se acababa más, y el mundo. Todo suspendido de un hilo invisible. Eso fue la performance.