PABLO CARUANA escribe sobre Kae Tempest Mal.
Barcelona lleva quieta demasiado tiempo. Sigue con las atribulaciones teatrales burguesas cada vez más desorientadas, con su teatro de calle y fiesta ya olvidado y con los nuevos conceptuales, siempre internacionalistas y siempre aburridos, que últimamente detentan festivales experimentales en la Condal, que no han sabido recoger la vida que es la que transforma la escena. Y eso, se nota. Barcelona está quieta. Pero las mareas son eso, fuerzas que si se van, vuelven.
Y el domingo 10 de noviembre, sin previo aviso, todo se llenó de electricidad esperanzadora. El lugar emblemático de la charla de barra escénica, La Cañada, se convirtió en plataforma de experimentación renovadora. Dejó de ser La Cañada el receptor del detritus de la frustración del espectador de teatros libres. Y en vez de recibir moles de mierda con la violencia de lo que se precipita cuesta abajo, emitió fuerzas de corrientes circulares ascendentes. Azkona Toloza presentó Kate Tempest Mal, una performance donde Gonzalo Javier Toloza, más conocido como Txalo en la escena independiente, iluminó el cielo de esta ciudad que hoy, lamentablemente, sigue con mucha frecuencia emitiendo la misma luz mortecina con la que la describieron Rodoreda o Laforet.
Pero el público de Barcelona no es tonto, las huele y ya una hora antes de la performance La Cañada bullía. Gente del mundillo de la escena, la moda y el audiovisual se dieron allí cita. Directores de cine como Isaki Lacuesta (el ripio de Los Planetas del párrafo anterior iba en su honor), diseñadores del autodidacta anime como Charlies Smits, viejas glorias como Angels Margerit, nuevas fuerzas como Las Huecas, imperecederos como Señor Serrano, imprescindibles como Las Santas, plumillas de TEATRON, del Playground, e incluso algún periodista de medio generalista un tanto desubicado… Todo el mundo estaba allí sin saber muy bien para qué ni porqué, pero presente.
Llegó Txalo cuesta arriba, ataviado de memoria. Calzado, como si una versión queer de La Ribot se tratase, con sus tacones fetiches, aquellos que vistió en el Festival Mapa de principios de siglo en aquella pieza de Sonia Gómez, Experiencias con un desconocido (2008). Esos tacones que también portaba en una pieza bien concomitante con este trabajo en el que Txalo ya recreaba meta teatro en escena de ficción imaginada, Todos los grandes tienen problemas de piel (2010). Ataviado de memoria porque, además de esos tacones, el peformer portaba un vestido de musgo, líquenes, hojas, un vestido vegetal que tenía chufla folk ante las veleidades rojipardas de la modernidad, pero que escondía la otra veta que cruza a este artista.
Si bien el vestido pudiera remitir al salmantino Béjar y sus hombres musgo, esa manera ancestral de rito precristiano recorre todo la Península: las libreas de Tenerife, el oso de Fuente Carreteros de Córdoba, los carochos de Zamora, la mascarada de Mecerreyes de Burgos o la Vijanera de Cantabria… Ritos de purificación que tienen su arraigue en la otra tierra trascendental de este artista, Navarra, en su Zanpantzar de Ituren y Zubieta. Es allí, en Navarra, donde este creador maltrecho en modernidades condales consiguió trazar una línea con su Atacama natal de Chile y donde creó la compañía que hoy gobierna junto con Laida Azkona. Una compañía que lleva años trazando líneas entre la poesía, el documental, la ficción y el teatro popular y político.
Pero esta pieza respira también por otras branquias. Está la poesía ficcionada de Canto Mineral (2022), pero también la poesía visual y solitaria de Trópico 2, de la possibilitat d’estar a tot arreu, de ese pasado de vj y activista 8bitero. Mientras Marti Sales, el poeta más escénico del llano litoral, pinchaba vinilos con gusto y guasa, Toloza fue levantando un muro de palabras transparente que concitaban a la ficción mancomunada. El público entró al juego y fue armando con el creador un dispositivo imaginado y por eso mismo real. Una prueba más de que el teatro, antes que representación, es fuerza colectiva donde se puede llegar a constatar que cuerpo, movimiento y luz son los códigos posibles de otro mundo.
El paroxismo llegó cuando sin nombrarlos se citó a los muertos y Joaquim Jordá llegó con semblante de vecino vespertino y se pidió una zarzaparrilla en la barra con cara de no haberse ido nunca. En definitiva, lo que parecía que iba a ser una cita más de moderneo con ínfulas se convirtió súbitamente en akelarre, en fundación antipoética en la que el respetable podía ver a como Nicanor Parra no dejaba de tomar copas junto a Corcobado al fondo del garito en una conversación acelerada. Una escena que el propio que escribe contempló medio alucinado junto a Roger Bernat a quien vi iluminado como hace mucho tiempo no lo hacía. Tras la pieza alguien decía, pero esto ya quizá sea mito, no pude comprobarlo, que fuera reía y fumaba Sideral.
Es increíble como la escena a quien más retrata es a quienes la vemos. Dos pequeños ejemplos. En una mesa se sentaban, con cara de “no me lo pierdo”, pero sin enterarse de mucho ante tanto fantasma del pasado, a dos fuerzas vivas del candelabro de la avantgarde: Candela Capitán y Nina Emocional miraban todo con gestos de aquiescencia descontrolada.
Segundo ejemplo, nadie se fijó en un invitado espectral, padre de todo esto y hoy, en esta sociedad puritana y protestante, es decir yanki, relegado a la zona de los apestados. Al verlo decidí callar, no decir a nadie que allí estaba. Todo el mundo no paraba de señalar a unos nórdicos que aseguraban eran los nuevos programadores del Kunsten e incluso otros espectadores se atrevieron a pedir autógrafos a Gumersindo Puche, preguntándole una y otra vez dónde estaba Angélica. Pero nadie se fijo en ese hombre belga, pegado a un móvil, que de vez en cuando alzaba la mirada para ver qué acontecía. Vestido de negro geométrico, Jan Fabre levantaba la cabeza y levantaba dos milímetros la comisura de los labios en enigmática reacción ante lo que iba allí pasando.
Durante largos minutos La Cañada fue un barco ebrio, un Sargento Sánchez abigarrado de figuras que parecían iconos de una jarana de otro tiempo. Toloza oficiaba, pero el timón ya no era de nadie y todos manejaban su propia quimera alucinada, una sucesión de invenciones contiguas, de disimulos propios, que se empujaban unos en otros en dirección ascendente.
Fue una noche memorable. Una noche de San Juan adelantada. Una hoguera, un reclamo, un recuerdo. El final de la velada fue de risas y abrazos, de la risa inconfundible de Ana Rovira, tan elegante como sus luces, tan sonora como su fuerza. Durante unos instantes La Cañada fue epicentro de la nada. No se puede pedir más.
Pablo Caruana Húder