Notas que patinan #115: Movidas raras

Lo último de Rodrigo García se llama Movidas raras y se presenta como una webserie de siete capítulos de unos veinte minutos que se emiten semanalmente. Se puede ver gratis en la programación a distancia del festival Temporada Alta (con subtítulos en castellano) hasta el 13 de diciembre, hace unas semanas se proyectó íntegramente en Condeduque y también se puede seguir viendo en donde se estrenó este verano, en la web de Bonlieu Scène nationale Annecy, eso sí, en la versión en francés sin subtítulos en castellano.

La serie es una curiosa producción audiovisual creada durante el confinamiento y escrita para cinco intérpretes, cada uno grabado con medios caseros desde su casa. La combinación de intérpretes es lo primero que llama la atención: Denis Lavant, Angélica Liddell, Volmir Cordeiro, Florencia Vecino y François Chaignaud. Los intérpretes hablan cada uno en su lengua: francés, portugués y castellano (con acento madrileño o argentino). La producción añade fondos tirando a psicodélicos a las escenas que protagonizan cada uno de los intérpretes, además de incluir otros interludios visuales que dialogan con esas escenas.

Las obras de Rodrigo García están asociadas para muchos a su iniciación, a finales de los noventa y principios de los 2000, en un nuevo mundo escénico, diferente de lo que conocíamos hasta entonces. En cierta manera sorprende ahora el formato de esta producción audiovisual, con un regusto a programas de los ochenta como la Bola de cristal pero también a pelis de sketches a lo Monty Python, que parece que no tengan relación los unos con los otros, aunque luego sí. La serie está realizada en coproducción con una larga lista de centros de artes escénicas, cuando parecía que Rodrigo García estaba de retirada, dedicándose a escribir o a vivir pero en todo caso alejado de la escena que, después de consagrarlo por toda Europa, parecía haberse cansado de él, nadie sabe por qué. Curiosa resurrección.

Pero vayamos a los contenidos de la serie. Denis Lavant, el protagonista de películas como Holy Motors o Les amants du Pont Neuf, hace las veces de histriónico narrador y maestro de ceremonias que nos conduce por la acción, reflexiona sobre ella y al que siempre volvemos, una y otra vez. Cada capítulo fluctúa entre las secciones tituladas con la letra A de anabaptista, la B de Barry Lyndon y la C de Congas.

Angélica Liddell protagoniza la sección A. Sorprende ver a una reconocida creadora escénica como Angélica Liddell, que en ocasiones ha sido contrapuesta al otro famoso creador escénico de su generación, como es Rodrigo García, trabajando en una pieza de este último. Angélica Liddell, manteniendo siempre su estilo y su idiosincrasia, interpreta en la serie a la creadora de una secta anabaptista obsesionada con los asiáticos, que arranca pelos de su pubis para empaquetarlos en bolsas congeladas que distribuye a sus adeptos previo pago y a quienes bautiza con un sifón al grito de ¡Fitzpatrick!

La sección B es la de Barry Lyndon. A Volmir Cordeiro se le aparece Stanley Kubrick y le pide que vuelva a rodar Barry Lyndon, su famosa película. No que haga un remake sino que la vuelva a rodar plano por plano. Ese es uno de los leitmotivs de esta serie: Barry Lyndon intervenido, a veces sampleado a ritmo de tecno, a veces dialogando con la película, a menudo de una manera grotesca y otras simplemente aprovechando la época en la que la película está ambientada (siglo XVIII) para hablar de alguna de las obsesiones de Rodrigo García como, por ejemplo, la música antigua, como cuando Volmir Cordeiro propone que nos imaginemos que eso que oímos cuando alguien está utilizando una motosierra es en realidad Ton Koopman (un famoso intérprete de música antigua) tocando al órgano una fuga de Bach. François Chaignaud prosigue el trabajo de Volmir Cordeiro cuando el productor de la serie, sin razón aparente, decide prescindir de Volmir. Y lo hace sin salir de su habitación, por supuesto, caracterizado al estilo de la película de Kubrick pero rompiendo la imagen en pedazos de pantallas simultáneas mientras canta trap en francés o en falsete como un contratenor.

En la sección C vemos cómo Florencia Vecino monta una marca de zapatillas deportivas que se llama Congas en donde se explota a niños que creen estar simplemente jugando (atención a la metáfora). También se aprovecha la ocasión para crear escenas estéticamente inquietantes como cuando la vemos desnuda intentando acuchillar a algo invisible con una cabeza que en realidad son unas Nike Jordan o cuando crea la sugerente imagen que se utiliza en la promoción de la serie, esa en la que la vemos desnuda dentro de una cortina de plástico transparente mientras aspira el aire de fuera por un tubito.

Entre medias, y mezclado con todo esto, cabe de todo: primeros planos de insectos que parece que bailen la conga, animaciones 3D, cáusticos y brillantes textos sobre la suciedad y la miseria humana y, especialmente, sobre la rutina, el miedo a vivir, la adoración del dinero, el despilfarro de comida propio de los países del primer mundo, nuestra relación con las decisiones que uno toma en la vida, la hipocresía en relación a la sexualidad, la violencia o la infancia. A veces estos textos son dichos por los intérpretes en sucesivos monólogos (una de las características formales de las obras de Rodrigo García) y a veces se sobreimprimen en la pantalla (otro recurso formal característico de su sello, conviene recordarlo ahora que es un recurso tan habitual, años después de que muchos lo viésemos en sus obras por primera vez). Y todo aderezado con ese humor corrosivo marca de la casa. Al final de cada episodio se muestran los minuciosos storyboards que confecciona Rodrigo García para la serie, de la misma manera que nos habían contado que hace cuando crea sus piezas escénicas.

Me da la impresión de que en esta producción, sin declararlo explícitamente, flota una reflexión constante sobre la libertad: Aquí todo el mundo hace lo que le sale de la polla y Dejar a la gente en paz es distinguido, como se dice en uno de los últimos episodios. Pero el ingente material dispara en tantas direcciones que me imagino que permitirá que cada uno saque sus propias conclusiones, si así lo creyese necesario, porque quizás no haya ninguna necesidad de extraer ninguna conclusión de todo esto. Son simplemente Movidas raras. Y ya está.

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Notas que patinan #114: La calidad de la materia

Estos días se celebra en Barcelona la cuarta edición de Hacer Historia(s), un muy rico y variado ciclo de danza y performance organizado y comisariado por La Poderosa, que dura tres semanas y ocupa varios espacios de la ciudad: el Antic Teatre, La Caldera, el MACBA, el Mercat de les Flors, la Fabra i Coats y la Filmoteca de Catalunya. Sí, Barcelona es la ciudad de los festivales. Todo el día de festival en festival, uno detrás de otro, con la lengua fuera. Pero es que puedes ser una veterana organización que te dedicas a hacer un trabajo constante y necesario, sin aspavientos, en favor del arte, los artistas y el público y seguramente la administración pública echará unas migajas de pan a tu mesa y no se dignará a compadecerse jamás de tu agonía. En cambio, si montas un festival todo cambia, las puertas se te abren y el agua de riego fluye hacia tu jardín porque eso es algo que la administración pública barcelonesa y catalana pueden entender, un concepto sencillo y antiguo aun siendo de hoy, algo que los que gobiernan Barcelona siempre creen que es lo que Barcelona necesita: un festival, o un sarao más, da igual el nombre (congreso, bienal, feria, mercado).

Pero, que me voy, si en su origen Hacer Historia(s) pretendía reivindicar la memoria, aquellas piezas de danza, performance, artes vivas, raras artes, que tuvieron una corta trayectoria y se perdieron en el pozo negro de la historia para traerlas de nuevo a nuestro presente, esta edición, sin perder de vista el objetivo de rescatar algo de esa parte de nuestra historia artística reciente que, en cuanto aparece, desaparece para siempre ante nuestros ojos, ahora añade algunas capas más que son las que marcan el carácter de esta nueva edición: la magia, las energías, lo espiritual, el esoterismo que nunca se fue pero que vuelve con fuerza. Y es por esa razón que la semana pasada, en La Caldera, Mònica Muntaner presentó un programa doble alrededor del yoga y la danza que incluía una pieza escénica, La qualitat de la matèria, con Janet Parra en escena, precedida de la proyección de un vídeo de entrevistas, realizado con la colaboración de Pamela Gallo, en el que Susana Castro, Amalia Fernández, Núria Guiu y Janet Parra (todas ellas, igual que Mònica Muntaner, además de bailarinas y coreógrafas, expertas en yoga) reflexionan sobre la relación entre danza y yoga.

Amalia Fernández (arriba) y Núria Guiu (abajo) en Entrevistes LQDLM, de Mònica Muntaner

Mis prejuicios me llevan a pensar en qué podría haber acabado un proyecto así en manos de cualquier otra persona y mis prejuicios, que no responden a ninguna ley, ni a ninguna razón ni autoridad, consiguen que me imagine lo peor y la más hortera de todas las posibilidades. Mis prejuicios seguramente deben de basarse en algo, algún tipo de experiencia anterior, supongo, pero no dejan de ser prejuicios, claro, y la realidad está ahí para desmontarlos uno por uno, siempre. En este caso no iba a ser menos. Los setenta minutos de entrevistas, agrupados por temas, pasaron volando. Tanto la narración de las historias personales de las entrevistadas como sus reflexiones me resultaron extremadamente nutritivas.

Se dijo que la danza y el yoga utilizan la misma materia prima: el cuerpo. Pero también se dijo que en el caso de la danza no siempre se va a favor del cuerpo. A veces, para el bien de la danza hay que maltratar al cuerpo. No así en el yoga, donde lo que se busca es el bienestar del cuerpo, además del alma. No se eludieron las cuestiones espirituales. Se dijo que la danza es una forma de expresión y que así debería enseñarse. En cambio, el yoga es más bien una búsqueda espiritual que no hay que confundir con las creencias sino con la experiencia. Se defendió que a través del yoga se puede experimentar el contacto con lo espiritual sin ir armado de un conjunto de creencias o de fe. Luego ya lo que crea cada uno lo dotará de sentido o le dará una explicación, pero eso es otro tema. El contacto con lo espiritual se describió con pocas palabras y algunas onomatopeyas tan bien escogidas que daban más ganas de experimentar ese contacto que de meterse drogas porque daba la impresión de que el viaje sería incluso más placentero. También se habló de belleza, de cómo la danza, como tantas otras artes, ha propuesto durante mucho tiempo un modelo de lo que es bello y cómo todo lo que no se ajustaba a eso no servía, cuando hubiese sido mucho mejor aceptar que hay un montón de clases de bellezas y que lo que habría que hacer es encontrar cada uno la suya, o disfrutar de todas, en vez de intentar parecerse al modelo de belleza imperante. El yoga, en cambio, busca una belleza que no es necesario mostrar ante los demás. Es un camino íntimo, sin un público expectante. ¿Qué pasaría si, en vez de tomar la primera decisión que se te pasa por la cabeza, tomases siempre la cuarta? También se habló de eso.

Janet Parra en La qualitat de la matèria, de Mònica Muntaner.
Foto extraída del Instagram de Janet Parra: @janetparra_or.

La pieza que vimos a continuación, La qualitat de la matèria, iba de todo eso (y mucho más que en el párrafo anterior no cabe), pero ya sin palabras. Janet Parra, que nos espera desnuda en un escenario vacío, de pie, con los ojos cerrados, respirando tranquilamente, comienza la pieza con una práctica de yoga, con la secuencia número II de la serie Ashtanga yoga. Observamos cómo utiliza cada parte de su cuerpo, el control de su respiración, cómo parece que se le llene la barriga de aire mientras proyecta una calma y una tranquilidad impresionantes. Poco a poco Janet Parra va alejándose de esa secuencia pautada y, manteniendo una cierta continuidad en sus movimientos, comienza una improvisación que le obliga a tomar decisiones, unas decisiones que casi podemos observar sobrevolando la mente de quien está ahí desnuda en el escenario, ante nosotros, quizá escogiendo la cuarta de sus decisiones, que en algún momento la obliga a retorcerse con una elasticidad digna de una contorsionista sin aparentar el menor esfuerzo ni dejar de transmitir en ningún momento una gran calma. La sensación de haber pasado por una hipnosis me impide recordar los movimientos concretos sobre el escenario. ¿Qué hizo? ¿Se puso a correr en un momento dado? ¿Se recostó contra la pared? Solo recuerdo que al final llegó la música, quizá para despertarnos de una embelesada contemplación de la que no sé si hubiera elegido despertar.

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Notas que patinan #113: No seas idiota

Blanca Tolsà

Hace un par de semanas quedé con una muy buena amiga en una terraza cerca de la Catedral de Barcelona. Nos conocemos desde hace veinticinco años. Hemos vivido de todo juntos. Nos vemos a menudo y hablamos de nuestras cosas y de la vida. Ese día también hablamos de la cantidad de gente que conocemos que últimamente tiene problemas de depresión, ansiedad y otros diagnósticos relacionados de los que desconocemos el nombre pero que sospechamos que van todos de lo mismo porque tienen más o menos las mismas causas. Ya estábamos fatal hace un par de años, surfeando como podíamos este final de era capitalista pero supongo que la pandemia vino para añadirle un componente apocalíptico y acabarnos de rematar. Le conté que unos días después iba a La Caldera a ver la tercera y última sesión de un ciclo de danza: Corpografies. Fue ella la que me introdujo en la danza cuando hace veinticinco años iba a clases de danza contemporánea dos tardes por semana por pura diversión, sin ninguna pretensión de convertirse en bailarina. Ella había estudiado Derecho y trabajaba para una compañía de seguros. Aún sigue en ello. Mi amiga me sugirió que invitase a lo de La Caldera a una amiga común. Me dijo que nuestra amiga no estaba muy en forma. No se refería a su físico sino al tipo de movidas de las que habíamos estado hablando. Pero me dijo que una invitación para ir a ver danza quizá podría animarla a salir de casa.

Escribí a nuestra amiga y me respondió que me acompañaría encantada, siempre y cuando no fuese un acto multitudinario. Le dije que no sé lo que entendía por un acto multitudinario pero que lo que habitualmente sucede en La Caldera yo no lo llamaría así. Más bien lo calificaría de algo tirando a íntimo si lo comparamos con, por ejemplo, un concierto del Primavera Sound. Me dijo que entonces allí estaría. Luego me di cuenta de que justo acababan de caer las limitaciones de aforo producto de las medidas anticovid y que ya se permitían los aforos al cien por cien. Crucé los dedos.

Me encontré con mi amiga en La Caldera diez minutos antes de que empezase el programa doble de ese día: Ecoica de Blanca Tolsà y Debris de Georgia Bettens y Javier de la Rosa. Recogimos las entradas en la taquilla, atravesamos una de las antiguas salas de cine reconvertidas en salas de ensayo (le hice notar que era el mismo edificio donde estuvo el Renoir Les Corts, donde tantas veces fuimos a ver películas) y mientras esperábamos el inicio estuvimos charlando un rato en la terraza después de pedirnos un vino (a un generoso precio de un euro y medio) en la improvisada barra donde también nos ofrecían algo para picar. Yo sufría un poco por mi amiga. No conocía a las artistas, sólo sabía que eran gente joven y ni siquiera sabía si lo que iban a hacer era muy dancístico o más de acción. A mí eso no me importa, me refiero a no saber lo que va a suceder, casi que lo prefiero así, si no, temo que la vida se vuelva aburrida de tan previsible, que sólo me envuelva de lo que sé seguro que me va a ir bien. Pero no todos somos iguales. Pensé que a ver si mi amiga iba esperando una cosa y se iba a encontrar la otra y luego me iba a echar la bronca y, lo peor, le iba a sentar mal en su situación, que tampoco sabía exactamente en qué grado ni en qué consistía su malestar exactamente. A mí siempre me pareció una chica con la mente abierta pero a ver si iba a ser una talibana de la danza, de las que sólo aceptan cierto tipo de danza como la única danza posible, y quizá yo no me había dado cuenta (hacía tiempo que nos nos veíamos y alguna gente cambia con la edad). Tampoco sabía si se sentiría cómoda entre tanta gente. A juzgar por la cantidad que veía en la terraza parecía que iba a haber una muy buena entrada.

Por fin entramos en la sala. Estaba abarrotada (diría que se llenó). Me senté a su lado pensando en no sentarnos muy lejos del pasillo de salida, por si acaso se sintiese mal en algún momento y tuviese la necesidad de huir. Comenzó Blanca Tolsà con su Ecoica. Era un solo. No había música. Era muy lento y contemplativo. Blanca Tolsà se movía imperceptiblemente a veces, con una calma, una quietud y una sensibilidad que a mí me parecían extraordinarias pero que, sumadas a cierta abstracción en sus movimientos, poco a poco me hizo temer lo peor (por mi amiga, claro). Yo miraba a mi amiga de reojo pero me parecía que ella ni pestañeaba. Era incapaz de descifrar qué significaba aquello. Y con mascarilla aún menos. Sufrí en silencio pero pensé que no podía hacer nada, que sufrir tampoco iba a ayudar, así que decidí relajarme y disfrutar. Hasta el final, en el que suena un tema musical un poco funky y Blanca Tolsà parece recoger todo el material anterior o, más bien al revés, como si lo que bailase con esa música fuese lo que nos ha servido antes lentamente diseccionado, separando ingrediente tras ingrediente, no me pareció que un espectador de los no iniciados (llamémosles así) pudiese reconocer en lo que estábamos viendo un espectáculo de danza, de esa danza donde los intérpretes deben sudar porque si no no es danza.

Cuando acabó la pieza mi amiga comenzó a aplaudir entusiasmada. Aplaudió a rabiar, diría que aulló y gritó algún bravo y me dijo al oído que no se esperaba algo así tan maravilloso. Estaba encantada. Yo también y aún más me gustó que a ella le sentase tan bien.

Hubo una pausa. No nos dio tiempo a tomarnos nada en el bar improvisado que montaron en la terraza pero sí a que ella me confesase que iba provista de ansiolíticos que transportaba en su bolso por lo que pudiera pasar. Bueno, a ver qué le parece la segunda parte, pensé, ya más relajado.

Debris, de Georgia Bettens y Javier de la Rosa era un dúo mucho más movido y energético en el que en algunos momentos los trompazos que se pegaban contra el suelo cuando se enzarzaban entre ellos incluso arrancaban algunos ay entre el público. Pensé que quizá esa violencia no le iba a hacer ninguna gracia. Pero mi amiga seguía entusiasmada. Cuando acabó, mientras aplaudia a rabiar de nuevo, me dio las gracias varias veces por haberle descubierto La Caldera y prometió volver pronto. Me pidió que, por favor, la avisase cuando fuese a ver algo así. Se lo prometí pero inmediatamente pensé que cómo podría yo saber que lo que voy a ver será algo así si cada vez es diferente.

He vuelto a La Caldera una semana después para ver el ciclo que monta La Poderosa: Hacer Historia(s). El jueves vi Cantes de la Lamia de Blanca G. Terán y Allá de Esther Rodríguez Barbero. No me atreví a avisarla porque pensé que serían más performance que danza. De hecho así estaba etiquetado en el programa. Ayer vi La qualitat de la matèria, de Mònica Muntaner con Janet Parra en escena, precedido del documental LQLDM en el que Mònica Muntaner entrevista a Susana Castro, Amalia Fernández, Núria Guiu y la propia Janet Parra sobre la relación entre danza y yoga, dos disciplinas en las que todas ellas son expertas. No avisé a mi amiga porque sé que le gusta la danza pero yo qué sé si le gusta el yoga.

Soy idiota, le hubiese encantado.

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Notas que patinan #112: El movimiento involuntario

Hace más de diez años un desconocido que parecía bastante informado me dijo que la jota era la base de todo, el origen de toda la música popular, blues, rock y pop incluidos. Todo. A pesar de cómo fue dicha esa afirmación (ahora os cuento) eso me dejó muy pensativo. Me parecía una locura pero, yo qué sé, a ver si el tipo iba a tener razón. Por aquella época yo iba casi cada fin de semana a acabar la noche al Big Bang, un bar del carrer d’en Botella de Barcelona, en el Barrio Chino, al ladito de la casa donde nació el escritor Manuel Vázquez Montalbán. El bar era propiedad de uno de los excomponentes del grupo De Kalle, un grupo heavy de versiones que tocaba en la Rambla de Canaletes, a la salida del metro, a principios de los noventa. La leyenda dice que con lo que ganó en la calle compró el Big Bang. Yo esa época del Big Bang no la conocí, llegué cuando Teddy KGB comenzó a trabajar allí sirviendo en la barra y poco a poco se fue apoderando del local con el permiso de su propietario. Teddy KGB era entonces un excelente pinchadiscos especializado en música anterior a los años cincuenta del siglo pasado. Cómo consiguió que un montón de gente joven acabásemos bailando en una diminuta pista al ritmo de esa música de la época de nuestros abuelos es algo difícil de entender pero que me hace creer en los milagros. En una de esas noches, apretujado en la pista como en una lata de sardinas, me encontré con un amigo que me presentó a otro colega. Ese colega, que diría que estaba borracho como una cuba, me gritó toda esa teoría de que la jota era la base de todo lo que ha venido después en la música moderna mientras seguramente bailábamos al son de The Big Bamboo, un tema de Mighty Panter que Teddy KGB pinchaba cada noche y que aún tiene el poder de ponerme de buen humor cada vez que lo escucho.

Me acordé de todo esto en el estreno de El movimiento involuntario de Lara Brown en una antigua nave industrial, L’Anònima, en La Fira Mediterrània de Manresa. La pieza me fascinó por varias razones. Una de ellas es que da la impresión de que Lara Brown, después de una larga investigación en la que ha realizado un trabajo de campo que la ha llevado a recorrer la Península Ibérica e incluso las Islas Canarias, ha llegado a la misma conclusión que aquel personaje desconocido con el que me crucé una vez en una pista de baile y al que jamás volví a ver. El movimiento involuntario, un solo de danza acompañado intermitentemente de la voz en off de su intérprete y creadora, se puede ver como un estudio ilustrado sobre la jota. Cuenta cosas maravillosas sobre el tema.

La jota tiene un origen muy antiguo. Mientras Lara Brown no para de bailar nos habla a través de la voz en off de casos documentados de mujeres que, en la Edad Media, se pusieron a bailar sin causa aparente durante días enteros y acabaron contagiando a cientos de personas. Algunas de esas personas incluso acabaron perdiendo la vida en el acto de bailar. Según la teoría que expone en la pieza sobre las razones de esos misteriosos arrebatos dancísticos sin razón aparente, si sometemos al cuerpo a un control excesivo, si todo lo que le permitimos moverse es únicamente en búsqueda de cierta utilidad, el cuerpo acaba rebelándose porque siente la necesidad imperiosa de moverse improductivamente, a lo loco, inútilmente, para compensar el equilibrio perdido.

La jota, por lo visto, tiene la característica de que se puede bailar como te dé la gana, según demuestran las diferentes versiones de la danza que se pueden encontrar en la Península Ibérica, en las Islas Canarias e incluso en Argentina, donde (no tenía ni idea) también se baila la jota. Lara Brown nos cuenta que en el siglo XIX los folcloristas intentaron poner orden en el asunto, clasificándola, catalogándola, normativizándola, lo mismo que, mucho más tarde, durante el franquismo se intentó controlar toda esa energía popular para domesticarla y utilizarla para sus propios fines. Igual que, en opinión de Lara Brown, seguimos haciendo ahora.

Pero lo que viene a decirnos es que la jota es otra cosa diferente de lo que se ha intentado que sea. La llamada jota viva, por ejemplo, no es un espectáculo en el que un grupo vestido de determinada manera estereotipada practica una coreografía ante un público pasivo sino que es gente bailando, todos mezclados, mientras suena la música. Igual que hacemos en una discoteca, igual que lo que hacíamos en el Big Bang al ritmo de lo que pinchaba Teddy KGB o en una rave donde la gente baila tecno. La jota no se puede bailar mal, igual que nadie puede decirte que estás bailando mal tecno. Esto es lo que nos dice Lara Brown mientras baila, a veces de una manera que recuerda a un baile más convencional, al ritmo de una música de jota, pero la mayoría del tiempo con una gran libertad, como una destilación que intuimos que se ha ido gestando a la par que su investigación, de una manera misteriosa, delicada a veces y casi violenta en otras, con referencias a otros estilos populares más modernos aparentemente muy alejados de la jota pero que igual están más cerca de lo que creíamos (¿será el reguetón la jota de nuestros tiempos?), como si su cuerpo nos estuviese hablando con un discurso a la misma altura del que escuchamos por los altavoces, tendiendo hacia el trance, en muchos momentos sin una coartada musical que la justifique.

Pero es que no se necesita ninguna coartada. Hay una coherencia interna en esta pieza difícil de explicar con palabras pero que seguramente tenga que ver con eso. ¿Qué tendrá que ver lo que baila Lara Brown con la jota?, podría preguntarse cualquiera que pasase por allí. Pues todo y nada. Todo porque si, después de investigar sobre el misterio de la jota, has entendido algo de lo que se esconde en sus profundidades, si has captado la esencia, tiene todo el sentido que bailes con toda la libertad que te da la confianza de que, si tu amor es sincero, jamás podrás traicionar lo que amas mientras lo sigas amando, mientras seas fiel a lo que amas. Hay quien piensa que no es suficiente con ser honesto sino que además hay que parecerlo. Espero que a esa gente les vaya bien en la vida pero aún deseo con más fuerza que los que escogen amar sin preocuparse por las apariencias, los que no se preocupan por parecer sino por ser, los que creen haber entendido algo a través de la pasión, sean recompensados por la vida cuando elijan escoger el camino que aparece ante ellos sin preocuparse por el qué dirán.

Eso que algunos locos han practicado en cualquier época de la existencia humana, y que otros han querido controlar hasta desnaturalizarlo, seguramente porque es una energía dionisíaca súmamente liberadora y, por tanto, extremadamente poderosa, es lo que merece la pena recuperar. Y, si ponerlo encima de un escenario sirve para recordarnos que podemos elegir ese camino, pues ahora entiendo, otra vez, para qué sirve toda esta locura.

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Notas que patinan #111: TNT

Lo poco que conozco la ciudad de Terrassa es gracias a todas las ediciones del festival TNT a las que he ido asistiendo en los últimos años (es casi un milagro que el festival haya seguido celebrándose ininterrumpidamente durante más de una década, sobreviviendo al cambio de dirección de la pasada edición, que pasó de Pep Pla, su fundador, a Marion Betriu). Pero aún me pierdo por Terrassa porque en ese festival, como en la mayoría de festivales, voy corriendo de un sitio a otro sin tiempo para mirar ni por dónde piso. Al tercer día, supongo que debido al agotamiento, siempre pienso que es una lástima que toda esta concentración de propuestas artísticas no estén repartidas en el tiempo para poder degustarlas más tranquilamente. Pero luego pienso que, en realidad, en una ciudad como Barcelona, por ejemplo, ya hay tal cantidad de eventos durante todo el año que es imposible dar abasto. A pesar de que todo el mundo de la profesión coincide en que cada vez es más difícil dedicarse al mundo de las artes vivas sin morir en el intento (por la miseria en la que prácticamente todo el mundo parece instalado) me da la impresión de que nunca antes había habido tal cantidad de volumen de programación por todas partes, no solo en Terrassa. No pretendo sacar ninguna conclusión con todo esto pero les invito a que la saquen ustedes, si les apetece. También es verdad que un festival como el TNT sirve para encontrarse con gente a la que a veces sólo ves una o dos veces al año. Se supone también que tiene algo de feria pero, si eso fuera así, déjenme dudar de la supuesta eficacia de este tipo de supuestas ferias para dar trabajo (en forma de nuevas actuaciones) a los artistas que presentan allí sus obras. A veces es verdad que el público, sobre todo cuando es en espacios reducidos y a horas intempestivas, parece estar formado únicamente por profesionales del sector. Pero afortunadamente en muchas otras ocasiones el público que llena los espacios (porque el TNT siempre está lleno, esto es así) diría que es público de Terrassa y aficionados que se desplazan hasta allí desde otros puntos más o menos cercanos. De lo contrario sería un poco triste, en mi humilde opinión. Hay gente que echa de menos poder ver a artistas internacionales para no convertirnos en aún más provincianos de lo que ya somos pero el TNT ha decidido apostar por la creación local, que también es cierto que está más necesitada que nunca de espacios donde mostrar su trabajo. Hay quien busca una lista de ganadores y perdedores en un festival como este. Eso sí que me parece verdaderamente triste y quizás significativo del momento que vivimos (me gusta, no me gusta) y del lugar que ocupa lo artístico actualmente en nuestra vida, sinceramente. No es que sea algo nuevo, por otra parte, pero es cansino, aburrido y no estaría mal que algún día lo superásemos de alguna manera. Yo intenté ver ocho cosas en tres días. Aquí sólo hablaré de cinco de ellas, por orden cronológico.

Neti neti, de Amalia Fernández

© Alessia Bombaci

Antes del verano, Amalia Fernández ya nos hablaba en una entrevista de que lo nuevo que estrenaría en el TNT, Neti neti, suponía una vuelta a sus orígenes, a la danza, pero de una manera muy diferente a como la había practicado hace años. También reflexionaba sobre la utilización de los tiempos largos en las piezas para conseguir un cierto estado de conciencia alterada. Hablaba desde el punto de vista de los performers pero, mientras contemplaba la pieza, una pieza de dos horas, pensé en que venía a ser lo mismo desde el punto de vista del público. Como subrayando esto, al inicio de la pieza, antes de entrar, se nos invitaba a dejar nuestros móviles en la taquilla e ir a darnos una vuelta de unos veinte minutos, sin móvil. Lo paradójico es que para recibir esas instrucciones había que descargarse un código QR en el móvil para escuchar un audio. El pánico se adivinaba en algunas caras en el momento de dejar el móvil al personal del TNT. Cuando el público volvía del paseo, quizá con rostros un pelín más relajados, las performers ya estaban en escena: Oihana Altube, Catherine Sardella, Mònica Muntaner y la propia Amalia Fernández. Nuestros móviles no los recuperaríamos hasta la salida.

La sala era un antiguo espacio industrial. La luz era natural, la que entraba por los ventanales. Durante la pieza fue atardeciendo. Cuando ya casi no había luz se acabó el espectáculo. La pieza requería paciencia. No todo el público la tenía disponible. Al principio casi no pasaba nada. Al final parecía una pista de baile de esas que tanto echamos de menos, con las performers extenuadas dándolo todo como al final de una noche de fiesta mientras sonaban temazos de todas las épocas. Por en medio había momentos en los que las performers se arrancaban a cantar a capella, a veces como si estuviesen improvisando música experimental y otras veces con temas populares absolutamente reconocibles o con letras de cosecha propia que aludían a la propia situación en la que se cantaban, siempre con la misma seriedad. Se daban momentos contemplativos (sin nadie en escena, con las intérpretes ocultas al público mientras cantaban) y destellos de un humor que, en realidad, diría que lo impregnaba todo. Tanto la voz cantada como cierto humor absurdo son constantes en el trabajo de Amalia Fernández. Lo que no estábamos acostumbrados es a ver a las performers componer esas figuras geométricas y sincronizarse rítmicamente con esos patrones rítmicos que reaparecían una y otra vez y por los que en cualquier momento, soprendentemente, se podía colar hasta una jota. Pero he ahí su retorno a la danza.

Amalia Fernández dice que lo que le mueve es una cierta búsqueda espiritual: “La inquietud está ahí, en muchos de nosotros y nosotras. Ir más allá de aquello que conoces, pero de verdad, profundamente, en la experiencia que tienes del mundo, de la percepción de las cosas, de los límites que tú pones o que el mundo pone o que la cultura pone y tú dices: ¿qué hay detrás de esa puerta, qué hay detrás de estos velos?”

Se respira en el jardín como en un bosque, de El Conde de Torrefiel

El Conde de Torrefiel estrenó Se respira en el jardín como en un bosque hace más de un año, en verano, en el ciclo Si no vols pols no vinguis a l’era organizado por los nyamnyam en el pequeño pueblo de Mieres, en La Garrotxa. En aquellos momentos acabábamos de superar el confinamiento, no estaba claro si se podrían realizar funciones presenciales ni con qué aforo de público ni en qué condiciones. La pieza utilizaba un dispositivo que se podía ver como una reacción a esas circunstancias excepcionales: el público debía entrar de uno en uno y sólo podía encontrarse a la vez en la misma sala con otra persona del público. Yo enlacé Neti neti con Se respira en el jardín como en un bosque, con una pausa de diez minutos por en medio. En realidad, el estado en el que me dejó Neti neti era idóneo para enfrentarse a esta experiencia. Antes de entrar, un técnico te invita a ponerte unos auriculares por los que te transmitirán unas instrucciones. Si las sigues, con un poco de suerte, el dispositivo creado por El Conde de Torrefiel conseguirá que experimentes de una manera sencilla lo que se siente antes de salir al escenario y también en él cuando actúas ante un público. Esto ya es mucho. Más tarde, ya de nuevo en la piel del espectador, bajo la influencia del comentario que sigues oyendo a través de los auriculares quizá comiences a verlo todo bajo otro prisma. La pieza habla del poder de la imaginación, de que el cerebro o está ocupado en la imaginación o está ocupado en el miedo, tú eliges. Y que todo eso que ocurre en el teatro sólo es producto de la imaginación porque, como uno puede observar cuando actúa sobre un escenario, ahí en realidad no hay nada. Al salir a la calle, siempre con los auriculares, se te recuerda que todo lo que ves ahí antes no existía. Hace miles de años eso era montaña y bosque. Todo lo que ves es producto de la imaginación: el asfalto, los coches, los edificios, las señales de tráfico… Porque alguien ha tenido que imaginar todo eso para que exista. La intención es la misma que la de la pieza de Amalia Fernández: hacer caer el velo que impide que percibamos el mundo profundamente. Este tipo de piezas, este tipo de arte, es casi un género en sí mismo. Es ese tipo de arte que pretende que limpies tu mirada para volver a mirar el mundo que te rodea como si fuese la primera vez. Cuando eso se consigue no tiene precio. Me estoy imaginando qué pasaría si eso se pusiese de moda.

We are (t)here, de Aurora Bauzà y Pere Jou

© Alessia Bombaci

En una nave industrial, con luz natural, sin ningún tipo de escenografía, las cuatro intérpretes, Aurora Bauzà, Pere Jou, Lara Brown y Elisa Keisanen, están de pie, vestidas de blanco y negro, todas conjuntadas muy modernas con un toque antiguo, como decimonónico, un vestuario diseñado por Mariona Signes. Comienzan a cantar a capella al unísono, una misma nota, con un ritmo constante, sincronizadas, a golpe de negras, con la boca abierta, como si cantasen una a. Poco a poco, durante cincuenta minutos, manteniendo prácticamente siempre el mismo ritmo, sosteniéndolo muchísimo, van introduciendo cambios en la altura de las notas muy poco a poco y de una a una, de manera que el resto de las intérpretes puedan adaptarse al cambio y proponer sus propias modificaciones buscando una cierta progresión armónica, estableciendo tensiones mediante la aparición de disonancias y liberándolas al resolver esas disonancias en acordes más consonantes. Y mientras sucede todo esto van moviéndose por el espacio, acercándose las unas a las otras y dirigiendo su mirada hacia diferentes puntos hasta que se desdoblan en dos grupos que rodean al público caminando para volverse a encontrar enfrente del público y acabar con una especie de traca vocal final. La reverberación de la nave ayudaba mucho a la pieza. La sensación era hipnótica en muchos momentos. Podría ser un concierto si los conciertos de música contemporánea fuesen otra cosa. Podrían haber sido colegas de Philip Glass si viviesen en el Nueva York de los setenta. Forman parte de ese tipo de propuestas actuales que parten de la música pero que no encajan en el circuito musical. Es de agradecer que el circuito de las artes vivas acoja propuestas en el límite de las disciplinas que de otro modo sería difícil descubrir. Lo ideal sería que en alguna parte dejase de importar la disciplina artística y se prestase atención a lo verdaderamente importante, que en este caso yo diría que es una cierta actitud y una cierta ética de la estética que comparten con otros creadores actuales.

Aquellas que no deben morir, de Las Huecas

© Alessia Bombaci

Lo de Las Huecas fue una excelente implementación final en un escenario grande, el del Teatre Principal de Terrassa, de lo que tuvimos oportunidad de ver hace un poco más de un año en La Infinita, en una primera presentación de lo que se acabaría convirtiendo en este trabajo (le dedicamos un artículo en Teatron que sigue siendo absolutamente pertinente después de ver este estreno en el TNT, así que no vamos a repetirnos), con un añadido importante: el de la maquilladora de difuntos, Núria Isern, un gran fichaje que contó en escena con gran desparpajo y cariño en qué consiste su trabajo mientras realizaba una demostración con el cuerpo de Júlia Barbany. Lo más destacable fue la recepción del público que llenó hasta donde era posible (por las restricciones) el teatro más grande de Terrassa. Aplaudieron a rabiar y ovacionaron en pie a las artistas. El éxito fue muy comentado, prácticamente unánime, cosa bastante rara de ver. Si se lo perdieron pueden ir a verlas a Barcelona, al Antic Teatre, del 14 al 24 de octubre. En la entrevista que Teatron publicó unos días antes de este estreno encontrarán muchos más detalles sobre este trabajo de Las Huecas, un colectivo al que en Teatron llevamos ya un lustro siguiendo y cuyo éxito nos alegra enormemente. Aunque, recordémoslo, como lo hacen ellas sobre el escenario: vamos a morir. Todos.

Hacer noche, de Bárbara Bañuelos y Carles A. Gasulla

© Alessia Bombaci

En un espacio pequeño, la Sala Cúpula del mismo Teatre Principal donde estrenaron Las Huecas, vimos Hacer noche, de Bárbara Bañuelos en colaboración con Carles A. Gasulla, una pieza larga, sobre las dos horas, en la que Bárbara y Carles conversan largo y tendido sobre sus vidas, y sobre la vida, sentados en unas sencillas sillas y rodeados de público. Como la misma Bárbara Bañuelos comentó en un momento de la pieza, si ella hubiese sido cineasta hubiese hecho un documental. Y si hubiese sido escritora hubiese escrito un libro, añadiría yo. Lo extraño es que la polifacética Bárbara Bañuelos no se dedique también al cine porque, además de creadora escénica, es o ha sido cantante (en su proyecto musical Elephant Pit, por ejemplo), azafata de vuelos o cooperante en campos de refugiados, entre muchas otras cosas.

Bárbara Bañuelos conoció a Carles A. Gasulla colaborando con Radio Nikosia, una radio realizada por personas que han sido diagnosticadas de problemas de salud mental. Carles A. Gasulla es una de esas personas, un tipo ciertamente ingenioso, culto y con un gran sentido del humor que trabaja como conserje de un parking, un trabajo de mierda, en sus propias palabras. Durante la pieza oímos extractos de su propio diario, como separación e introducción de las diferentes secciones, en los que habla mucho de Céline, el escritor, y también de las miserias de su trabajo. Esos cortes, los cambios de silla o pequeñas acciones, como hacer caer los obstáculos en forma de cortinas que les separan del público o los fluorescentes que iluminan la escena, van componiendo y dando un ritmo a la pieza mientras la conversación, evidentemente pautada y conducida por Bárbara Bañuelos, se desarrolla con aparente espontaneidad abarcando una cantidad ingente de temas (precariedad, enfermedad mental, relaciones de poder, el sistema, la vida en general, su propia vida y la relación entre ellos) que demuestran que todo es un fractal y que puedes pillar un pequeño cachito de vida de cualquier persona en cualquier parte del mundo y observar cómo se refleja en ese fragmento el Universo por completo. Es curioso comprobar cómo, partiendo de la vida de Carles A. Gasulla, adentrándose en su historia personal y en su intimidad, Bárbara Bañuelos se ve reflejada en muchas cuestiones a pesar de todas sus diferencias. Es interesante comprobar cómo el interés apasionado y obsesivo de Bárbara Bañuelos en Carles A. Gasulla la confronta a sus dudas éticas sobre la utilización de una persona como sujeto de estudio en una investigación (artística en este caso) y cómo expone sus propias trampas sin eludir mostrar ciertos aspectos íntimos que dejan al descubierto capas que no suelen compartirse con el público. Es emocionante comprobar cómo si conectamos profundamente con otro ser humano nos encontramos a nosotros mismos en él. Lo más interesante del asunto es que todo lo que cuentan Bárbara Bañuelos y Carles A. Gasulla podría ser inventado y nos daría igual porque en realidad, por haberse puesto ahí ante nosotros, habría sido verdad.

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Notas que patinan #110: Un triangle de sol

He contado seis águilas viviendo en este valle. Hacia la una del mediodía suelen hacer una demostración sobrevolando a baja altura el cañón del río por parejas. A veces una banda de pajarillos se lanzan contra el agua del río, lo tocan con la punta del pico y vuelven a remontar el vuelo sin pararse. Parece como si jugasen. Vuelven una y otra vez hasta que, por lo que sea, se van por donde han venido. Esta mañana un cervatillo corría hacia mí cuando me dirigía a las cascadas. Se ha parado, me ha saludado con la cabeza y se ha internado en el bosque de robles. Sobre una de las rocas, en mitad del torrente que cae estruendosamente impidiéndome escuchar nada más de lo que sucede a mi alrededor, he leído Los tigres de Mompracem de Emilio Salgari, una novela de piratas de hace más de cien años donde la lucha contra los elementos es constante, el mar, la selva, las panteras, los tiburones, pero también el aroma de las flores que embriagan, decoran y engalanan, la luz de la luna que ilumina las noches, las hojas de los árboles que sirven a los seres humanos de techo, algunas, y de colchón, otras, y el viento contra las velas que propulsan a los barcos. Me he adentrado en el bosque varias veces para leer Robin Hood, escrito por Walter Scott hace doscientos años pero ambientado aún antes, en la Edad Media. He leído capítulos donde aparecen caballos por todas partes. Los caballos sirven como medio de transporte pero también para luchar montados sobre ellos. A veces una de las flechas que disparan los arqueros se clava en un caballo porque los guerreros prefieren herir al caballo antes que a la persona que lo monta. Desde mi ventana acabo de ver tres águilas sobrevolando de nuevo el valle.

Ayer vi Un triangle de sol, una película de Iñaki Álvarez y Ariadna Rodríguez, los nyamnyam. En la película aparecían caballos y seres humanos. Los caballos vivían en cautividad. Los seres humanos, a juzgar por lo que decían, también. Algunos de los seres humanos estudiaban bachillerato. Otros eran sus profesores. Otros habían ido a encontrarse con ellos para rodar una película. Los ejemplares adultos hacían su trabajo y les pagaban por ello. El resto estudiaban sin cobrar por hacerlo, como es habitual. Los seres humanos estudiantes se quejaban del tipo de educación que recibían. Escucharles era como escuchar a unos esclavos que han decidido que no hay donde escapar o que, pese a todo, prefieren quedarse ahí antes que enfrentarse a lo que les espera fuera. Pero sorprendentemente son extremadamente conscientes de que los que pretenden enseñarles lo único que consiguen, a no ser que se rebelen sutilmente, es convertirse a ellos mismos en instrumentos del sistema para mantener el orden establecido. En algún momento dicen que sería preferible aprender divirtiéndose o, al menos, que el sistema educativo se adaptase a los seres humanos a los que deben enseñar y no al revés. Les doman como a caballos. Esa parece ser una de las conclusiones a la que llegan, más o menos explícitamente, un día que visitan a unos caballos en cautiverio. Su profesora les cuenta que los caballos son animales muy sensibles, que tienen mucho miedo porque son como un bistec con patas para el resto de depredadores. Los humanos, más poderosos que los caballos, les han adiestrado para obedecer a fuerza de recompensas y castigos. La profesora les dice que eso es como los aprobados y los suspensos pero yo diría que ya lo habían entendido. ¿Por qué domamos a los caballos? Esa es la pregunta que flota en el aire. Para obligarles a hacer algo que no quieren hacer, que va en contra de su libertad, pensando sólo en nuestro provecho, no en el suyo. Parece que llegan a esa conclusión.

Yo también estudié bachillerato. En el primer curso, recuerdo que mi profesora de Ética nos dijo un día que ponerse el despertador y tomarse un café por la mañana para irse a trabajar, o a estudiar, equivalía a arrear con el látigo a un caballo para que se pusiese en marcha. Se me quedó grabado y me acordé viendo la película. Luego nos ponía canciones de La Polla Records para analizar sus letras. Recuerdo a uno de mis compañeros discutiendo con ella. El alumno le decía a la profesora que esas eran letras a favor del terrorismo. La discusión se alargó toda la clase porque derivó en una discusión sobre la moralidad de las torturas.

Hace cien años el Ayuntamiento de Barcelona inauguró un edificio de madera de dos plantas frente a la playa de la Barceloneta para educar a niñas y niños (era mixta). Se llamó L’Escola del Mar. Según leo la escuela no tenía libros de texto ni exámenes, no impartía las asignaturas convencionales pero se dedicaba a fomentar la música, los títeres, el dibujo, la escritura de crónicas y, sobre todo, los baños en el mar y los juegos al aire libre. La escuela hacia gala de democracia interna. Los propios estudiantes tenían capacidad de decisión sobre la organización del centro. La aviación fascista italiana, aliada del bando nacional durante la Guerra civil española, bombardeó la escuela en enero de 1938, el mismo mes que otra bomba caía en Sant Felip Neri convirtiendo de un bombazo aquel lugar cercano a la Catedral en la plaza que ahora es (donde aún se puede observar el impacto de la metralla de las bombas en una de las paredes, por cierto). L’Escola del Mar quedó arrasada pero no murió nadie. En Sant Felip Neri, donde había una guardería de refugiados, el bombardeo provocó veinte muertos.

Justo después de ver la película Un triangle de sol recordé haber leído por ahí el titular de una entrevista a la pedagoga Ani Pérez publicada por Vicent Almela en La Directa. El titular es un reclamo muy fuerte: “La introducción de las pedagogías alternativas en la escuela pública representa un peligro para la clase obrera”. Entro a leer el artículo. Veo que Ani Pérez es una investigadora interesada por el movimiento libertario y sus corrientes pedagógicas. Parece que se ha puesto a investigar el asunto con rigurosidad dejando de lado los prejuicios e inmunizándose contra las corrientes de opinión mayoritarias entre sus compañeros y las conclusiones a las que ha llegado es que, como suele ser habitual, las cosas son más complejas de lo que parecen y la superficialidad, las modas, el postureo, el pensar sólo en nuestro provecho (como con los caballos), el factor humano, en definitiva, pueden convertir las supuestas buenas intenciones o una supuesta buena solución en su contraria. Después de leer el artículo me dan ganas de leer a Ferrer i Guàrdia. Leer las fuentes, no dejar que nadie me las explique. Llevo décadas oyendo hablar de Ferrer i Guàrdia pero ¿alguien ha leído La escuela moderna?

En la película hay un ser humano estudiante que quiere correr junto a los caballos. Pero los caballos están quietos, no se mueven, ¿por qué iban a correr con él sólo porque a él le apetezca? ¿Qué pasaría si nos pusiésemos a correr a su lado?, se preguntan algunos de esos seres humanos. Compruébenlo ustedes mismos, no dejen que nadie se lo cuente.

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Notas que patinan #109: Otra realidad

Foto: Carlos Riau


Este verano, en la isla eolia de Salina, frente a las costas de Sicilia, disfruté durante unos días de una terraza privilegiada desde donde se veía el mar, al otro lado de la carretera que bordea la costa. Desde la cama, a través de la ventana, la vista era muy parecida, aunque más sesgada. El primer día que dormí allí me desperté prontísimo, cuando clareaba, hacia las cuatro y media. Como no conseguía dormirme, hacia las cinco y media decidí incorporarme. Desde la cama contemplaba la impresionante vista. Al fondo divisaba la isla de Stromboli, con su volcán humeante, y Panarea, otra isla a su derecha. Me levanté y me fui a la terraza cuando intuí que el sol estaba saliendo justo entre esas dos islas. Pensé que la fortuna me regalaba la posibilidad de asistir a un amanecer insólito en un escenario impagable. En la terraza flipé en colores con el espectáculo. No se hubiese podido diseñar mejor. El mar en calma, la increíble vegetación que me rodeaba, las montañas a mi derecha, un barco pesquero avanzando lentamente en un mar que parecía una piscina gigante y el sol naciente. Me excité muchísimo. Tomé algunas fotos, incluso vídeos, porque pensé que nadie se iba a creer que me hubiese levantado tan temprano para ver la salida del sol. Dejé de hacer fotos cuando me di cuenta de que ningún documento iba a ser capaz de transmitir con fidelidad lo que estaba presenciando. Respiré hondo e intenté relajarme para captar con toda la intensidad posible el momento. Gocé de ese momento en absoluta soledad. Cuando el sol estuvo lo suficientemente alto como para desaconsejar mirarlo de frente comenzó a hacer calor, los insectos comenzaron su frenética actividad y entré adentro pero no pude dormirme ya. Dos días después volví a levantarme para ver la salida del sol entre Stromboli y Panarea pero la vi tirado en el sofá de la casa, desde una ventana panorámica que tenía la ventaja de no dejar pasar a los insectos. Luego me puse a leer una novela de Montalbano, el comisario siciliano que protagoniza las novelas policíacas de Andrea Camilleri, cuyo nombre homenajea a Manuel Vázquez Montalbán.

Cuando volví a Barcelona todavía seguía impresionado por esas salidas de sol que había contemplado en Salina. Y entonces pensé que en Barcelona también sale el sol por el mar y que solo tenía que levantarme tres cuartos de hora más tarde que en Sicilia, pillar la bici y plantarme en la playa de la Barceloneta. De paso me podría dar un baño tempranero, seguramente en solitario, o casi. El primer día, aún cansado por el viaje, no fui capaz. Pero el día siguiente me levanté a las seis y veinte y pedaleé lo más rápido que pude hacia la playa de Sant Sebastià, donde acostumbro a bañarme. Sólo encontré esforzados corredores mañaneros y un vagabundo durmiendo en la playa. Me llevé mi móvil, algo que no acostumbro a hacer cuando voy a la playa, para hacer alguna foto (una vez más porque pensé que nadie se lo iba a creer). Llevaba el móvil en el bolsillo de mis bermudas, como las llaves. No me las quité porque hacía fresco aún. Me senté sobre mi toalla y coloqué sobre la toalla, detrás de mí, la bolsa que acostumbraba a llevar a la playa, una bolsa que heredé de mi primera novia, una bolsa de dj para llevar discos de vinilo que compró en Londres en los noventa y que estaba ya muy remendada. Asistí a la salida del sol. No fue como en Salina pero no estuvo nada mal. El litoral que se despliega siguiendo la costa hacia el norte resplandecía reflejando los rayos del sol. Cuando di el amanecer por acabado me giré y me llevé un susto al ver que la bolsa ya no estaba allí. Comprendí que alguien se había acercado sigilosamente para robármela. Recordé unas imágenes de un programa de Barcelona Televisió, que vi cuando aún vivía con mi primera novia en el Born, en el que mostraban a ladrones reptando por la arena de la playa para robar bolsas a bañistas despistados como yo. En mi vida me habían robado jamás en la playa hasta entonces. Pensé en lo que contenía la bolsa y me di cuenta de que el ladrón sólo encontraría en ella el último libro de Varoufakis, que aún no había acabado de leer. De pronto me entró un ataque de risa. Pensé en que era un flipado y me lo tenía bien merecido. Una cosa es ver la salida del sol en la terraza de una maravillosa casa frente al mar en una paradisíaca isla eólica y otra es intentar experimentar lo mismo pero en la playa de la Barceloneta sin tomar ninguna precaución, absorto en la salida del astro rey por el horizonte como un hippy. También pensé que, a pesar de que me da la impresión de que soy un perezoso incapaz de levantarme temprano para ir a la playa, esas horas tempraneras tan bien vistas por la gente de bien eran mil veces más peligrosas que las que yo acostumbraba, más bien tendiendo al mediodía, una franja horaria en la que el grupo de nudistas habitual está completamente instalado en esa playa y ofrece una acojedora protección. Por último, me reí del botín que se había llevado el ladrón. Pobrecito, pensé, arrastrarse sigiloso como una culebra para llevarse lo último de Varoufakis. Ojalá se lo lea, fue lo que pensé, y le aproveche en algo.

Yanis Varoufakis, conocido sobre todo por su enfrentamiento con la troika europea durante la crisis del euro cuando era ministro griego de Finanzas, ha publicado un libro que se titula Otra realidad. En el libro, que es una novela de ciencia ficción, Varoufakis utiliza la ficción como recurso para describir con todo detalle lo que serían las bases y el funcionamiento de una economía y un sistema democrático alternativo al nuestro y bastante más justo, partiendo de lo que hubiese podido pasar si durante la crisis de 2008 se hubiesen tomado otras decisiones como, por ejemplo, dejar caer a los bancos. Los personajes de ficción que utiliza son arquetipos. En primer lugar, una veterana feminista británica que en el pasado luchó por los derechos sindicales contra la Thatcher y que acabó decepcionada del factor humano y muy crítica con el propio movimiento feminista y su tendencia actual a lo políticamente correcto. En segundo lugar, una economista de tendencias neoliberales que trabajaba en Lehman Brothers durante la crisis del 2008 y que, aunque desencantada con lo sucedido, siguió defendiendo las leyes del mercado. En tercer lugar, un experto en tecnología que, harto de comprobar cómo las empresas capitalistas utilizaban sus vanguardistas investigaciones para conseguir el máximo rendimiento económico y no para conseguir mejorar la vida de la gente, decide invertir en bolsa jugando a vender en corto para hacerse millonario y liberarse de la esclavitud del trabajo y de esta manera poderse dedicar en cuerpo y alma a sus investigaciones, lo que le lleva a descubrir un agujero de gusano que le conduce a esa otra realidad del título de la novela. Por último, un narrador que parece identificarse con Varoufakis, amigo de todos los otros personajes y depositario de un diario que cuenta con detalle toda la historia. Varoufakis utiliza la novela para exponer sus teorías económicas y sociales sobre un nuevo modelo no demasiado alejado del nuestro y, por tanto, factible, al mismo tiempo que intenta explicar cómo funciona el capitalismo actual, un sistema actualmente basado en la especulación y acelerado por la tecnología que da como resultado una especie de tiranía mundial que se nutre de lo que quizá en el futuro, con asombro, denominemos esclavos. Hay ideas en él muy interesantes que podrían cambiarlo todo. Soluciones como que cada empleado de una empresa sea dueño de una y solo una acción de la propia empresa, independientemente del escalafón que ocupe en la empresa. O que los ingresos consistan en una especie de renta básica acompañada de una prima votada por los propios miembros de cada empresa, dejando abierta la posibilidad a que alguien decida prescindir de esa prima porque prefiera no trabajar. O que los gobernantes sean elegidos aleatoriamente por sorteo, en vez de democráticamente, como una manera de evitar la corrupción al mismo tiempo que de alimentar la diversidad. O que al nacer cada cual reciba un patrimonio económico del cual no podría disponer libremente hasta su mayoría de edad pero que permitiría luchar contra las desigualdades sociales desde la misma cuna.

Lo más interesante es que, una vez expuesto el funcionamiento de este sistema más libre, más justo e igualitario, Varoufakis procede a analizarlo críticamente a través de la actitud que toman ante él sus personajes, hasta el punto de que deben enfrentarse a la decisión de trasladarse o no a esa nueva realidad. Me encanta la decisión de la feminista crítica, que prefiere quedarse en este lado de la realidad porque le raya la idea de mercado y desearía superarlo para llegar al punto en que la gente dé por amor y no por interés. Además, hay algo de ese tipo de sociedad tan regulado y tan políticamente correcto que parece que a ella le da la impresión de que pone impedimentos a algo tan importante para algunos seres humanos como es el amor, algo irracional, salvaje y loco que muere cuando se le somete a tantas reglas, por bienintencionadas que sean.

Desde que me leí el libro de Varoufakis he estado dando la paliza con él a todo aquel que me ha querido escuchar. Ahora ya estoy más calmado pero durante unas semanas hablé de Varoufakis, un poco en sorna pero un poco en serio, como mi nuevo profeta. Imaginé cómo sería un sistema de funcionamiento diferente, en la línea de lo descrito por Varoufakis, aplicado al circuito de artes vivas, por ejemplo. ¿Cómo funcionarían las convocatorias, las becas, las programaciones en los diferentes escenarios? Me acordé de cuando discutía con unos amigos, hace unos años, de camino en coche a Montpellier para ir al teatro que por entonces dirigía Rodrigo García y que nos daba un poco de envidia porque en nuestras ciudades del sur no encontrábamos nada parecido. En esa discusión yo sostenía que a lo que había que aspirar no era a sustituir a las direcciones de instituciones como el Teatre Lliure (ese día salió esa en la discusión pero pongan ustedes aquí la que más rabia les dé) por otras más competentes sino que debíamos aspirar a que todo el mundo tuviese espacio y recursos para crear y mostrar sus creaciones y que el resto se daría solo, sin necesidad de mantener jerarquías selectivas y supuestamente meritocráticas. Ese es un poco el espíritu que me ha parecido percibir en la Otra realidad de Varoufakis.

He vuelto a pensar en esto otra vez porque un par de eventos me han recordado el hartazgo que la mayoría sentimos sobre la manera en la que nos obligan a desarrollar nuestro trabajo artístico los que parten el bacalao: la Anticonvocatoria y Yo sé perder. Es un clamor que pasarse el día opositando a convocatorias de becas, subvenciones, ayudas y residencias (sí, ya sé que lo moderno es decir aplicar pero ese anglicisimo del Imperio me da asco, y luego no me vengáis dando lecciones de anticolonialismo, opositar deja mucho más claro de qué mierdas estamos hablando) es más desperdicio de vida que meterse heroína por la vena un días tras otro hasta consumirte y más parecido a la mendicidad que a otra cosa. El artisteo seguirá compitiendo entre sí hasta que solo queden vivos el número exacto de ejemplares que correspondan a los puestos a los que opositan, y eso no pasará nunca porque siempre seguirán naciendo artistas dispuestos a creerse el sistema meritocrático o dispuestos a hacer amistades donde se parta el bacalao para trepar en el mínimo tiempo posible, pero la peña está tan harta que cuesta encontrar una obra del circuito de las raras artes en la que no se perciba, explícita o implícitamente, ese hartazgo. Recuerdo a Laila Tafur hace unos meses en La Caldera, por ejemplo, dedicando la mitad de su pieza a cantar divertidísimas a la vez que tristísimas canciones que tenían como tema lo absurdo y kafkiano de esta situación, que más se parece a las historias de terror que nos contaban los que pretendían asustarnos con vivir bajo el dominio de la Unión Soviética que a una supuesta moderna y democrática sociedad del siglo XXI. También habla de eso el trabajo de Javier Vaquero Ollero y el texto de Jaime Conde-Salazar en la exposición y el catálogo de Contemplar una superficie inestable en La Casa Encendida, que critican al sistema desde el mismísimo vientre de la propia institución y con prólogo de nuestro más reciente ex ministro de Cultura. Y, mientras tanto, capas y capas de opositores que han ganado su plaza (no exclusivamente en el sentido literal), montados en las grupas del artisteo y a los que no hemos votado (recordémoslo, lo recuerda también Varoufakis), viven más o menos tranquilamente de las creaciones de los demás. Y digo más o menos porque lo peor es que ni esas gentes se escapan de la ansiedad y depresión que domina todo lo que tenga que ver actualmente con el mundo del trabajo. Así que, como podría decir alguno de los personajes más simpáticos de la novela de Varoufakis, quizá no quede más remedio que dejar de defender estúpidamente al sistema y unirse a los que quieren construir otra realidad o la alternativa será hundirse definitivamente con él arriesgándonos a no llegar ni a los cincuenta años sin sufrir antes un ataque al corazón.

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Notas que patinan #108: Mademoiselle

Conozco a Mademoiselle Nadia Boulanger desde hace tiempo pero no recuerdo la primera vez que supe de su existencia. Lo que sé es que últimamente me he ido acercando a ella sin pretenderlo, coincidencia tras coincidencia, y también puedo decir que la semana pasada tuve un encuentro tan intenso con ella que mi cabeza y mi corazón estallaron en mil pedazos. Creo que nada que tenga que ver con el arte me ha golpeado con tanta intensidad en los últimos meses. Por eso hoy he decidido escribir este artículo.

Hace poco más de un par de años utilicé un fragmento de música compuesta por ella en un programa de radio para ilustrar la época en la que John Dos Passos vivió en París, a principios del siglo XX. El programa era un piloto que me encargaron para M21, la emisora de radio municipal de Madrid. La idea era adaptar a un formato radiofónico la serie de piezas escénicas Amateur que por entonces estaba presentando en Madrid, poniendo voz a los textos que en escena proyectaba sobre un piano en el que, mientras tanto, yo iba tocando. Pensé que, para darle un estilo más radiofónico, estaría bien intercalar la música que tocaba yo con grabaciones de otros músicos (además, por temas prácticos, si pensaba en futuros programas semanales no me veía tocando un nuevo repertorio cada semana). Como Nadia Boulanger compuso sus 3 pièces para piano en 1914 pensé que eso coincidiría con la época en la que John Dos Passos estuvo en París, durante la Primera Guerra Mundial. Nadia Boulanger, no sé por qué (mira que hay músicos en aquellos años), fue la primera idea que me vino a la mente al pensar en alguien que estuviese en activo por aquella época en París. El programa nunca se emitió porque, cuando iba a incorporarse a la programación de la nueva temporada, el señor Almeida ganó las elecciones al Ayuntamiento de Madrid y lo primero que hizo, como había prometido, fue cargarse la radio municipal que el equipo anterior, el de Manuela Carmena, había resucitado. No sé por qué se le ocurriría que eso era lo más urgente que Madrid necesitaba por aquel entonces pero pensé que qué mala suerte.

Poco después, en verano, volvió a aparecérseme Nadia Boulanger en las memorias de Philip Glass, mientras las leía en la playa de la Barceloneta secándome al sol después de un baño. Philip Glass escribió que hubo dos personas que influyeron decisivamente en su formación como músico: el indio Ravi Shankar y, oh sorpresa, Nadia Boulanger, con la que estudió en París durante un par de años en la década de los sesenta, después de diplomarse en la Julliard School de Nueva York. A pesar de ese diploma Nadia Boulanger, que tendría ya algo más de setenta años, le aplicó a Philip Glass el mismo régimen estricto de solfeo, armonía, contrapunto y análisis musical que al resto de los más de mil alumnos a los que dio clase en su casa de la rue Ballu durante más de setenta años, una casa heredada de sus padres (una inteligentísima princesa rusa y un compositor francés hijo de una cantante contemporánea de Beethoven), en la que conservó hasta su muerte los mismos muebles que su padre había heredado de su abuela. Entre esos innumerables alumnos de Nadia Boulanger lo más sorprendente no es encontrarse a prestigiosos compositores e intérpretes de la mal llamada música clásica como Leonard Bernstein, John Eliot Gardiner, Daniel Baremboim, Aaron Copland, Dinu Lipatti, Igor Markévich o Henryk Szering sino también a músicos de otra cuerda que uno a priori no se esperaría en el salón de Mademoiselle Boulanger como Quincy Jones, Burt Bacharach, Pierre Schaeffer o Astor Piazzolla, además del citado Philip Glass. ¿Es que Nadia Boulanger fue algo así como la mujer que educó a todos los grandes músicos del siglo XX, la responsable de que los creadores musicales encontraran su propio camino sin descartar ningún estilo, el de la música pop incluida? ¿Cómo logró algo así?

Por si fuera poco, Nadia Boulanger fue la primera mujer finalista del Gran Premio de Roma de composición musical en 1908 (unos años después su hermana Lili, a quien también dio clases, ganó el primer premio), la primera mujer que dirigió a la New York Philharmonic Orchestra (en 1939), la responsable de rescatar la obra del compositor renacentista Claudio Monteverdi para las salas de concierto y una reconocida mentora de Igor Stravinsky, de quien dirigió el estreno de varias de sus obras.

Volví a encontrarme con Nadia Boulanger durante el confinamiento en el muy recomendable libro Armonías y suaves cantos: las mujeres olvidadas de la música clásica, de Anne Beer, publicado por Acantilado en 2019. Y de nuevo la causa fue el proyecto Amateur. Después del estreno de Schumann Amateur en el festival TNT de Terrassa, la soprano Maria Dolors Aldea (que recuerda en algunos aspectos a Nadia Boulanger porque, además de una inconmensurable intérprete de larguísima trayectoria, licenciada Cum Laude en el Mozarteum de Salzburg, ha formado y sigue dando clases a una legión de cantantes de todo tipo, Manolo Martínez de Astrud, incluido) se me acercó a saludarme y me regaló ese libro en cuya portada aparece el retrato de Clara Schumann, la compositora y pianista a quien estaba dedicada la pieza que acababa de estrenar. El libro dedicaba un capítulo a Lili Boulanger en el que también aparecía Nadia. Lili murió muy joven pero, según Nadia, ella sí que estaba destinada a componer como una de las grandes.

Mi último e intenso encuentro con Nadia Boulanger ha sido la lectura de Mademoiselle, un maravilloso libro de conversaciones con esta ilustre dama escrito por Bruno Monsaingeon a principios de los ochenta y publicado por Acantilado recientemente en la traducción de Javier Albiñana. Monsaingeon, que ya había publicado un libro de entrevistas con Glenn Gould con un estilo similar, presenta el resultado de las entrevistas que realizó a Nadia Boulanger en los últimos seis años de su vida (murió nonagenaria) realizando un ejercicio de edición similar al que podría haber realizado para uno de sus muy recomendables documentales sobre músicos, como los que dedicó a los pianistas Glenn Gould y Sviatoslav Richter. Y en menos de doscientas páginas consigue el milagro de acercarnos tan íntimamente a Nadia Boulanger, interviniendo lo menos posible, menos aún que Joaquín Soler Serrano (que ya es decir) en las entrevistas de su programa A fondo emitidas en Televisión Española en los setenta, que parece que estemos oyendo a Nadia Boulanger en el salón de su casa, un salón que casi podemos ver y oler, en el que nos habla de su vida (poco, porque cree que no tiene el menor interés), de la vida de la cantidad enorme de gente que conoció (pero sin chismorrear en ningún momento), de lo que ha aprendido en la vida y de las conclusiones que ha ido sacando (su experiencia es puro oro).

¿Pero cuál es la clave para que esta mujer haya conseguido tal cantidad de frutos con su trabajo artístico y de que nos parezca tan fascinante? Respondo por mí: su mezcla de disciplina y rigor implacables sumadas a una decisión consciente y respetuosa de eliminar el juicio de valor y los prejuicios sobre las creaciones de los demás (si en algún momento digo algo con lo que no estás de acuerdo, no me hagas ni caso, le decía más o menos a sus alumnos) junto con una absoluta entrega amorosa a cualquier actividad que emprendiese, por pequeña que fuese, a lo que yo añadiría, además, la persecución a ultranza de una mayor consciencia en cualquier mínimo aspecto de la vida rematada por una espiritualidad conectada con la música como camino hacia algo más allá de la realidad que percibimos a simple vista. Seguramente me deje un montón de cosas. Pienso, por ejemplo, en su amor por el trato con el ser humano, su capacidad de sorprenderse, que parece que mantuvo intacta hasta el final de sus días, y su inagotable curiosidad (seguía estudiando detenidamente todas las partituras compuestas por sus exalumnos, que recibía día sí y día no cuando ya había cumplido noventa años, y si no le gustaban insistía de nuevo para descubrir, a ver si se había perdido algo, si no había sabido ver lo que esa música encerraba). Y añadiría que es decisivo que animase a sus alumnos a ser ellos mismos, a no dejarse influenciar por ninguna moda, a encontrar su propio estilo, a preferir equivocarse a no aportar nada más que lo ya establecido. Con ese objetivo intentaba siempre influenciarles lo menos posible para estimular su libertad creativa guiada por el deseo de cada cual. A juzgar por sus frutos, parece que funcionó. Por sus frutos los conoceréis, que no por sus acciones, como a veces se traduce (mal) esta sentencia del Evangelio según Mateo. Las acciones pueden estar cargadas de buenas intenciones pero con eso no siempre es suficiente, supongo que viene a decir.

Este extracto del libro, en el que Monsaingeon transcribe a Nadia Boulanger, da alguna idea sobre todo esto:

Hace poco alguien que realizó un curioso estudio tuvo la tenacidad, tal vez un tanto vana, de contar cuántas notas había escrito Schubert. Le salió una cantidad impresionante y se hizo la pregunta siguiente: “Al margen del genio, para escribir simplemente tal cantidad de notas, ¿de cuánto tiempo había que disponer?”. Al concluir la investigación, concluyó que se necesitaban, pongamos, veinticinco años. Sin embargo, Schubert tan sólo necesitó quince para escribir todas esas notas. ¿En qué consiste esa capacidad? En que Schubert no dijo: “Me gustaría hablar ruso”, sino que en vez de decirlo lo hizo. Hablamos de lo que no hacemos y la gran excusa que ponemos es la falta de tiempo. Sin embargo, Schubert no tenía tiempo, ni Bach, ni Fauré, ¡nadie tiene tiempo! Supieron encontrar ese tiempo que hace que Platón siga tan vivo hoy como en su día. Por eso creo que todos los días deberíamos recordarles a los niños la inscripción de Valéry en la entrada del Musée de l’Homme: “Depende de quien pasa que yo sea tumba o tesoro. Pero que hable o calle depende de ti, amigo. No cruces este umbral sin desearlo”.

Algunas tradiciones orientales dicen que en la música se encuentra un atajo hacia un nivel más alto de trascendencia en el camino del espíritu o algo parecido. Recuerdo una discusión con dos músicos, que se dedican a las raras artes, sobre el dominio de una partitura compleja técnicamente (pero cuya mayor virtud no es solo esa) como los Estudios de Chopin, por ejemplo. Una de esas personas creía que estábamos hablando de puro virtuosismo. Pero las otras dos pensábamos que si eras capaz de dominar una partitura así (pero dominarla de verdad, no solo tocar las teclas precisas) entrabas en un nivel de consciencia superior. Y ese nivel de consciencia se debería traducir en algo así como ver el código de la vida, es decir, en comprenderla y vivirla mejor, con más habilidad, con más sentido. Sería como pasar una pantalla.

Yo creo que Nadia Boulanger era una especie de maestra jedi y que el adiestramiento que proponía es equivalente al entrenamiento de un jedi. No sirve solo para tocar mejor o para componer mejor, sirve para vivir de otra manera, para entender la vida y vivirla más intensamente, con una consciencia infinitamente mayor, prestando atención a todos los detalles. Por eso sigo estudiando viejas partituras al piano, aunque pienso, como Nadia, que yo no he nacido para componer música. Pero quizá sí para otra cosa que algún día descubriré, porque como decía Mademoiselle Boulanger, hay gente que necesita treinta, cuarenta, cincuenta años para encontrar lo que quería hacer. En cualquier caso, el adiestramiento sería el mismo, de la misma manera que Nadia Boulanger les entrenaba a todos por igual y luego le podía salir tanto un gran compositor de música mal llamada clásica como el productor del Thriller de Michael Jackson, el disco pop más vendido de la historia. Pero, ojo, también una maestra de piano para aficionados a la música en un pequeño pueblo del interior de los Estados Unidos, como se encarga de recordar Nadia Boulanger en el libro de Monsaingeon, cuando recuerda a una excelente alumna suya convertida en una modesta y decente maestra (jedi) absolutamente necesaria, tan vital como el músico más prestigioso del mundo, porque esta vida no sería lo mismo sin lo uno ni lo otro.

Al final del libro aparecen algunos textos de alumnos y gentes que conocieron a Nadia Boulanger. El punto culminante, un texto escrito desde el infinito amor que diría que le profesó, tan emocionante que es difícil leerlo sin que a uno se le salten las lágrimas, es el que escribe Leonard Bernstein. En él cuenta la última vez que habló con Nadia, en la cama, cuando milagrosamente salió de su coma para hablar con él. En esa conversación Nadia le dice que se siente muy fuerte pero que su cuerpo ya no le responde. Bernstein le pregunta si oye música y ella le contesta que constantemente. Bernstein se pregunta qué estará oyendo, si Bach, Mozart, Stranvinsky, y ella le contesta que oye una música sin principio ni final. Bernstein deduce que ella ya está oyendo la música del otro lado. La muerte debería ser algo así: irse mientras nos embarga la música, esa puerta al más allá, al infinito. Quizá, si nos abandonamos a ella nada malo pueda pasarnos mientras nos acompañe en nuestro camino.

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Notas que patinan #107: No importa, las entradas ya están agotadas

Los Nevermind. Foto de Rita_Cuggia.

El miércoles se inauguró en Barcelona una nueva edición del festival Llums d’antiga, un festival dedicado a la música antigua que organiza L’Auditori fuera de su sede, en un par de maravillosos espacios históricos de la ciudad: la Capella de Santa Àgata, en la plaça del Rei, y el monasterio de Sant Pau del Camp, en el Raval. El festival es heredero del Festival de música antiga que, desde 1977 y hasta hace pocos años, organizaba la Fundació La Caixa. Con ese festival muchos descubrimos la música antigua, las corrientes historicistas, la llamada corriente auténtica, la interpretación con instrumentos originales, los intérpretes pioneros ya fallecidos Frans Brüggen, Nikolas Harnoncourt, Gustav Leonhardt, los aún vivos Ton Koopman, René Jacobs, Emma Kirkby y multitud de otros músicos más que, a partir de los años sesenta y setenta revolucionaron el mundo de la música mal llamada clásica, precisamente interesándose inicialmente por la música anterior al periodo del Clasicismo (Barroco, Renacimiento y música medieval), realizando un proceso de investigación de las fuentes originales, y prácticamente de rehabilitación (de la misma manera que se rehabilitan catedrales para despojarlas del hollín acumulado para devolverles su color original), y aplicando de una manera práctica sus descubrimientos para intentar llevar ante el público las interpretaciones más fieles a partituras adulteradas por capas y capas de historia y Romanticismo que las habían desvirtuado en algunos casos hasta pervertirlas.

Este movimiento, sobre el que se ha discutido largo y tendido, ha acabado imponiéndose de manera que actualmente es difícil ignorarlo, si te dedicas a la mal llamada música clásica, aún cuando decidas oponerte a él. Porque, a pesar de cierto talibanismo dentro de los innumerables músicos que han formado parte de esta corriente en estas últimas décadas, ha acabado convenciendo por la fuerza de sus razones. Ya que por primera vez en la historia de la música hemos vuelto la vista atrás (concretamente desde el Romanticismo, desde hace un par de siglos) para interpretar en concierto música no estrictamente contemporánea (que es lo que se hacía hasta entonces: sólo se interpretaba la música estrictamente contemporánea de cada momento) está bien revisar cuáles eran las condiciones y las intenciones originales de esas partituras, de esos compositores, de esos intérpretes, de sus técnicas y de los instrumentos musicales de entonces (que evolucionaron convirtiéndose en nuestros modernos instrumentos), para luego decidir conscientemente qué hacer con eso, no por la simple inercia de una tradición deformada o por ignorancia. Se podrían sacar muchas conclusiones de este fenómeno en otros ámbitos artísticos. En el teatro, sin ir más lejos. Pero no me meteré ahí. Solo diré que gracias al trabajo de toda esta gente algunos hemos descubierto la fuerza de grandes o pequeñas creaciones del pasado que permanecían camufladas bajo capas de pintura neorrománticas que tiraban para atrás. Y una vez redescubiertas nos hemos enamorado de ellas para siempre.

Echando de menos los antiguos precios de las entradas (recuerdo entradas a 5€ en el antiguo Festival de música antiga, que organizaba la fundación de una caja de ahorros que acabó convirtiéndose en un banco, mientras que ahora, organizado por una institución pública, cuestan 28€ – menuda paradoja) me dispuse a recoger mi entrada en la medieval plaza del Rei, antes de asistir al concierto inaugural del Hathor Consort, grupo liderado por la violagambista Romina Lischka acompañada de la soprano Hana Blažíková, Sophie Gent y Alba Roca a los violines, Daniel Zapico a la tiorba y la guitarra barroca y Maude Graton en el clavicémbalo y el órgano. Todos intérpretes relativamente jóvenes. El concierto, que iba a tener lugar en la bellísima capilla gótica de Santa Àgata, subiendo las escaleras de la plaza del Rei a la derecha, tuvo que ser retrasado media hora por la habitual manifestación independentista que cada miércoles se celebra en esa plaza a las siete de la tarde para reclamar la liberación de los presos. El sonido de la liturgia de esa manifestación (amplificado con micros y altavoces) no hubiese sido muy compatible con el silencio que se suele buscar para disfrutar de la música antigua (sin ningún tipo de amplificación más allá de la reverberación natural de la capilla). Aún y así, durante el concierto, escuchamos sobrevolar un ratito al tradicional y odiado helicóptero de la policía que vigila las manifestaciones en el centro de la ciudad (no la de los independentistas, que cortesmente se dio prisa para acabar antes del comienzo del vecino concierto). El público, eso sí, compartía la misma media de edad dentro que fuera, bastante alta, mayor de 60 años. En el caso del concierto, dado que cuando las entradas eran mucho más baratas recuerdo ver a muchísima gente joven, atribuí la falta de juventud al elevado precio de las entradas. En el caso de los independentistas no me atrevo a lanzar ninguna hipótesis. Tengo que decir también, para ser justos, que si estás en paro el precio de las entradas del festival baja 10€, hasta los 18€. Es una rebaja considerable pero aún parece un precio algo caro para un parado. Me da la impresión de que el acceso a lo que algunos llaman Cultura se está poniendo cada vez más difícil para los jóvenes y para las clases populares. Luego que no se quejen de que no tienen público. Y no me digan que el dinero no es tan importante en estos casos, que si hay un verdadero interés uno puede superar cualquier obstáculo económico. Si no es tan importante el dinero y no quieren bajar los precios de las entradas de los espectáculos organizados por instituciones públicas, por favor, propongo que comiencen por doblar los sueldos de los asalariados y también los honorarios de los autónomos y luego bajen a la mitad los alquileres, ya puestos. Entonces veríamos a ver qué pasa.

Algo que me encanta del mundo de la música antigua son los múltiples e insospechados descubrimientos de música y músicos que han permanecido ocultos durante muchísimos años. El concierto del Hathor Consort, por ejemplo, me reveló nuevos descubrimientos interesantes, como la compositora italiana Isabella Leonarda y el compositor de Cuenca Bartolomé de Selma, ambos del siglo XVII, a los que no tenía el gusto de conocer y a quienes unos días después sigo investigando y disfrutando. Otros compositores del programa, Frescobaldi y Kapserberger, son relativamente conocidos desde hace tiempo pero a las fantásticas Francesca Caccini y Barbara Strozzi las descubrí tan solo hace un año gracias al libro de Anna Beer de reciente aparición (Armonías y suaves cantos. Las mujeres olvidadas de la música clásica, editado por Acantilado). Sospecho que gracias al muy reciente interés por las compositoras olvidadas de la historia, de las que el festival Llums d’Antiga hace gala en esta edición, vamos a tener un maravilloso goteo de descubrimientos musicales en un sector musical ávido de cualquier suspiro de aire fresco, más allá de nuevos rostros y nuevos looks, que también se agradecen porque buena falta hacían (me refiero a los looks más modernos, sin que aún nadie, que yo sepa, se haya atrevido a presentarse en chándal como la gente del trap -aunque cada vez falta menos, me da la impresión). Por cierto que, muchas de esas compositoras olvidadas, en su momento fueron relativamente conocidas, no sé qué es lo que pasó en los últimos siglos para borrarlas a todas del mapa casi por completo. Dice poco de las supuestas bondades de nuestros tiempos modernos respecto épocas presuntamente oscuras, como la medieval, sin ir más lejos. Pero, más allá de si eran mujeres o hombres, es fabuloso que vayan apareciendo obras de gente de las que no sabíamos nada, gente oculta bajo otros nombres famosos, aunque ni siquiera fueran los famosos de entonces (porque de muchos famosos de entonces ahora nadie se acuerda), gente tan interesante, o más, como la que fue famosa en su época. Es lo mismo que pasa ahora, que lo fascinante casi nunca está en lo que te encuentras en portada. Hay que rebuscar constantemente en los escondrijos para dar con ello, con curiosidad, sin prejuicios, con la mirada limpia y sin pensar en el qué dirán. De aquí también se podrían sacar muchas conclusiones.

Por si después de leer esto alguien se queda con las ganas de asistir a alguno de los conciertos, dejo aquí el último vídeo publicado por Jean Rondeau, formidable clavecinista francés que acaba de cumplir treinta años y que también actuará en el festival como parte del grupo Nevermind con un programa compuesto por obras de François Couperin y Elisabeth Jacquet de la Guerre. Las entradas están agotadas.

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Notas que patinan #106: Tiranas Banderas

Fui a la Nau Ivanow a ver Tiranas Banderas II de LΔST atraído por el texto que presentaba la pieza, porque no había oído hablar de ese autodenominado estudio de creación y porque son gente joven. Adentrémonos en estos pensamientos.

Imagen extraída del Twitter de @nauivanow

El texto que presentaba la pieza me atrajo no tanto por el tema, las banderas, sino porque estaba escrito con una inteligencia desenfadada que me llamó la atención. De hecho, diría que está mucho mejor escrito que la media de lo que se suele leer como reclamo de una pieza. ¿En qué me baso para decir esto si se supone que estos artículos intento escribirlos desde la premisa del no juicio? ¿No he hecho bandera de la guerra a los juicios de valor? Bueno, no es fácil escribir ese tipo de textos (me refiero a los textos de presentación) como tampoco es fácil luchar todo el rato contra los juicios de valor. A mí me cansa mucho y a veces ya no puedo más y paso de todo. Pero es muy fácil, por lo visto, caer en los tópicos de moda del momento, esas típicas expresiones que todo buen artista contemporáneo debe utilizar según la época en la que se escriban. ¿Por qué esas expresiones típicas y no otras? ¿Quién lo decide? No se sabe. Bueno, yo no lo sé pero si sé que el estilo imperante plagado de lugares comunes del buen artista moderno me hace desconectar de lo que sea que intente expresar el texto en cuanto mi cerebro detecta un par de palabras clave de ese tipo. No me pareció el caso del texto de Tiranas Banderas II, y no hablo ya del texto de presentación sino de lo que vi, oí y leí en escena. A ver, es posible que algún término de moda extraído del manual del buen artista moderno cayese pero juraría que con ironía. Y, aunque no fuese así, el resto del texto lo compensaba. Un texto que se dividía en texto proyectado, texto dicho desde altavoces (quizá en directo, quizá grabado, no se sabe, pero en cualquier caso muy bien dicho – ¡ya estamos de nuevo con los juicios de valor!- por una voz femenina) y texto dicho en escena (pero muy poco) por un actor disfrazado de teletubby. Pero de este último texto, marginal en el conjunto, poco puedo decir porque la irrupción del teletubby, su presencia, provocó en mi cerebro una inhabilitación temporal de los mecanismos de descodificación del lenguaje hablado. No sé qué dijo pero sé que parecía que escupiese un poco a posta mientras hablaba. Y eso, en este momento de sensibilidad sanitaria, fue un detalle disruptivo que diría que no pasó desapercibido para una parte del público.

Estudio de creación me resultó un nombre curioso, cuando lo leí, comparado con los viejos términos colectivo o compañía. Pero la verdad es que colectivo y compañía siempre me han sonado a rancio, a teatro o a danza, a tradición, sin que esto sea un jucio de valor. Simplemente pretende ser una constatación. Estudio de creación tiene otras connotaciones. Es imposible huir de ellas. ¿He escrito estas últimas frases (desde el inicio del párrafo) con un poco de miedo a los haters? Sí, así ha sido. Tiranas Banderas II también habla del miedo que tenemos actualmente todos los que salimos a escena o publicamos lo que sea, aunque sólo sea un tuit. Miedo a que digamos algo que nos meta en problemas más o menos gordos, con los poderosos desconocidos, con desconocidos que no tienen más poder que el de insultarnos o con gente, poderosa o no, a la que conocemos demasiado. Vuelven los tiempos de la Santa Inquisición, los delatores están en todas partes y su ideología abarca prácticamente todo el espectro. El resultado es que nunca sabes por dónde te van a caer las hostias. Tiranas Banderas II comienza diciendo que ella es una pieza con miedo. Cada vez tenemos más miedo. El miedo a las consecuencias y el miedo al qué dirán.

Pero sigamos: jóvenes. No se sabe cuándo comienza ni cuando acaba la juventud ahora mismo pero si tienes menos de treinta y cinco años se supone que aún eres joven. Aunque yo diría que antes eras joven si tenías menos de veinticinco. Sea como sea, LΔST, en el supuesto de que sean jóvenes, son jóvenes informados. La acción que se desarrolla en escena consiste básicamente en un tipo tatuando a un pequeño cerdito (muerto) una frase con caracteres góticos, que es una cita y también un irónico mensaje final que solo alcanzamos a leer por completo cuando se acaba la pieza. A parte de la breve pero contundente intervención del teletubby el resto eran textos, vídeos y fotografías proyectadas y la voz en off que hilaba un discurso que partía de la fascinación actual por las banderas, con inteligencia y humor, como punto de partida para tratar un montón de temas de actualidad, entre otros la libertad de expresión y el mundo que nos ha traído el virus. El texto también hablaba de las convenciones y las ponía en evidencia, por ejemplo, al final, al no apagar las luces para señalar inequívocamente que la pieza había acabado. El público estuvo a punto de abandonar la sala sin aplaudir, por culpa de eso, me parece, pero alguien decidió comenzar a aplaudir cuando la mitad del público ya se había ido. Ese primer aplauso contagió al resto y todos los que aún quedaban en la sala acabaron prorrumpiendo en un gran aplauso, quizá aliviados.

En el texto de la pieza se citaba a Pablo Gisbert para decirnos que el dramaturgo de esta pieza se había estado leyendo todos sus textos completos con la intención de fusilarlos. La influencia de El Conde de Torrefiel, por tanto, era evidente y declarada, aunque con retranca, no solo en los textos sino quizás en cómo se decían e incluso en la puesta en escena. Santiago Sierra, al que también se citaba en el texto, aparecía en los créditos como asesor artístico. ¿Jóvenes recogiendo ya la tradición de sus hermanos mayores? ¿Por qué no? Aunque me parece que sería muy injusto reducir Tiranas Banderas II solo a eso, si así fuese no veo dónde estaría el problema. De hecho, quizás ya vaya siendo hora.

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