En la Academia de España en Roma hay una terraza desde la que se ve toda la ciudad. Es una vista similar a la que se puede contemplar desde el cercano mirador del Belvedere pero mucho más recogida y silenciosa. En esa terraza asistí a la primera activación de Vulnerasti il cor mio, una performance para un solo espectador de Carmen Aldama.
Unos minutos antes del mediodía la artista me acompañó hasta la barandilla invitándome a contemplar en silencio junto a ella la espectacular vista que se desplegaba ante nosotros. Al rato comenzó a hablar, tranquilamente, señalándome algunas cúpulas de edificios de la ciudad mientras me contaba historias entrecruzadas que iban desde el ataque iconoclasta de László Tóth a la Piedad de Miguel Ángel en la Basílica de San Pedro, con el atacante jurando que era Jesús resucitado y la escultura el verdadero atentado, al martirio de Santa Cecilia (patrona del Trastevere, el barrio en el que nos encontrábamos), a quien encerraron en las termas de su casa para que se ahogara con el vapor, aunque ella dicen que siguió cantando como si nada hasta que sus verdugos le cortaron el cuello (y aun así vivió tres días más), pasando por el oscuro asesinato de San Paolo, Pier Paolo Pasolini, en Ostia, la playa de Roma, atropellado por su propio Alfa Romeo una noche de noviembre de 1975, o la estancia de San Francisco de Asís en la ciudad, en una iglesia en la que un mecanismo secreto guarda en un armario un tesoro empotrado que gracias a ese invento se salvó del saqueo de las tropas napoleónicas, o esa especie de cráter en medio de la ciudad que es el Circo Massimo, el estadio de carreras de cuadrigas más grande de toda la antigua Roma, del que no queda ni una piedra, solo polvo en un descampado de uso exclusivo de los romanos, que ningún turista visita porque no hay nada que ver. Todas, historias que tenían que ver con esos edificios y lugares que a través de sus descripciones yo iba identificando entre la impresionante arquitectura romana y sus siete colinas.
Hipnotizado como estaba por el paisaje por el que me guiaba con sus palabras, en uno de los silencios que la artista iba sembrando como separación entre las historias que me contaba, me sobresalté cuando escuché lo que interpreté como un cañonazo muy cerca de donde nos encontrábamos, a nuestra izquierda, fuera de campo. Me giré hacia la artista riéndome mientras pensaba en voz alta: “jo, ¡qué currado!, ¡menudos efectos especiales!” Pero la artista se mantuvo en silencio mientras su mirada me invitaba a seguir contemplando la ciudad desde las alturas. Mientras me recuperaba del susto, e intentaba recuperar la compostura como el público que yo era después de ese desliz de espontaneidad que me pareció fuera de lugar un segundo después de que esas palabras salieran de mi boca, se hizo de nuevo el silencio.
Volví mi mirada de nuevo hacia Roma. A lo lejos me pareció que sonaban unas campanas. Luego otras, más allá. Y otras, más acá. Y otras más. Y otras. En cuestión de segundos todas las campanas de Roma estaban tocando para mí. ¡Roma entera sonaba para mí! No daba crédito. Se me puso la piel de gallina. Me pareció el concierto más emocionante que había presenciado en mucho tiempo.
Y pensé que lo más curioso es que, aunque parezca mentira, en pleno siglo XXI esto sigue pasando todos los días en muchas de las ciudades en las que aún vivimos, no se sabe por cuánto tiempo (cuánto tiempo viviremos en ellas y cuánto tiempo seguirán sonando las campanas), aunque no acostumbremos a prestarle al fenómeno ni la más mínima atención.
Unos minutos después, acabado el breve pero maravilloso concierto de campanas romanas, Carmen Aldama volvió a dirigirse a mí para contarme cómo llegar hasta la iglesia de San Francesco a Ripa, la iglesia del Trastevere donde se alojaba San Francisco de Asís cada vez que viajaba a Roma. Después de advertirme sobre el fraile que custodia la iglesia (“que no te líe”), me invitó a que fuese yo solo, caminando, hasta esa iglesia y que penetrase hasta el fondo. A la izquierda encontraría una pequeña capilla. Me pidió que fuese hasta allí para contemplar lo que escondía esa capilla. Así lo hice. Pero antes le pedí que me repitiese las indicaciones para llegar hasta la iglesia, para memorizarlas y no acabar perdido por el Trastevere. Por el camino, mientras comprobaba con asombro que mi móvil había perdido el acceso a internet, lo que me impedía utilizarlo para guiarme por calles desconocidas y me obligaba a confiar únicamente en mi memoria, me fui fijando en los más ínfimos detalles de lo que encontraba a mi paso por esas calles romanas. Todo parecía hablarme a mí, encontraba conexiones a partir de cualquier detalle: el nombre de una calle, el color de una puerta o un grafiti en una pared. Recordé que eso es lo que suele pasar en estos casos: la percepción de la realidad suele agudizarse después de este tipo de experiencias, si es que consigues conectar. Para eso sirve el arte. Es mejor que la mejor de las drogas. Al menos este tipo de arte. No deberíamos perderlo, como las campanadas al mediodía. Lo necesitamos. La vida sabe más rica así. Hay que acordarse.
Pasé por un mercado, vi iglesias, bares, restaurantes, gente variopinta de todas las edades, escuché música. Tuve un momento de duda ante la calle que me conduciría hasta mi objetivo pero, al mirar a la derecha, vi la iglesia al fondo de la calle y pensé que seguramente sería esa la iglesia que yo buscaba. Subí las escaleras de la iglesia. Al entrar me detuve un momento a contemplar su interior. Luego me dirigí a la capilla que se encuentra al fondo a la izquierda.
Allí contemplé el Éxtasis de la beata Ludovica Albertoni, una de las últimas obras de Gian Lorenzo Bernini, una estatua de mármol blanco que muestra a Ludovica acostada, la cabeza hacia atrás, sus manos agarrando su pecho, rodeada de ángeles que la contemplan, absolutamente arrebatada en su éxtasis místico. Estuve un buen rato observando hasta el más mínimo de los detalles, hasta el último pliegue del hábito de Ludovica. Hasta que detrás de mí oí a un tipo que saludó en italiano a otra persona y le pidió por favor si le podía contar quién era esa señora. A mis espaldas una voz masculina comenzó el relato pormenorizado de la vida de Ludovica. Cuando acabó, el otro tipo le dio las gracias por su amabilidad y se despidió cortésmente. Entonces me giré y vi a un fraile que desaparecía por una puerta, como si estuviese abandonando el escenario.