La semana pasada se celebró una nueva edición del Festival TNT de Terrassa en la que se presentaron dos docenas de propuestas artísticas relacionadas con la escena. En Teatron ya se ha publicado sobre algunas de ellas como Grandissima illusione de Cris Blanco, Diversión obligatoria de Júlia Barbany, One night at the golden bar de Alberto Cortés y Mágica y elástica de Cuqui Jerez. Muchas más merecerían ser comentadas pero, por cuestiones de tiempo y energía, en este artículo me centraré en sólo tres de ellas que diría que comparten algo que comienzo a observar con interés desde hace algún tiempo.
La Doble Sesión, de Norberto Llopis
Una de las piezas más interesantes, divertidas, vibrantes e intelectualmente estimulantes que se han podido ver en esta edición es este solo en el que Norberto Llopis se acompaña en escena únicamente por un papel plastificado que cuelga de una polea para permitirle deslizarlo de arriba a abajo mientras avanza en su acción. El papel, pintado a mano con rotulador, muestra algunas palabras y símbolos, como si fuese la chuleta de una presentación o de una clase. Siguiendo esa chuleta, el intérprete desarrolla su acción frente a un público al que va dando toda clase de explicaciones sobre lo que está haciendo e incluso algunas órdenes, más bien prohibiciones, sobre a dónde (o más bien a dónde no) debe dirigir su mirada. La principal prohibición es la que tiene que ver con la asistencia del público al propio espectáculo. La Doble Sesión consiste en dos sesiones: la primera se llama Mañana y la segunda se llama Ayer. Si asistes a la sesión Mañana no puedes asistir a la sesión Ayer. Está terminantemente prohibido. Estos juegos con el lenguaje son constantes durante la acción, así como las repeticiones, los dobles sentidos y la fragmentación de palabras. Parece un juego absurdo que, al cabo de poco tiempo, provoca una hilaridad generalizada entre el público pero algo nos dice, sin necesidad de conocer los entresijos de la pieza, que hay algo más ahí, algo que podemos buscar con éxito, o no, durante el desarrollo de toda la pieza, mientras observamos al intérprete hablando al público o a las paredes, saliendo y entrando de escena, corriendo o moviéndose con ese estilo particular al que Norberto Llopis nos tiene acostumbrados, un movimiento dancístico en el que parece que no esté haciendo nada particularmente complicado pero que está claro que no cualquiera sería capaz de reproducir. Pero detrás de ese aparente juego absurdo se esconde todo un armazón teórico que parte de Jacques Derrida para hablar de lo hueco y cuestionar, llevándola al límite, la misma posibilidad del fenómeno escénico. No hace falta ser consciente de lo que se esconde detrás de esta pieza para disfrutarla pero seguramente su coherencia interna se transmite de algún modo, y eso para muchos será más que suficiente. Si además consigues penetrar en su interior y observar de cerca algunas de las múltiples capas que componen algo tan aparentemente sencillo la recompensa se presume enorme. Un trabajo tan fino seguramente sólo se puede destilar después de años y años dedicados a la investigación de ese tipo de asuntos que la mayor parte de nuestra sociedad me temo que calificaría de absolutamente inútiles. Hay algo importante ahí, desde luego, y es fenomenal, o un síntoma de ello, que se acompañe de un humor tan refrescante que, como se pudo comprobar en Terrassa, conecta con toda clase de públicos.
En los escenarios comienzo a percibir con fuerza una lucha estética que quizá simplemente sea una lucha que siento en mi interior pero que diría que es compartida por mucha otra gente. La saco a colación porque esta pieza de Serrucho sería un exponente de uno de esos dos bandos en fricción. Por un lado, explicándolo muy burdamente, está el arte del yo: lo que a mí me pasa, lo que yo sufro, lo que yo he vivido, lo que yo pienso, mis discursos… Este arte también se conecta con el arte político que ha invadido los escenarios en los últimos tiempos: lo que nos pasa, lo que sufrimos, lo que hemos vivido, lo que pensamos, nuestros discursos… Pero a este tipo de arte, quizá el predominante en este momento, por su reiteración, por agotamiento, por su domesticación o por lo que sea, me da la impresión de que se comienza a contraponer otro que estaba más apagado últimamente pero que lleva toda la vida acompañándonos: el de la búsqueda de la belleza, el de la contemplación, el que abre las puertas a una percepción no mediatizada exclusivamente por la palabra, por los discursos… Interior Noche me parece un ejemplo de esto. Un ejercicio de observación profunda en el que el disfrute y la búsqueda de la belleza no están reñidos con una cierta crítica (que no es explícita porque, entre otras cosas, no pretende imponerse al público) ni con cierto humor, que siempre es bienvenido, sobre todo cuando comenzamos a tomarnos demasiado en serio cualquier cosa, sea lo que sea. Interior Noche está lleno de detalles cuidados con extremo cariño pensando en la experiencia del público, no en los artistas. El público se encuentra con un escenario de camping nocturno aparentemente de lo más convencional (aunque con un remolque-tienda bellísimo, modelo Apache del año catapum: Ni mejor ni peor, ¡el primero!) y ahí, con la ayuda de unas luces como las que se ponen los mineros en la frente para ver en la oscuridad, el público, dirigiendo sus haces de luz hacia donde dirige su mirada, descubre un mundo extraordinario, el que se esconde detrás de cualquiera de los escenarios cotidianos de nuestra vida, sólo que sazonado y aumentado convenientemente por el trabajo de unos artistas que se ponen al servicio de algo que va muchísimo más allá de sus propios egos, que también los tendrán, como todo el mundo. Para mí, lo más curioso es que Serrucho hace bailar a la tecnología (que impregna toda esta obra) a su propio son, al de Serrucho, y no al revés, no al ritmo de las máquinas al que nos obligan a bailar últimamente sin piedad. Las máquinas, la tecnología, esa híper eficiencia en la que nos vemos envueltos a diario con angustia es doblegada para convertirla en algo inútil, divertido y bello, en algo con rostro humano. Una vez más se pone de manifiesto la importancia de lo inútil, en términos productivos, para la alegría de los seres vivos que poblamos el planeta.
Donde empieza el bosque acaba el pueblo, de Monte Isla
Esta es otra pieza que toma partido por ese bando del que me parece que llevo hablando todo este artículo (porque, a pesar del intenso uso que hace Norberto Llopis de la palabra, La Doble Sesión también podría englobarse perfectamente ahí). Y me parece significativo que, en este caso, se trate de un colectivo de artistas jóvenes y que no sea la primera vez que van a por ello. Me refiero a que Allí donde no estamos, la anterior pieza de Monte Isla, ya iba un poco de lo mismo, sólo que a otra escala mucho más pequeña. Esta vez, en vez de una maqueta y un pequeño escenario, Monte Isla ha dispuesto a su gusto de todo el aparato escénico del Teatre Principal de Terrassa y lo que han hecho ha sido explorar sus posibilidades, que no son pocas, de la misma manera, ni más ni menos, que cuando trabajaban con una maqueta. Se les puede acusar de pretenciosidad porque la propuesta es grandilocuente (como lo es ese gran teatro) pero, en mi opinión, se trata simplemente de coherencia con el material que se traen entre manos. En todo caso, las preguntas que se hacen son grandes: ¿Qué distancia hay entre nosotros y el mundo? Y la respuesta, una vez más (como digo, no creo que estén solos), Monte Isla la busca en la observación, de un paisaje, en este caso, huyendo del juicio y del significado, a través de la experiencia, sin palabras. En el estreno (porque era un estreno) el lío que montaron fue bastante importante. Me pareció observar que provocó de todo menos indiferencia. Bosques que colgaban del techo, luces que se movían como naves espaciales flotando amenazadoramente ante el público, maquinaria escénica que subía y bajaba como en los altos hornos y una música sintética casi omnipresente, muy elaborada, con los graves a tope, que lo inundaba todo y a la que se puede acusar de llevar de la manita al público respondiendo a reflejos condicionados por horas y horas de cultura audiovisual omnipresente en nuestras vidas pero no de desaprovechar las posibilidades del equipo sonoro y la acústica del lugar donde nos encontrábamos. Un site-specific grandilocuente como corresponde al lugar, sin una excesiva presencia humana en el escenario, que intentando llevar su mirada hacia el mundo que nos rodea, que ya no es sinónimo de naturaleza, se encuentra con el artificio y nos invita a observarlo, a ver qué pasa.