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Fui a La infinita a ver a Las Huecas, Aquellas que no deben morir, un sábado por la mañana, el último fin de semana de junio. Era la primera vez que iba a ver un espectáculo después de toda la movida del coronavirus, el estado de alarma, el confinamiento, las mascarillas, las fases y el desfase. Lo último que vi antes de que comenzase todo esto fue Kontrakant, de la Societat Doctor Alonso, en el Mercat de les Flors, en marzo, una pieza que merecería comentario a parte porque me entusiasmó y diría que no fui el único. Luego comenzó la cuarentena y el encierro y me pareció que lo mejor era callar un rato y estarse quietecito. Pero tenía muy presente esa pieza cuando fui a ver a Las Huecas el fin de semana pasado. Lo último que había visto era una pieza de unos veteranos jugándosela fuerte en la plaza mayor de la casa de la danza catalana, inundándola de humo y luces con la complicidad de un montón de gente, algunos tan veteranos como ellos pero todos con el aparente entusiasmo de unos chavales que acaban de comenzar en esto. Mi reencuentro con la escena iba a ser en un lugar muy diferente, en un espacio de ensayo que antes fue un edificio industrial, en Hospitalet, unas paradas de ferrocarril más allá de plaza Espanya, donde la llamada Ciutat del teatre me temo que seguía cerrada. En escena, Las Huecas, por lo menos veinte años más jóvenes que la Societat Doctor Alonso. Vencí la pereza que me daba volver a ver algo en un escenario, después de este Ramadán o esta Cuaresma forzada, porque eran Las Huecas, porque las he ido siguiendo desde hace un tiempo y sentía mucha curiosidad por ver en lo que andaban metidas. Me alegro mucho de haber ido porque asistir a su presentación me devolvió la fe en que subirse a un escenario sirva para algo más que para seguir alimentando una hueca maquinaria pseudo cultural y pseudo industrial que en muchos casos ya no sé ni para qué ni a quién sirve, excepto para justificarse todos y cada uno de los implicados en nombre de conceptos huecos y grandilocuentes o, peor, políticamente correctos, para justificar balances económicos, egos y ambiciones personales, competiciones con coartadas condescendientes con lo público y con los públicos, a quien siento que se trata habitualmente como menores de edad o como simples consumidores necesarios para justificar estadísticas, balances y, en definitiva, mover papeles de un lado a otro, que es en lo que consiste el capitalismo tardío en el que vivimos todos corriendo de un lado para otro como pollos decapitados. Hemos pasado unos meses terribles, todo ha saltado por los aires, ¿vamos a continuar con las mismas mierdas? Excepto porque Barcelona está prácticamente vacía de turistas (¡aleluya!), me temo que nadie está dispuesto a cambiar nada de nada. Y es una lástima. Por eso lo que vi de Las Huecas me encantó y me emocionó, mucho, como ya no pensaba que nada que viese en un escenario pudiese emocionarme.
Las Huecas reflexionan sobre la muerte, sobre cómo despedirse de este mundo, en este momento en el que el coronavirus lo ha vuelto todo tan complicado, y de paso hablan de cómo la privatización de los servicios funerarios, a partir de una ley del aznarato, ha encarecido el morirse de una manera demencial, propia de un negocio mafioso. Pero ellas apenas hablan y cuando lo hacen, solo Núria Corominas, es con la voz distorsionada, de tal manera que se convierte más en una excusa para crear una experiencia estética, poética si queréis, que no para lanzar un mensaje, aunque el mensaje llega. Quien habló realmente fue una invitada, joven como ellas, que nos contó toda esa historia de la mafia del negocio funerario. Las Huecas nos esperaban en escena disfrazadas de fantasmas, con unas sábanas por encima, pero acabaron desnudándose mientras bailaban sujetando a sus espaldas unas cruces con la imagen de cada una de ellas pintada, para acabar con Andrea Pellejero tumbada en el suelo mientras sus compañeras la rodeaban de flores y ramas de árboles. Las Huecas exploran los rituales, esos rituales que el racionalismo (el mismo que tomaba como punto de partida la Societat Doctor Alonso) ha ido exterminando con la ayuda del capitalismo desde hace un par de siglos. Pero esa exploración la realizan con la retranca propia de Las Huecas, tocando el canon de Pachelbel con flautas de pico, por ejemplo. Las Huecas flirtean con la música y a mí me excita cómo lo hacen, quizá porque la música es una energía muy poderosa, algo que está más allá de la palabra, aunque a veces se ponga a su servicio para romper algo así como la barrera del sonido, intensificando la potencia de cualquier poesía (las letras de las canciones no son más que poesía que se canta), como cuando Las Huecas cantan una canción a capella mientras se golpean el pecho, en corro, hacia el final de la pieza, provocando un cataclismo de la manera más sencilla. Ya he dicho, y lo volveré a repetir por si no ha quedado suficientemente claro, que fue una experiencia emocionante. Me pareció que el trabajo de Las Huecas era honesto, sincero, de verdad, no impostado, no para cumplir el expediente, algo que echo cada vez más en falta. Aplaudí mucho. La sala se llenó, un sábado a las doce del mediodía. Luego nos invitaron a un pica pica servido en un ataúd.