El uno de agosto recibí un correo electrónico de Robert Walser. Lo busqué en Google. Esta es una foto suya que encontré por ahí.
Comenzaba con un formal Estimado paseante. Y seguía así:
No poseo posición ni prestigio social; esto es claro como el sol. Obligaciones para con un hombre como yo no parece haber ninguna. El vivo interés por las bellas letras se da de manera en extremo escasa, y la crítica implacable que todo el mundo cree poder ejercer y cultivar sobre nuestra obra constituye otra fuerte causa de daño y frena como una zapata la realización de cualquier modesto bienestar. Sin duda hay bondadosos benefactores y amables benefactoras que me apoyan del modo más noble de vez en cuando; pero un donativo no es un ingreso, y un apoyo no es un patrimonio.
Un día antes pasé la tarde con Robert Walser en Poblenou. Robert nos citó a las 19:30 en la Plaça Prim (puntualidad suiza requerida). Nunca antes había estado en la Plaça Prim, que yo recuerde. La plaza y sus aledaños me recordaron que aún no todo está perdido en Carcelona, a pesar de lo que parece insinuar Google.
Walser nos dio la bienvenida saludándonos uno a uno con un apretón de manos mientras nos sostenía la mirada el tiempo suficiente como para que resultase algo inquietante. Aunque quizá no fuese esa su intención, casi estoy seguro de eso ahora que puedo decir que he pasado una tarde de verano con él. Seguramente esa mirada tuviese más que ver con su carácter, que yo no definiría como inquietante. No me voy a meter en el jardín de intentar definir el carácter de Robert Walser con una palabra o con una mísera frase. No le he leído tanto, no he pasado el suficiente tiempo junto a él como para creerme ya con el derecho a ejercer esa crítica impacable de la que hablaba él en el inicio de su mail. Además, reconozco que Walser ya me caía bien antes de conocerle en persona y aún me cae mejor después de haber paseado con él por Poblenou. En fin, antes de comenzar el paseo, creo que Robert Walser dijo lo siguiente (más o menos):
Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle.
Y a buen paso le seguimos por las callejuelas que rodean a la Plaça Prim. A veces deteniéndonos para contemplar algún detalle que nos señalaba, a veces para saludar a alguien que nos encontrábamos por el camino, como alguien que dijo llamarse Richard Fields, o más tarde con Enrique Vila-Matas.
Enrique Vila-Matas fue el primero que me habló de Robert Walser. En realidad nunca he hablado con Vila-Matas, pero fue leyéndole a él (otra forma de hablar con alguien, ya sea vivo o muerto) cuando muchos de nosotros nos enteramos de que existía un tal Robert Walser. Para quien no lo conozca, Vila-Matas es un escritor que escribe mucho sobre otros escritores en sus libros. Lo curioso es que la gente parece que sólo le viene a dar las gracias por haberle descubierto a Robert Walser. Por lo visto eso va diciendo él. O eso dice Marc Caellas en esta entrevista. Vila-Matas se encontró con Walser en Poblenou y el mundo siguió avanzando aunque, si me hubiesen pedido mi opinión con antelación, hubiese imaginado que tal paradoja espacio-temporal era demasiado arriesgada y no traería más que desgracias. Pero no, acercándome por la espalda hasta el límite de la educación escuché cómo Vila-Matas le contaba la historia de cuando visitó hace un tiempo el manicomio donde Robert Walser pasó los últimos años de su vida por voluntad propia. Vila-Matas pidió entrar en la habitación de Walser y pasar un tiempo allí. No era el primero que pedía algo así. No le dejaron. A parte de lo inquietante de hablar con un muerto sobre tu viaje al escenario de su propia muerte, rodeado por curiosos paseantes desconocidos que invaden tu espacio vital para escuchar la conversación, por lo demás la cosa transcurrió sin incidentes remarcables. Afortunadamente.
Pasear me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada.
Yo te entiendo, Robert.
Sin pasear y recibir informes no podría tampoco rendir informe alguno ni redactar el más mínimo artículo, y no digamos toda una novela corta. Sin pasear no podría hacer observaciones ni estudios. Una persona tan inteligente y despierta como usted podrá entender y entenderá esto al instante.
De verdad que te entiendo, Robert Walser. Pero sabes que no todo el mundo piensa así. No sé si por falta de inteligencia o por maldad.
En un bello y dilatado paseo se me ocurren mil ideas aprovechables y útiles. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría miserablemente. Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando, en tanto que me ofrece como material numerosos objetos pequeños y grandes que después, en casa, elaboro con celo y diligencia.
Robert, todo esto me suena a justificación. Hay que trabajar, lo habrás oído cientos de veces. ¿En qué año escribiste El paseo? En 1917, ¿no? Madre mía. ¿En plena Primera guerra mundial? ¿El año de la Revolución rusa? Es una mierda que lo hayas tenido que pasar tan mal, Robert. Pero a mí no me tienes que convencer. Opino como tú y estoy de tu lado. Sobran las justificaciones, de verdad.
Walser nos llevó a la librería Nollegiu (qué buena pinta de librería), donde tuvo unas palabras con su librero. También se las tuvo con un establecimiento de belleza de la Rambla de Poblenou, avergonzó un poco a una chica que estaba sentada tranquilamente en una terraza a quien confundió con una actriz, le acompañamos a forrar su paraguas en un bingo, escuchamos con él a la maravillosa cantante Maria Dolors Aldea (la cantante del f.r.a.n.z.p.e.t.e.r. de Sergi Fäustino, hijo suyo, por cierto) asomada a un balcón del Casino de l’Aliança de Poblenou, entramos en la iglesia evangelista que hay al lado de una sede de Alcohólicos anónimos, fuimos a una oficina de La Caixa para ver cómo Walser contestaba a través de la cámara de videovigilancia a una desconsiderada carta que el director de su sucursal le había enviado (puedo asegurar que era totalmente desconsiderada y puedo asegurar que era de La Caixa porque llevaba su membrete), acompañamos a Walser a comer con una señora en el HiJauhUSB?, nos dieron un plato de ensalada de cuscús y una copa de cava, pero parece que Robert no estuvo muy cómodo ahí y decidió marcharse de improviso. Le seguimos hasta el solar donde se levantaba antaño la fábrica de Can Culleretes. Ya casi cuando anochecía, se despidió de nosotros uno a uno, de la misma manera como nos había dado la bienvenida, y le vimos alejarse y desaparecer.
Por lo visto, este tipo que consigue hacerte creer que estás con el mismísimo Robert Walser es Esteban Feune de Colombi, un argentino de origen suizo conchabado con Marc Caellas para llevar El paseo a las calles de barrios de Buenos Aires, Bogotá, Madrid (en Usera, sí, sí, en el, ejem, sólo-se-oyen-cosas-buenas-de-él Fringe, en donde contó con la colaboración de Bárbara Bañuelos) o Barcelona, en donde, además de los ya nombrados, disfrutamos de una genial interpretación de Carolina Torres Topaga, tan buena que quienes no la conocían creyeron que se trataba realmente de alguien que pasaba por allí. Esa es una de las gracias de llevar esto a la calle. Por una parte parece lógica pura que algo que se llama El paseo, y que relata un paseo, se muestre paseando. Por otra parte eso hace que cada vez sea diferente, que se confunda constantemente la realidad con la ficción y que entremos todos en un estado sumamente intrigante tanto para los paseantes conscientes como para los propios habitantes de esos lugares que van siendo enmarcados para nuestra contemplación y que nos miran extrañados en cuanto notan que algo se está saliendo del guión porque, simplemente, un grupo de paseantes observan lo que pasa a su alrededor. Una contemplación de la vida misma, en algunos casos, sin más (porque no es necesario más) y, en otros, aderezados por el magnífico texto de Robert Walser, interpretado tan admirablemente por Esteban Feune de Colombi que hace que te olvides de tus prejuicios sobre el mal llamado teatro de texto. Es todo una cuestión de estilo. Seamos sinceros y malos: en otras manos ¿cómo hubiese acabado todo esto? Me da repelús imaginármelo. Y en cambio, qué maravilla volver a casa y encontrarse con la guinda de ese mail firmado por ese entrañable tipo del sombrero.
Al paseante le acompaña siempre algo curioso, reflexivo y fantástico, y sería tonto si no lo tuviera en cuenta o incluso lo apartara de sí; pero no lo hace; más bien da la bienvenida a toda clase de extrañas y peculiares manifestaciones, hace amistad y confraterniza con ellas, porque le encantan, las convierte en cuerpos con esencia y configuración, les da formación y ánima, mientras ellas por su parte lo animan y forman. En una palabra, me gano el pan de cada día pensando, cavilando, hurgando, excavando, meditando, inventando, analizando, investigando y paseando tan a disgusto como el que más. ¡Y aunque quizá ponga la cara más complacida del mundo soy serio y concienzudo en grado sumo, y aunque no parezca más que delicado y soñador soy un sólido experto! Espero que todas estas detalladas explicaciones le convenzan de mis sinceras aspiraciones y le satisfagan plenamente.
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Gracias Rubén.
(Conchabado es una gran palabra)
y ¡Mr. Google no tiene ni puta idea!
Abraçada.
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