Solo vine a bañarme es la primera pieza escénica de Andrea Pellejero, cofundadora también del colectivo Las Huecas y la compañía Monte Isla. Este mes de febrero, Solo vine a bañarme se estrenó en Barcelona, en La Caldera, durante el festival Sâlmon, y una semana después se pudo ver en el Antic Teatre, durante cuatro días. La pieza parte del resultado del trabajo final de carrera en el Institut del Teatre donde Andrea Pellejero conoció a sus compañeras de Las Huecas y donde se graduó en 2019 con el itinerario de teatro visual, “un reducto de libertad y experimentación en la institución”, según sus propias palabras. Solo vine a bañarme surge de un episodio autobiográfico: a los diecinueve años Andrea Pellejero tuvo un ataque de pánico en su bañera. Durante esos instantes tomó consciencia de su miedo a la muerte. A partir de entonces nada será lo mismo.
En el Antic Teatre, antes de entrar directamente al escenario por una puerta lateral, Úrsula Tenorio explica al público que puede sentarse o transitar por todo el espacio escénico. Una vez dentro, en escena nos recibe una inquietantemente sonriente Andrea Pellejero mientras Alba Latorre se baña en una bañera. En la bañera. Esa bañera acabará ocupando el espacio central, allá al fondo, rodeada de espejos y escondida a medias de la mirada frontal del público por unos biombos, como si estuviésemos espiando a Andrea Pellejero a través de un par de puertas abiertas mientras se baña en su cuarto de baño. Con ella se bañará también Alba Latorre pero, como si estuviese en otra dimensión, parece que Andrea Pellejero no pudiese ver a la que parece su doble, aunque a veces la ayude a enjabonarse. Podemos ver la escena a través del reflejo de los espejos. Podemos acercarnos hasta la puerta. O podemos entrar. Úrsula Tenorio se pasea por escena en su rol de maquinista, que es como la ha presentado Andrea Pellejero al inicio. Llena la bañera de agua, modifica la posición de los biombos, coloca el jabón en la bañera, indica al público dónde debe colocarse si necesita que se retiren para poder cumplir su cometido. Mientras tanto, Adrià Girona, desde la primera fila de las gradas, se encarga de añadir a la escena una banda sonora, de manera que a veces parece que estemos viendo cine. Sólo que podemos ver cómo Adrià Girona crea esos sonidos en vivo y en directo: el sonido de las gotas de agua con un micro en una pecera y la música con una guitarra eléctrica que reposa en horizontal mientras frota sus cuerdas con un arco de violín. Mientras tanto, Ana Rovira le da la guinda con sus luces, desde la cabina técnica. Todo eso está pasando al mismo tiempo para que podamos sumergirnos en una escena delicadamente impactante y contemplativa donde, si lo buscamos, seguramente esté mucho de lo que Andrea Pellejero debió sentir aquel día que, por primera vez, tuvo miedo a desaparecer. Y, si tenemos suerte y la magia funciona, seguramente reconoceremos algo de todo eso porque a nadie le es ajeno. Al menos a nadie que haya pasado el suficiente tiempo vivo.
El miedo se sacude con la música, bailándola, cantándola. También con la palabra, hablando o escribiendo. O con las imágenes. Haciendo cosas raras o creando objetos perecederos, como todo lo demás, con tus propias manos. Todo eso lo hace Andrea Pellejero en esta pieza mientras se detiene a pensar sobre el abismo del que partimos para, después de unas cuantas vueltas, caer por el siguiente abismo que nos espera un poco más allá. Lo curioso es que, con esta temática, no se acabe convirtiendo en una pieza asfixiante. Más bien todo lo contrario: una vez hemos visto las orejas al lobo parece que la única salida sea chapotear en el charco con alegría o, al menos, sin desesperación, sin histerismo, convirtiendo la consciencia de nuestra propia mortalidad en un motor para vivir la vida.
Definitivamente lo más impactante de Solo vine a bañarme son las imágenes que crea. Ella solo vino a bañarse pero, de paso, y de regalo, nos ha dejado la bañera. Y con ella todo lo demás.