Estos días se celebra en Barcelona la cuarta edición de Hacer Historia(s), un muy rico y variado ciclo de danza y performance organizado y comisariado por La Poderosa, que dura tres semanas y ocupa varios espacios de la ciudad: el Antic Teatre, La Caldera, el MACBA, el Mercat de les Flors, la Fabra i Coats y la Filmoteca de Catalunya. Sí, Barcelona es la ciudad de los festivales. Todo el día de festival en festival, uno detrás de otro, con la lengua fuera. Pero es que puedes ser una veterana organización que te dedicas a hacer un trabajo constante y necesario, sin aspavientos, en favor del arte, los artistas y el público y seguramente la administración pública echará unas migajas de pan a tu mesa y no se dignará a compadecerse jamás de tu agonía. En cambio, si montas un festival todo cambia, las puertas se te abren y el agua de riego fluye hacia tu jardín porque eso es algo que la administración pública barcelonesa y catalana pueden entender, un concepto sencillo y antiguo aun siendo de hoy, algo que los que gobiernan Barcelona siempre creen que es lo que Barcelona necesita: un festival, o un sarao más, da igual el nombre (congreso, bienal, feria, mercado).
Pero, que me voy, si en su origen Hacer Historia(s) pretendía reivindicar la memoria, aquellas piezas de danza, performance, artes vivas, raras artes, que tuvieron una corta trayectoria y se perdieron en el pozo negro de la historia para traerlas de nuevo a nuestro presente, esta edición, sin perder de vista el objetivo de rescatar algo de esa parte de nuestra historia artística reciente que, en cuanto aparece, desaparece para siempre ante nuestros ojos, ahora añade algunas capas más que son las que marcan el carácter de esta nueva edición: la magia, las energías, lo espiritual, el esoterismo que nunca se fue pero que vuelve con fuerza. Y es por esa razón que la semana pasada, en La Caldera, Mònica Muntaner presentó un programa doble alrededor del yoga y la danza que incluía una pieza escénica, La qualitat de la matèria, con Janet Parra en escena, precedida de la proyección de un vídeo de entrevistas, realizado con la colaboración de Pamela Gallo, en el que Susana Castro, Amalia Fernández, Núria Guiu y Janet Parra (todas ellas, igual que Mònica Muntaner, además de bailarinas y coreógrafas, expertas en yoga) reflexionan sobre la relación entre danza y yoga.
Mis prejuicios me llevan a pensar en qué podría haber acabado un proyecto así en manos de cualquier otra persona y mis prejuicios, que no responden a ninguna ley, ni a ninguna razón ni autoridad, consiguen que me imagine lo peor y la más hortera de todas las posibilidades. Mis prejuicios seguramente deben de basarse en algo, algún tipo de experiencia anterior, supongo, pero no dejan de ser prejuicios, claro, y la realidad está ahí para desmontarlos uno por uno, siempre. En este caso no iba a ser menos. Los setenta minutos de entrevistas, agrupados por temas, pasaron volando. Tanto la narración de las historias personales de las entrevistadas como sus reflexiones me resultaron extremadamente nutritivas.
Se dijo que la danza y el yoga utilizan la misma materia prima: el cuerpo. Pero también se dijo que en el caso de la danza no siempre se va a favor del cuerpo. A veces, para el bien de la danza hay que maltratar al cuerpo. No así en el yoga, donde lo que se busca es el bienestar del cuerpo, además del alma. No se eludieron las cuestiones espirituales. Se dijo que la danza es una forma de expresión y que así debería enseñarse. En cambio, el yoga es más bien una búsqueda espiritual que no hay que confundir con las creencias sino con la experiencia. Se defendió que a través del yoga se puede experimentar el contacto con lo espiritual sin ir armado de un conjunto de creencias o de fe. Luego ya lo que crea cada uno lo dotará de sentido o le dará una explicación, pero eso es otro tema. El contacto con lo espiritual se describió con pocas palabras y algunas onomatopeyas tan bien escogidas que daban más ganas de experimentar ese contacto que de meterse drogas porque daba la impresión de que el viaje sería incluso más placentero. También se habló de belleza, de cómo la danza, como tantas otras artes, ha propuesto durante mucho tiempo un modelo de lo que es bello y cómo todo lo que no se ajustaba a eso no servía, cuando hubiese sido mucho mejor aceptar que hay un montón de clases de bellezas y que lo que habría que hacer es encontrar cada uno la suya, o disfrutar de todas, en vez de intentar parecerse al modelo de belleza imperante. El yoga, en cambio, busca una belleza que no es necesario mostrar ante los demás. Es un camino íntimo, sin un público expectante. ¿Qué pasaría si, en vez de tomar la primera decisión que se te pasa por la cabeza, tomases siempre la cuarta? También se habló de eso.
La pieza que vimos a continuación, La qualitat de la matèria, iba de todo eso (y mucho más que en el párrafo anterior no cabe), pero ya sin palabras. Janet Parra, que nos espera desnuda en un escenario vacío, de pie, con los ojos cerrados, respirando tranquilamente, comienza la pieza con una práctica de yoga, con la secuencia número II de la serie Ashtanga yoga. Observamos cómo utiliza cada parte de su cuerpo, el control de su respiración, cómo parece que se le llene la barriga de aire mientras proyecta una calma y una tranquilidad impresionantes. Poco a poco Janet Parra va alejándose de esa secuencia pautada y, manteniendo una cierta continuidad en sus movimientos, comienza una improvisación que le obliga a tomar decisiones, unas decisiones que casi podemos observar sobrevolando la mente de quien está ahí desnuda en el escenario, ante nosotros, quizá escogiendo la cuarta de sus decisiones, que en algún momento la obliga a retorcerse con una elasticidad digna de una contorsionista sin aparentar el menor esfuerzo ni dejar de transmitir en ningún momento una gran calma. La sensación de haber pasado por una hipnosis me impide recordar los movimientos concretos sobre el escenario. ¿Qué hizo? ¿Se puso a correr en un momento dado? ¿Se recostó contra la pared? Solo recuerdo que al final llegó la música, quizá para despertarnos de una embelesada contemplación de la que no sé si hubiera elegido despertar.