Hace un par de semanas quedé con una muy buena amiga en una terraza cerca de la Catedral de Barcelona. Nos conocemos desde hace veinticinco años. Hemos vivido de todo juntos. Nos vemos a menudo y hablamos de nuestras cosas y de la vida. Ese día también hablamos de la cantidad de gente que conocemos que últimamente tiene problemas de depresión, ansiedad y otros diagnósticos relacionados de los que desconocemos el nombre pero que sospechamos que van todos de lo mismo porque tienen más o menos las mismas causas. Ya estábamos fatal hace un par de años, surfeando como podíamos este final de era capitalista pero supongo que la pandemia vino para añadirle un componente apocalíptico y acabarnos de rematar. Le conté que unos días después iba a La Caldera a ver la tercera y última sesión de un ciclo de danza: Corpografies. Fue ella la que me introdujo en la danza cuando hace veinticinco años iba a clases de danza contemporánea dos tardes por semana por pura diversión, sin ninguna pretensión de convertirse en bailarina. Ella había estudiado Derecho y trabajaba para una compañía de seguros. Aún sigue en ello. Mi amiga me sugirió que invitase a lo de La Caldera a una amiga común. Me dijo que nuestra amiga no estaba muy en forma. No se refería a su físico sino al tipo de movidas de las que habíamos estado hablando. Pero me dijo que una invitación para ir a ver danza quizá podría animarla a salir de casa.
Escribí a nuestra amiga y me respondió que me acompañaría encantada, siempre y cuando no fuese un acto multitudinario. Le dije que no sé lo que entendía por un acto multitudinario pero que lo que habitualmente sucede en La Caldera yo no lo llamaría así. Más bien lo calificaría de algo tirando a íntimo si lo comparamos con, por ejemplo, un concierto del Primavera Sound. Me dijo que entonces allí estaría. Luego me di cuenta de que justo acababan de caer las limitaciones de aforo producto de las medidas anticovid y que ya se permitían los aforos al cien por cien. Crucé los dedos.
Me encontré con mi amiga en La Caldera diez minutos antes de que empezase el programa doble de ese día: Ecoica de Blanca Tolsà y Debris de Georgia Bettens y Javier de la Rosa. Recogimos las entradas en la taquilla, atravesamos una de las antiguas salas de cine reconvertidas en salas de ensayo (le hice notar que era el mismo edificio donde estuvo el Renoir Les Corts, donde tantas veces fuimos a ver películas) y mientras esperábamos el inicio estuvimos charlando un rato en la terraza después de pedirnos un vino (a un generoso precio de un euro y medio) en la improvisada barra donde también nos ofrecían algo para picar. Yo sufría un poco por mi amiga. No conocía a las artistas, sólo sabía que eran gente joven y ni siquiera sabía si lo que iban a hacer era muy dancístico o más de acción. A mí eso no me importa, me refiero a no saber lo que va a suceder, casi que lo prefiero así, si no, temo que la vida se vuelva aburrida de tan previsible, que sólo me envuelva de lo que sé seguro que me va a ir bien. Pero no todos somos iguales. Pensé que a ver si mi amiga iba esperando una cosa y se iba a encontrar la otra y luego me iba a echar la bronca y, lo peor, le iba a sentar mal en su situación, que tampoco sabía exactamente en qué grado ni en qué consistía su malestar exactamente. A mí siempre me pareció una chica con la mente abierta pero a ver si iba a ser una talibana de la danza, de las que sólo aceptan cierto tipo de danza como la única danza posible, y quizá yo no me había dado cuenta (hacía tiempo que nos nos veíamos y alguna gente cambia con la edad). Tampoco sabía si se sentiría cómoda entre tanta gente. A juzgar por la cantidad que veía en la terraza parecía que iba a haber una muy buena entrada.
Por fin entramos en la sala. Estaba abarrotada (diría que se llenó). Me senté a su lado pensando en no sentarnos muy lejos del pasillo de salida, por si acaso se sintiese mal en algún momento y tuviese la necesidad de huir. Comenzó Blanca Tolsà con su Ecoica. Era un solo. No había música. Era muy lento y contemplativo. Blanca Tolsà se movía imperceptiblemente a veces, con una calma, una quietud y una sensibilidad que a mí me parecían extraordinarias pero que, sumadas a cierta abstracción en sus movimientos, poco a poco me hizo temer lo peor (por mi amiga, claro). Yo miraba a mi amiga de reojo pero me parecía que ella ni pestañeaba. Era incapaz de descifrar qué significaba aquello. Y con mascarilla aún menos. Sufrí en silencio pero pensé que no podía hacer nada, que sufrir tampoco iba a ayudar, así que decidí relajarme y disfrutar. Hasta el final, en el que suena un tema musical un poco funky y Blanca Tolsà parece recoger todo el material anterior o, más bien al revés, como si lo que bailase con esa música fuese lo que nos ha servido antes lentamente diseccionado, separando ingrediente tras ingrediente, no me pareció que un espectador de los no iniciados (llamémosles así) pudiese reconocer en lo que estábamos viendo un espectáculo de danza, de esa danza donde los intérpretes deben sudar porque si no no es danza.
#Ecoica, el primer treball en solitari de Blanca Tolsá Rovira, a #corpografies7 .
Aquest dijous 21 a les 20h
I divendres 22 a les 21h.
‘Ecoica’ es presentarà en programació doble juntament amb ‘Debris’ de Georgia Bettens i Javier de la Rosa. https://t.co/eVZD4jtz18 pic.twitter.com/tvsYkMR5A6— lacaldera (@lacalderabcn) October 20, 2021
Cuando acabó la pieza mi amiga comenzó a aplaudir entusiasmada. Aplaudió a rabiar, diría que aulló y gritó algún bravo y me dijo al oído que no se esperaba algo así tan maravilloso. Estaba encantada. Yo también y aún más me gustó que a ella le sentase tan bien.
Hubo una pausa. No nos dio tiempo a tomarnos nada en el bar improvisado que montaron en la terraza pero sí a que ella me confesase que iba provista de ansiolíticos que transportaba en su bolso por lo que pudiera pasar. Bueno, a ver qué le parece la segunda parte, pensé, ya más relajado.
Debris, de Georgia Bettens y Javier de la Rosa era un dúo mucho más movido y energético en el que en algunos momentos los trompazos que se pegaban contra el suelo cuando se enzarzaban entre ellos incluso arrancaban algunos ay entre el público. Pensé que quizá esa violencia no le iba a hacer ninguna gracia. Pero mi amiga seguía entusiasmada. Cuando acabó, mientras aplaudia a rabiar de nuevo, me dio las gracias varias veces por haberle descubierto La Caldera y prometió volver pronto. Me pidió que, por favor, la avisase cuando fuese a ver algo así. Se lo prometí pero inmediatamente pensé que cómo podría yo saber que lo que voy a ver será algo así si cada vez es diferente.
He vuelto a La Caldera una semana después para ver el ciclo que monta La Poderosa: Hacer Historia(s). El jueves vi Cantes de la Lamia de Blanca G. Terán y Allá de Esther Rodríguez Barbero. No me atreví a avisarla porque pensé que serían más performance que danza. De hecho así estaba etiquetado en el programa. Ayer vi La qualitat de la matèria, de Mònica Muntaner con Janet Parra en escena, precedido del documental LQLDM en el que Mònica Muntaner entrevista a Susana Castro, Amalia Fernández, Núria Guiu y la propia Janet Parra sobre la relación entre danza y yoga, dos disciplinas en las que todas ellas son expertas. No avisé a mi amiga porque sé que le gusta la danza pero yo qué sé si le gusta el yoga.
Soy idiota, le hubiese encantado.