La lucha contra los juicios de valor es una lucha interminable y probablemente condenada al más estrepitoso fracaso si tenemos en cuenta la primera de las preguntas que emite la mayoría de seres humanos de toda condición nada más acabar de ver un espectáculo: ¿te ha gustado? Durante un tiempo mi respuesta a esta pregunta ha sido: ahí está (una respuesta robada a Isidoro Valcárcel Medina). Pero se repite tan a menudo esta situación que hasta a mí me cansa esa ingeniosa respuesta, a pesar de la carga de profundidad que incluye: todo un microcosmos que huye a la velocidad de la luz de los condenados y pesadísimos juicios de valor, esos que estrechan nuestra visión del mundo hasta conseguir exterminar cualquier forma de vida más allá de nuestras puñeteras narices como si la infinita diversidad de la vida fuese un virus al que hay que gasear convenientemente con gel hidroalcohólico, no sea que nos contamine. ¿A quién le importa si me ha gustado o no? ¿Qué importancia tiene? ¿Es mi opinión basada en mi gusto, educado o no, influenciado por mil razones honestas y deshonestas, deformado o puro, más importante que la de los demás por el hecho de dejarla por escrito y publicarla en internet? ¿Acaso sería más importante si la publicase en un periódico? ¿Es eso lo que tenemos que hacer: expresar opiniones basadas en gustos personales para influir en los demás? ¿A dónde conduce todo eso?
Lo primero que vi del TNT, el viernes por la noche, fue Explore el jardín de los Cárpatos, de José y sus hermanas, segunda pieza de un joven colectivo catalán que critica la Marca España, el turismo, la economía del ladrillo y todo eso que todos los que vamos al teatro seguramente coincidamos en que es una porquería, lo cual me deja una pregunta (sin resolver) que se repetirá en otros momentos del TNT: ¿para qué ponerlo en escena entonces? ¿Como una liturgia? ¿Como quien va a misa?
Lo vi en streaming en directo, desde mi casa, proyectado en pantalla gigante y con unos buenos auriculares inalámbricos. Lo del streaming en directo es algo que ha vuelto con fuerza en este 2020 marcado por la pandemia y, por supuesto, por su culpa. Al día siguiente, el sábado, cuando me hicieron la inevitable pregunta (¿te ha gustado?), y yo contesté, tozudo, que si me había gustado o no me parecía irrelevante, mi interlocutora aclaró que se refería a la experiencia del streaming en directo. Respondí sinceramente que me recordó a los streamings que veía en Teatron hace años: los del festival LP de La Porta (que eran retransmisiones de sus Noches salvajes desde el CCCB), los Escenarios del streaming organizados por PLAYdramaturgia (que eran encargos a artistas para crear algo específicamente pensado para ese medio), las Emisiones Cacatúa que iniciaron Nilo Gallego y Arantxa Martínez, las performances del Laboratorio 987 de Chus Domínguez, Silvia Zayas y Nilo Gallego desde el MUSAC de León y el Teatro Pradillo de Madrid o el Hilo mental de Félix Pérez-Hita y Arturo Bastón retransmitidos desde el Antic Teatre, que también estuvo meses retransmitiendo gran parte de su programación. En aquellos tiempos el streaming en directo era novedad, todo el mundo quería retransmitir en streaming. Con el tiempo se convirtió en algo común que cualquiera podía hacer con su propio móvil. La moda pasó, la gente se cansó (diría) pero el medio seguía ahí, a disposición de cualquiera, hasta que llegó el coronavirus y ahora parece como si algunos hubiesen descubierto de nuevo algo que estaba ya hasta pasado de moda como recurso novedoso. Pero el streaming en directo no es más que televisión en directo, algo que ya existía desde hacía muchos años pero que la tecnología e internet puso al alcance de cualquiera. Es un medio más y, como todos los medios, su bondad o la falta de ella depende de cómo se use. De hecho, Explore el jardín de los Cárpatos tiene un formato que juega con lo televisivo, con micros, con cámaras y pantallas en escena, así que el streaming le añadía una capa más que parecía insertarse perfectamente en la pieza. La retransmisión ayudaba a conseguir ese efecto porque jugaba con una edición en directo, no era la típica cámara fija que permanece estática hasta el final.
Al acabar, una amiga me propuso un debate sobre la pieza. Como mi amiga estaba a muchos kilómetros de mí, el debate fue vía streaming, claro. A ella le pareció que claramente hay un problema con la palabra en la escena contemporánea y que nadie consigue resolver el problema de cómo hablar, cómo decir un texto. La estrategia de proyectar los textos, muy común desde hace un tiempo, seguramente tenga que ver, en muchos casos, con la dificultad de resolver ese problema. De hecho, lo que más me interesó de lo que acababa de ver fue el momento en el que proyectaban textos breves y contundentes que enunciaban objetos típicos españoles agrupados de una manera muy rítmica.
Una hora después mis pensamientos se fueron aún más lejos. Me pregunté en qué se está transformando todo este fenómeno de las artes vivas después de etiquetarlo convenientemente y domesticarlo por parte de la oficialidad, de que al final se acabará estudiando en los centros oficiales, como parecía que era lo más conveniente (aunque seguramente se acabará haciendo de la manera menos conveniente, como suele suceder), y de que los que consiguen convertirlo en su profesión se vayan plegando poco a poco a las condiciones que se les imponen, directa o indirectamente, algunos sin darse cuenta, otros sin poder remediarlo y otros encantados de la vida. Pero, ¿no es lo que ha pasado siempre? Cualquier movimiento, cualquier corriente, comienza a perder sus esencias primigenias en cuanto asoma la cabeza, se despoja de las asperezas, se convierte en algo light y acaba triunfando más por esa razón porque, en el fondo, ya no molesta a nadie pero te da una pátina de modernidad intelectual sin necesidad de preocuparte por entender el fondo de la cuestión. Sinceramente, creo que mi reflexión se vio afectada por el consumo de alcohol y otros estupefacientes. Y al día siguiente tenía que pillar el tren a Terrassa para ver el resto de movidas en vivo y en directo, sobre el terreno, a la antigua, como se llame, lo de toda la vida, vamos. Las necesidades prácticas, como irse a la cama a dormir, acabaron imponiéndose a cualquier tipo de reflexión. Al día siguiente, por la mañana, ya no lo tenía tan claro pero no me dio tiempo de reflexionar mucho más. Otro tipo de cuestiones prácticas se encargaron de distraerme de cualquier tipo de pensamiento especulativo: protegerse de la lluvia, procurarse el alimento necesario para no desfallecer y conseguir llegar a Terrassa a punto para la maratoniana sesión que me esperaba durante la tarde-noche del sábado.