Artículo publicado originalmente en el blog de El lugar sin límites.
Ya está, ya se estrenó La posibilidad que desaparece frente al paisaje, se acabaron las cuatro funciones y a otra cosa mariposa. Para el público habrá sido una hora y pico de su vida y, en el peor de los casos, un gasto de 24€ de entrada (bastante pasta para el nivel económico del ciudadano medio). Para el equipo de El conde de Torrefiel habrá sido meses de curro gozoso pero también de sufrimientos que los que nunca pisan un escenario no se pueden ni imaginar. Sin que el cadáver esté aún frío (o con el recién nacido aún en manos de la comadrona) los opinionitas (como les llama Angélica Liddell) hacen honor a su nombre. Hacía tiempo que no escuchaba tantas opiniones y tan encontradas. Estoy hasta sorprendido. No dejar indiferente podría considerarse un éxito (en el caso de que nos diese por valorar una pieza escénica en función de un concepto tan peregrino). He visto gente mostrando su amor a muerte por esta pieza y otros cabreados con ella con la misma intensidad. Cuando les pregunto a los dos bandos me doy cuenta de que muchas de sus razones se contradicen: aspectos que a unos les parecen una maravilla a otros les parecen un desastre. Como dice Tanya Beyeler en esta entrevista, con el espectador del 2015 no se puede generalizar. Ni siquiera la adscripción a las diferentes tribus permite adivinar a priori con total seguridad la posición del opinionita. Como pasa con los resultados electorales en pleno 2015: te llevas sorpresas. Aunque a partir de las críticas es más fácil saber de qué tribu son. De hecho es curioso cómo muchas de las críticas que escucho te dicen más sobre el que critica (ya sea positiva o negativa la crítica) que sobre la pieza. La pieza sirve entonces para que cada uno exprese sus preocupaciones, sus obsesiones, sus miedos, defienda su posición política o justifique su propio trabajo (esto último se da sobre todo entre la profesión: artistas, comisarios, gestores culturales, académicos y periodistas). Bueno, digamos que da que hablar. O, al menos, en el insólito contexto de El lugar sin límites, en un escenario tan emblemático y controvertido como el Centro Dramático Nacional, ha dado que hablar. Y eso ya es mucho. Me imagino otros contextos e inmediatamente pienso en otras reacciones, quizá menos polarizadas. Me vuelvo con la impresión de que esto de El lugar sin límites es un marco que hace subir la presión a niveles de olla exprés. Es un marco complejo, una especie de batalla dentro de muchas guerras cruzadas. O una serie de batallas dentro de la misma guerra. Espero que al final ganen los buenos y que traigan la prosperidad. O que al menos se acabe firmando un armisticio que permita que, a partir de entonces, todos seamos más libres y más felices. Ya me voy por las ramas como en el capítulo anterior. Si queda tiempo ya hablaremos de eso. Stop.
Ahora hablemos de La posibilidad que desaparece frente al paisaje. Vamos al lío. Lo que me parece indiscutible es que les ha salido una pieza de El conde de Torrefiel. Son ellos y cualquiera que los haya visto antes lo reconocerá. La pieza comienza con Tanya Beyeler dando la espalda al público y soltando texto ante un micro. Pero yo diría que no habla: su intervención está grabada. El texto es un elemento que suele centrar la atención del público en el trabajo de El conde de Torrefiel. Pero en esta ocasión nadie va a hablar en el escenario. Lo más cerca que estamos de eso es en esta introducción. El resto de texto hay que leerlo, como sucede también en muchas otras piezas de El conde, proyectado encima del escenario. Quien ocupa el escenario a partir de esa introducción son los intérpretes: Albert Pérez, Nicolás Carbajal, Tirso Orive y David Mallols. Pero no pronuncian ni una sola palabra. Al menos nada que sea audible para el público (sí que parece que hablan entre ellos de vez en cuando). Una vez más, como en otras ocasiones, la cosa se divide en escenas más o menos independientes, sin una aparente continuidad (aunque la encuentras si la buscas). También como en otras veces los textos van por un lado y lo que pasa en escena por otro, aunque esto es así a lo bruto porque lo que vemos en escena sí que apoya e ilustra en muchas ocasiones el texto. Otras veces no está tan claro y las relaciones, si las hay, las encuentras tú porque la cosa está muy abierta. Los seguidores de El conde no se sentirán defraudados por los textos, su estilo es reconocible, dispara en muchas direcciones, tiene retranca pero su visión sobre lo que nos rodea es muy ácida, como nos tiene acostumbrados. En la entrevista que citaba al principio ellos dicen que hacen uso de la tercera persona y lo justifican como algo político: hemos llegado a la conclusión de que en este momento se necesita la tercera persona. Eso dicen, pero luego hacen un poco de trampa. En cada escena, en cada capítulo, nos sitúan en una ciudad diferente, siempre en Europa. Y en esas escenas, no en todas (si no me falla la memoria), utilizan a personajes reales en situaciones ficticias para hacerles contar historias en primera persona. Con texto entrecomillado, como los diálogos de una novela. Personajes como Paul B. Preciado (la filósofa queer antes conocida como Beatriz Preciado), el escritor Houellebecq y gente así. A parte del interés que puedan tener esas pequeñas historias de ficción, la ironía de ese juego con personajes reales y emblemáticos a alguna gente le parece higiénica y desternillante, a otros no les hace ni puta gracia y hay algunos que les da igual de qué personaje se trate porque no conocen al personaje. Hay muchas capas ahí y cada uno se queda con lo que se queda. Si los personajes fueran Paul y Michel, en vez de Preciado y Houellebecq, la cosa seguiría teniendo sentido. Pero si conoces al personaje te afecta más directamente y la cosa se vuelve más sabrosa. Aunque quizá el sabor te resulte más amargo (si cabe). O al contrario: depende de si se meten con los de tu tribu o con los de la tribu de al lado o incluso de tu sentido del humor (que no tiene por qué coincidir con el de El conde) y también de tu capacidad de reírte de ti mismo o de los iconos de tu tribu. Hasta a los fans más irredentos de El conde les pasa que muchas veces salen algo melancólicos (por decirlo suavemente) de estos encuentros con sus ácidos textos. La mayoría de sus espectadores hablan de la calidad de esos textos (algunos no la ven por ningún lado, pero me parece que son los menos). Pero en esta ocasión he oído más que nunca entre sus fans y sus detractores que se echa de menos un rayo de esperanza. Las cosas feas que señalan y que ridiculizan, muy bien, pero se les exigen más propuestas y se apela, en algunos casos, al momento político en el que nos encontramos y, en otros casos, a la juventud del equipo que forma El conde. Pero ¿por qué El conde iba a tener que cargar con esa responsabilidad? Esa es otra cuestión. Muchas veces he visto cómo se criticaba a ciertos creadores por ignorar totalmente el contexto político o por no hablar explícitamente de las supuestas grandes cuestiones de la Humanidad. Puedo entenderlo pero siempre me ha parecido injusto: cuando uno se pone a crear debería ser absolutamente libre. Si a nadie le da por hablar explícitamente de lo que determinado público cree que son las cuestiones importantes de la vida pues quizá tengamos un problema pero no se puede obligar a nadie a hacerlo. Pero ahora veo cómo la presión aumenta: no sólo hay que hablar de lo que algunos creen que son las cuestiones importantes de la vida sino que hay que proponer soluciones positivas. No sé, quizá sea lo que necesitamos pero si esperamos eso de los artistas quizá estemos eludiendo nuestra propia responsabilidad trasladándoles a ellos el marrón.
Pero con El conde de Torrefiel me pasa un poco como con la música pop. Mucha gente dice que le gusta la música pero, en realidad, lo que le gusta es la poesía porque la música apenas la oyen. Es sólo algo que está ahí para arropar la voz del solista. Lo que oyen son las letras. Muchos hablan de las letras y del cantante y no parece que tengan nada que decir sobre la música. Pero creen que lo que les gusta es la música, no la poesía, porque no abren un libro para leer un poema ni tampoco van jamás a un recital de poesía. En cambio, la música, que está ahí como algo necesario en un concierto, parece que sólo sirve como un elemento subordinado a las letras, que es a lo que realmente se agarran muchos. No todos, ya sé que con el público del 2015 no se puede generalizar. Pero a lo que voy es que, mientras vamos leyendo los textos de El conde proyectados por encima del escenario, en escena están pasando muchas cosas que despiertan mi interés y de las que oigo hablar a poca gente. Y esto no es nuevo en las piezas de El conde pero creo que esta vez han llegado más lejos que de costumbre. Y aquí hay que señalar la responsabilidad compartida con los intérpretes, de quienes parten muchas de las propuestas (si no todas), y el trabajo de asesoramiento coreográfico de Amaranta Velarde.
El trabajo coreográfico, de cuerpo, en escena será austero y mínimo pero me pareció exquisito (atención: ¡esto es un juicio de valor!). El texto dice lo que dice pero, de la misma manera que uno cuando habla puede ser contradecido por sus gestos, a mí las imágenes en escena me decían otra cosa. El texto puede ser amargo, aunque cachondo, y es cierto que señala y critica y quizás no aporte demasiada luz (aunque esto es discutible: en cómo se hace esa crítica yo sí veo caminos de luz). Pero ¿os habéis fijado en esos cuatro tipos evolucionando en el escenario? ¿Cómo se comportan? ¿Con qué libertad? ¿Cómo se relacionan entre ellos? ¿Qué actitud tienen en escena? ¿Qué edificio nos invitan a contemplar mientras lo construyen ante nuestros ojos a base de aire? ¿Cómo basculan casi imperceptiblemente al unísono? ¿Qué instrumento golpean con rabia mientras nosotros insistimos en seguir leyendo? ¿Qué ética proponen? Hay otro mundo ahí fuera más allá de las letras de las canciones. Es la música. Dice El conde que les gustaría hacer una pieza que fuera sólo texto y nada en escena. ¿Qué tal otra en la que no hubiese texto? Una puramente instrumental, vamos. Música electrónica. Me quedo con las ganas de volver a ver La posibilidad que desaparece frente al paisaje sin leer ni una palabra del texto. Si le quitamos la letra a esta pieza ¿hay ahí desesperanza? No lo creo en absoluto. A mí me dan ganas de salir a celebrarlo con los amigos.
Me gusta lo que dice Amaranta en el vídeo. Y ahora, ¿qué más? ¿dónde quemamos esto? Me recuerda a esa aspiración del Living Theater. Ellos querían que el espectador saliera de sus obras con ganas de hacer la revolución. Con las ganas y con la energía para cambiarlo todo. No sé si aún es posible…