Mientras me muevo por las calles de Bilbao siento cómo la presión por la final de Copa entre el Barça y el Athletic de Bilbao aumenta por momentos. Hay banderas rojiblancas por todas partes: en los bares, en los balcones, en las camisetas que lleva la gente, en las pulseritas que los vendedores ambulantes intentan venderte. Me siento a comer en una terraza un pincho de tortilla, de esa tortilla sabrosa y blandita por dentro, como te la sirven a menudo en Bilbao. Hay quien dice que la tortilla de patatas se inventó en Bilbao. En concreto, una versión dice que el inventor fue el general Tomás de Zumalacárregui durante el sitio de Bilbao, para dar de comer al ejército carlista con un plato sencillo, rápido y nutritivo. Hay otra versión que dice que la tortilla de patatas la inventó una ama de casa navarra, un día que recibió por sorpresa la visita del general Zumalacárregui y tuvo que inventarse algo para darle de comer. Pero parece ser que en el CSIC (Centro superior de investigaciones científicas) están investigando sobre el tema (no es broma) y han encontrado evidencias de que la tortilla española nació en la localidad extremeña de Villanueva de la Serena (Badajoz) durante el siglo XVIII, veinte años antes de cualquier otra mención anterior (más información aquí). En fin, el pincho de tortilla bilbaíno es una pequeña maravilla que estaba degustando hace un rato mientras en la mesa de al lado unas señoras de edad avanzada discutían sobre la posibilidad de que Messi pudiese tener un mal día, como ya le pasó a Ronaldinho en otra ocasión (al menos eso decían las señoras), y que no hay que ser pesimista, que nunca se sabe lo que puede pasar. Sorprendido por la erudición en los datos futbolísticos que manejaban las señoras las he comenzado a observar atentamente y me he quedado atrapado en su conversación, que pasaba de un tema a otro con una fluidez extraordinaria: la corrupción política, la Pantoja en prisión, los hijos de Paquirri, Marichalar, las vacaciones en Benidorm… Hasta que una de ellas, no sé muy bien cómo ni por qué, ha comenzado a gritar: ¡Es la vida, es la vida, es la vida! Como si eso fuese una señal, un mensaje encriptado que el cosmos me enviaba a través de la señora (quizá genuina descendiente de la creadora de la tortilla de patatas), me he levantado a pagar y he vuelto al hotel para escribir algo sobre la pieza de Philippe Quesne / Vivarium Studio que vi ayer noche en el 3, 2, 1, en un inmenso auditorio repleto: L’effet de Sèrge.
Ya van dos veces que después de ver algo de Philippe Quesne mi percepción de la vida parece agudizarse por momentos. De nuevo la misma pregunta: ¿por qué la gente siente esa necesidad de ir al teatro a ver lo mismo que podría ver si simplemente se pusiesen a mirar lo que sucede en la calle? (no es una frase mía). Gaëtan Vourc’h es Sèrge (Sergio, como él mismo traduce). Sin necesidad de subtítulos, en un castellano bastante correcto, el actor aparece por primera vez en escena vestido de astronauta. En escena vemos parte del apartamento de Sèrge: paredes vacías, una moqueta, una mesa de ping-pong llena de pequeños objetos, una televisión sobre la mesa, alguna silla, un equipo de música y unas puertas correderas de vidrio que dejan ver un pequeño jardín por el que aparece Sèrge por primera vez para contarnos que la anterior obra (D’Après Nature, 2006) se acababa así, con él vestido con esa pinta. Que la costumbre (de Philippe Quesne / Vivarium Studio) es comenzar las obras como acaba la anterior y acabarla con el inicio de la siguiente. Efectivamente, Gaëtan cumple su palabra y una hora después, al final, se pondrá la peluca de heavy con la que aparece en la siguiente obra (La Mélancolie des Dragons, 2008) e incluso nos hace un avance de una de las escenas, un juego de pelucas suspendidas en el aire, que efectivamente aparece en La Mélancolie. Hasta ayer, la única pieza que había visto de Quesne (en la edición 2008 del Radicals Lliure y en enero pasado en el CDN de Montpellier) era La Mélancolie, continuadora en muchos aspectos de las cuestiones que aparecen en Sèrge, pero a lo grande (coche en escena y jardín incluído). Voy para atrás en el tiempo con dos obras que parecen estar entrelazadas (me pregunto si podré ver algún día D’Après Nature). A parte de contarnos esta costumbre de enlazar obras, Gaëtan Vourc’h nos enseña la casa y nos cuenta que a Sèrge le encantan los efectos especiales. Tanto le gustan que Sèrge invita cada domingo a sus amigos a que vengan a casa para enseñarles un microespectáculo de uno a tres minutos que básicamente se sustenta en efectos especiales de fabricación casera.
Y esto es básicamente lo que pasa durante la obra. Eso es lo que vemos. Gente que viene a ver los espectáculos de efectos especiales de Sèrge a su apartamento. Nosotros somos los espectadores de otros espectadores menos numerosos que ven unos espectáculos muy pequeños pero increíblemente fascinantes. Contemplamos eso, el juego de la representación de eso, con los trucos a la vista, como cuando Gaëtan dice que ha pasado una semana más y se cambia de ropa diciendo que lo hace para que parezca que ha pasado el tiempo. Y las post-funciones, cuando, recién acabado cada uno de los espectáculos, los espectadores parecen sentirse obligados a darle sus impresiones a Sèrge diciendo lo primero que se les pasa por la cabeza y Sèrge parece sentirse obligado a responder dando ciertas explicaciones. Como la vida misma. Nos hace gracia cuando la vemos en el escenario. Reímos ante situaciones que me da la impresión de que vivimos de otra manera muy diferente fuera del teatro (aunque muchas veces, si eres capaz de coger un mínimo de perspectiva para darte cuenta, seguramente sean igual de ridículas). Contemplamos esa necesidad creativa imperiosa que padece Sèrge unida a la necesidad de compartir sus creaciones con el resto del mundo. Gracias a eso existe esto que llamamos arte. Esto que nos reúne a tanta gente junta, a oscuras, en un mismo espacio-tiempo. Y también contemplamos en el escenario la vida que se cuela por en medio, con sus silencios, sus tiempos muertos, sus repeticiones y sus costumbres. El mundo que redescubrimos a la salida. ¡Es la vida, es la vida, es la vida!
Mientras Gaëtan nos enseña por primera vez la casa de Sèrge encuentra un vídeo documental sobre Roman Signer. No creo que sea casualidad. Hace ahora justo cuatro años tuve ocasión de escuchar en directo (durante una noche entera) esta pieza de Signer (a quien no tengo el gusto de conocer), que ejecutó para mí desde la habitación de al lado. Al día siguiente realizaba una performance en uno de los inmensos jardines del centro de arte donde yo también me alojaba. Llegué 3 minutos tarde. No era un gran retraso pero la performance ya había acabado. Un poco como los espectáculos de Sèrge.
Estoy de acuerdo con los que dicen que tanto L’effet de Sèrge como La Mélancolie des Dragons comienzan a tener ya un aroma de clásicos. 2007, 2008, ha pasado mucho tiempo ya. O quizá es que todo va muy rápido últimamente, en esta especie de fin de los tiempos repletos de información. Me entra la curiosidad por ver qué andará haciendo ahora Philippe Quesne, a parte de dirigir un centro drámatico nacional en Nanterre. ¿Seguirá mostrándonos en escena esos pequeños detalles que nos permiten recordar la maravilla de la vida que nos rodea a través de esos sencillos efectos especiales con el truco a la vista? Cuando nos hayamos instalado en el país de ciencia ficción que parece que vamos construyendo a marchas aceleradas espero que ver nuevas y viejas obras de Philippe Quesne por estas tierras deje de ser algo tan excepcional.
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Sí. Parece que la trampa naturalista se convierte/muestra en espectáculo. Algunos héroes lo hacen, apiñados en el futuro inmediato. Pero preocupa la copia de modelos, aunque sean nuevos modelos, y sobre todo aplasta la visión brechtiana de todo, como si quisiéramos ser UNOS en la presentación escénica y OTROS en la vida.
Messi no tuvo un mal día …
no va el comentario con este post… Tremenda videoplaylista… Y tremendo Escape from 85 y ese juego manejable con flechas y espacio,,,, acabo de cargarme al del condensador de fluzo,
Acabo de darle al drop coin y metido 50 céntimos, se lo merece
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