LA TRISTURA: Dame tu hermoso y desmoronado corazón

 A veces hay una especial felicidad en ser director de cine. Una expresión no ensayada nace en un instante y la cámara la registra. Eso ocurrió hoy. Sin ensayarlo ni prepararlo, Alexander se queda muy pálido, una expresión de puro dolor se dibuja en su rostro. La cámara registra el instante. El dolor, el inasible, pasó unos segundos por su rostro y nunca volvió, tampoco había estado allí antes, pero la película captó el instante preciso. Entonces me parece que todos esos días y meses de minuciosa planificación han valido la pena. Tal vez yo viva para esos cortos instantes. Como un pescador de perlas.

                                                                                                           Ingmar Bergman
                                                                                                           La linterna mágica

 

Siempre me quedé con la cita de la biografía de Bergman “La linterna mágica”, me la quedé y me la apropié, deformándola y llevándola del terreno creador al terreno del que mira.

La metáfora puede parecer un poco cursilona (por favor, no se pierdan la crónica en El Confidencial de De los Santos –aquí -, qué nivel, qué capacidad para ser lo más redicho de la nueva ola de la Castellana´s Shore, no lo supera ni Luis Alberto de Cuenca en sus mejores tiempos), pero no lo es tanto… Se me instala esa metáfora, que en Bergman es fundacional y soteriológica, en saber apreciar en su riqueza momentos que uno comparte en un teatro, dándome igual si la obra en su totalidad es buena u horrible, sensata o disparatada, políticamente consistente o un desastre retrogrado. Pudiera parecer esto muy discutible, y claro que lo es, y argumentable al mismo tiempo. Pero para mí, en mi modo personal de sentarme en la butaca, se me construye así en las meninges. Y la pieza que vi el otro día en los Teatros del Canal y Li (lo siento, le ha salido sufijo) tenía varios de esos momentos. Varias perlas, momentos de gran sutileza y decantamiento; y un milagro.

 

Sin entrar en trayectorias, evoluciones y comparativas me gustaría poder apuntar varios detalles de la nueva obra de La Tristura, “Renacimiento”, que se estrenó el pasado miércoles 1 de julio en la Sala Verde de los Teatros del Canal y Li.

8 y ½

La obra comienza historiográfica, con basamento de estructura germana, estructurada en cuadros o partes bien delimitadas que parece querían abordar la construcción de la Democracía en España. Con bastante sabiduría y tiento La Tristura fue decidiendo disolver esa misma estructura y que esa misma disolución fuera creando subtexto y polisemia. Significado dramatúrgico sin caer en la ilustración o la evidencia… Y en esa disolución tiene que ver la elección de apostar por la intrahistoria de un teatro a través de sus técnicos. Luego están las metáforas: el teatro es España, el teatro es el mundo, un mundo donde la escenografía y sobre todo la iluminación está ya dada, hay los focos que hay y se trata de ir cambiándolos en color, tonalidad y colocación. Pero quizá lo que me gusta de esa metáfora es justamente que se diluye, que se trabaja desde la disolución. Lo bonito de esta obra es cuando esa metáfora, que como toda figura poética es un mecanismo, se te olvida y surge un tiempo concreto en escena, extraño, anti-dramático, donde las cosas van ocurriendo. Quizá uno de los momentos más emotivos es cuando este tiempo se hace rey de la escena a través del movimiento de los aparatajes escénicos: se retira un suelo, se baja un trust, se colocan gelatinas… Maravillosas luces de expansión, reflejos y detenimiento, movimientos horizontales y verticales de la máquina, movimientos en diagonal del humano, todo va construyendo una danza en el espacio que es uno de los homenajes fellinescos al teatro más grandes que uno haya visto. Es cada vez más teatral la influencia cinéfila de esta compañía.

Influencia que también se ve en cómo se combinan esas escenas de trabajo en el espacio con los diálogos capturados entre técnicos, diálogos sobre el amor, la guerra, la familia, la adaptación del que emigra… Tremendo trabajo el de los técnicos no actores, los actores y la dirección para dar con diálogos bien construidos, que fluyen, donde el actor no destaca, donde el técnico la borda y donde la escena funciona dando diálogos brillantes.

Acaba ese montaje de conversaciones capturadas a lo Altman en una escena quieta y asamblearia que recuerda al Loach de “Tierra y Libertad”. En vez de campesinos son técnicos, un gremio más sindical y urbanita. Esta escena es básica dentro del montaje, importante, por varios aspectos. Recoge el momento historiográfico de las plazas en Madrid pero se sitúa en era de pandemia, la actual (diacronía disfuncional de 10 años que es otra manera de diluir la estructura germánica con la que parece nació el montaje). Aquí La Tristura se tira a la piscina, se atreve a mezclar y le salen cosas bien y cosas no tan acertadas, quizá. La escena a la Loach funciona, los problemas entre el asambleario de pro, el recién llegado, el viejo técnico de Tábano y la Cadarso y las diferentes posiciones éticas en juego están muy bien planteadas. El público las reconoce, están bien expuestas e insertadas perfectamente en el diálogo. Pero el juego de utilizar dos épocas adquiere significados confusos. Me explico. Una troupe de técnicos está en un teatro que comenzó de manera “independiente”, con capacidad de autogestión horizontal pero apoyado institucionalmente. La asamblea transcurre en un momento donde ese primer motor se ha deformado, las instituciones mandan y la decisión se ha vuelto vertical, decide la dirección del teatro influida por quien paga. Y al mismo tiempo se le pide al staff técnico el mismo compromiso que cuando el proyecto era colectivo, incluso para aceptar que las condiciones laborales se vayan precarizando. El problema es signo de nuestros tiempos. Quizá la metáfora amplia si uno la estira pudiera incluso llevarse al movimiento que ha acabado llamándose Podemos. Me parece estirar mucho y además prefiero quedarme en lo teatral. De repente sale en el diálogo la palabra Teatro de la Ciudad. No tengo que explicar mucho para que entendamos que aquella aventura post-plaza no tiene nada que ver con los movimientos de independencia en el teatro madrileño y español. ¿Podemos explicar algo de lo que ha pasado en el teatro independiente en Madrid a través de la aventura del Teatro de la Ciudad? Métanse en su página, por ejemplo, y decidan ustedes: aquí.

Ahí es cuando la metáfora de esa asamblea ahora, en época COVID, se vuelve hasta peligrosa. Por irreal, no existe ese dilema en el presente. ¿A qué teatro o experiencia se están refiriendo? ¿Qué teatro ha tenido un staff técnico estable, una organización colectiva y horizontal, ha albergado un teatro independiente y de creación y ha estado apoyado fuertemente por las instituciones en Madrid y en España y sigue vivo? Vaya, estrujándome el cerebelo y estirando mucho el chicle me viene el nombre de Pradillo, y creo que además de que los problemas eran otros nunca Pradillo estuvo fuertemente apoyado por muchas instituciones. No sé, lo de Pradillo fue un lío gordo, importante y con cosas feas -y muy bonitas-, pero la verdad ya murió. ¿Quizá al Pavón…? Pero no se trata de identificar a que teatro se refieren en la obra, el problema es que en estos momentos ese problema no es real. Lo importante es que el dilema del teatro de creación contemporánea independiente en Madrid, antes del COVID y ahora con el COVID, es otro. Y la Tristura lo tenía muy cerca, pero que muy cerca, y de eso no se habla en escena. El dilema tiene más que ver con un pasado reciente donde el teatro público albergó a cierto teatro contemporáneo y con los cambios políticos eso está dejando de ser.  No se trata de que haya un espacio independiente que se ha deformado pero sigue en pie. Se trata de que ese espacio ya no existe, que las compañías a cambio tuvieron un espacio en el teatro público y fueron pagadas para poder producir y que ahora ya no va a ser así. Y tristemente parece que aquí es un sálvese quien pueda. Ahora mandan los sufijos y si te quedaste en la sala negra te jodes, ¿no?

 

“Even when I’m weak and I’m breaking / I stand weeping at the train station / ‘Cause I can see your faces / I love people’s faces”  (“People Faces”, Kate Tempest)

Llega la obra a su despunte. La platea sigue atenta, con mascarilla y con espacio entre butacas. Y ocurre algo que al que escribe le pilló con la defensa muy baja. Es más, al principio me resistía ya que me estaban dando donde dolía y no sabía que dolía así. Y lo que dolía era saber que ya no éramos iguales que antes del confinamiento, que casi zozobramos en una asepsia solitaria y ganada a pulso aunque lo haya provocado un patógeno.

En la obra es meridiano, después de ese paréntesis que lleva siendo toda la obra, donde todo se prepara, donde los técnicos trabajan para algo, llegan las bailarinas: poderosas Muchas Muchachas. Saludan a los técnicos, comienza a sonar “People’s Faces” de Kate Tempest y Muchas Muchachas bailan. Con todo. La palabra de la británica (a quien no conocía y no dejo de escuchar desde el miércoles) resuena con toda la maravilla del verbo, con la musicalidad de la verdad hecha fuego y ritmo, y ellas bailan poderosas, y la escena se vuelve centrípeta, mi compañera de platea a dos metros comienza a llorar sin poder parar, y uno se da cuenta de porqué sigue yendo al teatro, de porqué lleva años cabreado con él, uno se da cuenta de que estaba dormido, de que nos necesitamos, de que Kate Tempest adora los rostros, de que hay que renacer porque lo que ha demostrado el bicho es que ya estábamos muertos como bien prueba la letra de esta canción grabada en 2019. Y entran los técnicos y bailan con las Muchachas, y uno se da cuenta de que renacer tiene que ver con la lucha, que el arte y sobre todo el teatro es colectivo, de que el hombre es social. El teatro es contingente y coyuntural. Ese es su misterio. Y esta última escena, que acaba en círculo, es, por desde dónde está hecha y cuándo está hecha, uno de los milagros que los espectadores agraciados que puedan verla (me imagino esto en París, en Barcelona, en Londres y no puedo ni imaginar el retumbe que produciría en platea) recordarán muchos años como uno de los momentos que resignificó su relación con la escena, con el teatro. Dios mío, simplemente bailan. La maravilla es donde te coloca La Tristura para ver esa última escena. Así, que sí, larga vida a La Tristura. A todos los técnicos de esta obra, dentro y fuera de la escena, a las Muchachas y al Teatro como ese espacio de resistencia y milagro.

pd: Menos mal que la tesis de Blanca Li de “que había que crear un poco de amor, para dar calidez y alegría a esos controles de seguridad.  La sensación de regresar al teatro no puede ser traumática” (aquí), no se llevó acabo en este montaje. No nos encontramos la platea llena de maniquíes con camisetas del teatro y plantas. Eso si que hubiera sido traumático.

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CONVOCADOS

 

 

Jesús Ubera (Córdoba, 1971), ha publicado esta semana en la sección de Opinión de El País una serie fotográfica que el periódico ha titulado “Tiempo detenido”. Se ha publicado durante seis días dentro de una “sección”  bautizada como “Exposición” y por la que han pasado fotógrafos como Chema Madoz, Hanna Jarzabek Xurxo Lobato, Matias Costa, Jordi Socias, Marisa Florez  o Orietta Geraldin. Tan solo sale el nombre del fotógrafo, la localización de la imagen y el título de la serie. Se publica junto al Editorial del periódico, las cartas al director y una columna de un peso pesado de la intelectualidad hispana: Sampedro, Vidal-Folch, etc.

El resumen de la Exposción puede verse aquí.

Las imágenes recogen espacios públicos vacíos donde vemos sillas que convocan. Espacios asépticos donde no queda rastro de quienes por allí pasaron, tan solo se intuye a una flota de limpiadoras que pasan y limpian para dejar todo otra vez impoluto para el uso. Las imágenes, lógicamente, hoy tienen una significación imposible de despegar del confinamiento en el que estamos todos. Pero Jesús publicó poco a poco estas fotos cuando fue haciéndolas, hace ya tiempo. Y me acuerdo del rastro de reflexiones que me fueron provocando. Las publicó junto a otras donde salían espacios de Madrid devastados y sobre esa devastación otra vez habitados por los innombrables de esta sociedad, ese grupúsculo entre el homeless y el yonkie que a nadie importa. Las fotos ya no están publicadas.

Y me acuerdo de que por aquel entonces pensé qué querían decir estas imágenes, raras en Jesús, propias de un conceptualismo estructural que Jesús no solía transitar. Pero bueno, quienes hayamos seguido el blog de este fotógrafo ya estamos curados de espanto, en el buen sentido. Jesús, algo más que inusual dentro de la profesión, se “atreve” a publicar lo que va investigando, no espera a tener la decantación perfecta que dirija su obra, su línea “profesional”, Jesús en esto siempre ha sido un tanto “punkie”, y claro esto despista. Despista alguno de sus experimentos técnicos, de sus bandazos, de sus inmersiones transitorias… Y me acuerdo de que, en un principio, así me leí estas fotos. Fotos de paisajes muertos, donde no existe el trazo humano, no hay rastro… Mucha de la fotografía de comienzos del siglo XXI, y de la de ahora, hace una categoría de esto mismo, luego lo llenan de fantasía reflexiva arquitectual y lo venden. La fotografía de Jesús siempre luchó contra esto, aunque algunas fotos y fotógrafos de esta índole lo atraían, algo veía en ciertas imágenes… Luego, con sorna, decía: “yo no tengo estudios, esto es para la gente que sabe bien luego sustentarlo con argumentación pesada”.

Y ahora, llegan estas fotos solas, puestas en estas páginas del periódico más vendido del país, en su pertrecho más intelectual y elegante. Y llegan con una lectura unívoca, colgadas en este tiempo de espera, de lapso. Y creo que se revuelven de esa lectura… Creo que siguen también transmitiendo otros latidos, otras significaciones. Esas sillas ahí hablan de lo que no está, de lo que no pasa, y también habla de cómo pasa, de cómo va a pasar. Habla de una sociedad ordenada donde se estructura cómo vamos a poder reunirnos, estudiar, habitar los espacios comunes. No son plazas, no son mesas de bar, son pruebas fehacientes de cómo el Estado nos organiza. La simetría de la foto del metro de Madrid, más allá de lo que hoy provoca en el lector del periódico, parece hablar de otra cosa, de cómo uno se reconoce en sus paisajes cotidianos y cómo en ese reconocimiento desaparecemos como personas, incluso como reflejo.

La yaga política de la imagen de la Basílica Hispanoamericana Nuestra Señora de la Merced es expansiva. Esa iglesia justamente situada en las traseras de El Corte Inglés de Castellana, en su flanco setentón de la Calle Orense, habla de un pasado, de cómo el españolito se reunía antes de 78 ( en una lectura contemporánea) y también de cómo nuestra manera de reunirnos -política o socialmente- está sustentada, cargada de sacristía. Y llama la atención de que posiblemente es la foto más viva de la serie. Con esa silla verde, más cómoda, en la que uno enseguida se imagina una sotana que ahora será pantalón negro.  Es la foto que más se acerca a la reunión, a la charla, al intercambio de ideas… Pero también uno sabe que es allí donde la iglesia realiza su labor catecúmena, es decir, su labor de adoctrinamiento primero. De ahí venimos los españoles, de esas salas donde se nos dijo qué era pecado, quien era reprobable, cómo ser incluido…

Qué decir de la reunión del Mindfulness en un hotel de Torrejón que Jesús decide presentar con el grado menor de ornamento, ni en luz ni en encuadre (¡Por Dios, fíjense en esa cortina!); qué de ese colorido lugar para menores en el que Ubera muestra el entresijo mecánico que hay bajo la mesa…

Acaba Jesús la serie con el paisaje más multitudinario: una sala de narcóticos anónimos en los Jerónimos de Madrid. Y la serie comienza a hablar, a mostrar su vena de sustrato social dolido, uno no puede dejar de imaginarse al fotógrafo recorriendo un Madrid desubicado, donde también tiene cada imagen un valor de autorretrato emocional. Ya no están, como decía, las personas devastadas y con una dignidad irredenta que Jesús sabe bien retratar y que un día acompañaron a estas fotos, ahora todo queda en subtexto… Pero la decantación creo que es poderosa, que abre camino propio, lejos del manierismo y el conceptualismo de galeria. Quizá al que escribe le guste más el Jesús aluvión, donde todo se junta y habla. Pero hoy pienso que lo que me gusta es ir acompañándolo como espectador, donde uno va viendo el aluvión, la primera idea, las ideas subsiguientes y las que se cruzan; y luego, con el tiempo, posibles decantaciones como esta.

Y también uno flipa con la resignificación de estas imágenes en un Madrid sitiado que nos hablan de dónde estarán ahora esos niños maltratados, esos yonkies que intentan no serlo y se reinsertan a pedazos soñando hacerlo algún día completamente. Que nos hablan cómo en estos tiempos de enclaustramiento nos vendrán los adoctrinamientos en lejanía, de cómo una generación de estudiantes está comenzando a estudiar de otra manera a golpes… Nos habla de una sociedad adicta, perdida, maltratada, desubicada, desaparecida. Malraux hablaba siempre de la capacidad de mutación en el arte, de cómo, por ejemplo, vemos hoy las cariátides griegas, toda la escultura de las épocas antiguas, en ese color piedra gris o blanco donde el paso del tiempo se hace visible frente a como la ejecutaron sus artistas en el que las estatuas siempre fueron polícromas. Ese el juego del fotógrafo que más me llama la atención, el cómo tiene que ir revistando todas las imágenes que va captando, que un día hizo con cierta intención, y cómo va viendo que poco a poco van mutando. El fotógrafo en su cuarto, con sus imágenes impresas, agrupándolas, reagrupándolas, mirándolas, viendo cómo cambian, cómo mutan unas con otras.

Hablando estos días con Ubera, Jesús me pasó una foto que bien podría estar en esta serie y que en cierto modo la destroza, la contradice y creo que la enriquece… Me permito publicarla aquí aunque no tenga derecho alguno a hacerlo. La imagen creo que redondea la visión política de la serie… El diálogo entre lo habitado y lo usado, entre lo ordenado estatalmente y lo paralelo, entre el rastro y la desaparición del ser humano:

 

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ESTILO ANTIGUO / ANTIGUA USANZA

Sala Francisco Nieva, Teatro Valle-Inclán. Madrid. Del 26 febrero al 5 de abril de 2020. A las 18h.

Hace mucho que no asistía a una homilía beckettiana. Me acerqué al Valle-Inclán de Madrid con esa pregunta en la cabeza: ¿ahora un Beckett? No había ya pasado por él, ¿ahora? Estreno, seis de la tarde, con una platea trufada de profesionales de la cosa. En escena, Fernanda Orazi y Francesco Carril , en la dirección Pablo Messiez.

Pero antes de reflexionar sobre la obra valgan algunas diatribas.

Tuve la sensación de que en el estreno se alienaban astros, se juntaban años, trayectorias. Me imagino que pasa siempre con este autor, el gran autor de la segunda mitad del siglo XX. Un hijo de puta sobrio, afilado, de verbo duro, de fondo abisal y que, en cierto modo, sigue teniendo la capacidad de engullir significados y épocas provocando eso mismo: que asistir a un buen montaje suyo, y éste lo era, provoque una reflexión amplia, reflexión personal (vamos envejeciendo), teatral y epistemológica.

Y pensaba en Orazi que con este montaje entraba dentro de esa línea de actrices que han sido Winnies. Pensaba en un cercano montaje de Salva Bolta con Isabel Ordaz, en un más lejano y más seco del Canto de la Cabra con Elisa Gálvez; en aquella gran actriz, Rosa Novel, dirigida por Sinisterra en el 83 (ella dirigiría esta misma obra en el 2003); o en la primera españolita de todas: la gran Maruchi Fresno en el 63 agarrada al teatro universitario y, me imagino, no lo vi, con ese toque de cine de Orduña que nunca pudo o quiso quitarse. Pero, sobre todo, me acuerdo de un estreno en el 2003 en el IV Festival Internacional de Buenos Aires con una muy grande, Marilú Manini. En esa misma edición Orazi estrenaba una obra de Ciro Zorzoli que luego llegaría a España, vía Cádiz, y dejaría a esta actriz ya aquí con un pie anclada: “Ars Higienica”. Una, la primera, actuaba en la Avenida Corrientes, en el Teatro San Martín, otra, Fernanda, en la Calle Humahuaca en el Teatro del Abasto. Y entre estas calles, en esa misa edición, corría de un lado a otro un joven Messiez como parte de la organización del Festival.

De izq a dcha y de arriba a abajo: Elisa Galvez, Isabel Ordaz, Maruchi Fresno, Marilú Manini y Rosa Novel.

Han pasado 17 años de ese estreno en la Avenida Corrientes hasta este. Muchas cosas (o pocas, según se vea) le han pasado al teatro, muchas, eso sí, a Messiez y Orazi. Orazi, que el otro día decía emocionada, “es el papel que más me ha costado y el que más he trabajado”, ya está en esa línea de Winnies que comenzó con otra pequeñita pero grande: Ruth White. Actriz que por primera vez hizo ese papel en el 61 en Nueva York. Al mismo tiempo rodaba la película “Matar a un ruiseñor”, con este estreno, dirigido por el propio Beckett, se ganó un Odie.. En el 68 se ganaría un Toni por “La fiesta de cumpleaños” de Pinter. Ahí es nada.

Bueno, ya basta de parecer Ordoñez, factotum de la crónica documentada venido a menos con la aparición de Google.

UN SOLAR

El montaje está lleno de aciertos y quería comentar alguno de ellos. Se estrenó en la pequeña sala F. Nieva del CDN. Me imagino que irá cogiendo más peso con las funciones pero el día del estreno ya estaba presente el metrónomo, la precisión exacta sin la que Beckett desaparece. Estará en cartel hasta principios de abril.

El texto de la obra comienza así: “Extensión de hierba reseca que se eleva en el centro en forma de pequeño montículo. Pendientes suaves caen hacia ambos lados del escenario y hacia el proscenio. Corte brusco en la parte posterior hasta el nivel del suelo. Simetría y sencillez máximas. Luz cegadora. Telón de fondo, <trompe-l’oeil>, muy convencional, que representa un cielo sin nubes y una planicie desnuda encontrándose con el horizonte. Enterrada hasta más arriba de la cintura y en el mismo cetro del montículo: Winnie. Mujer regordeta de unos cincuenta años, bien conservada, preferentemente rubia, brazos y hombros desnudos, corpiño muy escotado, senos abundantes, collar de perlas. Aparece dormida, con los brazos apoyados en el suelo y la cabeza sobre los brazos. A su lado, a la izquierda, una bolsa de compras negra, a su derecha una sombrilla plegable, plegada, la punta del mango asomando por la funda”.

La traslación de estos apuntes al espacio escénico (Elisa Sanz) me parece uno de los grandes aciertos de este montaje que permiten a la obra reforzarse, asentarse y coger vuelo. La elección de los cascotes urbanos en vez del páramo descrito por Beckett no puede ser, una vez visto, más obvia. Nada será lo mismo después de “La carretera” de Cormac McCarthy. Ahora, viendo montículos de montajes anteriores salta a la vista la diferencia, lo absurdo de llevar este páramo a algo de diseño o la menor fuerza del montículo de tierra. La capacidad de significación de ese derrumbe que aportan los cascotes con sus tubos de polímero asomando es muy poderosa. A esto se une el cielo oblicuo que cuelga como “espejo lago” y que está presidido por tres soles (dibujos de Carlos Marquerie) que pudiera llevar el espacio hacia la ciencia ficción o a la traslación temporal del astro. Me quedo con esta última interpretación ya que durante todo el montaje el espacio se concentrará en trasmitir el paso de un tiempo sordo y pesado que irá haciendo con Orazi la dramaturgia de esta obra sin trama y con mínimo movimiento  Ese espacio está alimentado por las luces de Marquerie y la animación del cielo creada por David Benito.  De la luz solar cegadora, amarilla, del principio iremos viendo como el espacio se va transformando hacia el rojo del atardecer que irá pasando por el amaranto, el carmesí, el escarlata o el borgoña para acabar en un infernal rojo sangre existencial y sartriano. Esa luz, que va siendo acompañada por un constante cambio sin movimiento en el dibujo del cielo (píllese la buena metáfora) va acompañando el viaje hacia los infiernos de Winnie, acompañando su derrumbe y su angustia. El peso del tiempo se hace presente en escena, un peso que apoya ese cielo que pareciera que también va a enterrar a Winnie, que fuera a aplastarla como una prensa de un cementerio de coches.

Y ese espacio habitan Orazi y Carril. Carril deambula, grita, se esconde. Orazi se carga a las espaldas a Winnie e intenta hacer que en este trabajo conjuguen años de trabajo que ya son sabiduría. Consigue dotar a Winnie de una expresividad que el personaje necesita, consigue darle una dicción y una rapidez al texto que muy pocas veces uno ve desde platea, consigue, sobre todo, que cada palabra, cada frase entrecortada, esté pasada por la comprensión de lo que Chomsky llamaba la estructura profunda de la semántica del texto. En ningún momento Orazi tira texto, sino que lo agarra a una significación aprehendida en su mente y esto le permite ir llenando de matices a Winnie. Sorprende la capacidad de como, con una rapidez pasmosa, con un gesto, con un cambio de voz, con un cambio de energía, va pasando, saltando, cabalgando del humor al derrumbe, de lo centrífugo al íntimo desgarro, de “estar hacia fuera” a inhalar cada palabra. Sin soltar nunca el metrónomo. Sin dejar que esta obra, tan fácil que decaiga en algún pasaje, se permita el más mínimo desliz. Me imagino que el trabajo binomio entre Messiez y Orazzi ha sido delicado y gozoso al mismo tiempo. Eso se transmite en escena. Para que pase lo que pasa en este montaje, esa naturalidad, esa rapidez y capacidad de registros que van insertándose en la partitura de Beckett, es necesario que se dé esa relación algebraica entre dirección e interpretación. Impresionante estreno que me imagino que con las funciones irá asentándose, cogiendo más sitio y peso, menos ligereza, aunque pierda en ritmo.

Ni que decir tiene que la decisión de llevar al argentino la obra es necesaria, buena. Habrá que dar las gracias a la sacerdotisa/traductora Antonia Rodriguez Gago (presente en el estreno) que lo permitió. Cuando Orazi repetía esa letanía que recorre el texto “antigua usanza”, en vez de “estilo antiguo”, a mi me recorría por la piel una molestia muy gozosa.

La obra es impresionante cómo se agarra a este tiempo, cómo de repente coge sitio entre las vicisitudes y las “necesidades” de la escena actual y de nuestras vidas que van teniendo años. Como Beckett mira al ser humano, a la mujer, a la pareja, a los límites de nuestra existencia aunque la llenemos de tareas, de ornamentos o de finalidades. Sorprende cómo este texto entrecortado se erige frente a nosotros y nos dice que siempre fuimos memoria parcial y mentirosa  sumada a un presente que escapa de si mismo.

Ese timbre horrible que va acelerándose hacia el final. Ese horrible epitafio en el que ni la mirada de Willie a Winnie, ni incluso el volver a ser nombrada ya significan nada. Hijo de puta el Beckett. Hijo de puta. El espacio se convierte en un pasaje de Dune, el cielo en un gran gusano del desierto que va a tragarse a estos dos personajes, sin tener que hacer digestión, sin masticar, solo abriendo sus fauces.  Me recordaron mucho Winnie y Willie a mis padres. El silencio en el rincón, el verbo desenfrenado que tapa minutos, recuerdos, malos pensamientos. Huelga decir que cada vez me parezco más a ellos. Me acuerdo también de una frase de Beckett en algún libro perdido, el de Pavesas, creo. Algo así como “El ano es el final de la boca”.

 

 

 

 

 

 

 

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LA ROTACIÓN EL GRITO Y LO SORDO: Tres montajes en el Festival de Otoño de Madrid 2019

Archivo, de El Serrucho / Colores para no colorear, de La-Resentida / Artaud, de Sergio Boris

LA ROTACIÓN

Escribo desde un sitio poco festivalero. El Festival de Otoño de Madrid está ya acabando y no puedo trasladar una impresión porque he asistido bien poco.

Aún así, quería compartir impresiones sobre tres de los trabajos que he visto. El primero es ARCHIVO, del colectivo Serrucho que son: Ana Cortés, Raúl Alaejos y Paadín.  Creadores que vienen del audiovisual pero siempre han tenido una relación hermosa y fructífera con colectivos mixtos entre las escénicas y el audiovisual como Neokino (televisión libre) o creadores como Nilo Gallego o Chus Dominguez (power leonés). Siempre los he visto en proyectos imposibles, de carácter inclusivo y colectivo, y siempre con un toque excelso de cuidado técnico y estético. No puedo olvidarme de aquella maravilla en el río Mondego (una de las cotas más altas del site-specific ibérico) llamada precisamente “Pigmeos do Mondego” que pudo verse hace años en el Festival Internacional de Montemor, Portugal.

Esto también se cumple en ARCHIVO, instalación escénica que pudo verse en la Sala Negra de los Teatros del Canal. Pases durante seis días de manera continuada por la mañana y por la tarde en grupos de cuatro personas. El visitante entra en el espacio con unos cascos desde los que recibirá instrucciones, la primera de ellas vestirse con un guardapolvos que reza en su espalda la palabra “archivo”. Como oficiante pues entras al espacio, un espacio donde reina un bloque/cubo impresionante de 8x8x5 metros. Como si de una kaaba del conocimiento se tratara se conmina al oficiante a dar vueltas alrededor de ella. Al final cada “archivero” queda enfrentado a uno de los lados del cubo frente a numerosos archivos numerados.  A partir de ahí se nos irá indicando el número del archivo que deberemos abrir, nos iremos encontrando con historias, objetos, juegos, reflexiones, interacciones… No sabremos lo que a los otros les está pasando, imaginamos que algo similar, incluso idéntico. La primera sensación que tuve es encontrarme ante un mundo en plan Foucault, un mundo heterotópico donde yo era Borges director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, mendicante de una biblioteca de Babel donde se recogía todo el saber. Y… uno tiende a lo que tiende.

La pieza poco a poco va descubriendo una mirada propia y diferente. Una mirada que  es reacción ante el archivo como contenedor donde las cosas quedan almacenadas, una visión sobre el mundo donde la acción y la inacción tiene consecuencias en lugares que el que acciona posiblemente ni conozca. La pieza poco a poco va descubriendo su interior, el interior de ese gran cubo/metáfora donde vemos una interacción de bielas en el que cada acción nuestra tiene una consecuencia en otro lado de la kaaba, del mundo. Lo que pensábamos que era rectilíneo, rota.

El cuidado de la luz en la sala, de los objetos que uno va encontrando y de la voz que desde una tranquilidad neutra y cercana te va hablando ponen al espectador/oficiante en una predisposición de mirada y escucha muy fructífera. Todo esto, unido a la manera de exponer los problemas -abierta, nada impositiva-, crea un espacio reflexivo, horizontal… muy habitable. Quizá la única cuestión que juega en contra de ARCHIVO es el contraste entre el espacio encontrado, conquistado, y el aprovechamiento que de él se hace. No se trataría de complicar el juego propuesto, pero sí quizá de transitarlo más, de poder exprimir la capacidad reflexiva en comunidad que el espacio abierto por ARCHIVO permite.

La instalación escénica, si uno mira en derredor, es casi inexistente en el panorama estatal… Creo que Serrucho tiene el conocimiento interdisciplinar preciso para poder seguir indagando y profundizando, y, sobre todo, tienen esa mirada abierta, esa capacidad de subtexto que les puede permitir conquistar espacios tan llenos de cuidado y sutileza como de fuerza.

CHILE

Llegamos a uno de lo que me imagino han sido los momentos “vibrantes” del Festival, la presencia de los chilenos de La-Resentida de Chile en la capilla del Teatro de La Abadía. La compañía dirigida por Marco Layera ya estuvo en este festival el año pasado con “Tratando de hacer una obra que cambie el mundo”. Llegaban con “Paisajes para no colorear”, obra estrenada en 2018 en Chile que ha pasado con éxito entre otros países en Brasil, Alemania y Holanda y que venía de recibir un aplauso de más de nueve minutos en el Teatre Lliure de Barcelona (dice EFE). Pero el rollo es europeo, no español.  Nosotros cuando recibimos en el 2011 a esta compañía en España, en Cádiz, ni nos enteramos ni ganas que teníamos.

Todo este rollo europeo realmente comenzó en el Festival chileno Santiago a Mil (cuenta la historia, tampoco es verdad ya que Bélgica y París ya estaban presentes). Allí representaban en el 2014 la obra “La imaginación del futuro” (con que ganas me he quedado de ver esa obra), obra crítica con el devenir de la izquierda en Chile, pieza “punk” que orbita sobre la figura de Allende sin remilgos:

“Los programadores franceses que estuvieron en Santiago a Mil no demoraron en pedir la obra para el próximo Festival de Avignon, el más grande del mundo y donde solo Gemelos de La Troppa ha representado a Chile. “A la programadora de Avignon le gustó tanto que nos abrió un cupo en la programación para estar este año. Es increíble, salimos hace 6 años de la escuela y mira donde estamos, ha sido meteórico”, sigue Layera (…)”, crónica la página chilena THECLINIC.CL en un artículo titulado: “La Resentida: El triunfo de los punks del teatro chileno” .

Así es el circuito “A” europeo, instantáneo, fulgurante: ese mismo año 2014 presentan la obra del 2011 “Tratando de hacer una obra que cambie el mundo” en el Festival Internacional Nuevo Drama (F.I.N.D.), certamen que reúne lo “mejor” del teatro de vanguardia del mundo en la Schaubühne berlinesa. Comparten cartel con Angélica Liddell, Rodrigo García, Lagartijas tiradas al sol, el serbio Biljana Srbljanović y el ruso Kirill Serebrennikov, que adaptó la película “Idiotas” de Lars von Trier.

Ya en 2016 su nuevo montaje, “La dictadura de lo cool”, lo produjo el HAU Hebbel am Ufer de Berlin, obra con la que recorren toda Europa e incluso representan en Nueva York en abril de 2018. A pesar de la internacionalización bestial en menos de tres años hay que decir que La-Resentida tiene una fuerte identidad chilena y una base en su país sólida y que cuidan. No es baladí que digan que uno de sus referentes es el Colectivo La Patogallina, compañía teatral ya veterana de corte político, social y transgresor de aquel país. Tampoco, por otro lado, es baladí que sean la única compañía chilena que haya ido al Festival de Avignon desde La Troppa allá en los noventa. La relevancia de la compañía en el país y lo que están consiguiendo fuera de él carga de peso y responsabilidad, me imagino, al colectivo.

Llegaron al Teatro de la Abadía con esta nueva pieza para la que La-Resentida primero realizó talleres en comunas de Santiago para conocer su realidad, luego más de 150 entrevistas con jóvenes de las cuales fueron seleccionadas 25 adolescentes y se eligieron finalmente a nueve para la puesta en escena y a dos para integrar el equipo de dramaturgia. Es curioso que en las primeras fichas artísticas la dramaturgia se recoge como como creación colectiva (palabra de profundas raíces en Latinoamérica) y en el Festival de Otoño varía y reza: Dramaturgia de Marcos Layera y Carolina de la Maza.

La obra recoge cientos de testimonios obtenidos en los talleres y noticias de Chile para ir dibujando la situación de la mujer y, más concretamente, de las adolescentes en aquel país, adolescentes que se enfrentan por primera vez con todo un sistema patriarcal todavía lastrado por años de fascismo y catolicismo acérrimo con el hándicap de además no ser adultas, es decir, sin opinión ni lugar validado. Esos testimonios están presentados a través de las nueve actrices, entregadas y sujetas a una fuerza vital y de convencimiento irredento, que van “encarnando” historias cotidianas que por ello no dejan de ser atroces (bullying, relaciones con sus padres, desligitimación continua de sus opiniones por parte de los adultos, manoseos e insultos por el simple hecho de ser mujer, comentarios vejatorios, etc. etc.); y van también relatando comportamientos criminales de la sociedad y el aparato del Estado que sino cotidianas se repiten de manera sistemática. Así, podemos escuchar testimonios de adolescentes violadas o una representación de como Lissette Villa con 11 años murió asfixiada a manos de unas cuidadoras de un centro de menores estatal. Once años.

Layera trabaja la composición de estas escenas testimoniales a la manera posdramática, donde los personajes se desdibujan en la identidad propia del actor, con un espacio mínimo en el que se usa la pantalla, el micrófono pos-brecthiano y el trabajo corporal como argamasa. Algunas escenas tiran de un lenguaje teatral tradicional, el trabajo corporal de las actrices, aunque “funcione”, “sirva”, a la estructura de la obra está más fijado que interiorizado de manera orgánica… No es en esto en lo que la pieza destaca, quizá lo que más me sorprendió es cómo se aproxima la pieza a eso que despectivamente llamamos “edad del pavo”: una enfermedad que hay que pasar, las hormonas que gobiernan el juicio, histeria, idiotez…, se dicen habitualmente. Sin embargo, la pieza consigue transmitir esa etapa del ser humano de otro modo. A través de la fiesta, el baile, el grito, o en esa escena larga donde las actrices se desgañitan cantando el tema de Mon Laferte “Tu falta de querer”, el espectador puede ver que la hormona no rige, sino que rige las ganas de vivir con libertad, las ganas de respirar en un sistema embudo e idiotizador al que los jóvenes van viendo con angustia que están abocados. Ves la angustia muda del que calla y obedece porque no tiene otra, del que no ve salida y explota en vida, en energía esperanzadora. La energía liberadora del grito, de lo extremo ante un fósil rígido pero caníbal que es la sociedad… Ahí, la obra sube de decibelios espirituales, se vuelve carne y piel, rompe. Y es imposible no estremecerse antes esas jóvenes persiguiendo la atención de una cámara, buscando que escuches y puedas entender lo que les pasa, que están hartas de ser manoseadas, de ver como compañeras se quitan la vida, de asistir al ritual diario de la humillación. La obra se sostiene en que las actrices viven lo que están haciendo en escena. Ese momento no es representación. Y eso provoca un gran respeto antes estas, no “proyectos de personas”, sino personas ya hechas, fuertes, empoderadas e informadas, con criterio, opinión y capacidad de acción.

Layera trufa la obra de contexto, videos de políticos actuales paternalistas al mismo nivel que clasistas, representación de la clase alta chilena en su versión fémina represora, o información sobre la ley del aborto marciana que todavía rige en Chile. Y poco a poco, va entrando también la realidad presente de un país roto pero en lucha. Inteligentes insertos para que el público también pueda situar de dónde vienen estas mujeres que ya están en otra, que son homosexuales, hetero o no binarias, que tienen un posicionamiento político claro, que saben en qué sistema están creciendo y que tienen una respuesta política ante ello. Acusan al mundo de “adultocentrista”, donde el único referente es el hombre blanco y hetero que basa su status en la dominación de la mujer, el menor y cualquier minoría.

Escribo esto mientras en el Telediario de la 1 reza: SEXTA SEMANA DE PROSTESTAS, con un antetítulo, VIOLENCIA EN CHILE. A este elenco le tocó estar en el Festival de Cádiz en los días más “temerarios” del gobierno de Piñera, con los toques de queda y las portadas de los periódicos con listados de chilenos que rezaban “muerto a manos de los militares”. Regresión esquizoide de más de 25 años que estremece. La izquierda española, la de nuestros padres y la nuestra, siempre se ha sentido unida a la historia de este país, por pionera primero, por trágica después, por hermana en sistema represor más tarde… Los españoles, aun a pesar del silencio vergonzoso de los partidos ante lo que está ocurriendo en Chile (y en Bolivia), vibran de manera especial con lo que pasa en aquel país. Y esto se dejaba notar en la platea cuasi circular de la Abadía. Se aunaba la realidad de la obra, la de las actrices y la del propio presente chileno.

El montaje no desdeña ninguna oportunidad de subir la emoción que transmiten las intérpretes y se apoya en una “estructura tobogán” en lo emocional, tampoco desdeña la fuerza del presente político de Chile como, por otro lado, no podía ser de otro modo. Este es un video tras acabar la función en Cádiz el 21 de octubre: AQUI

“Colores…” termina con las actrices con su uniforme del colegio, como se las ve en el video, en pura proclama política: se enumeran muertas, se promete lucha, se da fe, se hace con la fuerza de los quince y la platea tiembla. El que escribe, en un momento, se sintió atacado por este sistema “facho” de la emoción obligada, sentimiento contradictorio con el respeto al trabajo visto, a lo entregado en escena… Salí de la obra congestionado, sin poder haber hecho plena comunión con el aplauso entregado de la izquierda cultural nada divina propia de la capital festivalera. Desde entonces y hasta ahora he ido mascando la obra y mirándome también en ella, como público, como padre y como ciudadano español. No tengo conclusión. O tengo varias.

Para más inri, trabajando sobre este texto me encontré la carta abierta sobre este montaje de la dramaturga chilena actual que más está trabajando y que tiene una proyección internacional mayor, Manuela Infante, titulada: No quiero ni verla.

No sé si tiene razón y me da un poco igual. Pero trazos de esa carta se me han pegado al aparato reflexivo: “Si eres hombre y quieres aportar, anda a pararte al final de la marcha” / Un teatro feminista no es un teatro que instrumentaliza escénicamente el abuso hacia las mujeres. Sino uno que critique la instrumentalización de cualquier forma de “otro” como estrategia, artística en este caso, y porque no decirlo, también comercial / No quiero que me parezca bien hecha, ni que me conmueva / Estamos llenos de películas, series y comerciales de retail, cuyos equipos de marketing han comprendido que nada vende hoy mejor que “mujer”. ¿Vamos a hacer lo mismo en el teatro? / Se trata de resistir la instrumentalización propia de este capitalismo desenfrenado, partiendo por erradicar también, de cada uno de nosotr-s, prácticas abusivas, costumbres del privilegio / En suma, confío en las genuinas ganas de Marco Layera de aportar. Pero, esta obra, no te tocaba a ti Layera. Esta vez, te tocaba ir a pararte al final de la marcha.

Para muestra un botón de instrumentalización capitalista (con todo el respeto a los instrumentalizados, entre ellos la compañía y Flores): AQUÍ

 

LA CAMARA SORDA

                                                                                   Allí donde huele a mierda, huele a ser

Antonin Artaud. “Para acabar con el juicio de Dios”, programa de radio grabado entre el 22 y el 29 de noviembre de 1947 por encargo de la Radiodifusión Francesa, organismo que finalmente prohibiría su emisión (traducción de Mauro Armiño).

 

Me quedan pocas fuerzas para escribir pero el domingo pasado vi una maravilla. La obra que el argentino Sergio Boris montó para el encargo del especial proyecto bonarense llamado Invocaciones en el Centro Cultural San Martin. Un ciclo en el que se invita a creadores escénicos a trabajar sobre figuras relevantes del siglo XX. Bertolt Brecht, Alfred Jarry, Vsévolod Meyerhold, Tadeusz Kantor, Pier Paolo Pasolini y Rainer Werner Fassbinder son otras de las figuras que han motivado creaciones. Este año Ciro Zorzoli estrenó un trabajo sobre Konstantín Stanislavski. Sergio Boris estrenó este montaje inspirado en la figura de Antonin Artaud en 2015. Me hubiera gustado ver el montaje de Mariana Chaud de Jarry o el de Matias Feldman de Pasolini.

De Boris vimos el montaje anterior “Viejo, solo y puto” en el CDN dentro del Ciclo Una mirada al mundo, también estuvo en el Festival Temporada Alta. Pero a Boris también algún madrileño se acordará de verlo actuar en el milagro de Bartís llamado “El pecado que no se puede nombrar”, director con el que también actuó en una obra bien porteña y peronista como “La pesca”, junto a Machin y Defeo.

Boris fue alumno de Bartís, como tantos otros, aunque también trabajó con Audivert, Renán o Suardi (ahí es nada).  Ungido, según el mismo, en esa pieza oscura y misteriosa que es “El pecado que no se puede nombrar” (algo de ese misterio tiene este Artaud) luego formaría su compañía, La Bohemia, ejercería de dramaturgo y de director en ella (“El sabor de la derrota” o “El perpetuo socorro”), seguiría actuando en cine y televisión, dando talleres de teatro y centrado siempre en un teatro que bascula en el actor.  Con “Viejo, solo y puto” pega un gran salto en reconocimiento interno e internacional. Ahora, volvía con Artaud… Quizá sobren todos estos nombres para hablar de la pieza, pero quería poner negro sobre blanco que estamos tocando con una de las médulas espinales de la escena porteña.

Sergio Boris se hace acompañar en “Artaud” de excelentes actores, con especial atención en Elvira Oneto (cacho actriz veterana que parece la Paredes pasada por el ojo de Ripstein), Rafael Solano (que borda en cuerpo y gesto la duda en escena) y Federico Liss (actor que hemos visto con Catalán) y que aquí sustituye a Diego Cremonesi. Puto galimatías de nombres, vayamos a lo importante.

“Artaud” no es una pieza sobre el autor francés, dice el director inspirarse en las cartas que Antonin escribía a su psiquiatra desde el psiquiátrico de Rodez. Esto sirve como “nota al pie”, de poco más, ya que nada más comenzar la obra uno se adentra en un mundo inserto en un Buenos Aires perdido, entre cuadras que nadie bien sabe dónde están pero que reconoce. Nos hallamos en la trasera de un edificio, no sabemos dónde, dos hombres sacan mierda de un wáter atascado, suena una nevera vieja, parece que medio rota, la estancia en vez de paredes está flanqueada por un cristal biselado que bien pudiera ser un hospital o una cochera de los cincuenta. No huele a mierda pero bien que se siente. Allí, en ese despojo olvidado de la ciudad veremos convivir a cinco seres, no está clara la historia que los sostiene, uno la va descubriendo aunque sabe que ya no importa, que el juego está en otro lado. Hablaba Kartún en las redes de un “velo” sobre esta obra, no sigues el hilo, no ves la historia, ves un velo, un tejido. Y es cierto. Es quizá esto lo que la relaciona con “El pecado que no se puede nombrar”.

Allí ves a estos personajes actuar, repetir frases, repetir roles, sin creérselos, sin poder salir de ellos, sin poder ser otra cosa que lo que son, atrapados. Se aman, se odian, se gritan, se frotan, da igual lo que hagan, vuelve la repetición y lo consabido, el tiempo ido y la hiel que ya sustituyó cualquier melancolía. El cuadro es extremo, sin red, metidos los cuatro actores en la locura, con gesto, palabra y cuerpo. Y aun así, esos personajes son tan cercanos, tienen tanto que ver con nuestras vidas regladas que uno se asusta. Gustan de hablar cuando se refieren al trabajo de Boris del teatro de la crueldad, etc., quizá, no sé, no lo vi. A mí me pareció que el trabajo emana tanta humanidad como terror, de manera indisoluble. Además, se nota que es un trabajo construido desde la escena, es increíble el trabajo de los actores pero también el sonoro, como el sonido de la nevera que parece recoger toda la dramaturgia de la obra, de ese cerebro en descomposición que es la escena, por ejemplo. Se nota cómo se ha ido trabajando la repetición circular del texto con el trabajo de gesto y cuerpo, acompasándolos, construyendo un metrónomo kantoriano, beckettiano, grotowskyano… qué más da, un metrónomo del infierno porque habla de la repetición que es paso insondable del tiempo. Viendo la obra no podía dejar de retrotraerme a los trabajos de La Zaranda: la palabra como letanía, el cuerpo como atrofia, el espacio de otro mundo, el tiempo como dictador omnipresente.

Es difícil explicar lo que apuntaba Kartún, pero es que es ahí donde está el quiz de la obra, en algo que no se puede decir, insondable. La pieza va construyendo un velo de carne, carne arrebatada y vencida, olvido, repetición, tiempo y fluido frustrado en el que van desapareciendo los actores y sus “historias” y aparece una visión oblicua de la vida. Perdonen la trascendencia, tampoco quiero que ésta equivoque, la obra en ningún momento tiene un lenguaje escénico trascendente, simbólico o algo similar… Es en la llana sordidez cotidiana de unos personajes vencidos, adictos, que esconden su necesidad como culpables atemorizados, donde este velo se va tejiendo.

Cumple la obra con otro requisito teatral, ese que decía Jardiel Poncela quien creía que si bien el segundo acto debía superar al primero, el tercero debía ser sublime… El final de la obra se acerca a este parámetro de la funcionalidad escénica. El final descubre, sintetiza y cierra el círculo histérico en el que nos ha ido sumiendo la obra. La heladera se convierte en Artaud, el médico en paciente y una Otero desinhibida vomita bajos luces estroboscópicas sobre la cabeza del electrocutado.

Pequeña maravilla que se vio en una Cuarta Pared abarrotada, llena de público argentino y que tampoco necesitó de vítores para agradecer de veras a actores y director el trabajo, como si supiesen que su relación con el trabajo de este hombre de teatro está ya hecha y va a ser duradera.

POSDATA FESTIVALERA:

En los primeros periódicos de edición nacional, tanto en papel como en digital, no ha salido ni una crónica o crítica de estas tres semanas de festival. Ojalá me equivoque y salga alguna, quizá el montaje de Tolcachir si lo tenga ya que se queda un mes en el Teatro de la Abadía. Esta es la razón que esgrimen los diarios para no sacar absolutamente nada. Y así, me permito hacerle una pregunta a los jefes de sección de cultura de nuestros medios: ¿desde cuándo la crítica o crónica teatral se fundó y tuvo su razón de ser como reclamo o información previa de una obra? ¿Son ustedes tan obtusos? Tampoco existe ningún artículo que hable de lo que a este festival le está pasando: qué ha supuesto el cambio de dirección artística del festival, qué el cambio de estructura expandida a este calendario abigarrado de tres semanas… Es una verdadera pobreza cultural que no haya ninguna lectura de lo que ha ido siendo el festival en ningún sitio. Más si cabe cuando las revistas de reflexión escénica también han desaparecido. Háganselo ver. La verdad es que esto ocurre durante todo el año. Así que por qué no tendría que ocurrir durante el Festival de Otoño. Hay incluso periódicos que han suprimido la información escénica de sus páginas. Me gustaría ver a los jefes de la sección de cultura de El País, ABC, La Razón, El Mundo, El Español, El Diario.es, El Confidencial, etc., todos juntitos en una mesa redonda de alta cultura, por ejemplo en la Feria de Guadalajara de México, explicando su visión sobre el tema, ¿a ustedes no?

 

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LA CABRA: PALABRA, GOTA Y SANGRE 2ª parte

Un momento del estreno de “Gota a gota” en el Teatro Alegría (je, je) de Tarrasa.

(anterior: 1ª parte)

Y al quitarse los guantes, caía,
de sus manos, suave ceniza.
Federico García Lorca
SUICIDIO – TRASMUNDO (Canciones 1921-1924)

 

Entras al espacio. Un sonido de una gota lo inunda, tu ojo no se acompasa, no reconoce, una profundidad que el oscuro esconde. Poco a poco irás viendo. El centro del espacio está dominado por un cuadrilátero en luz, un cuadrilátero que es la tierra, que es el tiempo. Algo da vueltas, algo cae. Entramos en espacio ignoto, de simbolismo acérrimo, de imagen poética.

El Canto de la Cabra estrenó este mes de septiembre en el Festival del TNT de Tarrasa “Gota a Gota”, su última creación que indaga y perfecciona el marco escénico hallado en su pieza de 2011 “Tierra pisada”. Un espacio donde ha sido abolida la palabra dicha, en la que el actor es un oficiante que está pero nada interpreta, donde un texto se proyecta y del que emana un espacio que es movimiento de objeto, generador de luz, sombra y sonido en el que el espectador podrá ir buceando en silencio.

La sala, poco a poco, va siendo habitada por Juan Cabra, Raquel Sánchez, Carmen Menager y David Climent. Y el espacio comienza no solo a latir, sino que entra en vida, pequeñas luces van ascendiendo a la orden de cada oficiante, primero poco a poco, in crescendo, como si de un despertar se tratase. El espacio se convierte en cerebro, en un sistema de redes neuronales que van iluminándose, en ente pensante. El cerebro como cosmogonía.

 

UN GUANTE DE MERCURIO OTRO DE SEDA

Y en el centro, unos guantes (“la vida entera cabe en un guante” dice en un momento el texto proyectado en escena). Qué raro es ese objeto. El guante. Qué cargado está de polisemia abierta… Unos guantes llenos de sangre que son atravesados por alfileres quietos. Imagen poderosa. De la que surge el líquido y el giro. De la que surge la voz de este espectáculo.

El espacio creado por la Cabra, donde el movimiento es ascendente, descendente, vertical y en giro; donde el sonido parece ir multiplicándose, acumulándose de recuerdo; en el que la sombra va agudizando el ingenio; es de una fuerza, simetría y capacidad sobrecogedoras. Es un espacio donde parece que uno pudiera estar viendo su propio lóbulo frontal funcionando, espacio para la reflexión y la apertura que deja volar, transitarlo sin cinturón alguno.

Parece que uno pudiera llegar, en ese espacio ingrávido creado por la Cabra, allí donde se crean las palabras. Allí, al lóbulo frontal donde Lorca se vio asaltado por aquello de “Aquel guante de luna que olvide”, por aquel “¡dame tu guante de luna, tu otro guante perdido en la hierba, amor mío!”; y por esa maravilla que dice “Tengo un guante de mercurio y otro de seda. Espera. ¡ Las hierbas !”.

Qué son esos guantes allí girando en el centro de nuestro cerebro que tanto atraen, que son tan nuestros sin saber cómo ni qué. El guante y su envés que están comunicados, guante que no es prenda sino piel de la que uno puede desprenderse. En este caso vemos un guante lleno de sangre, que es vino, que es fruto, que huele a fruto y en el que uno intuye la ausencia de algo sobre todas las cosas: la carne. Guantes heridos por pequeños alfileres, Hellraiser poético que me retrotrae el Corcobado de los principios, aquel de Mar otra vez.

Nada fácil crear un espacio tan sugerente y abierto. Y quizá el acierto esté en la medida y la precisión presentes en los miles de hilos que vamos viendo arder agarrados a las varas de luces; en el impresionante por preciso sonido que va recogiendo el sangrar de la pieza; en la milimétrica y sugerente luz de Gaizka Rementeria; en definitiva, en el tratamiento artesanal, de verdadero ebanista mezclado con relojero con el que se trata todo el espacio. ¿Y el texto? Cada vez más corto, con menos dramatismo (“mi tragedia ya no importa” dice en un momento), sintético y que, por lo tanto, facilita la apertura. Cierto que el texto huele a Cabra, referencias vitales reconocibles como el que escaparon de una corte, de una urbe, asentados en un punto distante desde donde ven todo lejano, situados en el comienzo de la vejez desde la que van viendo desaparecer a sus coetáneos. Pero también dicen: “Lo bueno de ser cabra es que se acabaron los discursos”, se acabaron los elegidos, las listas, el agradar, se autoproclaman “expulsados del reino”…  Posiblemente el texto incluso acepte eso mismo, ser reducido a dos o tres versos. Pero en todo caso, permite este canto sordo que es la pieza, este canto que es espacio de otro reino, espacio mojado y vaciado, espacio dominado por un guante herido que se desangra. Gran oficio ritualista esta pieza situada en otro tiempo, donde el oficiante desaparece, donde todo es acuático al mismo tiempo que ceniza.

Hay obras que son, si no conclusión, sí cenit de algunos caminos iniciados, cenit fructífero que huele a buen término. Creo que esta pieza lo es. Y así debiera tratarlo ESPAÑA, como el culmen de un camino iniciado por estos dos creadores que han ido escorándose, adentrándose en una investigación escénica vanguardista… Vaya palabra. Vanguardia. Así creo, y lo digo porque sospecho que primará la estupidez del circuito europeo de los laureados, que debiera tomarse y apoyarse. Qué pocas veces sabemos reconocernos. Con orgullo, aunque la pieza hable del desterrado que ha sido expulsado por un mercado y un mundo cultural miope y cainita, debieran tratar a esta compañía las autoridades culturales de este país y abrirle caminos. No sé porqué me parece más que obvio que esta pieza debiera verse en ciudades como Varsovia, Tokio y Montevideo. Allí estarán, en Pradillo. C’est à vous a decider.

20/11/2018: Suprimo una imagen del Festival de Otoño utilizada en este post. La organización del Festival nos comunica que no era oficial (llevaba una tipografía incorporada no autorizada) y han surgido problemas de derechos. Merci

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LA CABRA: PALABRA, GOTA Y SANGRE 1ª parte

Antiguo emplazamiento de El canto de la Cabra.

En el Festival de Tarrasa 2019, el TNT, la compañía de la Cabra estrenó su nuevo espectáculo: “Gota a Gota”. En escena, David Climent, Carmen Menager, Raquel Sánchez y Juan Úbeda. Fuera de escena, Elisa Gálvez, cabeza junto a Úbeda de esta compañía nacida en el fulgor de una esquina madrileña en la ya olvidada calle San Gregorio. Ahora, allí, en esa esquina hay un “restó” llamado Frida, cada vez que paso no puedo evitar mirar con odio ese establecimiento que suplanta y personifica la amnesia disfrazada de contemporaneidad.

El Canto de la Cabra es largo. Nació como espacio y como compañía allá por el 1991. Cerró la sala en un desabrido enero del 2009, ya hace diez años. Como espacio, El Canto fue un oasis, 63 asientos que albergaron varias generaciones, sitio de trato sacro con el teatro, con espíritu bufón al mismo tiempo, albergue capitalino de todo aquello no madrileño que nos hubiéramos sino perdido (Cataluña, Galicia, País Vasco, Baleares, Andalucía…), y albergue también de quien en Madrid proyectaba ante un panorama público inexistente y una red de teatros alternativos que en su gran mayoría eran “como de los ochenta”… Qué viejo suena todo, qué próximo al mismo tiempo.

Como compañía nacen en el 93, beckettianos con deriva clown como no podría ser de otro modo, van creando en maridaje con el autor Federico del Barrio diferentes obras:  la primera sería “El día que voló Renata” (en la que actuaba  el republicano Alberto Nuñez -o eso dice el Centro de Documentación Teatral-), luego llegarían “Viaje al tártaro” (1994), “Caín” (1998) o “¿Qué nada? (1999), está última fue la primera que yo vi. Ahí,  Federico del Barrio abandona y, entiéndaseme la simpleza, la compañía vivió la orfandad de no contar con un autor, tenían que reinventarse, llegaba el sigo XXI, aquel proyecto de las alternativas se venía abajo, los años caían, se agarraron como el quinteto de la trucha de Bernhard a sus raíces, pero no eran cinco, eran dos, Juan y Elisa… Y ahí, artísticamente, viraron, mutaron y dieron a luz “Los días que todo va bien” (2003), una obra influenciada por el alrededor escénico y la confrontación a una realidad dura y risible al mismo tiempo: son tiempos de Aznar, de censura y espionaje en la CAM, de torres gemelas y trenes madrileños, me acuerdo que el Canto quemaba una bandera de España en escena con la mayor inocencia naif del consciente… Pero lo importante es que en esa pieza está el viraje, la mutación, el germen de lo que este septiembre vimos en el TNT. Lógicamente “Los días que todo va bien” estaba recubierta de reacción, de coyuntura, de influencias claras sobre las que se quería trabajar para ir indagando la propia voz. Escribí una crónica, llena de la emoción del momento que lo explica: aquí.

Luego, en el 2007 llegaría “Trece años sin aceitunas” otro giro que supuso: “un paso con respecto a “Los días que todo va bien”, una obra esta última que aunque estaba presente el objeto, el tiempo pausado y la elaboración plástica del pensamiento en escena, estaba estructurada por textos en primera persona que pasaban de lo político a lo cotidiano o lo poético sin transiciones.  El Canto de la Cabra, en cambio, fijaba en “Trece años…” su base neurológica en la transformación del espacio escénico en un terreno de pensamiento plástico, un lugar donde la materia, la luz y el objeto (cuerpo muchas veces) eran principio y final (…) Un teatro reflexivo, donde el silencio y la contemplación, el tiempo de la mirada, se extiende y relantiza para intentar agudizarla”, decía en otra crónica.

Otra pequeña vuelta de tuerca, desaparece la palabra dicha, el intérprete que “actúa”, aparece el tiempo y el espacio intervenido por el objeto… Tan nítido… Tan reinante. Algo que aflorará ya por completo en “Tierra pisada, por donde se anda, camino” (2011), ya con la sala del Canto ida, ya ellos idos de Madrid a ese pueblo pequeño abulense, Becedas, que es escape de este mundo capitalino, refugio de golpes y centro neurálgico de la compañía desde entonces. Es esta decisión, la de apartarse, la que domina los textos que se proyectan “fuimos tan buenos payasos”, dicen. Pero lo importante, quizá, de esta obra es que aparece con nitidez el dispositivo escénico en el que se basan sus trabajos posteriores: el espacio que se habita, el objeto, el hilo, la precisión, el sonido…. : “En ese espacio, lleno al mismo tiempo de tristeza y tiempo, de pasado y presente, de distancia y consciencia de lo último, se quedan Juan y Elisa Cabra, habitándolo y comenzando algo incierto. Comenzando. Esta obra es como un comienzo. Un comienzo lleno de pasado. Un comienzo tristemente esperanzado, quizá más lúcido, más sabio, pero cansado”, decía en el final de la crónica de esta obra.

Caía “Tierra pisada…” allá por el 2011 con la crisis comiéndose las suelas de los zapatos de los españoles, en un torbellino donde todo desaparecía, festivales, espacios, compañías… Qué lejos quedaba el 2003 de “Los días que va todo bien”, qué lejos el espacio al aire libre que tenía la Cabra en verano donde vimos maravillas de Legaleón, del Rebollo de “La noche justo antes de los bosques”, de la propia República; qué lejos el gran Pepe Henriquez con su grupo de trabajo de espectadores, de Faüstino estrenando maravillas en Madrid, de aquella obra de Carlos Fernández en rojo y blanco con sonido de Mogway y con la hoy inencontrable Penela… de Elisa cerrando la puerta “a en punto” y no abriendo aunque fuera el Papa, de Juan riendo… Me acuerdo del  último “Al aire libre” en el Canto de la Cabra, después de la función de “Extranjeros” de Cambaleo (todavía hoy con su sala abiertos y en pie), me acuerdo después de la función, reírme, con la consciencia de que ya se acabó, y beber un vino (siempre bueno en esta sala) hasta al final y después caerme y golpearme la base del cráneo sonoramente. Algunos actos involuntarios son colofón y metáfora. Siempre me pareció que acabé bien con aquel espacio, que así debía de ser.

No hay melancolía en este post. Sino voluntad de transmitir tiempo, tiempo cansado, erosión, fuerza de resistencia, tiempo que es “evolución” sin el sentido de progreso, pero sí del de sabiduría.

Han pasado 8 años desde el estreno de “Tierra pisada…” en Pradillo dentro de Escena Contemporánea, ¿se acuerdan? Entre medias el Canto estrenó una obra “El quinto invierno”, pieza donde reafirmaba y asentaba esta apuesta del dispositivo que floreció en “Tierra pisada…”.

Ahora, llegaba “Gota a Gota”,  pre-estrenada en Ensalle, pergeñada entre Becedas y L’animal a l’esquena, y que a finales del mes de noviembre (22 y 23) podrá verse dentro del Festival de Otoño de Madrid en el Teatro Pradillo. Llegaba las pieza a Tarrasa con una nueva incorporación en escena Raquel Sánchez, otra intérprete larga, alguien, algún día, con dos dedos de frente, debiera entrevistarla pausadamente. Y llegaba con otros dos largos del teatro que fueron cayendo en Becedas, refugio del corredor de fondo: David Climent y Carmen Medager.  Y con Elisa, por primera vez, fuera de escena, más desubicada si cabe.

   (seguirá)

 

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SCHUMANN AMATEUR: O LA VIRTUD DE RENACER

Tania Bruguera faz roleta-russa durante performance na Bienal de Veneza, em 2001

Tania Bruguera en la Bienal de Venecia haciendo, que no representando, la ruleta rusa.

“Establezco una diferencia en el arte entre representar lo que es político y  actuar de modo político. Creo que hay muchos políticos profesionales que en realidad son representaciones, porque en realidad no hacen política. Hacen todo lo que rodea y acompaña el cambio del mundo sin en realidad cambiarlo y creo que nos hemos acostumbrado un tanto a ese tipo de burócrata-político o celebridad-política, o al político que no cree ya en la política, sino sólo en ser electo. Nos hemos acostumbrado a la representación de las cosas. Mientras la política es la acción de cambiar las cosas en sociedad, en el arte hay muchos artistas que trabajan con imágenes de los medios de difusión y de la política, pero a quienes no interesan las consecuencias de su obra. El arte político es el que trabaja sobre las consecuencias de su existencia, de sus interacciones, y no permanece en el nivel de asociación o memoria gráfica. Es intervenir en el proceso que se crea después que las personas piensan que la experiencia artística ha terminado. El arte político es el que más trasciende la esfera del arte al entrar en la naturaleza diaria de las personas: un arte que les hace pensar (…) Puedo garantizar que este arte, que ahora es dócil, en un tiempo era incómodo. El arte político (que no es más artístico de lo que es político) no es cómodo porque habla desde una posición de exigencia y porque muchas veces va acompañado de nuevas formas y esto requiere algún ajuste de los espectadores a fin de garantizar que lo que tienen ante ellos es realmente arte. De modo que este regreso al arte político viene ya con la tristeza de conocer que será inadecuadamente coleccionable y con una confianza trágica en su eficacia limitada. Los artistas conocen hoy algo del arte político histórico a través de documentación, aunque falta el apremio que lo hizo necesario, y la ira que lo hizo ser rechazado o eficaz, o ambas cosas. Gran parte del arte político de hoy es más una “cita” que un gesto político (…)  Creo que a los interesados en arte político aún les afecta mucho el antagonismo entre los pintores de la corte y los modelos de artistas opuestos a la clase dirigente, pero existen más posibilidades: se puede ser artista cívico o artista independiente. Existen muchas otras opciones. Si uno entra en la esfera del arte político, debe comprender que no se trata de una posición transitoria en que uno está únicamente contra el poder hasta que éste lo absorbe o que, por el contrario, si no se le absorbe, se convierte en una persona desgraciada, resentida. Ser un artista político no tiene nada que ver con ser aceptado o con un consenso. Aunque para los artistas políticos es muy evidente que no deseamos ser decoradores interiores, tenemos que repensar cómo establecer nuestra relación con el poder. Algunos artistas han sentido la necesidad de entrar directamente en la política. Creo que, de cierto modo, nuestra posición debe ser de insatisfacción por sólo ser capaces de estar entre ambos, el arte y la política”. 

                                  Declaración de Arte Político, Tania Bruguera, 18.12.2011

 

Durante esta nueva pieza, o episodio, del ciclo Amateur, después de los dedicados a Orlando Gibbons y a las Variaciones Goldberg, en la pantalla numerosas veces surge esta frase atribuida a Jonas Mekas: “Esto es arte político”.

Tercer episodio donde Ramos reinventa el formato, o mejor dicho, renace sobre las dos propuestas anteriores en las que tan solo estaba él de espaldas, su piano y una pantalla ejerciendo como una especie de “fluir de la consciencia woolfiano” pero juguetón.

Para comenzar a hablar de esta obra a la que pude asistir en un estupendo, por el sonido, Auditori Municipal en el TNT (esta pieza debería hacerse en capillas, sacras y no sacras), me parecía bien traer a colación esas palabras de Tania Bruguera, una de las artistas que más me sacan de mí, por coherencia y acierto. Dos cosas que muy pocas veces van unidas. Y preguntarme:  ¿es “Schumann Amateur” una pieza incómoda, es una pieza que quiere cambiar nuestra sociedad y nuestra realidad, que nos hace pensar? ¿se posiciona la pieza  frente al poder sin pretender ser absorbido por él?

Quizá en este último punto se una Bruguera con ese Mekas revolucionario de lo pequeño e invisible, un Mekas que decía: “Quiero tomar la palabra en favor de lo pequeño, de los actos invisibles del espíritu humano, tan sutiles, tan pequeños que mueren en cuanto se les coloca bajo la luz solar. Quiero brindar por las pequeñas formas cinematográficas, las formas líricas, los poemas, las acuarelas, los ensayos, los bocetos, las postales, los arabescos, las letrillas y las bagatelas, y los pequeños cantos en 8mm. En estos tiempos en los que todo el mundo ansía tener éxito y vender, yo quiero brindar por aquellos que sacrifican el éxito social por la búsqueda de lo invisible, de lo personal, cosas que no reportan dinero, ni pan, y que tampoco te hacen entrar en la Historia Contemporánea, en la Historia del Arte o en cualquier otra Historia. Yo apuesto por el arte que hacemos los unos por los otros por amistad, por sí mismo.”

Y quizá aquí también se una el propio Ramos que ha dado a luz un proyecto que no es fortuito que se llame Amateur:  proyecto contrapuesto a la profesionalización, agarrado al “ahí está” de Valcárcel Medina, un proyecto que también quiere ser una respuesta política y vital ante la situación de la escena hoy en día. Amateur es un  proyecto que nace de la vida, que se nutre de ella y que a ella responde. Pero volvamos a Bruguera y preguntémonos: ¿qué exige “Schumann Amateur”, de qué apremio surge, de qué ira?

Con todas esas preguntas en la cabeza escribo sobre esta pieza en la que Ramos, como decía, revoluciona el “formato” de los anteriores “episodios” incluyendo a la intérprete Núria Lloansi en un extenuante baile y a dos músicas: Ariadna Rodríguez y Gemma Llorens (violín y chelo). Pero la revolución no viene por la inclusión, sino por cómo esto altera la estructura de la pieza dándole una mayor profundidad dramatúrgica. Ya no solo está el espacio vacío, la pantalla, el piano y el cuerpo de Ramos tocando el piano. Si en las anteriores se internaba en una interesante y litúrgica relación entre la escritura y el concierto, esta pieza se vuelve más compleja en dramaturgia y significados. Pero vayamos por partes.

 

Hasta los raíles del tren

Imagen de Dorothee Elfring, un momento de “Schumann Amateur”.

 

Hasta los raíles del tren
me hacen llorar,
tan cerca el uno del otro,
cómo quisieran, quisieran…
se alargan
y no se pueden juntar.

Luis Rius

La colaboración más central y que afecta al corazón de la pieza es el baile desmembrado de Lloansi con cascos en la cabeza. No oímos la música que mueve a Lloansi, es más, la vemos bailar un baile solitario y “popero” en un espacio donde al mismo tiempo suena la música romántica de Clara Schumann. La opción dramatúrgica es clara, son mundos separados, incluso Ramos y Lloansi no llegan a mirarse en ningún momento. El espacio está dividido en dos, allí donde reina la melodía romántica sentida y “cursi” que dice Ramos; y ese otro, sordo, desaforado, que va de la actitud pop a la punk pasando por la fatiga, el relámpago y el impulso. No se deja clara la relación entre estos dos mundos, se deja abierto: uno reglado, hierático, masculino; el otro, libre, centrípeto, de un sonido atronador que nunca llega al público, cerrado, femenino.

¿Masculino? No tanto. Ese es el huevo que parece la obra intenta abir sin romperlo. Es esta disposición separada la que a lo largo de la pieza (aunque de manera no explícita) va resquebrajándose. Se adentra así la pieza en esa veta “política” tan en boga hoy: el género.

Parece revolverse Ramos, a su manera, no frontal, con cierta sorna y delicadeza, ante las simplificaciones sobre este tema que no es solo debate público, sino que afecta a nuestras vidas diarias e íntimas. Es en esta revuelta del “autor” donde están el apremio y la ira de los que hablaba Bruguera.

“El conflicto es consustancial al hecho teatral, es lo que une a los griegos con Ibsen, con Brecht, con Miller”, esta frase de crítico demodé la seguimos escuchando hoy en día. Y hoy vamos a darle la razón. Sí, es el conflicto el que mueve la pieza de “Schumann Amateur”, pero éste no se representa, sino que vertebra cada decisión en esta obra híbrida entre el concierto, la danza y el teatro.

La obra sigue la estructura de las anteriores, se tocan piezas de Clara Schumann al piano mientras un texto se proyecta en escena. En el texto se yuxtaponen la vida de Clara Schumann con las reflexiones del autor sobre ésta y sobre el romanticismo, lo cursi, la apropiación artística, etc. Al mismo tiempo, Lloansi baila. Nada los relaciona.

Se va armando Ramos, concentrándose en la interpretación de la Schumann, desapareciendo en la entrega, mientras en el texto se van tirando lianas: Ramos revisita, al comienzo de la pieza, como declaración de principios, la famosa frase de Virginia Woolf de poder tener una habitación propia para ampliar su significación. También necesitaba dinero, aquí también hay un problema de clase, parece decir. Y al mismo tiempo que va relatando las dificultades en el XIX de las mujeres en poder firmar sus creaciones (Dupin, Mendelssohn , las de la propia Clara) nos cuenta cómo Clara Schumann también se apropia de piezas musicales de su marido Robert.

Pareciera que Ramos tiene la voluntad de preguntar al respetable si todo en el debate de género es blanco y negro, simple. Pero no parece su intención relativizar el oprobio y la represión que la mujer ha sufrido, sino dar luz sobre aristas que han quedado oscurecidas ante tanto posicionamiento militante.  Y para ello, utiliza a Clara Schumann y su pequeño mundo, un mundo en el que muchas de esas barreras de “género” son subvertidas por la propia voluntad de Clara y sus cercanos. Un mundo que obvia las convenciones sociales y se sustenta en al amor de los Schumann y la entrega al trabajo. Parece poner el foco Ramos, la revolución pendiente, en la esfera minúscula y cotidiana del ser humano que solo puede triunfar de mano del amor y la comprensión hacia el otro. Parece rechazar al mismo tiempo los posicionamientos militantes que aunque estén en buena causa tienden al sojuzgamiento prematuro e injusto.

Todo esto eclosiona, en buena treta teatral, eso que los griegos llamaban catarsis, en un magnífico texto dicho en proscenio por Lloansi, un retruécano en espejos cruzados que se miran (público / autor / Lloansi). Ahí, esta actriz dotada hasta la extenuación para el monólogo dicho con todo el cuerpo, la dicción y el alma, espeta al público un duro texto escrito por Ramos, cargado de rabia y que aun habiendo sido escrito por un hombre no puede funcionar mejor en voz de Lloansi. Un texto cargado de reprimenda contenida y digerida, que huele a venganza bien entendida y dirigida, a tomar la palabra sin miedo y a dejarse expuesto sin remedio. Un texto en el que Lloansi nos llama cotillas, en la que se muestra a una persona que ha sido juzgada y violentada en su intimidad por la opinión de esta sociedad española del XXI que no parece diferir tanto de la del XIX.

El texto resuena en platea. Antes se nos ha contado los agravios y rumores que Clara Schumann con su marido enfermo tuvo que soportar por su relación con Brahms. Se nos cuenta como Pauline Viardot, amiga de Clara, vive junto con su marido y su amante, el escritor Turgueniev, y como ésta le recomienda a Clara que no haga caso ni se deje influenciar… Pudiera parecer que la obra se apoya, utiliza, prepara al público, lo maneja… No lo creo, no prima el grito flaubertiano a lo Madame Bovary, sino más bien la exposición tranquila, sincera pero sin ambages del que ha pasado por ese infierno. Y dan exactamente igual cuáles fueran las circunstancias, todos conocemos ese páramo, el del escarnio y el sojuzgamiento.

Ahí todo eclosiona y se resignifica. Frases que se han ido repitiendo como: “Todas las cartas de amor son ridículas”, “vivir el arte o vivir del arte”, “esto es teatro político”, etc. cogen un significado más preciso en unas ocasiones, más amplio en otras… Por ejemplo, la concepción que se dibuja de la diferencia entre “vivir el arte y vivir del arte” crece en profundidad y en aristas, vivir el arte no es crear, es sobre todo vivir, parece decir Ramos como buen discípulo de Mekas, como buen coetáneo de Bruguera.

Es a partir del monólogo donde la dramaturgia comienza a vislumbrarse, a coger cuerpo, ante el espectador. A partir de aquí y hasta el final de la obra esa soledad del “hombre” tocando el piano irá siendo reconquistada: Ramos es acompañado por dos intérpretes femeninas, Ariadna Rodríguez y Gemma Llorens, y vemos que el trio suma pero también multiplica, que la mezcla bien hecha siempre tiene más de áurico que de físico.

Finalmente Ramos decide romper con “el tipo que toca el piano”, con ese espacio dividido indefectiblemente en dos, con esos raíles que decía el poeta más mexicano que español Rius, y enfilar un final entregado, abierto y esperanzado.

Vivir el arte, alta apuesta del que renace.

El que escribe, desde aquí, consciente de que lo hace sin conocimientos musicales (poco les puedo contar de la interpretación de las composiciones de Schumann, tan sólo decir que crean liturgia con el espacio y la palabra impresa en pantalla); el que escribe, decía, lo hace oyendo un disco sin parar de un grupo de finales del siglo xx madrileño, Migala, una música solitaria, que huele a meseta y hombre por todos sus recovecos, a una soledad intransitable aunque se revista de transcendencia sónica. Pues con ese fondo, celebro la apuesta de este renacer tardío. Celebro esa multiplicación en escena, el poder juntarse con amigos y trabajar, el tener la libertad y falta de miedo al hacerlo, el no ser compañía ni ganas de serlo, celebro la capacidad de caerse y levantarse, de renacer.

Creo que la pieza se podrá ver en el Antic dentro de un tiempo, que es coproductor de la obra. Vayan si pueden, les recomiendo escuchar tanto la música como la letra, leer es escuchar, con la misma predisposición, la “del arte que hacemos los unos por los otros por amistad, por sí mismo”: puro arte político.

 

 

 

 

 

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Canto sordo

 

“Mi tarea es la circunferencia”

Aparece Liddell en un espacio vacío tan solo coronado por una mesa de disección, vestida en oro sobre un cielo que será pisado. Así comienza “¿Qué hare yo con esta espada? -Aproximación a la Ley y al problema de la Belleza-”. Una pieza de más de cinco horas, dividida en tres partes y en la que, si bien cada una está diferenciada incluso temáticamente, se oficia un canto sordo y continuado, invertido, un canto enfermo hilado con aguja de imagen y palabra poética.

Quizá sea esta una de las piezas más densas por acumulación de registros, temáticas, textos y códigos de toda la carrera artística de esta creadora. La estructura recuerda a otras piezas anteriores, al “El canto de la fuerza”, por ejemplo. Pero en esta se une el poder de la imagen que transfigura el lenguaje de Liddell (que comentaba en la crónica anterior), un tratamiento de la escena a través del cuerpo extenuado propia de Fabre; y el desarrollo y perfeccionamiento de un trabajo del cuerpo del actor que ya estaba en anteriores piezas: los movimientos repetitivos realizados por los intérpretes sin relación directa con la “acción” de la escena, movimientos metódicos y realizados con frialdad. La distancia entre estos movimientos y cómo entran y se insertan en la pieza comparado, por ejemplo, con aquellos de “Perro muerto en tintorería: los fuertes” 2007, es abismal. El parangón lo tendremos en el comienzo de la tercera parte de la Trilogía “Genesis 6, 6-7” con una conversación propia de “La montaña mágica” de Thomas Mann pero interpretada por dos seres de otro tiempo que se mueven desnudos pintados en pigmento rojo mientras filosofan. Pareciera que hubiéramos pasado de una desfasada biomecánica de Meyerhold a un distanciamiento caviloso del cuerpo en escena que afila la semántica del texto.

Pareciera que Liddell en ese intervalo de cuatro años de no presencia ibérica se hubiese chupado todo el teatro de Europa, asimilado lo que le ha dado la gana y ensanchado así su lenguaje. Trabajo ímprobo, no es nada fácil la asimilación en un lenguaje propio de lo ajeno y además afilar las herramientas que uno ya porta. El resultado: un puto “piezón”.

Pero vayamos por partes, de qué otra manera si no. Es de noche. Llevo todo el día leyendo textos de Liddell, el libro de esta trilogía infinita y su libro de poesía “Una costilla en la mesa”. Ahora todo el mundo duerme, llevo todo el día pensando en lo que barrunto desde que el sábado 26 viera esta pieza y el martes 29 la última parte, “Genesis 6, 6-7”. Pensando qué decir, o más bien desde dónde y cómo.

Decir que tras el sábado me quedé ahíto, con dificultad de digerir ese lúgubre reverso que es “¿Qué hare yo con esta espada?”, con la sensación de haber asistido a un ritual oscuro y que disparaba a demasiadas partes. Uno no podía estar atento a todas, la sensación era de desconcierto, de desbordamiento ante un ritual que daba la vuelta como un calcetín a los basamentos de la sociedad surgida de Descartes, pero no como “Los cantos de Maldoror”, donde todo es transustanciado en su contrario, ya no estamos ante el convencimiento de quien ataca; sino ante la zozobra de una persona que si bien oficia de nigromante sufre al mismo tiempo como un bicho frágil y débil.

Cuando uno se pierde se agarra a asideros. Y así me asía a la crónica más social, aquella que me vio recorrer la noche del sábado tras la función las calles destruidas de Chamberí por el enésimo rito gritón de esta sociedad futbolera y rampante. Aquella que me decía a la oreja: no te olvides de comentar el desastre que es la web de Teatros del Canal donde llegan al espanto denunciable y revelador de ni poner bien las fichas técnicas de la piezas, obviando a la gente que en ellas trabaja. Aquella que quería resumir la poderosa metáfora de este Madrid incomprensible que el mismo día, el miércoles 30 de mayo, tuvo a Juan Domínguez, Rodrigo García y la propia Angélica Liddell actuando al mismo tiempo en el mismo teatro. Aquella que me llevaba a reflexionar sobre esta programación española concentrada en la que estos días también han actuado La Tristura, La Veronal, Olga Pericet, Daniel Abreu o Amalia Fernández. Una programación para la que se han llamado a más de una cincuentena de programadores internacionales. La tan ansiada proyección. O aquella que he ido “larvando” durante esta semana en la que mientras barruntaba misas negras el Congreso expulsaba a un gobierno y erigía otro.

Pero los cantos sordos tienen eso, que tocan sin que hayamos oído. Y esta ladrada del afilador que es “¿Qué hare yo con esta espada?” ha ido extendiéndose por mi corteza cerebral, allí donde ocurren la percepción, la imaginación, el pensamiento, el juicio y la decisión. Y su efecto es como el de un generador de vacío. Así que hablaré, escribiré, “cronicaré”, como si la palabra que intenta explicar, como si el mísero uso de la razón, pudiera devolverme aquello que me ha sido arrebatado por esta liturgia oscura.

“Señor Sagawa en el principio no se besaba, se mordía”

Tako to Ama, El sueño de la esposa del pescador de Katsushika Hokusai (siglo XIX).

Comienza la pieza con una primera parte dedicada a al asesino caníbal japonés que mató a una compañera de la Sorbona tirando su cuerpo en una maleta en el bosque de Bolonia. Liddell comienza una carta dirigida al japonés de esta manera: “Querido señor Sagawa: Lo bello es feo, y lo feo es bello. Eso dicen las brujas de Macbeth”. Canto “lautremontiano” en el que Liddell hace un pacto con Sagawa “Sé que usted siempre ha deseado ver representado su crimen, sin duda porque considera que la representación es tan valiosa como el propio asesinato (…) Señor Sagawa, yo puedo representar su crimen y usted puede representar el mío. De esta manera nos purificaremos mutuamente”. La primera pieza de la obra estará dedicada a Sagawa, el drama de Liddell vendrá en la segunda parte.

Pero quepa resaltar esta explicación fundacional de la autora. Liddell siempre ha enraizado sus piezas con el teatro, para golpearse y enfrentarse a él pero siempre incluyéndolo. Ejemplo es “La casa de la fuerza”, donde en un ejercicio de contemporaneidad verdadera erige esa casa sobre las cenizas de “Las tres hermanas” de Chéjov. Aquí el pacto fundacional de este teatro -mal llamado “posdramático” por Lepecki– es la voluntad de representar, y otorgar a la representación el mismo valor que aquello que representa, más un plus: el de la purificación. Y como veremos la “representación” en el teatro de Liddell será casi contraria a la que ha imperado en la tradición teatral, aquella que suele explicarse con este tipo de palabras: “La representación es la escenificación del argumento como si estuviera sucediendo en un tiempo y un espacio determinados”. No es fortuita el uso de esa palabra por parte de Liddell. Asistiremos a un verdadero acto de representación según sus cánones.

En esa misma carta, que tiene en ciertos momentos tono de manifiesto, Liddell espeta: “Es preciso ser mítico, y no un moralista, (…) preciso ser mítico para aceptar la relación del hombre con lo sagrado. Una cultura que deja de ser mítica, muere. Y por eso hace falta un canto que nos devuelva el amor por el asesino, nuestro amor por Edipo, nuestro amor por el miedo (…) El asesino simplemente tiene un deseo enloquecido de libertad. Y el hombre verdaderamente libre siempre está solo (…) Ambos sabemos que el Mal procede de una necesidad brutal de amor. El amor es ese precepto divino que ha dado lugar a toda la violencia extraordinaria que nos funda (…) Usted devoró a una mujer y yo escribo. Pero usted y yo somos iguales. Todo procede del mismo instinto, del mismo vacío primordial. Se despedaza la carne porque se busca el origen, se destruye la belleza visible para alcanzar lo invisible (…) A veces artista y criminal coinciden en una misma persona. Es la única forma de resolver el dilema entre arte y la acción, el dilema entre la pluma y la espada, el dilema entre la poesía y la vida. Cuando artista y asesino se funden, entonces se alcanza la cima. ¿Entiende?, la cima. ¿Ha escuchado alguna vez a Carlo Gesualdo?”.

Perdón por el extenso entrecomillado pero creo que en estas pocas frases está contenida toda la fuerza motora de este pieza: el de un teatro mítico, que busca la recuperación de lo sagrado en una sociedad dominada por la Ley, una ley que sostiene a una rapiña de lombrices oportunistas que nunca sentirán “la dicha salvaje de la fascinación, ese arrebato de divina embriaguez que el mundo de la razón no puede soportar”, dirá en otro momento de la obra. El de una escritura que se blande como una espada que despedaza la carne buscando el origen, lo invisible, una escritura que Liddell quiere emparentar con el acto del asesinato… Y la búsqueda de la cima, la cima que no es otra cosa que la belleza, una belleza que es anterior a la ley, a la razón, que surge de la naturaleza: “Lo que hace grandioso al hombre es la violencia concedida por la naturaleza (…) Antes de que existiera el hombre ya existía el Mal. Lo salvaje nos precede y nos funda. Y solamente los que custodien la ferocidad resolverán el problema de la Belleza, porque la nostalgia de la Belleza sólo puede resolverse con la crueldad. ¿De qué hablaremos cuando terminen las guerras?”, dice en otra parte de la obra terminando con una frase antítesis a aquella tan solemne del siglo XX que dijera Adorno: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. ¿Qué busca Liddell?

A partir de la lectura de esta carta comenzarán casi dos horas de un teatro basado en la “representación” del crimen de Sagawa, acto de redención en el que Liddell pondrá sobre escena un teatro ritual de la imagen y el cuerpo. En escena, la bailarina de butoh Tara Irie, los japoneses Masanori Kikuzawa, Ichiro Sugae, y Kazan Tachimoto. Y en escena, ocho bailarinas rubias y europeas:  Victoria Aime, Louise Arcangioli, Paola Cabello Schoenmakers, Sarah Cabello Schoenmakers, Marie Delgado Trujillo, Greta García, Estíbaliz Racionero Balsera y Lucía Yenes.

La atracción abismal de Sagawa por la piel blanca de las europeas y su “libertad enfebrecida” de tomarla se “representa” en escena. Tachimoto dirá en japonés, con cuerpo enfermo y oralidad de “metralleta a la Liddell”, un texto en el que Sagawa explica cómo durante horas y días fue comiendo, durmiendo, follando y gozando con su víctima ya muerta. En escena, a parte de este texto, se van concatenando acciones físicas frías, milimetradas, actos de humillación, de sometimiento de las féminas lechosas por parte de los intérpretes japoneses. Víctimas y verdugos acabarán en una larga bacanal violenta y sexual en la que estas ninfas ajadas sustituirán a los actores por cefalópodos muertos.

La escena juega al in crescendo y la acumulación, a la extenuación y el agotamiento. Es algo esto nada fácil para el intérprete, por un lado, nada fácil de regiduría escénica para controlar el tempo de la escena, por otro. Jan Fabre es un maestro en esto y se hace rodear de intérpretes perfectos en técnica y actitud. Liddell parece estar en esta pieza comenzando a trabajar este código, parece darle igual si hay alguna actriz que se masturba demasiado ilustrativamente y de manera poco veraz, parece darle igual que los tempos basculen hacia lo incontrolado… Quizá consciente de que al estar perfilando esta manera de tratar la escena en su teatro lo importante es que suceda.  Y la verdad es que la escena sale adelante, va cogiendo volumen y polisemia, vemos el gozo de la víctima azotada de Peckinpah, la belleza renacentista -ese ideal de belleza de Garcilaso y su Descripto puellae-,  arrastrada al goce viscoso que proviene del oscuro océano, de lo insoldable, en vez del arquetipo. En esta escena se esquiva la sensualidad propia del movimiento sinuoso del pulpo, el pulpo está muerto y aquí rige lo que Liddell espetaba en la carta al asesino japonés: “Señor Sagawa en el principio no se besaba, se mordía”. Al pulpo se le muerde, se le estrella y con él uno se flagela. En ese ambiente postrado finalizará la primera parte de “¿Qué hare yo con esta espada?”. Acabó la representación de un crimen. Ritual de esperma, sangre y carne ajada. La escena se queda así, vibrando de manera tensa, quieta, vacía.

Maelström: hacia lo oscuro

Ilustración para “Un descenso al Maelström” de E. A. Poe hecha por Harry Clarke (1889-1931), publicada en 1919.

La segunda parte de la obra estará estructurada en base a los monólogos dichos por la propia Liddell. Destacan por escritura y relevancia tres de ellos.

“Hastiada de la ley mis protectores son los asesinos”. Texto quizá transversal a toda la pieza en el que Liddell conversa con Dios. En lenguaje bíblico, con el fondo espiritual del Pentateuco y la fuerza poética del Libro de las Revelaciones, Liddell oficia en este texto de santa sacerdotisa negra al mismo tiempo que muestra una fragilidad rota en la derrota: “Ya solo me habla la voz del trueno y estoy sedienta de la epifanía del cuchillo”, dirá con el verbo de San Juan, El texto, dicho desde ese cuerpo enfermo que Liddell sabe hacer voz, va aumentando en profundidad al mismo tiempo que en capacidad blasfema. Liddell pide asesinar, pide una guerra, afirma que es Lucifer quien le pide adorar a Dios. Liddell creyente sufre no por el pecado, sino por no poder matar. Afirma que la única paz que encontró fue al comprender que Dios estaba con ella en ese canto al Mal porque el Mal es amor y generosidad. Y que fue esto mismo lo que le salvó de la violación sistemática a la que la sometieron los justos y los buenos, aquellos que “defecaron sobre mi corazón para justificar la mierda que atascaba sus vidas (…) No renuncio a vencer al bien, Señor, no renuncio a vencer al bien. La ley existe para satisfacer la codicia feroz de los justos. La ley existe para satisfacer la falsedad feroz de los justos. La ley es como echarle sal a la carne podrida”. Acabará en tono alucinado, con un verbo que denota ojos en blanco: “nos comemos a las víctimas que nos denunciaron por ser nosotros irracionales, nos los comemos y los cuchillos ríen y ríen y ríen, brazos asados cuelgan de nuestras bocas como una profecía, con las venas aun tiernas de los niños fabricamos las cintas que sujetan nuestros peinados, las pieles de los perros desollados calientan nuestras plantas, y con los ojos de nuestros enemigos enriquecemos nuestras coronas. Y por fin revienta el canto, reventamos en canto, perdemos el habla para siempre y la sustituimos por canto, porque al principio el verbo no era palabra, sino canto, antes que la palabra fue el canto (…)”.

Disculpen de nuevo por la larga cita, entrecortada y sin respetar la línea del verso. Pero quería transmitir la fuerza de negrura, de desesperación reconvertida en fuerza que desprendía el cuerpo “artaudiano” de la Liddell escupiendo este texto ante una audiencia quieta, callada. Algunos cronican que esto es lo que espera la audiencia y que si Liddell no hace esto hay decepción. Destacan así, creo, lo superfluo: el posible embobamiento del espectador ante el virtuosismo de ese “decir” de Liddell. No. Creo que lo que pasó es que en ese momento el escenario se despeñó muchos miles de metros hacia las profundidades y comenzamos a entender, los que allí estábamos, que cuanto más descendiéramos más introducidos en el campus stellae, en ese cielo estrellado pintado en el suelo de la escena, estaríamos todos.

El segundo acto de la obra, decía, está estructurado por la consecución de estos monólogos que son enlazados por las acciones físicas de los diversos intérpretes que van saliendo desde las calles del escenario. Valga apuntar aquí la omnipresencia de las hermanas gemelas Cabello Schoenmakers, presentes en las tres partes de la trilogía, omnipresentes, figura diabólica de un Géminis gélido que recorrerán en espiral la Trilogía. Pero son estas acciones entre monólogos, quizá, lo que uno menos comprendió del montaje. Tras tres o cuatro monólogos y numerosas salidas de actores y bailarines realizando acciones medidas, uno veía convertida la acción del cuerpo y su imagen en mera transición entre textos, sin que pudieran coger cuerpo, volumen, semántica propia. Quizá haya una voluntad de composición y ritmo entre los textos y estos pequeños tableaux, yo no lo vi. Es en esta segunda parte cuando realmente el texto dicho en escena es parte central de la obra. Parece aquí Liddell intentar conjugar ese teatro de la imagen y el cuerpo en escena con el puro monólogo. No parece todavía cuadrar del todo, quizá en obras que están por venir así sea.

Después de otro texto fundamental dicho por Liddell en escena en el que se dirime sobre la Belleza y la Ley, llamado precisamente “Qué haré yo con esta espada”, llega otro de los textos brutales de la obra: “Jeffrey Dhamer”.

Aquí un pequeño meandro: Al igual que este texto titulado con el nombre del asesino conocido como el Carnicero de Milwaukee, la obra está plagada de estos asesinos en serie que Liddell equipara a los santos. También está presente Ted Bundy o los ya citados Sagawa y Gesualdo. Este último es incluso más relevante. Príncipe de Venosa del siglo XVI que unió acto creativo y asesinato. Figura mítica en quien se mira Liddell, capaz de asesinar a su mujer, su hijo y a púberes (cuenta la leyenda) al mismo tiempo que compuso madrigales y música sacra por la que, “debido al cromatismo y la modulación entre tonalidades lejanas en sus composiciones”, se le tiene como un visionario de su tiempo ya que lo que hizo no volvería a verse hasta el XIX en figuras tan relevantes como la de Wagner. Liddell parece mirarse en él y verse pequeña: ya que su acto de escritura, su espada metafórica, que quiere ser como un cuchillo, es simplemente eso, un acto literario que suple.

Es este texto, “Jeffrey Dhamer”, el que está compuesto en un código más autobiográfico de toda la obra. Es extraño ya que parece una gran exageración que busca así la metáfora del origen de la sociedad moderna y más concretamente de la sociedad higiénica española postfranquista que tan cerca tiene, aunque lo esconda, un pasado tan tenebroso como el descrito en este texto por Liddell. Y digo que es extraño ya que el libro de la Trilogía del Infinito está repleto de otros textos mucho más biográficos que luego no aparece en escena. Lo claramente autobiográfico en esta obra se elimina. Esa parece la decisión. Así, no estará el diario de Lausanne, ni el de Bruselas/Madrid. Tan solo se incorporará parte del diario de la matanza de París y además este diario está tratado más como “texto” que como puro diario.

Hay en otras obras (quizá sobre todo irrumpió de manera más clara en aquella pieza que hizo para la cuarta edición del festival Nits Salvatges organizado por La Porta, “Venecia”), donde lo autobiográfico, el ligazón entre vida y lo que se dice en escena es claro, inseparable. Pieza fundamental “Venecia” en la trayectoria de esta creadora en este aspecto. Pero en este texto oscuro, insoportable, donde se describe una infancia donde Liddell conviven con subnormales que la violan, donde mata animales como hacia el Carnicero de Milwaukee, parece una crónica negra de la España de “Tierra sin pan” sin la conciencia “política” de ésta, simplemente queda el horror. El horror de esa España de retrasados, de analfabetos, de ignorancia subnormal. Nuestro pasado, nuestro origen cercano. Y dice el texto: “No se puede escapar del origen, el origen es un gigante de moscas negras que nos persigue infatigable a todas horas”. Y así cuenta Liddell que allí necesitó de Dios: “Vosotros seguramente os sentís muy orgullosos de no haber creído nunca en Dios. Os sentís muy orgullosos de no haber necesitado nunca a Dios. Pero yo sí, yo sí necesitaba a Dios, yo sí necesitaba desviarme a hacia lo Divino”. Y ahí con toda la fragilidad del bicho atraído hacia la luz Liddell espeta: “Y tal vez es ahí a donde debo regresar”. Ahí, la misa negra se trastoca en fatalidad y el escenario, ante esa descripción de una realidad tan hispana, ante la descripción de nuestros orígenes patrios, descendió otros ochocientos metros.

Trastoca con este texto Liddell el código confesional donde en otras piezas quedaba desnuda y expuesta gracias a unos textos de una sinceridad íntima lacerante. Descripciones de procesos depresivos en los que Liddell comparte sus horas más bajas. En “Jeffrey Dhamer” Liddell lo transforma sutilmente en arma arrojadiza: el desnudo es el españolito medio, ahora universitario, ahora propietario de techo y coche, y que detenta sus vacaciones anuales. Aquel españolito que en una carretera secundaria, un día, en una casa de lenocinio, atraído por lo más profundo de sus genes, infla a hostias a una mujer y después acaba sin que nadie le mire follándose una gallina en un páramo desierto. No es baladí el lenguaje castellano, el giro “valle-inclanesco” de este texto que Liddell parece querer enterrar en lo más profundo de Castilla.

Así, con todos inmersos en esa misa negra, llega una vuelta de tuerca difícil de asimilar en ese escenario que ya toca las estrellas a 7.833 metros de profundidad: la matanza de París el 13 de noviembre de 2015. Dice Liddell dedicarse tres días antes de la matanza en un apartamento en París a ver los cuerpos descuartizados de Dhamer sin sentir ningún sentimiento de repulsión, y dice no llegar a hallar goce sino ve la asfixia de la putas, por eso busca bukakes extremos en los que no se excita hasta no ver las lágrimas en los ojos y las arcada. “No hay verdadero erotismo si el sexo no se opone a la ley de la vida (…) La mayoría de las veces el erotismo no es genital, consiste en dar patadas a un vientre donde germina un embrión, o en aspirar el dulce olor de la carne podrida. Creo que hay un anormal dentro de mí que va creciendo cada vez más, excavando un vacío sin solución, un anormal que me empuja hacia la contemplación de la violencia como escapatoria para liberar la tensión de no ser amada (…) Me asusta tanto que a veces pienso que tengo el deber de matarme”, explica.

Y en un giro difícil de digerir dice: “Si hubiera terminado con mi propia vida el día 10 de noviembre nada malo hubiera ocurrido en París”. Simple y llanamente se hace culpable de la matanza. En este último giro “solipsista” uno queda exhausto. Ante tanto ego, tanta deformación inversa, la mente te dice “basta”.

Uno sabe que Liddell siempre trabajó lo íntimo, la tragedia del individuo, enfrentándolas con las tragedias de nuestro tiempo. Confrontando esos dos mundos donde uno queda sin sentido ante la magnitud del otro. La tragedia del Estrecho en “Y los peces salieron a combatir contra los hombres” 2003, los ataques israelíes en Gaza en “Venecia” 2006, el Vietnam en “Te haré invencible con mi derrota” 2009, el feminicidio en Juárez en “La Casa de la Fuerza” 2009… El tema es recurrente en la obra de Liddell. No siempre es tratado de la misma manera. No siempre el significado es claro, Liddell lo retuerce, hace mirarse el dolor de uno en el dolor de los demás y ve las luces que ese enfrentamiento irradia. Aunque este tour de force de “¿Qué hare yo con esta espada?” es nuevo, y como espectador no sabía cómo encajarlo sin sentirme molesto ante lo que no podía ser otra cosa que una exageración poética difícilmente justificable.

Encarando ya el final de la pieza llega así el texto que lleva como título “El verso siempre termina con la palabra estrella”. Ahí Liddell, en un paroxismo inigualable, dice estar gritando en las calles de París atestada de soldados tras el atentado: “Soldados, aquí estoy, prendedme. Soy yo esa a las que buscáis. Soy yo la que pidió una guerra para resolver el problema de la Belleza, por nostalgia de la Belleza. Soy yo la que os puso en peligro con mi espada. Soy yo la única responsable de la matanza del 13 de noviembre de París (…) ¿no comprendéis que el escritor desea ser un verdadero criminal? Porque este puto mundo de la poesía te vuelve loco (…) No es necesario que busquéis más. ¡Llevo las manos manchadas en sangre! ¡Llevo las manos manchadas en sangre! ¡Alcé la espada y se hizo! ¡Hubo una guerra para mí!”. Así continúa este texto, con citas románticas de Hölderlin, afirmando que la matanza la provocó con la lobreguez de su pensamiento y pidiendo que la disparen, que la maten. ¡Diciendo que mueve muebles con su pensamiento! ¡Que tiene poderes! Acaba el texto diciendo: “Aquí estoy. La estación se llama Étoile”. Es este momento donde la pieza se rompe, donde todo explota, puta catarsis teatral o como se quiera llamar, el espacio desaparece, el suelo desaparece y estamos ingrávidos en un espacio inexistente. Es justo en este paroxismo egocentrista de difícil asimilación donde la obra hace “crack”, y justo ahí aparece en escena el planeta oscuro de la primera parte de la trilogía, y el bailarín Ichiro Sugae baila dentro de él como un hombre de Vitruvio enloquecido, baila dentro de la circunferencia, y en el espacio manda Nietzsche y su eterno retorno, e Ichiro sigue bailando preso de ese planeta negro durante minutos y minutos y minutos… Y uno se lleva las manos a la cabeza, sin comprender, y entiende lo que es el canto.

Liddell o el cabaret

Aparece Liddell con chaqueta de domador y traje de Catrina mexicana. Comienza el “show”, Liddell cambia de registro en esta tercera parte y se dirige directamente a público. La gente agradece la cercanía, Liddell a lo Julio Iglesias nos confiesa sus ganas de estar en Madrid, la gente aplaude a rabiar. Aparecen los “uhhhhh uhhhh” de adhesión fanática, Liddell canta un bolero y en ese ambiente relajado, cuando la víctima se ha relajado llega un texto en el puro código épater la bourgeoisie. Esta manera de hacer es ya propia de sus últimos años de carrera. La conocemos, la gente se relaja en sus butacas, uno se pregunta por la efectividad de este insultar a la platea, de esta relajación terrenal… Pero otra vez gana Liddell, con este monólogo titulado “¿Por qué la tierra no se abre bajo nuestros pies?”.

Descripción del hombre zombi moderno, muerto en vida, vencido y entregado a un sistema mezquino y envidioso llamado honradez. Denuncia de la doble moral, de la moral edificada en la ruina mental que justifica el castigo del otro para esconder el oprobio propio. Texto ácido con una sociedad hipócrita y entregada al consumo ciego.  Ahí uno va sintiendo los golpes, sabiendo que no están solo hablando del vecino. Liddell hace esto con solvencia plena, con un lenguaje castellano de cuchara de madera, para que se entienda. Se reafirma de nuevo Liddell como soñadora, como capaz de desear con libertad. El texto comienza a ser resumen de todo lo vivido en la obra: se vuelve a clamar por lo mítico frente al reinante utilitarismo, se dice que ella ha sido expulsada por hablar de Dios, el Amor y la Belleza. Afirma que más que pedirnos perdón lo que necesitamos y pedimos es que nos metan un puño enorme por el culo, se introduce la tercera parte de la trilogía: Liddell se identifica por completo con Medea y dice hacer todo por amor. Suena Eagles of Death Metal, el grupo de la sala Bataclán (qué naif suena su canción “Kiss the Devil”). Y termina con un aldabonazo que cierra el círculo, que nos hace prisioneros de su mal sueño: “Los monstruos son vuestros hijos. Lo habéis hecho todo vosotros. Lo habéis hecho con vuestro semen y vuestra sangre”. La amenaza no es externa, fuiste tú quien la concebiste en el vientre. Qué duro, por veraces, resonaban esas palabras en Madrid, en Europa, en la Tierra.

Texto provocativo y de enfrentamiento que se arriesga a llegar inocuo pero hace llaga en el cuerpo ya exhausto del espectador. Se vuelve así este cabaret de amor rendido, de cercanía fingida, en otro nuevo misal negro en el que aparecen en pantalla las imágenes de la chicha descuartizada por Sagawa, en el que el Gumersindo Puche, actor polivalente y siempre escondido, esta vez en máscara de diablo rojo, oficia una lluvia dorada sobre Liddell. Micción que recuerda esa máxima que Liddell lleva aplicando años y que dice que si quieres segar un campo has de empezar por segarte a ti mismo. Suenan las Grecas, la gente aplaude levantada en sus sillas y uno se pregunta en qué anillo del Infierno de Dante estamos ahora, en que anillo del remolino de Maesltröm nos encontramos. No estamos resurgiendo como el personaje de Poe, eso es seguro.

Epílogo

Imagen de las hermanas Cabello Schoenmakers en “Genesis 6, 6-7”.

Perdonen lo extenso del texto. Perdonen mi continuo apoyo en los textos de la obra que quizá lastren la crónica. Pero acabé, como decía, con la corteza cerebral derretida. Ahíto, molesto con muchas cosas que había visto, confuso, caviloso. Y este es mi pequeño ritual de cura que espero sirva como cierta correa de transmisión de este arte que, por cojones, hay que ir a ver y que cuando es ido solo se sostiene a través de la memoria compartida.

Soy hombre cabezota, cada día menos, cada día parezco más razonable. Y me rindo ante la capacidad de no renuncia de Liddell. Me acuerdo de la primera obra que fui a ver suya, en la Cuarta Pared: “La falsa suicida” en el año 2.000, no me enteré de nada. Luego leí la crítica de Tecglen y me di cuenta que allí había algo más, a pesar de con toda la retranca que está escrita. Luego llegaría “El matrimonio Palavrakis” 2001, en el Teatro Pradillo. Puto cuento oscuro entre Hoffman y Ripstein. Y desde ahí ha sido un no parar. La trilogía china fue un zozobre para mí como espectador. Pero confieso que me he reencontrado en esta tremenda Trilogía del Infinito. Vapuleado, luchando y enfrentándome, que es la única manera que entiendo la relación con el teatro de esta creadora.

Queda por hablar de “Genesis 6, 6-7”, tercera parte de la trilogía. Cuento negro, críptico y hermético centrado en el símbolo y la figura de Medea. Permítanme ejercer de judío seguidor del Pentateuco y doblegarme a la prohibición de hablar de ello. Un poco siguiendo el apunte del compañero Manuel Colinas que comentaba el anterior post y a quien comprendo perfectamente. Y también porque tengo el cerebro licuado, vacío. Pero soy periodista y además pienso que lo más correcto es la contradicción. Permítanme decir dos o tres cosas: tremenda Tania Arias en rojo y ruso, incomprensibles luces, y comprensión total ante el espectador que se desmayó y tuvo que ser desalojado al comienzo de la pieza donde se proyectaba una circuncisión en primer plano, aquello parecía la versión youtube del gusano de “Dune”.

Pablo Caruana

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Angélica is black

Esta breve tragedia de la carne. Foto de Isabelle Meister.

                                                                   

L’elefante indiano non teme le zanzare

Malatesta

Prolegómeno

Llevábamos años sin ver los trabajos escénicos de Liddell en Madrid. Desde el 2014, exactamente. Tan sólo en el 2017 pudimos disfrutar de su instalación fotográfica “Via Lucis” en el CDN dentro del Festival El lugar sin Límites. Madrid no sabe nada del Ciclo de las Resurrecciones (tres obras realizadas en 2014 y 2015); y nada de su “Decameron” o su “Orgullo de la nada” ambas realizadas en 2016.

Su decisión, tomada en 2014 y que englobaba el no venir a  ningún teatro de España se basaba en el poco respeto y profesionalidad con el que se la trataba aquí, algo que se había hecho patente trabajando fuera de España y que le había hecho sentirse “lesionada”. Bien, yo creo que también hubo una pequeña desafección con parte de un público fiel que la seguía desde sus inicios y que Liddell no llegó a comprender o no quería más bien lidiar. Algo que por otro lado me parece comprensible: ese afán del que conoce por desdeñar al que se despega es harto paleto y poco aguantable, la verdad. Pero también esconde un viraje de las obras de Liddell en su trilogía china que eran poco entendibles por un espectador que no sabía bien encajar la “fórmula” en las obras de Liddell, aunque entendiese las necesidades de “internacionalizarse” de una compañía que venía bregando con la precariedad y la exclusión de toda programación en España durante más de veinte años. Hubo cierto público al que le costó aceptar el rito escénico que ahora se da en sus obras con gente “fan” que le ríe las gracias que exactamente están allí puesta para eso mismo. Aquella trilogía fue, creo, confusamente digerida por Madrid. Si bien amplió el público de Liddell también aquello enturbió la comprensión de su obra por parte de un sector del público madrileño.

Pero ahora, en este nuevo Madrid de presidentas idas, de directores que renuncian y de cartelera profusa llegaba su última trilogía, la “Trilogía del infinito”: “Esta breve tragedia de la carne” de 2015, “¿Qué haré yo con esta espada?” de 2016, “Génesis 6, 6-7” de 2017. Ya hemos podido ver las dos primeras. Hoy veremos “Genesis 6, 6-7”.

Comenzó el asunto para este espectador que escribe, el 23 de mayo, día en que Liddell estrenaba “Esta breve tragedia de la carne”. Periodistas, programadores, gente del teatro, alboroto, Remón en una sala, Rigola con su Pasolini de Cunill en otra, El Conde de Torrefiel llegando para su estreno del sábado, los eternos Oligor también preparándose… Y gente en el bar hablando de las alucinaciones octogenarias desde Tabarnia, de la maravilla que ha hecho Mónica Valenciano, del encuentro de programadores del mismo Matadero (que parece han trabajado en consonancia con Teatros del Canal para que asistiesen a este pseudo-Radicals que montó Rigola). Actividad de la sociedad “gentrificada” del teatro moderno, “ya en Madrid vemos lo que ven en otras capitales europeas”, parecían decir los rostros de los asiduos espectadores de la programación de este año de Teatros del Canal… Uno se pregunta a qué precio y con qué continuidad, pero bueno, Canal bullía y uno pensaba: distracciones, distracciones de lo verdaderamente importante que no era otra cosa que lo que pasó en la Sala Verde de Teatros del Canal: el estreno en nuestro país de “Esta breve tragedia de la carne”.

 

Frontispicio

San Serapio, Zurbarán, 1628.

 

Y así entré en ese frontispicio de 50 minutos, metrónomo de imágenes, bautismo de Liddell convertido en acto amoroso a su Romeo.

Aparece en escena un monje zurbariano sin rostro y con lentitud de ritual dispara tres flechas al infinito cielo del teatro, apuntando quizá a la “diabla”. Momento inaugural de la decisión que Liddell abre con esta “Trilogía del infinito”. Hay imágenes que son síntesis y frontispicio en la creación de un artista o del mismo devenir del arte en el ser humano. Contaba Andres Malraux el momento rompedor, revolucionario, de aquel escultor del medievo que por primera vez se atrevió a tallar la cara de Cristo, o de aquel escultor del románico que por primera vez esculpió a una virgen sonriendo… A partir de entonces ya nada fue lo mismo. Algo de esto hay en esta imagen de arquero apuntando a la transcendencia en el comienzo de la obra. Por un lado, define el acto volitivo y definitorio de Liddell frente al teatro semejante a aquel primero libro de Ernst Bloch en el que sostenía frente a la verdad científica que la lluvia no caía del cielo a la tierra, sino que caía hacia el cielo. Y por otro, esta imagen es síntesis del momento de cambio en el teatro de Liddell en el que la “imagen” cobra una posición e importancia diferente en el lenguaje de esta creadora.

Liddell, con silencio expectante, manifiesta en esta imagen varios conceptos y decisiones que estarán presentes en (por ahora) las dos primeras partes de la Trilogía: la importancia de componer a partir y en base a imágenes; y la indagación en esta trilogía de un teatro de la trascendencia frente a un teatro de la razón. Algo que se convertirá en misa negra “lautreamontiana” en “¿Qué haré yo con esta espada?” pero que en “Esta breve tragedia de la carne”, pieza donde casi es inexistente la palabra hablada o escrita y predomina la imagen, vuela con mayor ingravidez y luminosidad.

Parecen sobrevolar en esta pieza dos motores principales. Uno manifiesto y proveniente de la poesía: Emily Dickinson. Y otro escénico: Romeo Castellucci. Con el universo de la Dickinson (soledad, determinación hecha palabra y deseo que quiere sobrevivir ahogado bajo el reino del puritanismo colonial calvinista), Liddell comienza a trabajar sobre un imaginario propio, con imágenes que son apariciones alucinadas con las que Liddell decide ir trabajando, con imágenes que en un comienzo no tienen significado pero con las que se decide jugar con su materia, hacerlas espacio en el teatro: unas abejas con apicultores con síndrome de down, unos puritanos mutilados, un pene escultórico y dorado que Liddell engulle con su clítoris y con dolor en la segunda escena de la obra, la imagen del hombre elefante corporeizada en el actor Fabian Augusto, dos planetas negros que arden y dos gemelas rubias vestidas en rojo Kubrick que mesuran y retuercen el espacio (Paola Cabello Schoenmakers, Sarah Cabello Schoenmakers).

Las imágenes se van construyendo, conversando, habitando el escenario en una luz clara y renacentista que continuará en la siguiente pieza “¿Qué haré yo con esta espada?” y que con modestia y sin alaracas va introduciendo Marquerie y David Benito.

Comentario detallado merecen los dos planetas negros que dominan colgados del techo en la escena. Su perímetro se enciende en escena y durante mucho tiempo sus llamas van goteando la grasa que los ilumina sobre dos sábanas que en la parte final de la pieza serán colgados como estandarte de dos países inversos. Uno de ellos, el que en sábana queda transformado en circunferencia plena y negra, será icono, símbolo de la segunda pieza de la obra: “¿Qué haré yo con esta espada?”.

Pero estos dos planetas negros, estos dos universos que son espejo inverso el uno del otro, enlazan con otro de los elementos de esta obra: Romeo y Julieta. Una historia de amor en la que entra en juego el alma solitaria de Liddell, y por ende de Dickinson, pero que en esta pieza (no como en otras más autobiográficas de Liddell a través de sus textos) queda en penumbra y no identificada. Y que incluso Liddell, en un movimiento solipsista y oscurecedor, entrelaza con el hombre elefante o acaba transformando a Romeo y Julieta en dos de los apicultores que se declaran amor furtivo en escena. Toda una deformación esta de ir mezclando la figura de Romeo y Julieta con dos actores a lo Pippo del Bono (de quien fue fan Liddell declarada), que me imagino es polisémica pero que por la manera de deformar a la inversa de la Liddell, por el tiempo en que está creada la pieza y por el final de la misma, retrotraen en todo momento a Castellucci.

Si obviamos la deformación escénica a la que somete Liddell las figuras y los temas que introduce en sus obras se nos apercibe esta pieza fundadora de la “Trilogía del Infinito” como un canto de respeto y amor al trabajo y los postulados teatrales basados en la belleza y el espíritu del italiano.

Ese final con Liddell dentro de una cabina inundada de abejas me retrotrajo a la pieza presentada en Avignon en el año 2009: “Inferno”. Este final es en sí un oximorón de aquel en que en la Corte de los Papas veíamos a niños jugar dentro de una cabina aislada e ignorante de la torva de cuerpos innumerables y condenados que rodaban por escena sin cesar. El final de Liddell es opuesto: uno de los momentos más oscuros de Castellucci se convierte posiblemente en una de las imágenes más luminosas de todo el teatro de Liddell, una Liddell aislada buscando la belleza, feliz, salvada de la condenación por el acto poético. Así comienza la trilogía, con una salvación. Estupefacto y maravillado estaba yo en mi butaca ante tal acto soteriológico de la bruja negra del teatro hispano. Acto seguido sobre la cabina se proyectaron unas palabras que eran otra vuelta de tuerca, otro oxímoron, otro espejo invertido para con el trabajo de Castellucci. Si Castellucci comenzaba su “Infierno” de Dante (otra de las figuras clave en las dos obras ya estrenadas por Liddell en Madrid: Dante y su Infierno -perdonen la cita continua pero el trabajo de Liddell campa hoy en la acumulación referencial-) con unas breves palabras: “Je m’apelle Romeo Castellucci”, Liddell terminará su pieza con estas otras: “Mr. Merrick, you are not the Elephant Man, you are Romeo”.

El final de la obra fue contestado con un respetuoso pero no entregado aplauso. El público, variopinto y plural (las tres obras llevan con el cartel de “no hay entradas” desde hace meses) parecía un tanto contrariado: ritmo lento, sin aspavientos, sin violencia, sin palabra, luminosos… Queda en mi memoria una obra para ir masticando durante largos días, abierta y fundacional; y aventuro que en ella podré encontrar muchas de las claves que me permitan entender el teatro de Liddell que nos viene.

 

El cielo estrellado inverso de: “Qué haré yo con esta espada”

Cielo Estrellado de la Biblioteca de la Universidad de Salamanca, Fernando Gallego.

Así, masticando abejas en estómagos puritanos llegamos al sábado en el que ya en la sala grande de Teatros del Canal llegaba el momento más esperado de Liddell en Madrid, el estreno de “¿Qué haré yo con esta espada?”. Confabulación mística, la obra comenzó 15 minutos antes que la sempiterna final de la Champions madridista. Una obra que duró, con tres intermedios y aplausos finales, cinco horas y pico y en la que Madrid se entregó a la densidad escénica de una Liddell excesiva y mística.

Pero antes de entrar en este obrón lleno de meandros y lagunas estigias quepa un agradecimiento a la editorial la Uña Rota y a sus dos últimas publicaciones: “Trilogía del infinito” y “Una costilla sobre la mesa” (libro último de poesía de Liddell).

Es un verdadero regalo poder estar enfrentándose como espectador a una obra tan compleja como “¿Qué haré yo con esta espada?” y al mismo tiempo poder leer en un libro perfectamente editado y concebido un texto que desborda la escena de tal manera. El libro contiene muchísimos más textos que la pieza escénica, un diario extenso que no está en la pieza, por ejemplo, que dan muchas más pistas del universo de donde nace esta pieza y de las elecciones escénicas que Liddell ha ido haciendo. Además, me reitero, está muy bien editado (cuerpo, separatas, concepción, portada, materiales, puntuación, sangrías, etc.). Algo que es complicado y muchas veces pasa desapercibido.

 

Campus Stellae

Hablábamos de la importancia que ha tomado la imagen en la creación de esta creadora. No quiere decir que antes no se trabajasen imágenes en su teatro, sino que ahora operan de manera diferente y hacen mutar el lenguaje escénico de Liddell en muchos momentos. Ese tratamiento de la imagen, que relacionábamos con Castellucci en la anterior pieza sigue aquí presente, mezclada con el universo del cineasta Kōji Wakamatsu (antecesor gore de Kitano en el cine japonés), pero enraizándose aún más en el mundo pictórico gótico y renacentista del italiano. No es baladí el suelo elegido de esta obra, ese suelo en el que va a trascurrir estas cinco horas de misa negra donde los santos serán los asesinos, donde el escarnio será adoración, donde la ley será simple mediocridad cobarde. La quincena de actores y bailarines pisarán, accionarán, botarán, gemirán, se correrán y sangrarán sobre un suelo que no es otro que un campo estrellado invertido. Un campo estrellado que no está en las bóvedas de nuestras iglesias sino sobre el que se pisa y se funda un mundo nuevo, una religión como en España se fundó la religión católica, apostólica y romana sobre el campo estrellado de Santiago.

¿Qué haré yo con esta espada?

Sobre ese campo estrellado comenzará la adoración de la mítica, el infinito, la belleza, el alma y sus santos negros.

(continuará)

Pablo Caruana

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LLEGA MAURICIO KARTUN A MADRID

Claudio Da Passano,  Rafael Bruza y Claudio Martinez en “Terrenal” de Mauricio Kartun.

Comienza hoy la treinta y cinco edición del Festival de Otoño, deformado hasta la primavera. Su nuevo director, Carlos Aladro (electo en mayo de 2016, ya programó parte de la anterior edición),  ha anunciado que será la última edición alargada y que el año que viene el Festival  vuelve a su ser y tan solo tendrá lugar en noviembre. Ya no estamos en años de fastos, el festival llegó a tener 3 millones de presupuesto. Esta edición y la que viene la organización del festival nos comunica que el presupuesto de ambas estará “en torno a un millón de euros”.

Este año pasarán por el festival diez compañías. Destacan, aparte de Kartun, Mårten Spångberg en la Casa Encendida este mismo mes con una propuesta de siete horas, “Natten”; los mexicanos Los Colochos con un montaje en torno a Macbeth en noviembre; el “enfant terrible” francés Vincent Macaigne y el Théâtre Vidy-Lausanne que llegan en febrero con “En manque”; los portugueses de Chapitô que estarán en la Cuarta en febrero y marzo con dos montajes sobre Electra y Edipo; y la vuelta de Sara Molina en abril a la Casa Encendida con “Los hombres melancólicos”.

Pero hoy lo importante es Kartun, ese porteño que lleva ya más de cuarenta años dándole. Llega con “Terrenal”, obra que lleva representando cuatro temporadas en el Teatro del Pueblo. Es curioso que haya encontrado su sitio Kartun en este teatro al que llaman el primer teatro independiente de Buenos Aires, un espacio donde ya en los años treinta representaba sus obras Roberto Arlt y que con sus vaivenes sigue siendo un espacio imprescindible con su medio formato, en su sala caben unos doscientos espectadores. Entre medio camino del off y el teatro comercial de Buenos Aires ya fue este teatro quien rescató a Kartun en los ochentas después de una dura dictadura cuando se llamaba Teatro de la Campana. Y allí Kartun ha estrenado sus dos obras anteriores también dirigidas por él: “Ala de criados” en 2009 “Salomé de chacra” en 2011.

Pero quién es Kartun, quién es ese tipo por el que han pasado, por su talleres, cientos de los creadores argentinos, que dicen que es el tipo más influyente de la dramaturgia argentina y que aun así no ha creado escuela y que lleva dirigiendo sus obras más de tres lustros y dando pequeñas maravillas como “La madonita” (2003) o “El niño argentino” (2006). Ese tipo capaz de enfrentarte con un teatro que sobre el papel se diría tradicional y que cuando uno llega a verlo encuentra polisemia, libertad y el cuerpo del actor hecho palabra en un espacio que no está en este tiempo, que está fuera de él, volado y al mismo tiempo enraizado hasta la médula.

En Madrid se ha visto poco su teatro y tampoco tenemos bien editado sus textos. Directamente es un desconocido. Por eso, hemos recabado aquí cinco impresiones de gente que se cruzó con su trabajo. Como pequeño acto de justicia, como pequeña acción de bienvenida a Madrid y con la voluntad de dar contexto, de provocar que alguien se acerque.

Hace dos años mi padre y su mujer me llevaron a ver “Terrenal, pequeño misterio ácrata”, de Mauricio Kartun al Teatro del Pueblo, espacio que sabe lo que es nacer en la dictadura y armarse de solidaridad para ser mucho más que un superviviente.  La escenografía de Terrenal me hizo imaginar una compañía de teatro de mediados del siglo XX que viajaba por el campo argentino, con sus temáticas criollas y sus tres personajes en blanco y negro; como imagino a La Barraca recorrer los pueblos de España durante la II República.  El acento argentino, la erre aspirada de campo y los juegos de palabras llenaron el escenario. Al principio andaba perdida, quería aprehender todo, hasta que dejé de tener conciencia que estaba ahí, ya estaba dentro, absorbida por el lenguaje simbólico, mordiendo el polvo que salía cuando Caín pasaba al terreno de Abel, porque ya veía la valla que separa las posesiones de los hermanos. Terrenal no es una parte de la Historia de Argentina, es parte de la historia de la humanidad. Es el génesis del capitalismo, de las miserias humanas, del lado que quedas parado si construyes una valla, de la condena que cada uno elige. Y cuando acaba la representación sigues clavada en la butaca sin poder hablar, pensando en cómo vas a hacer para fletar aviones desde España para que todos los tuyos puedan verla. Manuela Bergerot: Espectadora y Responsable en nuestra Asamblea de Madrid de Memoria Democrática.

No recuerdo cuando conocí el teatro de Mauricio Kartun, lo que sí que tengo claro es que hubo un antes y un después. Textos como “Chau Misterix”, “La casita de los viejos”, “Cumbia morena cumbia” y, sobre todo, “El partener” se convirtieron en influencia y formación imprescindible. Años más tarde tuve la fortuna de asistir en Casa de América a un taller con Kartun en el que pude conocer al maestro, al docente, al pedagogo teatral, que me ayudó a poner en palabras lo imposible, a explicar lo que parecía inexplicable.  Laila Ripoll: directora de teatro, compañía Micomicon. Ripoll en estos momentos está con una “Cáscaras vacías” en cartel en la Sala Princesa del María Gerrero, CDN.

Mauricio Kartun es el maestro de dramaturgos argentinos. Es el hombre que se empeñó en que la daramaturgia debía ser estudiada en una ciudad en la que su estudio carecía de sistema alguna y así se transformó en el formador de generaciones y acompañó estéticas de las más diversas. Si existe algo curioso de destacar es que no son tantos los autores contemporáneos que escriben como él. O sea, su influencia no fue la de fotocopiadora tan usada por muchos de los que se llaman grandes maestros. Eso es quizá lo que más me atrae de la singular manera de ver el teatro y las interconexiones a través de la transmisión que tiene Kartun. Este autor, que pertenecía a un territorio de autores y directores muy golpeado en la Buenos Aires de los 90 por los “nuevos” ahora bien maduros o casi viejos y bien acomodados, supo cuidar su espacio a fuerza de voluntad esclarecida sobre las modas y los ejercicios dominantes. Personalmente estoy muy agradecido por lo mucho que me enseñó y siempre recuerdo como fundante la noche que vi, escuché y sentí su obra “Desde la lona” (1997). Fernando Rubio: Director y autor teatral, en estos momentos estrena en Moscu, en el Festival Territory su obra “Everything by my side”.

Lo que más me gusta de Mauricio Kartun es su búsqueda constante por un tipo de expresión local. Hay algo muy porteño con raíces en la tradición del actor popular que se actualiza en el modo en que dirige a sus actores. En un país tan dado a arrodillarse ante estéticas europeas o yankees es toda una declaración de principios mantener esa búsqueda que, lejos de ser chauvinista, se ocupa de preguntarse acerca de cuál es su propia voz. De que modo encarna el propio pueblo sus ficciones. Me acuerdo mucho de “El niño argentino”, era muy buena, era en verso. Pablo Messiez: director y actor que ayer estrenó “Bodas de sangre” en el Teatro María Guerrero del CDN.

Si hubiese un punto que se pudiese afirmar que es “el punto”, el lugar en el que se intersectan las cosas de la tierra y las del cielo, yo diría que el Teatro de Kartun, y especialmente “Terrenal” aparece o se me aparece ahí. Sí, para mi el teatro de Kartun es eso, la elaboración poética de los cuerpos, la materia y los nombres de las cosas en tensión con el misterio y lo innombrable de la existencia. Donde lo expresivo de los cuerpos y las palabras resultan de la tensión con lo que no se puede nombrar ni tocar. Es nuestra pequeña humanidad, nuestras “cositas” de la tierra arañando el aire, lo imposible, empeñadas en hablar con Dios. Fernanda Orazzi: actriz y directora que hasta el 2 de noviembre está en el Teatro Pavón con “Barbados etcetera”.

Simplemente, terminar recomendando esta entrevista, y apuntar que Kartun es mucho más que un dramaturgo influyente, que un gran docente o que otro import&export del teatro argentino.

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