NOTA DE URGENCIA: OPUS CERO. LA VIDA VENDRÁ DE FUERA O NO VENDRÁ

Ayer iba hablando con un amigo camino del teatro que ahora vive fuera de Madrid, artista y buen rastreador de escena, hablábamos de si habíamos visto últimamente algo que nos hubiera interesado, agitado, levantado el espíritu… Esas cosas que siempre acaban, como así fue, hablando del momento actual de la creación escénica. Pasamos por todos lo lugares comunes: estamos en un momento de transición, no hay un relevo claro de la creación experimental, quizá es que estamos viejos y no estamos llegando a conocer, quizá es que no nos enteramos, pero está claro que pasa algo, hay estancamiento, hay burocratización, faltan espacios independientes, los teatros públicos que ahora atienden la escena han conseguido cosificarla, importan más los temas que la libertad de creación… Lugares comunes para intentar abordar algo, el presente, que inevitablemente se escapa entre los dedos, que es multicausal, multifactual y siempre confuso.

Llegamos al Teatro Pradillo, a Pradillo, ¡eh!, al puto Pradillo, hoy contenedor de la nada, a un festival, SURGE, que hoy es bien necesario, reparte montitos de dinero entre muchos que no tienen nada para crear… ¡Eh!, necesario porque reparte dinerito… Mirar dónde hemos acabado, en un festival heredero de La Alternativa, que era aquel que se hacía desde la Sala Triángulo, hoy Teatro del Barrio. Lo llevaba Alfonso Pindado, apoyado en la estructura de las salas alternativas de la capital, de aquella manera, pero con todo tenía una fuerza frente a la administración, de resistencia y libertad de actuación: quiero traer al Tato Pavlovsky de Argentina, comunista irredento y me lo traigo, quiero traer al Descueve y así hago, y ahora Antonio Fernández Lera con Monos Locos, ahora Rodrigo con Haberos quedado en casa, capullos… Luego llegaría Escena Contemporánea, capitaneado por Javier Yagüe, un festival más institucional, menos libertario, más serio, realizado con más concomitancia y cercanía hacia las estructuras y objetivos de la Comunidad de Madrid.

Escena Contemporánea moriría y surgiría Surge (disculpen la metonimia) en tiempos de Ignacio González, ¿se acuerdan?, detenido en 2017 por corrupción y encarcelado. Pasó poco tiempo entre rejas, en 2018 salió y ahora es funcionario del Ayuntamiento de Madrid y cobra 52.000 euros al año. Aquí estamos, cuento esto porque en cierto aspecto es una radiografía de lo que le ha pasado a la escena en este país, hoy que vemos a los que nos deben mostrar los nuevos caminos de la vanguardia en las naves de Matadero, en el CDN o en los putos Teatros del Canal.

Y ahí, en ese Surge, y en ese Pradillo, ayer, se estrenó Opus Cero, dirigido por Ben Attia (agitador e intrigante desde uno de los espacios más interesantes de la Península, Box Levante – Centro escénico del Estrecho) y con Carmen Aldama, Ibrahim Bah, Maxi Labrador, Carlos Pulpón y Bastian Ponce. Performers que trabajan con Søren Evinson, con Rodrigo García o Victoria Aimé, creadores como Aldama que ya presentó pieza en Surge anteriormente (vulnerasti cor meum / Madrid), artistas migrantes como Ibrahim Bah, que a parte de coreógrafo es escritor y publicó en la editorial La Imprenta, Tres días en la arena, donde cuenta su periplo desde Guinea Conakry hasta Europa. Ibrahim ahora es director de Urbana B. Dance Studio en Casas Viejas, Benalup hoy.

Uno siempre busca trayectorias y contexto para explicar, pero en definitiva el elenco de esta pieza, en escena también está Ben Attia, está conformado por gente periférica, venida desde los márgenes no profesionalizados, pero bien activos. Gente que se ha juntado primero, buscado después. No hay dossier para pedir ayuda a producción. Hay urgencia y voluntad de buceo.

Y es que el cambio, esa torna que haga posible virar una escena cada vez más previsible y cosificada nunca vendrá de las instituciones. Desengáñense los mercats y los cdns. Son necesarios, sus ayudas, residencias y talleres: háganlos, destinen más dinero a ellos, pero nunca serán sus cosos, sus modos y su fuerza la que posibilite la libertad de creación suficiente para agitar los cimientos de la presa de aguas estancadas en las que vivimos. La vida está en otra parte, que decía Kundera.

Y esa vida llegó ayer y percutió sobre un público atónito, unas 80 personas allí congregadas. Opus Cero comienza como una obra más de hoy en día. Teatro de no ficción, cercano al teatro conferencia, a los géneros que en los últimos quince años vienen diciendo que son renovadores y que ya huelen a cadaverina. Aldama preside una mesa donde irán pasando el propio Attia, Bastian Ponce, Ibrahim y Maxi Labrador. Se habla de un misterio, de algo que pasó en el Matadero de Mateo Feijóo primero, en un pueblo del sur de España luego, Guadalmesí.

Nadie quiere desvelarlo, es un macguffin que hará avanzar la obra. Algo pasó, algo nada bueno, algo que no se quiere nombrar. En cambio, los visitantes de esa mesa conferenciante van contando sus periplos. Pero lo importante no es lo narrado, sino el modo y la significación metateatral y política con la que están ideadas y conformadas las escenas. En ellas vemos a Aldama intentando instaurar un espacio de diálogo donde la palabra valga, transforme, solucione, acerque. Una concepción europea basada en la comunidad horizontal de Habermas, en la confianza de la socialdemocracia en el principio de Rosseau, “el hombre es bueno por naturaleza”, algo que mucha de la izquierda occidental utiliza de coraza, de velo para no ver.

Así, Aldama le dice a un hierático y mudo Bastian Ponce que es tranquilo, que tiene paz, y está lleno de ternura. No sabe qué le pasa, pero preferimos pensar que el otro es ante todo, bueno. Ponce se pasará toda la escena reptando por el suelo del escenario a velocidad casi inmperceptible. Así, Aldama escucha con rostro de quien asiente el periplo de Ibrahim desde su país al nuestro, atravesando países y desiertos. Da igual que el relato sea delirante. Ibrahim trufa su periplo de un estilo metafórico y heroico. Tiene mucha chufla renegrida el comentario de Aldama tras ese relato lleno de tipismos de la gesta que el occidental acepta con condescendencia cuando proviene de lo tribal y exótico. Aldama cita la Divina Comedia de Dante, el pasaje donde Dante se encuentra con Ulises en el infierno, cita culta que quiere demostrar una escucha inteligente y que es apropiación y demostración de superioridad cultural aviesa.

Así, llegará también Maxi, un nazi reconvertido en pastor de cabras. Introduciendo el mito de la salvación woke del hombre urbanita que puede renacer en el campo. Maxi cuenta como se desollan las ovejas, es poeta, lee un poema y comparte su caída del caballo en la que, como San Pablo, encuentra el camino. Lo bueno de toda esta primera parte es cómo hacen tragar al respetable una escena con tintes modernos y cómo el respetable se la traga. Ahí está Pulpón, con esa presencia insustituible de performer moderno, subiendo y bajando volúmenes en escena de una música trascendente, mirando como actuante lo que acontece bajo un mono amarillo de trabajo hiper moderno y posindustrial.

El público lleva tragando esto mismo, un teatro formal basado en los temas acuciantes para la sociedad moderna, durante años, callado y aplaudiendo cada tarde desde sus butacas. Todo este comienzo que dura dos tercios de la obra es un coñazo. Pero lo bueno es que todo se resignifica. De repente, todo ese dispositivo explota en mil pedazos dando pie a otra escena que no es sino respuesta llena de rabia ante un occidente bien pensante y un teatro al que el gran piropo que hoy se le puede entregar es el de inocuo. Esos seres que hemos ido conociendo en la obra y que bajo el prisma occidental son en el fondo buenos, héroes o equivocados reinsertados a la sociedad del bienestar y la democracia, revelarán sus otros rostros.

Tendré cuidado con los adjetivos y los referentes. Teatro de la crueldad, happening, teatro de acción y derribo, de ecos fureros… Todo eso no sirve, porque esta gente esta en otra, en la suya. Tan solo decir que ahí comienza otra escena que arroja una respuesta furibunda, enfadada, rabiosa, a la platea. Habrá escenificación de la violencia, las hostias serán hostias, se harán cosas que hoy en los teatros públicos y no públicos están prohibidas, reclamando así libertad, ensanchar las miras, las paredes de un teatro cada vez más pulcro y que olvidó que el escenario es un espacio de encuentro (sí, todos alrededor de la hoguera y todas esas monsergas), pero también un espacio para la confrontación.

Vivimos en una sociedad enferma, donde la vida no vale nada, donde hoy mismo somos testigos de un exterminio en Palestina, donde miles de migrantes caen en el Estrecho, donde en nuestras sociedades occidentales la mitad de la población es de segunda, de tercera, son simplemente delincuentes a los que hay que, sino exterminar, sí expulsar y asfixiar. Pero queremos seguir pensando que el otro es bueno, que está todo bien, que liberte, igualite y fraternite siguen rigiendo cuando ya todo ha explotado aunque todavía detentemos la seguridad de un piso, un puto trabajo y una pensión prometida. ¿Qué teatro merece esta sociedad? Eso es lo que se pregunta esta obra, a lo que reacciona. Y lo hace con virulencia, durante larga media hora el escenario se transforma en otra cosa, en un reino donde la palabra no importa, donde el director y al arte son vilipendiados, arrasados, pateados.

Pura bomba escénica, eso es lo que se vivió ayer en Pradillo. El público, lógicamente, salió con la sensación de haber asistido a algo importante, a un evento que no tenía que ver con otro estrenito más. Era la primera función, ya solo queda la de hoy, tras estas dos funciones viene la nada.

No se trata de ser prescriptor de nada, ni apuntar que ayer vivimos el nuevo Accions del siglo XXI. Sobre todo, porque no sería justo ni recomendable entender la escena como una repetición cíclica de lo nuevo en la que además, cuando hay un cambio, no podemos ponerle el antecedente que creemos explica algo cuando realmente no lo hace.

No sé qué vida podrá tener este colectivo, que parece frágil y sin muchos asideros. Ayer, además, se vio una primera función, desajustada, incipiente. Pero caray, qué gusto volver a sentir que la butaca es un espacio de peligro donde el primer cuestionado eres tú, qué gusto saber que esto no ha acabado, que, a pesar de las instituciones, las redes, los programadores y los periodistas como el que escribe, está la calle, llena de vida. Y que al final, aunque nos empeñemos en compartimentar todo como agrimensores de la nada, como profesionales de la taxonomía inane, la periferia vendrá y lo arrasará todo.

 

 

 

 

 

 

 

 

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