Momento de la pieza, Emilio Tomé muestra el cuadro de Van der Weiden al público
DESCENDIMIENTO (obra estrenada en abril 2021 en el Teatro de la Abadía).
Me estoy cayendo pa’ arriba
Mami dame la bendición
Que aunque no consiga nada
Mami tuve mucha ambición
La calle está mala
Necesita medicación
Yo no le temía a nada
Pero ahora le temo a perderlo to’
Ready pa morir, a.d.r.o.m.i.c.f.m.s. 2, Yung Beef, 2015
Todos somos jesucristos perdidos, por las calles, por los montes, por los campos. Solos, muertos y clamando a la madre.
La última vez que Marquerie subió un trabajo a escena fue en 2014, “Entre las luces y las sombras. Libertad” estrenada en La Casa Encendida. A partir de ahí, varios años haciendo luces para otros, dramaturgias y puestas en escena para Rocío Molina (“Caída del cielo”, 2016 y “Grito Pelao” 2018), la apertura y el cierre de un proceso agotador, ilusionante y frustrante a partes iguales como fue la segunda época del Teatro Pradillo (del 2012 al 2015); la gestión desde Pradillo con el CDN y el Reina Sofía del ciclo EL LUGAR SIN LÍMITES, ciclo vital para la comprensión de lo público y también acabado en falso; el proyecto de intentar dirigir Matadero y quedarse en la última fase del proceso de selección… Años, en definitiva, viendo cómo seguían cayendo tiempo y cansancio. Siete años sin estrenar, pensando qué hacer y desde dónde.
La primera vez que entrevisté a Marquerie, allá por el 2000, para el estreno de “Lucrecia o el escarabajo disiente” en la Cuarta Pared (tremendos Marisa Amor, Carlos Fernández, Juan Loriente, Montse Penela, Gonzalo Cunill y Nekane Santamaría), ya hablaba de un corredor de fondo, no sabía bien lo que decía, acerté desde la ignorancia. Nunca me imaginé lo que iban a ser estos más de veinte años, nunca me imaginé en la capilla de la Abadía en el año 2021 asistiendo a la obra de la que trata este texto. Los espectadores hacemos la carga del creador, sumada a la propia, nuestra. En cierto modo, relativamente. Pero todo suma, o se acumula. Perdón por la introducción pero en esta obra de muerte y soledad lo que reina es el tiempo.
No es baladí que sea la primera vez que Marquerie lleva a escena un texto de otra persona desde 1996, años que estrenó “El ignorante y el demente” de Thomas Bernhard. Hasta 1996 Marquerie había trabajado con textos de otros, “El hundimiento del Titanic” de Enzensberger, “Paisajes y voz. Historia de un árbol” o “Los hombres de piedra” de Fernández Lera, “Medeamaterial” de Heiner Muller, “Última toma” de Leopoldo Alas… Años ochenta y noventa que se rompen con el estreno de “El rey de los animales es idiota” en el Festival de Otoño de 1997. Obra de texto confesional que revolucionó la escena en nuestra geografía, donde nace un teatro sin personajes, donde “los textos centrales, tratados con un respeto casi reverencial, se dicen con extremo cuidado, a menudo de manera íntegra por largos que puedan ser, pero no se representan. Las palabras suceden en el espacio, junto a las acciones físicas, los cuerpos desnudos, los dibujos, la música o las proyecciones; es decir, el teatro no se utiliza para representar textos, sino para crear momentos que rechazan otra justificación que no sea su misma ocurrencia, su estar-ahí, como los mismos cuerpos, las acciones o las proyecciones; un texto no se modifica en función del resto de la obra, porque tiene una entidad en sí mismo que lo justifica. La acción, el cuerpo, la imagen o la reflexión se construyen en escena, frente a la mirada del público, creciendo sobre una dinámica propia, y sin que unos acudan en explicación de otros” (Oscar Cornago, “Lucas Cranach: Las resistencias del cuerpo”, 2005). Ahí encuentra Maquerie un sitio desde donde poder trabajar y, con la evolución propia de un creador y con las diferencias propias de cada trabajo, será desde ahí de donde surjan las creaciones que le han llevado hasta este estreno de “Descendimiento”. Ocho creaciones en las que Marquerie trabaja la escena, el cuerpo y la imagen con textos escritos por él, siempre confesionales y poéticos, reflexivos e íntimos. Siempre en un teatro no ficcional, no representativo y donde los elementos conviven sin jerarquías.
Me permito un pequeño meandro. Ahora, releyendo el “El rey de los animales es idiota” me encontré este texto dicho por Carlos Fernández que creo viene a colación: “Me obsesiona el paso del tiempo, tengo la continua y jodida sensación de que se me acaba; se me escapa entre los dedos. Por las noches al meterme en la cama entrelazo las manos con fuerza y miro las ranuras entre los dedos: de qué jodida manera, me digo, impediré que por aquí se esfume mi tiempo. Absurdo, pero es una sensación física: dedos gordos y el jodido tiempo me palpa las manos, se infiltra y abre surco, imparable. Cómo me jode”.
Señalar también el cambio que supone “2004 (tres paisajes, tres retratos y una naturaleza muerta)”. Ahí su teatro vira: “Ya no hay carreras, gritos, bailes y descontrol, sino que todo está medido en su ejecución, cada paisaje, retrato o imagen se sucede con tranquila parsimonia, construidos a la vista del público, como siempre, pero diferente por la eliminación de excesos, ironías o humor”, dice Cornago en el mismo texto mencionado antes. Ahí comienza en el trabajo este creador madrileño una etapa que en su momento la denominé como “teatro del silencio”. Un teatro donde al igual que en la poesía del silencio la escena se vuelve milimétrica, sagrada, en pos de lo inasible, de aquello que no podemos nombrar. Marquerie busca una escena que se quiere esencial y tensa, depurada y concisa. Misma búsqueda que la compañera de barco en “Descendimiento”, la poeta Ada Salas, representante de la poesía del silencio. Me imagino la sensación de pertenencia que tuvo que sentir Marquerie al leer el libro de Salas. Ese encuentro fue el que posibilitó a Marquerie volver a levantar una obra.
“Descendimiento”, el libro de Salas publicado en 2019, posa su mirada en el cuadro de Van der Weiden colgado en el Museo del Prado, un poemario que habla de la belleza y la muerte, de la soledad y la angustia, del paso del tiempo. El teatro de Marquerie surge desde una concepción plástica. No en balde su compañía se llama como otro de los pintores europeos esenciales del XV, Lucas Cranach. Los hilos transmisores de ese encuentro son múltiples. En aquel momento de concepción del proyecto Marquerie, sobre todo, me hablaba de dos cosas: de los paños del cuadro y del Misterio de Elche. Yo, claro, no entendía nada.
Muchas veces son esos imponderables, esos encuentros no planeados, los que hacen posible la creación. Imponderable al que se sumaría algo más mundano pero también vital: la ayuda de producción del Teatro de la Abadía, propuesta personal de su director Carlos Aladro que quiere encuadrarse en una apuesta por la presencia de un teatro de investigación hasta ahora no presente en la Abadía. Veremos. Una ayuda que ha permitido que esta creación se cociese lentamente y con los medios necesarios. Algo que este creador de un teatro artesanal y de investigación necesitaba y que, desgraciadamente, en otras creaciones no ha podido tener. Una producción que ha permitido, entre otras cosas, la conformación de un equipo medido (con la suma multiplicadora de Niño de Elche), la búsqueda espacial esencial en este montaje; y la potenciación de elementos como la música (como en ningún otro montaje de Marquerie) o el vestuario.
ESTO NO ES MAELSTRÖM, SINO UNA ORGANZA DE SEDA ALMIDONADA
No es circular y en espiral el descendimiento de esta obra, es vertical, geométrico, como la cúpula de esta antigua iglesia de la Sagrada Familia que rebautizaron para las tablas con el nombre de San Juan de la Cruz. Otra coincidencia, dicen que San Juan es nuestro primer poeta del silencio, otro encuentro que se plasmó en ese dodecágono regular de la planta de la cúpula de la capilla bajo el cual ocurre la obra. Cúpula donde Marquerie, muy conscientemente, alberga no solo la escena sino también las gradas.
Allí, con todos inmersos, actores y público, comienza la obra con una declaración de estética sintética y que además convoca también a la poeta Ada Salas: un magnetófono va descendiendo en vertical desde lo más alto de la cúpula. El publico va oyendo la voz de Salas en caída, desde la atura hasta más abajo del escenario. Se abre una trampilla en el suelo de la escena, su voz desciende y desaparece. Ese recorrido de la voz, con la mirada de público puesta en la arquitectura, con la voz de Salas que se acerca en descenso y se aleja del mismo modo, es uno de los comienzos más precisos que uno haya presenciado.
A partir de ahí comienza una primera parte de la obra donde los poemas serán dichos con nitidez y pausa por Fernanda Orazi, Emilio Tomé y Lola Jiménez. La escena todavía esta apegada al presente, en vestuario y limpieza. Es una escena todavía no acumulada. Los poemas de Salas nos van sumergiendo en el cuadro de Van der Weiden. En escena, los músicos Clara Gallardo y Joaquín Sánchez van acompañando el viento de la obra.
En un momento dado los intérpretes sujetan un enorme paño de seda almidonada a unos mosquetones, el paño asciende con una geometría que rompe el dodecágono, todo son pliegues y luz. Tomé dice: “De repente el dolor. Estamos todos muertos. Ninguno de nosotros ya es una persona”. Ahí la escena sufre su primera fisura en tiempo y realidad. Desaparecen las personas en escena, surgen los cuerpos. Aparece Lola Jiménez en un riguroso traje negro, antes parecía que también su vestuario era casual, de calle, ahora comprendemos que está muerta, fuera del tiempo. Su trabajo corporal, mínimo en esta parte, se emparenta al butoh, a una danza de lo otro. Tomé la cubre con un sudario, queda muerta en escena, bajo ese gran paño que no sabemos qué es, que se entrelaza con los trajes del cuadro pero es otra cosa, otro sudario quizá. Muerte bajo muerte reflejada. La cabeza de Jimenez se cubre con vegetación muerta, ahora sí reina el silencio en escena. Puro, sobrecogedor. Tan solo los sollozos de Orazi lo rompen. Se acerca Niño de Elche y grita, o canta. Un grito imponente que, ahora sí, fisura toda la obra, que rompe toda distancia con el respetable. Ese grito, aullido de responso ante la muerte, sonó en un Madrid de abril del 2021, el estremecimiento de todos los que ahí estaban ante el presente que estamos viviendo, donde la muerte en soledad sobrevuela como un grajo, aun con terrazas llenas o vacías, era palpable, inmasticable. La distancia que el ciudadano cosmopolita del XXI puede tener con la representación sacra de la muerte del siglo XV acababa de saltar por los aires. El discurso de la pieza se hace nítido y cercano, ya sabemos todos de lo que estamos hablando, de porqué hemos sido convocados. La organza de seda almidonada, que es manipulada a mano como si de un títere se tratara por Marquerie, está baja, pesa, no deja aire, pero se mueve. Se nos escapa qué quiere decir ese movimiento, sus pliegues, su luz.
Momento de la pieza, Lola Jiménez baila.
Los poemas de Ada Salas seguirán cayendo en palíndromo sobre la escena, la muerte como una escenificación del arrepentimiento, el amor como una bestia de fauces que rezuman sangre… no hay descanso, se sigue descendiendo, estamos en un mundo natural, de carne y descomposición imparable, fuera quedó la lógica como posible asidero, su renio es otro, lo abstracto no tiene cabida. Salas no para, no ceja, la palabra sigue nombrando, sin contemplaciones, sin regalías. Tan solo el canto al dolor de Niño de Elche hará que la gran tela se eleve, que haya aire en escena. Una pequeña veta queda abierta de comunión, de elevación, de trascendencia, de duelo… Así, inconclusa, queda esta primera parte, la escena se para, ese símbolo inhumano de paño almidonado se retira. Al igual que en el poemario de Salas (dividido en exactamente en su mitad) comienza la segunda parte: Oratorio.
EL MISTERIO DE ELCHE INVERTIDO
“El oratorio es un género musical dramático sin puesta en escena, ni vestuario, ni decorados. Compuesto generalmente para voces solistas, coro y orquesta sinfónica, a veces con un narrador, su tema es frecuentemente religioso”, dice Wilkipedia. Dicen que es precursor de la ópera. Sus orígenes también son del siglo XV, bueno del XVI. Al igual que el Misterio de Elche, esa coronación de la Virgen María que tiene lugar cada 14 y 15 de agosto y aunque sea elevación está inscrita en el origen de esta pieza. Estamos metidos en el ultimo tercio del siglo XV, comienzos del XVI: Van der Weiden, Cranach, Elche, el oratorio… Sabemos de los oratorios del barroco o el clasicismo, de Haydn, de Bach, de las grandes pasiones. Pero todo resuena a algo anterior, primero.
Ada Salas compone un oratorio donde los personajes del cuadro, la Magdalena, Jesús, María, Nicodemo, José de Arimatea, Juan, el criado o María Salomé toman la palabra. Es esta parte menos reflexiva, más carnal, incluso sexual, de bulbos, verdes turgentes, de granadas, labios y lenguas. Donde María y Jesús se casi tocan en una misma membrana no rota, donde la Magdalena se revuelve y quiere transcender la muerte, donde todos dicen a coro: el mundo/se bifurca en tiempo/se desgaja. Sin parar/de nacerse una muerte/tras otra y luego otra/en este huir de si”.
Momento de la pieza, descendimiento del Cristo, Niño de Elche canta una saeta.
Marquerie comienza esta segunda parte con el descendimiento del Cristo de lo alto de la cúpula de la Abadía. Muñeco construido por él mismo y que acabará posándose en una pietà a tres con otros dos muñecos, Maria y Magdalena. Aparecen los actores vestidos con grandes levitas hasta el suelo que recuerda a los paños pintados de Weiden (“El lino de la muerte/cubre/a todas las mujeres”, dice el coro en un momento del oratorio de Salas). Tiene su cierta sorna que cuando se aborda un género que se distingue por la no escenificación y la ausencia del vestuario, Marqueríe decida vestir con estas grandes levitas los cuerpos de Tomé, Orazi y Jiménez. A parte del retruécano, cabe destacar lo acertado de este movimiento y cómo Cecilia Molano consigue con este gesto mínimo una traslación de la escena eficaz para este oratorio que acabará en viaje.
El descendimiento del Cristo es también, al igual que el comienzo de la obra, nítido y sintético. Es extraño ver lo compositivo de los comienzos y finales de esta obra en el teatro de Marquerie. Un teatro donde en anteriores piezas los comienzos eran surcos tranquilos donde entrar poco a poco en la obra y los finales, a veces, voluntariamente inacabados. Y se agradecen. Aunque quizá esos truenos proyectados en la cúpula a uno se le escapen y lo saquen del equilibrio ilustrativo que mantiene toda la obra.
Cristo desciende a mano, manipulado por Marquerie. Niño de Elche comienza a cantar una saeta impoluta. Dice en voz de Nicodemo: “Hombre hijo de Dios por qué quieres/enterrarte en el barro/qué imán/te lleva hacia la tierra./Responde qué hay de noble en/la soledad qué hay de sagrado/en/el sufrimiento/qué de hermoso en la muerte”.
Queda así clara la apuesta compositiva de esta segunda parte donde reinará la música y el muñeco. Acompañados por una composición de viento (flauta y clarinete) esta parte estará atravesada por la composición musical y escénica del Niño de Elche.
Quepa reseñar aquí la enormidad de su trabajo en esta obra y la que lleva haciendo ya durante años, sea en solitario o en colaboración. Su atrevimiento y su obsesión de estudio. Óiganse si no lo hicieron ya su “Antología del cante flamenco heterodoxo”, 2018. Y no se pierdan un documental que va a salir dentro de bien poco: “Canto cósmico”, realizado por Marc Sempere y Leire Apellaniz que en breve distribuirá Márgenes.
A parte de la saeta mencionada y de una enorme soleá que ilumina la noche, la apuesta de El Niño de Elche es voluntariamente contemporánea. Ya la soléá, reconocible para el espectador, es acompañada por una percusión de las teclas de la flauta y el clarinete fragmentada y sugerente. Es increíble lo que hace Niño de Elche, cómo, con toda la tradición vanguardista de la música contemporánea que tiene en ese cabezón metida, compone un oratorio donde la voz es tan solo viento, viento orgánico donde importa la fuente igual que el eco.
Momento de la pieza, Niño de Elche.
En cierto modo, Niño de Elche canta a las Marías y el Cristo que Marquerie va manipulando en escena. En cierto modo, las Marías y Cristo van moviéndose al compás de esos cantos, reaccionando en dolor y suplica. Los actores, a su vez, van accionando el cuerpo bajo esos mantos, incluso atreviéndose a accionar como si fueran ellos también muñecos (“quién/nos hizo personas de este drama. Un poco/ de piedad (…)” dice el poemario de Salas). Uno de los subtextos de esta obra es el tratamiento del cuerpo y el movimiento, dirigido por la coreógrafa Elena Córdoba. Ni un escorzo, ningún movimiento acabado, fijado, se trabaja en un “sucio”, en un “esquisse” continuado del abrazo que es lucha, de la caída que es revuelta, del cuerpo ensimismado.
Entra la obra, con este fondo, en un ritual femenino, reinan la Virgen y María Magdalena encarnados en los cantos de Niño de Elche que parece transubtanciado. Marquerie acciona esos muñecos sin carne, construidos con tendones de movimiento dramático, trágico. El muñeco de Maria Magdalena acaricia al Niño de Elche, único momento de esperanza de la obra donde el acercamiento negado por Salas se hace plausible en escena, aunque sea entre dos mundos separados e imaginarios: el del muñeco y el eco.
Es esta parte, increíblemente sostenida por el canto y la composición instrumental creada ex profeso, la “representación” del llanto, del duelo, de la soledad hecha dolor ante el que se ha ido. Pero Marquerie decide acabar esa liturgia en rojo, romperla y que la obra acabe en viaje descendente y esta vez sí, circular. Construye así un epilogo en el que ya no hay altura, donde los cuerpos giran, donde desaparece el dodecágono, donde no hay cúpula, sino más bien un sumidero. Jodido final, agobiante y onírico, donde la tela en rojo viste el espacio.
Momento de la pieza, en escena Marqueire, Orazi, Tomé, Niño de Elche y Gallardo.
Queda inserta esta nueva obra de Marquerie con claro hilo conector al resto de su trayectoria, en imágenes, en universo, en temática. Y, al mismo tiempo, es obra de rupturas y cambios. La inclusión de la música, muy influenciada por el flamenco, como otro instrumento con igual presencia que el cuerpo, la palabra o la imagen. La inclusión de otras maneras de decir, sumando la claridad de la línea en Orazi, por ejemplo. El abandono del texto propio y confesional que permite una mayor distancia y por lo tanto una resolución compositiva más cerrada. Y, sobre todo, un nuevo equilibrio entre palabra, cuerpo, acción, música y espacio donde todos son instrumentos para la creación, sin jerarquía, independientes, pero dejando que se crucen en todo momento y se resignifiquen.
Queda igualmente esta obra inscrita en su tiempo, con una manera de mirar que sabe recoger lo trascendente en otras épocas exclusivo del ámbito religioso. Se apoya Marquerie en la visión y universo de Salas, universo que se enfrenta con la visión penitente y resignada que tiene la Iglesia del hombre, que quiere vivir ese cuadro volviendo al principio, dando por acabado el “banquete” semántico de la religión, llevándolo a un terreno previo, esencial, donde no existen los dioses. Ahí Marquerie incide y bucea entre las telas del cuadro, haciéndonos vislumbrar lo esencial de ese sentimiento, ya despojado de iconografía, o mismamente resignificando esa iconografía. Queda esta obra resonando en un abril lóbrego, en una época que nos ha enseñado los dientes, que nos deja con “unas tristes ramitas/ya polvo/entre las manos”, como dice bajito Lola Jimenez en un momento de la obra.
PD: Se me quedó fuera un paralela reflexión sobre este montaje, bueno dos. Primera: Señalar los aplausos entregados del público y el silencio mayúsculo durante la obra en las representaciones que pude ver. Segundo: No sé hasta dónde girará este espectáculo construido para la cúpula de la Abadía. Espero que sí lo haga. Y la verdad, cuenta con un director, Carlos, capaz para adaptar el montaje. Veremos. Y última: Destacar el trabajo de Tomé, la precisión en el decir, el dominio del espacio, el equilibrio entre proyección e intimidad. Con Marquerie ya le vimos en “2004…” hace 17 años, nada menos, sosteniendo tiempo y palabra. Su periplo por otros autores y obras como actor lo han forjado, robustecido, mejorado. Es un placer verlo.
Pablo Caruana
Detalle de “El descendimiento” de Van der Weiden (mano de María).