Jesús Ubera (Córdoba, 1971), ha publicado esta semana en la sección de Opinión de El País una serie fotográfica que el periódico ha titulado “Tiempo detenido”. Se ha publicado durante seis días dentro de una “sección” bautizada como “Exposición” y por la que han pasado fotógrafos como Chema Madoz, Hanna Jarzabek Xurxo Lobato, Matias Costa, Jordi Socias, Marisa Florez o Orietta Geraldin. Tan solo sale el nombre del fotógrafo, la localización de la imagen y el título de la serie. Se publica junto al Editorial del periódico, las cartas al director y una columna de un peso pesado de la intelectualidad hispana: Sampedro, Vidal-Folch, etc.
El resumen de la Exposción puede verse aquí.
Las imágenes recogen espacios públicos vacíos donde vemos sillas que convocan. Espacios asépticos donde no queda rastro de quienes por allí pasaron, tan solo se intuye a una flota de limpiadoras que pasan y limpian para dejar todo otra vez impoluto para el uso. Las imágenes, lógicamente, hoy tienen una significación imposible de despegar del confinamiento en el que estamos todos. Pero Jesús publicó poco a poco estas fotos cuando fue haciéndolas, hace ya tiempo. Y me acuerdo del rastro de reflexiones que me fueron provocando. Las publicó junto a otras donde salían espacios de Madrid devastados y sobre esa devastación otra vez habitados por los innombrables de esta sociedad, ese grupúsculo entre el homeless y el yonkie que a nadie importa. Las fotos ya no están publicadas.
Y me acuerdo de que por aquel entonces pensé qué querían decir estas imágenes, raras en Jesús, propias de un conceptualismo estructural que Jesús no solía transitar. Pero bueno, quienes hayamos seguido el blog de este fotógrafo ya estamos curados de espanto, en el buen sentido. Jesús, algo más que inusual dentro de la profesión, se “atreve” a publicar lo que va investigando, no espera a tener la decantación perfecta que dirija su obra, su línea “profesional”, Jesús en esto siempre ha sido un tanto “punkie”, y claro esto despista. Despista alguno de sus experimentos técnicos, de sus bandazos, de sus inmersiones transitorias… Y me acuerdo de que, en un principio, así me leí estas fotos. Fotos de paisajes muertos, donde no existe el trazo humano, no hay rastro… Mucha de la fotografía de comienzos del siglo XXI, y de la de ahora, hace una categoría de esto mismo, luego lo llenan de fantasía reflexiva arquitectual y lo venden. La fotografía de Jesús siempre luchó contra esto, aunque algunas fotos y fotógrafos de esta índole lo atraían, algo veía en ciertas imágenes… Luego, con sorna, decía: “yo no tengo estudios, esto es para la gente que sabe bien luego sustentarlo con argumentación pesada”.
Y ahora, llegan estas fotos solas, puestas en estas páginas del periódico más vendido del país, en su pertrecho más intelectual y elegante. Y llegan con una lectura unívoca, colgadas en este tiempo de espera, de lapso. Y creo que se revuelven de esa lectura… Creo que siguen también transmitiendo otros latidos, otras significaciones. Esas sillas ahí hablan de lo que no está, de lo que no pasa, y también habla de cómo pasa, de cómo va a pasar. Habla de una sociedad ordenada donde se estructura cómo vamos a poder reunirnos, estudiar, habitar los espacios comunes. No son plazas, no son mesas de bar, son pruebas fehacientes de cómo el Estado nos organiza. La simetría de la foto del metro de Madrid, más allá de lo que hoy provoca en el lector del periódico, parece hablar de otra cosa, de cómo uno se reconoce en sus paisajes cotidianos y cómo en ese reconocimiento desaparecemos como personas, incluso como reflejo.
La yaga política de la imagen de la Basílica Hispanoamericana Nuestra Señora de la Merced es expansiva. Esa iglesia justamente situada en las traseras de El Corte Inglés de Castellana, en su flanco setentón de la Calle Orense, habla de un pasado, de cómo el españolito se reunía antes de 78 ( en una lectura contemporánea) y también de cómo nuestra manera de reunirnos -política o socialmente- está sustentada, cargada de sacristía. Y llama la atención de que posiblemente es la foto más viva de la serie. Con esa silla verde, más cómoda, en la que uno enseguida se imagina una sotana que ahora será pantalón negro. Es la foto que más se acerca a la reunión, a la charla, al intercambio de ideas… Pero también uno sabe que es allí donde la iglesia realiza su labor catecúmena, es decir, su labor de adoctrinamiento primero. De ahí venimos los españoles, de esas salas donde se nos dijo qué era pecado, quien era reprobable, cómo ser incluido…
Qué decir de la reunión del Mindfulness en un hotel de Torrejón que Jesús decide presentar con el grado menor de ornamento, ni en luz ni en encuadre (¡Por Dios, fíjense en esa cortina!); qué de ese colorido lugar para menores en el que Ubera muestra el entresijo mecánico que hay bajo la mesa…
Acaba Jesús la serie con el paisaje más multitudinario: una sala de narcóticos anónimos en los Jerónimos de Madrid. Y la serie comienza a hablar, a mostrar su vena de sustrato social dolido, uno no puede dejar de imaginarse al fotógrafo recorriendo un Madrid desubicado, donde también tiene cada imagen un valor de autorretrato emocional. Ya no están, como decía, las personas devastadas y con una dignidad irredenta que Jesús sabe bien retratar y que un día acompañaron a estas fotos, ahora todo queda en subtexto… Pero la decantación creo que es poderosa, que abre camino propio, lejos del manierismo y el conceptualismo de galeria. Quizá al que escribe le guste más el Jesús aluvión, donde todo se junta y habla. Pero hoy pienso que lo que me gusta es ir acompañándolo como espectador, donde uno va viendo el aluvión, la primera idea, las ideas subsiguientes y las que se cruzan; y luego, con el tiempo, posibles decantaciones como esta.
Y también uno flipa con la resignificación de estas imágenes en un Madrid sitiado que nos hablan de dónde estarán ahora esos niños maltratados, esos yonkies que intentan no serlo y se reinsertan a pedazos soñando hacerlo algún día completamente. Que nos hablan cómo en estos tiempos de enclaustramiento nos vendrán los adoctrinamientos en lejanía, de cómo una generación de estudiantes está comenzando a estudiar de otra manera a golpes… Nos habla de una sociedad adicta, perdida, maltratada, desubicada, desaparecida. Malraux hablaba siempre de la capacidad de mutación en el arte, de cómo, por ejemplo, vemos hoy las cariátides griegas, toda la escultura de las épocas antiguas, en ese color piedra gris o blanco donde el paso del tiempo se hace visible frente a como la ejecutaron sus artistas en el que las estatuas siempre fueron polícromas. Ese el juego del fotógrafo que más me llama la atención, el cómo tiene que ir revistando todas las imágenes que va captando, que un día hizo con cierta intención, y cómo va viendo que poco a poco van mutando. El fotógrafo en su cuarto, con sus imágenes impresas, agrupándolas, reagrupándolas, mirándolas, viendo cómo cambian, cómo mutan unas con otras.
Hablando estos días con Ubera, Jesús me pasó una foto que bien podría estar en esta serie y que en cierto modo la destroza, la contradice y creo que la enriquece… Me permito publicarla aquí aunque no tenga derecho alguno a hacerlo. La imagen creo que redondea la visión política de la serie… El diálogo entre lo habitado y lo usado, entre lo ordenado estatalmente y lo paralelo, entre el rastro y la desaparición del ser humano: