ESTILO ANTIGUO / ANTIGUA USANZA

Sala Francisco Nieva, Teatro Valle-Inclán. Madrid. Del 26 febrero al 5 de abril de 2020. A las 18h.

Hace mucho que no asistía a una homilía beckettiana. Me acerqué al Valle-Inclán de Madrid con esa pregunta en la cabeza: ¿ahora un Beckett? No había ya pasado por él, ¿ahora? Estreno, seis de la tarde, con una platea trufada de profesionales de la cosa. En escena, Fernanda Orazi y Francesco Carril , en la dirección Pablo Messiez.

Pero antes de reflexionar sobre la obra valgan algunas diatribas.

Tuve la sensación de que en el estreno se alienaban astros, se juntaban años, trayectorias. Me imagino que pasa siempre con este autor, el gran autor de la segunda mitad del siglo XX. Un hijo de puta sobrio, afilado, de verbo duro, de fondo abisal y que, en cierto modo, sigue teniendo la capacidad de engullir significados y épocas provocando eso mismo: que asistir a un buen montaje suyo, y éste lo era, provoque una reflexión amplia, reflexión personal (vamos envejeciendo), teatral y epistemológica.

Y pensaba en Orazi que con este montaje entraba dentro de esa línea de actrices que han sido Winnies. Pensaba en un cercano montaje de Salva Bolta con Isabel Ordaz, en un más lejano y más seco del Canto de la Cabra con Elisa Gálvez; en aquella gran actriz, Rosa Novel, dirigida por Sinisterra en el 83 (ella dirigiría esta misma obra en el 2003); o en la primera españolita de todas: la gran Maruchi Fresno en el 63 agarrada al teatro universitario y, me imagino, no lo vi, con ese toque de cine de Orduña que nunca pudo o quiso quitarse. Pero, sobre todo, me acuerdo de un estreno en el 2003 en el IV Festival Internacional de Buenos Aires con una muy grande, Marilú Manini. En esa misma edición Orazi estrenaba una obra de Ciro Zorzoli que luego llegaría a España, vía Cádiz, y dejaría a esta actriz ya aquí con un pie anclada: “Ars Higienica”. Una, la primera, actuaba en la Avenida Corrientes, en el Teatro San Martín, otra, Fernanda, en la Calle Humahuaca en el Teatro del Abasto. Y entre estas calles, en esa misa edición, corría de un lado a otro un joven Messiez como parte de la organización del Festival.

De izq a dcha y de arriba a abajo: Elisa Galvez, Isabel Ordaz, Maruchi Fresno, Marilú Manini y Rosa Novel.

Han pasado 17 años de ese estreno en la Avenida Corrientes hasta este. Muchas cosas (o pocas, según se vea) le han pasado al teatro, muchas, eso sí, a Messiez y Orazi. Orazi, que el otro día decía emocionada, “es el papel que más me ha costado y el que más he trabajado”, ya está en esa línea de Winnies que comenzó con otra pequeñita pero grande: Ruth White. Actriz que por primera vez hizo ese papel en el 61 en Nueva York. Al mismo tiempo rodaba la película “Matar a un ruiseñor”, con este estreno, dirigido por el propio Beckett, se ganó un Odie.. En el 68 se ganaría un Toni por “La fiesta de cumpleaños” de Pinter. Ahí es nada.

Bueno, ya basta de parecer Ordoñez, factotum de la crónica documentada venido a menos con la aparición de Google.

UN SOLAR

El montaje está lleno de aciertos y quería comentar alguno de ellos. Se estrenó en la pequeña sala F. Nieva del CDN. Me imagino que irá cogiendo más peso con las funciones pero el día del estreno ya estaba presente el metrónomo, la precisión exacta sin la que Beckett desaparece. Estará en cartel hasta principios de abril.

El texto de la obra comienza así: “Extensión de hierba reseca que se eleva en el centro en forma de pequeño montículo. Pendientes suaves caen hacia ambos lados del escenario y hacia el proscenio. Corte brusco en la parte posterior hasta el nivel del suelo. Simetría y sencillez máximas. Luz cegadora. Telón de fondo, <trompe-l’oeil>, muy convencional, que representa un cielo sin nubes y una planicie desnuda encontrándose con el horizonte. Enterrada hasta más arriba de la cintura y en el mismo cetro del montículo: Winnie. Mujer regordeta de unos cincuenta años, bien conservada, preferentemente rubia, brazos y hombros desnudos, corpiño muy escotado, senos abundantes, collar de perlas. Aparece dormida, con los brazos apoyados en el suelo y la cabeza sobre los brazos. A su lado, a la izquierda, una bolsa de compras negra, a su derecha una sombrilla plegable, plegada, la punta del mango asomando por la funda”.

La traslación de estos apuntes al espacio escénico (Elisa Sanz) me parece uno de los grandes aciertos de este montaje que permiten a la obra reforzarse, asentarse y coger vuelo. La elección de los cascotes urbanos en vez del páramo descrito por Beckett no puede ser, una vez visto, más obvia. Nada será lo mismo después de “La carretera” de Cormac McCarthy. Ahora, viendo montículos de montajes anteriores salta a la vista la diferencia, lo absurdo de llevar este páramo a algo de diseño o la menor fuerza del montículo de tierra. La capacidad de significación de ese derrumbe que aportan los cascotes con sus tubos de polímero asomando es muy poderosa. A esto se une el cielo oblicuo que cuelga como “espejo lago” y que está presidido por tres soles (dibujos de Carlos Marquerie) que pudiera llevar el espacio hacia la ciencia ficción o a la traslación temporal del astro. Me quedo con esta última interpretación ya que durante todo el montaje el espacio se concentrará en trasmitir el paso de un tiempo sordo y pesado que irá haciendo con Orazi la dramaturgia de esta obra sin trama y con mínimo movimiento  Ese espacio está alimentado por las luces de Marquerie y la animación del cielo creada por David Benito.  De la luz solar cegadora, amarilla, del principio iremos viendo como el espacio se va transformando hacia el rojo del atardecer que irá pasando por el amaranto, el carmesí, el escarlata o el borgoña para acabar en un infernal rojo sangre existencial y sartriano. Esa luz, que va siendo acompañada por un constante cambio sin movimiento en el dibujo del cielo (píllese la buena metáfora) va acompañando el viaje hacia los infiernos de Winnie, acompañando su derrumbe y su angustia. El peso del tiempo se hace presente en escena, un peso que apoya ese cielo que pareciera que también va a enterrar a Winnie, que fuera a aplastarla como una prensa de un cementerio de coches.

Y ese espacio habitan Orazi y Carril. Carril deambula, grita, se esconde. Orazi se carga a las espaldas a Winnie e intenta hacer que en este trabajo conjuguen años de trabajo que ya son sabiduría. Consigue dotar a Winnie de una expresividad que el personaje necesita, consigue darle una dicción y una rapidez al texto que muy pocas veces uno ve desde platea, consigue, sobre todo, que cada palabra, cada frase entrecortada, esté pasada por la comprensión de lo que Chomsky llamaba la estructura profunda de la semántica del texto. En ningún momento Orazi tira texto, sino que lo agarra a una significación aprehendida en su mente y esto le permite ir llenando de matices a Winnie. Sorprende la capacidad de como, con una rapidez pasmosa, con un gesto, con un cambio de voz, con un cambio de energía, va pasando, saltando, cabalgando del humor al derrumbe, de lo centrífugo al íntimo desgarro, de “estar hacia fuera” a inhalar cada palabra. Sin soltar nunca el metrónomo. Sin dejar que esta obra, tan fácil que decaiga en algún pasaje, se permita el más mínimo desliz. Me imagino que el trabajo binomio entre Messiez y Orazzi ha sido delicado y gozoso al mismo tiempo. Eso se transmite en escena. Para que pase lo que pasa en este montaje, esa naturalidad, esa rapidez y capacidad de registros que van insertándose en la partitura de Beckett, es necesario que se dé esa relación algebraica entre dirección e interpretación. Impresionante estreno que me imagino que con las funciones irá asentándose, cogiendo más sitio y peso, menos ligereza, aunque pierda en ritmo.

Ni que decir tiene que la decisión de llevar al argentino la obra es necesaria, buena. Habrá que dar las gracias a la sacerdotisa/traductora Antonia Rodriguez Gago (presente en el estreno) que lo permitió. Cuando Orazi repetía esa letanía que recorre el texto “antigua usanza”, en vez de “estilo antiguo”, a mi me recorría por la piel una molestia muy gozosa.

La obra es impresionante cómo se agarra a este tiempo, cómo de repente coge sitio entre las vicisitudes y las “necesidades” de la escena actual y de nuestras vidas que van teniendo años. Como Beckett mira al ser humano, a la mujer, a la pareja, a los límites de nuestra existencia aunque la llenemos de tareas, de ornamentos o de finalidades. Sorprende cómo este texto entrecortado se erige frente a nosotros y nos dice que siempre fuimos memoria parcial y mentirosa  sumada a un presente que escapa de si mismo.

Ese timbre horrible que va acelerándose hacia el final. Ese horrible epitafio en el que ni la mirada de Willie a Winnie, ni incluso el volver a ser nombrada ya significan nada. Hijo de puta el Beckett. Hijo de puta. El espacio se convierte en un pasaje de Dune, el cielo en un gran gusano del desierto que va a tragarse a estos dos personajes, sin tener que hacer digestión, sin masticar, solo abriendo sus fauces.  Me recordaron mucho Winnie y Willie a mis padres. El silencio en el rincón, el verbo desenfrenado que tapa minutos, recuerdos, malos pensamientos. Huelga decir que cada vez me parezco más a ellos. Me acuerdo también de una frase de Beckett en algún libro perdido, el de Pavesas, creo. Algo así como “El ano es el final de la boca”.

 

 

 

 

 

 

 

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