El matemático y la puta
Texto de Oscar Cornago
Obra: Penwald 3
En el festival Lp, CCCB, Barcelona. 6 del 3 de2 2011
imagen David Ruano
El matemático y la puta
Empecemos por el comienzo: yo y mi cuerpo. Quiero decir: mi cuerpo y yo, tu cuerpo y yo. Sin embargo el comienzo fue irrelevante, era sólo una manera de empezar que no vale para comenzar esta historia.
Un cuerpo colocado en el espacio, Toni Orrico, tumbado boca abajo, las piernas juntas y los brazos hacia delante, en paralelo. En cada mano un lápiz de carboncillo. Eso no se sabía al comienzo, pero pronto el cuerpo empieza a moverse, el mecanismo se pone en movimiento, y van quedando los trazos de carboncillo al mover los brazos, de forma simétrica, dejando una huella en el suelo demasiado geométrica, demasiado para un cuerpo… convertido en circunferencias, rectas, elipses repetidas en círculo sobre un espacio cuadrado delimitado por un papel blanco de unos cuatro metros de lado. El cuadrilátero de una lucha con uno mismo, o sea, de uno mismo con el otro, con lo otro, yo y la máquina que llevo dentro.
Empecemos entonces por el final. Porque el punto de partida se va olvidando a medida que se descubre que aquello no va a cambiar, que va a suceder lo mismo una y otra vez, las mismas ocho circunferencias que forman el recorrido completo. Cumplida la primera vuelta, el ciclo vuelve a iniciarse. Y lo mismo después de la segunda y la tercera y la cuarta… Entonces se llega a olvidar cómo empezó todo aquello, y uno pone su esperanza en el final, en un final que dé un sentido a todas esas repeticiones, que cierre la historia por la manera de acabar, por el modo de concluir. Pero conforme avanza la obra, y todo sigue igual, repitiéndose lo mismo, que sin embargo se va haciendo distinto, se pierde esa posibilidad. Aunque todos sabemos que en algún momento tiene que acabar, esto llega a ser también irrelevante para esta historia, tan irrelevante como la forma de comenzar. Aunque mejor no perderse el momento, el momento de la detención… la máquina vencida por el final del espectáculo, qué rostro tendrá ese cuerpo exhausto, cómo mirará al público, cómo recibirá los aplausos… ¿habrá que aplaudir?
Lo que tenemos es eso que estamos viendo, lo que está entre medias, entre el principio y el final, lo más difícil de aprehender: un cuerpo boca abajo que va girando sobre el eje de la espalda, continuado a lo largo de la cabeza, que mira hacia el suelo. Con las piernas, de forma simétrica, se ayuda para ir desplazándose, de derecha a izquierda, en sentido contrario a las agujas del reloj. Hay un ritmo, el ritmo de la respiración, que lo guía todo (si pierde la respiración la máquina se avería), y en lo que dura cada inspiración los brazos realizan, también de manera simétrica, un movimiento distinto para cada uno de los ocho dibujos. En el suelo va quedando el dibujo que forman los lápices de carboncillo que lleva en cada mano, bien agarrados.
La impresión visual es como la de esos juegos de niños que con ayuda de unas plantillas circulares hacen dibujos geométricos. Se introduce el lápiz en uno de los orificios de la plantilla y al moverlas en círculo se va haciendo el dibujo.
Ahora tenemos un cuerpo-plantilla, una máquina de dibujar a través de una serie de movimientos que se repiten una y otra vez. La obra está ahí, la tenemos delante. ¿No la ves? ¿En los dibujos que van quedando en el suelo?
Algunos espectadores se mueven de sitio para tener otra perspectiva de los dibujos, del cuerpo haciendo dibujos. Pero esto tampoco vale de mucho, los dibujos son siempre los mismos y lo que está pasando es otra cosa. Al comienzo resultan llamativos, pero luego ya los conocemos hasta casi olvidarlos, como el comienzo y ese final que sabemos que tiene que llegar, pero no confiamos en él.
Sin principio, sin final, sin dibujos… la manera de estar del público se va modificando, su mirada, su modo de formar parte de lo que está pasando, de lo que le está pasando… por la cabeza, por el cuerpo. Algo empieza a ocurrir desde el momento en que unos abandonan la sala, otros se relajan, algunos se acercan a la barra del bar y otros cambian de lugar, sabiendo que ya no hay prisas, que no hay un final que esperar, que la obra es esa, que lo tenemos todo ahí delante y todo el tiempo del mundo para no saber lo que está pasando, lo que le está pasando a ese cuerpo; aunque también contamos con todo el tiempo del mundo para sentirlo, porque lo demás ya nos lo sabemos (el comienzo, el final, los dibujos), sólo queda seguir ahí para sentir su cuerpo, quiero decir, el tuyo, o lo que hay entre medias, más cansado, más constante, menos disperso, más vivo, más cerca?
Si no llevara esos lápices la obra estaría más vacía, no dejaría huella, pero lo fundamental seguiría siendo lo mismo,[1] lo que no tiene fundamento, lo que pasa entre medias, entre mi cuerpo y yo, o sea (estoy confundido) entre su cuerpo y yo, quiero decir, entre mi cuerpo y tú, en el transcurso de ese hacerse, de ese hacer lo mismo para que llegue a ser distinto. Voy a ser otro.
Los mismos gestos, los mismos movimientos, los mismos recorridos capaz de dar lugar (de dar espacio) a una geometría de la diferencia. Algo va pasando a medida que transcurre la obra, a medida que sabemos que lo que hay es eso, que no depende de la manera de comenzar ni del modo de terminar, ni siquiera de la huella que van dejando esos movimientos en el espacio en blanco, una huella que también se repite a sí misma; algo va pasando que escapa al orden de lo previsto, a la matemática del movimiento. Ese algo escapa también a la teoría del performance, a las reflexiones y más reflexiones acumuladas acerca del espacio, el tiempo, el hacer y el espectador. ¿Para qué valdrá tanta teoría si al final lo que tenemos es esto? Hay algo que se escapa, pero que nace de ahí, tiene que ver con la insistencia en un hacer que se agota en sí mismo; tiene que ver con la resistencia y con la poética de la voluntad, la voluntad de seguir haciendo; tiene que ver con el desafío al sentido y tiene que ver con ese plus de humanidad que nace paradójicamente de lo más maquinal, de ese cuerpo (respiración, cansancio, voluntad, ser) que comienza a escapar de la cuadrícula a medida que funciona el plan (el plan que va a dar lugar a la obra) sin dejar de cumplirlo meticulosamente con cada movimiento, con cada respiración. Hay algo tremendamente humano en esa extraña ejecución de lo mismo que nos remite a lo oscuro de la vida, a ese repertorio inconsciente de gestos, recorridos y movimientos ejecutados cada día como forma de sobrevivencia. ¿Cuál es la figura que dejan tus gestos?, siempre los mismos.
El matemático se quedó mirándola desde la cama mientras se vestía. Recordó la primera vez que estuvieron juntos y pensó que en esos veinte años esa persona apenas sabía nada de él, de su vida de matemático, de su capacidad para plantear y resolver ecuaciones, de su trabajo como investigador.
— ¿El domingo que viene a la misma hora? —, le preguntó.
El matemático asintió con la cabeza y notó cómo algo se le había ido escapando durante esos veinte años, cómo algo se le estaba escapando ahora. Y no lo entendía.
[1] Resulta interesante pensar que ese vacío suplementario que hubiera tenido la obra sin la mediación de los lápices, es decir, sin el trazo que estos iban dejando, hubiera sido un vacío de unos 46.000 euros, que parece que es el precio del dibujo resultante. No deja de ser paradójico el valor de los restos tanto en la historia como en el arte.