PASO A PASO, VAS VIENDO VUELOS

Obra: “Tierra pisada, por donde se anda, camino”, de la compañía El Canto de la Cabra.
30 de enero del 2011.
Teatro Pradillo, Fest. Escena Contemporánea.


fotografía: Elisa Gálvez (imagen proyectada en la obra)

Reinventarse, recomenzar. Una de las preguntas que me invadían la cabeza en ese espacio tan horizontal que se crea en “Tierra pisada, por donde se anda, camino”, es la del estilo. La vida es larga, demasiada larga para hacerse pedestales con voluntad de perdurar sobre ellos.

Hace dos años Juan y Elisa Cabra cerraron su sala, quizá en uno de los momentos en los que artísticamente estaba más consolidada. Dejaron Madrid y se fueron a una casa aislada. Allí, al principio, cuando andaban a medio camino entre Madrid y su campo, crearon con la sala todavía abierta la anterior pieza: “Trece años sin aceitunas”. En aquella ocasión asentaban un camino abierto con la anterior obra, “Los días que todo va bien”. Un camino que dejaba atrás la trayectoria de una compañía que creó varias piezas en colaboración con el dramaturgo Federico del Barrio (“Caín”, “¿Qué? Nada”), y que también se centró en obras de repertorio de autores como Beckett o Thomas Bernhard. Este último autor fue quien dio la puntilla a esa etapa con “La fuerza de la costumbre”. Fue, como se puede colegir, una etapa de un teatro beckettiano, donde se cruzaba el clown existencial con el teatro milimétrico y sin acotaciones, un teatro oscuro y esencial que “los del canto” atravesaron con paso recto.

Se adentraron así, con estas dos obras en una nueva etapa, en un teatro donde desaparecía la ficción, la representación y el personaje, en una manera de hacer que tenía que ver con cierto teatro contemporáneo español de finales del XX y principios del XXI, un camino que tenía relación con los trabajos que su sala llevaba apoyando durante los últimos años. Se dejaron contaminar y miraron al frente.

Pero “Trece años sin aceitunas” supuso un paso con respecto a “Los días que todo va bien”, una obra esta última que aunque estaba presente el objeto, el tiempo pausado y la elaboración plástica del pensamiento en escena, estaba estructurado por textos en primera persona que pasaban de lo político a lo cotidiano o lo poético sin transiciones.  El Canto de la Cabra, en cambio, fijaba en “Trece años…” su base neurológica en la transformación del espacio escénico en un terreno de pensamiento plástico, un lugar donde la materia, la luz y el objeto (cuerpo muchas veces) eran principio y final. Un teatro que bebía de los tiempos y la plástica del teatro de Carlos Marquerie. No es fortuito, quizá el de Marquerie es el teatro más beckettiano (aunque no en palabra) de esta posmodernidad posindustrial y posdramática en la que nos dicen que vivimos. Un teatro reflexivo, donde el silencio y la contemplación, el tiempo de la mirada, se extiende y relantiza para intentar agudizarla.

Pero bueno, esto son historiografías, querer entender por antecedentes. Como si el arte funcionara por la mecánica de la causa y el efecto.

Así que volvamos al principio de este texto. Recomenzar. Reinventarse. Esas dos palabras, esas dos sensaciones estuvieron muy presentes durante toda la pieza de “Tierra pisada, por donde se anda, camino”. Mucho más que en las dos obras anteriores comentadas. Allí la sensación, quizá, era más de reacción, de removerse. En esta obra, donde Juan y Elisa van creando minuciosamente una instalación vertical de hilos, tijeras y flores mientras se proyectan textos en una pantalla, la sensación de despojo, de haber dejado atrás, es mucho mayor. Despojado de elementos teatrales (de la actuación aprendida, del teatro visto y sentido, de la palabra dicha…) y despojado de pensamientos, de deseos de, de maneras de ver y vivir.

Para renacer hay que quitar, restar, ir para atrás. Desconstruirse, que dicen los que aseguran haber leído a Derrida. Involución para poder caminar. Un proceso que en esta obra es al mismo tiempo que teatral, vital.

Me acuerdo de Juan Cabra, ahí, en el Teatro Pradillo, en su ciudad estrenando esta obra en Escena Contemporánea, haciendo desde ese nuevo lado. Un lado pequeño, frágil y en el que se le podía ver dudar. No dudar de lo que hacía, sino de ese nuevo sitio donde ser en escena y en la vida.

En la obra, pasar no pasa mucho. Elisa y Juan, con cuidado van colgando tijeras de finos hilos que cuelgan de las varas del teatro por todo el espacio. Sin prisa. Las tijeras, a diferentes alturas y profundidad, van disponiéndose y disponiendo el espacio. Suena la música que podría estar sonando en su sala de ensayos. Y aun así, existe una tensión en lo que está pasando. Tensión por cosas más evidentes, como un tiempo lento anti-espectacular que obliga al espectador o por la tensión propia del objeto, la tijera, pesada, metálica y que apunta en filo hacia la caída; pero también porque lo que allí está sucediendo es de un impudor sobresaliente. El impudor consciente en los creadores, el no resguardarse, es, por decirlo de alguna manera, infrecuente.

La obra continúa y esa tensión espacial de filos metálicos va siendo cortada, van cayendo las tijeras, clavándose sin dramatismo en el suelo. Van desapareciendo y siendo sustituidas por ristras de flores secas, muertas, suspendidas y sobriamente iluminadas. Va quedando una vida atrás, abandonada y otra floreciendo aunque sea muerta.  Sigue una proyección que no cesa de imágenes de puertas, de cerraduras, de candados, de muros en los que perderse, de protuberancias, de hilos.  Y en este nuevo espacio muerto que nace, Juan y Elisa, con sus gestos y su manera de estar que así lo remarcan, invitan al espectador a compartirlo.

Aunque uno no pueda impregnarse de esta invitación (será que todavía soy demasiado rata de alcantarilla y cuando sobrevuela lo zen o cierto horizonte hippie me resuenan los Ilegales por toda la corteza cerebral. Es decir, será una limitación mía), uno sigue agarrado al espacio y a la propuesta.

Pero antes de entrar en porqué uno sigue agarrado a la obra, intentaré explicar este equilibrio frágil que la obra sostiene con discursos susceptibles de caer en actitudes “pro-zen”. Primero habría que explicar qué me espanta y aparta de este tipo de actitudes. Sobre todo, su actitud para con el otro: complaciente, sonriente, de cierta suficiencia que se muestra comprensiva y generosa y que quiere reflejar la buena elección vital que se ha tomado, la paz que respira su alma y la generosidad que ésta le otorga. Quiero decir, me aparta lo que estas actitudes tienen de mesiánico, de soteriológico, su capacidad de prometer parabienes, soluciones a las angustias y cuitas del otro.

Bien, ni mucho menos el trabajo de la compañía de El Canto de la Cabra tiene estas intenciones. Pero sí las bordea. Y es lógico que así sea. En esta obra en tres actos, se nos muestra, como decíamos, un recorrido vital, un recorrido que se estructura alrededor de un cambio. Con una primera fase de abandono de lo que uno era hasta ese momento (Acto I), con una segunda de apertura a lo desconocido (Acto II); y con una tercera en el que el “renacer” se convierte en consciente pérdida en un nuevo territorio (Acto III).

Dice un texto al final del Acto II: “Dentro de unos instantes me veréis gritándoos / SOY OTRO SOY OTRO / y más de uno pensará menudo imbécil. / Así será / prefiero avisarlo”.

Aunque luego no se grita, sino que se muestra con impudicia silenciosa ese cambio en la mirada y el estar de Juan y Elisa, queda manifiesto que esta obra es una muestra de ese viaje interior en el que se intenta abandonar lo superfluo e ir a la esencia. Y un viaje de este tipo, como decía, siempre es susceptible de caer en posturas mesiánicas, pseudo new-age, o simplemente absortas en sí mismas.

Quizá cierta estética del espacio y la actitud de los actores en varios momentos –sonrisas directas al público, y gestos que parecen indicar paz interior- crea cierta confusión en la intención, los parámetros y la fuerza vital desde la que habla la obra. Pero ciertas pistas escénicas (como las mismas flores muertas que en cierta manera simbolizan un renacer truncado) y sobretodo los textos, nos hacen poner pie en tierra.

Los textos de esta obra, mínimos y siempre proyectados (no hay palabra dicha, la actuación se circunscribe a hacer y estar), son de una precisión milimétrica para con la escena y el sentido de la pieza. Es tan sólo desde hace tres montajes que la compañía ha decidido generar sus propios textos. Y si ya quedó claro en los anteriores la capacidad de la compañía, creo que en esta pieza el paso dado es grande. Son textos directos al mismo tiempo que abstractos, poliédricos al igual que concretos; y, sobretodo, son estos los que hacen avanzar a la obra, los que crean la “acción”, el “tiempo” y el “significado” de “Tierra pisada…”. No es baladí que estos pequeños textos estén concebidos como escenas. Valgan tres ejemplos:

ACTO I (Prefacio): (No hay ventanas. Hay banderas arrinconadas, archivadores con forma de mueble bar, logotipos con forma de payaso por las paredes y payasos con forma de logotipo vigilando la entrada al cielo).

ACTO III. ESCENA 2: Llevo varios meses pensando en la manera en la que / acabaréis conmigo. / No os sintáis culpables, / son cosas de los hombres. // Intento tomar las migas del pan vuestro de cada día como / quien recoge conchas en la playa, sin dolor y sin culpa. / Poniendo gran cuidado en donde piso, es difícil no acabar / con los pies negros. // Queridos enemigos, voy a contaros un secreto: un día os despertaréis creyendo que toda la ciudad se está riendo de vosotros y será cierto

ACTO III. ESCENA 4 (Final): Quizá así, entre unos y otros, un día encontremos un lugar / menos triste. // Nunca será aquí. // Ni ahora. // Una lástima, éramos tan buenos payasos…

Pero, como decía, aparte de este equilibrismo frágil de la obra entre la sobriedad precisa y cáminos más fáciles y mentirosos, uno sigue agarrado a “Tierra pisada…”, fundamentalmente, por el espacio que crea la propuesta. Un espacio donde no es importante lo que pasa, donde el espectador no tiene que tener un juicio moral, una opinión sobre lo que allí se “cuenta”; sino que está para ser habitado con tranquilidad. Un espacio horizontal y amplio, donde se otorga el tiempo lento de la observación, ese en el que hasta el espacio desaparece en sus detalles y queda como habitáculo propicio a la reflexión interna.

Y en ese habitáculo, no dejaban de resonar en mi cabeza las palabras renacer y reinventarse. Mientras la compañía iba creando con precisión, pausa y detalle ese espacio, las reflexiones iban llegando: ¿Cuántas veces el estilo quiere decir “fórmula encontrada”, “repetirse”, “miedo”? ¿Cuántas otras no es sino afilar y profundizar? ¿De qué están hechos nuestros días? ¿Quiero cambiar? ¿Para qué? ¿El qué? ¿Qué tengo que matar? ¿Hasta cuanto atrás tengo que ir? ¿Qué tienen que ver mis limitaciones con mis deseos?

La obra invita al espectador a un viaje interno que va siendo acompañado y empujado por el cambio vital que la compañía el Canto de la Cabra pone en escena. Un cambio que es una búsqueda de identidad al igual que un intento severo de cómo poder relacionarse con la realidad. Intento sustentado en una clara voluntad ética.

En ese espacio, lleno al mismo tiempo de tristeza y tiempo, de pasado y presente, de distancia y consciencia de lo último, se quedan Juan y Elisa Cabra, habitándolo y comenzando algo incierto. Comenzando. Esta obra es como un comienzo. Un comienzo lleno de pasado. Un comienzo tristemente esperanzado, quizá más lúcido, más sabio, pero cansado.

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One Response to PASO A PASO, VAS VIENDO VUELOS

  1. tomas says:

    bello texto

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