DE LA ACUMULACIÓN Y SUS VIRTUDES

Crónica
“Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba”, de Rodrigo García
Publicado en Primer Acto, nº 294, 2002

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Mi sensación después del estreno de la obra, que llegaba tras Aftersun -posiblemente uno de los trabajos de La Carnicería más abiertos hacia afuera, hacia el público- y tras A veces me  siento tan cansado que hago estas cosas -montaje, aunque mucho más vertiginoso, también centrípeto-, era que Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba, más allá de soliviantar sensibilidades y provocar desde la incorrección y la laceración de tabúes, suponía un viraje hacia el registro más intimista de la compañía. Una esfera, la de lo personal, que García mostraba manchada y herida por la inmundicia y el desastre. El panorama del escenario tras la función -una vomitona de leche, vino, lechuga, cereales, restos de pavo estallado, mahonesa, salchichas, ketchup, mostaza, pan y miel se extendía por todo el espacio- era una buena radiografía de lo que ahí había pasado.

La segunda, era la de un giro importante hacia lo político. Un giro ya presente en A veces me siento tan cansado…, pero que en esta obra cogía una mayor concreción. La guerra contra el embrutecimiento, contra la claudicación, contra el conformarse, contra el contrato social actual de dejar de pensar a cambio de un supuesto “bienestar”, son temas centrales en el trabajo de La Carnicería. Pero creo que en este trabajo la incidencia era mayor, más explícita. Los textos sobre Argentina: “devolvednos el dinero”, o las imágenes de Rubén Escamilla con un símbolo de Nike por coser en una zapatilla -explotación laboral de la infancia-, suponen un giro a lo explícitamente político. Imágenes netamente políticas, de “teatro denuncia” se podría llegar a decir, que tienen luego un desarrollo inesperado. Normalmente cuando se juega en esta clase de códigos el tema se desarrolla, se dan explicaciones históricas, se sigue en un registro de análisis social… Compré una pala… no tira por ese camino. En un principio, parece que esas imágenes quedan ahí colgando. Mucha gente comenta que la obra es políticamente superficial. Sin querer defender a quienes se sostienen por su propio bagaje y recorrido, sí creo que en este tema se produce un equívoco que sería bueno comentar.

Teatro político
El teatro de García posee una manera muy personal de hilar o “narrar”, aunque la palabra lleve a equívoco. La Carnicería trabaja la palabra de manera muy corporal en un espacio donde la narración, el hilo conductor temporal y situacionista, ha quedado destruido. Una ruptura que viene dada, entre otras cosas, por la manera de decir, por los textos utilizados que en principio son antiteatrales -no hay “acción”, ni “conflicto”- y por la manera de presentar y combinar el texto con cualquier elemento susceptible de reactivarlo. Pero el método de trabajo de La Carnicería -cercano a la “performance”-, hace que esa desestructuración, que esa deconstrucción, sea aún más extrema, o por lo menos más visible. Y hace, también, que los hilos conductores de los temas tratados en la obra sean menos visibles para el espectador. Aún así creo que este montaje refleja todo un método de análisis y crítica de la sociedad y el individuo, y que hay un consciente y cuidadoso desarrollo de ciertos temas. En este trabajo, sin hablar sobre ello, ni hacerlo patente, García va indistintamente de lo macro a lo micro. Desde la macropolítica. Desde la política internacional regida por las multinacionales y por los Estados Unidos -terrorismo con carta blanca-; desde la política beligerante y propagandística del PP -desde la degradación del trabajador hasta el lavado de cerebro de los telediarios en temas como inmigración o terrorismo-; desde la nueva religión occidental: la publicidad, única religión hoy capaz de atreverse a hablar con “todas las de la ley” de palabras como libertad, igualdad o justicia; desde la aceptación del monopolio de la violencia por parte del Estado y su concreción en los cuerpos del orden… Desde ahí, García va tirando cables y cuerdas conectaras con la vida cotidiana del hombre moderno, con su incapacidad de rebelarse, con su capacidad de tragar sin límite y encima no enterarse de que está tragando. Y va mostrando cómo el claudicar con las exigencias de esta cultura castrante y represora en lo político, se une siempre a claudicaciones personales, a llegar a conformarse en el amor, a acabar deseando lo que sabemos acaba en frustración -base ideológica y económica del consumismo-, a aceptar la impotencia como realidad…

En Compré una pala… se une el levantarse una mañana, mirar a la pareja y tener ganas de mear, con comprar un echarpe en Channel o con las bombas pagadas con nuestros impuestos. Se une la represión de la libido, con la obsesión por la comida; la pedofilia, el deseo de violar la inocencia carnal y psíquica de un niño, con la explotación laboral infantil… Uniones que remiten a un libro, El malestar en la cultura, de Sigmund Freud, hoy menospreciado, en el que se señalan cómo las estructuras mentales del individuo se repiten en las grandes estructuras sociales, cómo existe una gran “analogía entre el proceso de la cultura y la evolución libidinal del individuo”. La cultura como agente castrante, inhibidora de nuestros instintos sexuales y agresivos… Bueno, todo eso, hasta qué punto y cómo, es discutible. Pero esa hilazón, entre cultura e individuo, entre psiquis individual y colectiva, en cómo la cultura, la sociedad, es capaz de inferir en la sexualidad y la esfera más íntima del individuo – y al revés-, es algo que nada inocentemente se intenta separar. Contra este nada inocente intento de separación se rebela la obra. Lo que hay en juego en nuestros actos más nimios, en coger el metro, en ir a una tienda, en denunciar un robo, en aceptar sin pensarlo que hay un Estado, una policía, una justicia, un sistema laboral y político, es mucho más de lo que nos creemos en primera  instancia. Nos hacen creer que todo eso no interfiere con nuestra vida privada, con nuestra esfera de libertad de hombre moderno nacido en Occidente. Nada más erróneo. Nuestra capacidad de percepción, de sensibilidad, nuestra capacidad de vivir una relación en pareja, de relacionarnos, de contemplar un atardecer… Todo eso es lo que está en juego, parece decir este montaje.

Es ahí, cuando García y la compañía son capaces de mostrar sin rodeos algo tan brutal –que la fuerza inconmensurable del deseo humano han conseguido limitarla y convertirla en consumismo, por ejemplo- cuando llega la ruptura, la rotura en el gesto del espectador. Una ruptura que viene dada por la identificación con lo que está pasando, con lo que sabes en tu esfera más íntima que estás haciendo con tu vida. El espectador es sometido a contemplar irremediablemente sus límites y miserias, pero la relación que se consigue en esta obra con el público no se queda ahí, sino que de una manera sutil todo eso se reactiva. No se trata de que se busque la comunión entre quien acciona y quien contempla, tampoco de “salvar al personaje”… Pero sí hay dos factores que hacen que no se caiga en la acusación perenne o la simple confrontación. El primero es ver a todo un colectivo trabajando desde la sinceridad, el compromiso y la exigencia. Ver el trabajo y los avances de los actores, provoca en el espectador la sensación de que hay que currárselo, de que hay que tomar decisiones e ir a por ellas hasta el fondo. La coherencia del recorrido del propio García –recorrido fuera del “mamoneo” y con una concepción clara de dónde comienza el colaboracionismo-, dota su visión crítica, sus opiniones fuertes, de una verosimilitud difícil de encontrar y esperanzadora, dada la situación general actual. La valentía genera valentía, la acción genera acción.

El segundo es que esa agresividad antes comentada, ese ir a por el espectador sin contemplaciones, se une también con la visión personal y el momento vivencial del autor. La vida de pareja destrozada, la incapacidad de amar, el cansancio o el vértigo de la muerte van entrando por los resquicios de esta obra de aluvión fragmentario. Se va mezclando así, el análisis certero de un sistema político que ahoga y somete; el retrato del individuo ahogado, paralizado y embobado -imagen de tres autómatas deglutiendo y devolviendo un precongelado, por ejemplo- ; y el del autor que contempla, que unas veces se ríe otras ataca, otras se duele y otras acaba asfixiado, viendo como la muerte lo va rodeando y desgastando.

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Modos y maneras
Pero todo lo dicho con anterioridad no tomaría significación ni sentido, si no tuviese una plasmación teatral. Nada más empezar la obra vemos cómo los actores interpretan unos monólogos  fragmentarios, en clave de aforismo, con tarjetas de crédito incrustadas en piernas, cerebro y cara. Una escena donde el conflicto teatral se busca entre el contenido -aforismos cortos que pasan rápidamente de lo cotidiano a la brutalidad, de la brutalidad a la ternura, de la ternura al humor, del humor a la profundidad-, y que son entregados con una dicción cuidada y ralentizada y los ojos cerrados, buscando la temperanza y el contraste. Contraste entre los textos, contraste entre lo dicho y cómo se dice, y contraste en cómo recibe esa variedad de registros el público. La primera piedra de toque queda así puesta: hay que buscar otras maneras de decir, buscar a cada contenido un tempo y una forma nueva, que haga que se perciba de manera distinta.

Tras los textos, toda la maquinaria de la compañía se pone en marcha en una sucesión de  acciones que combinan unas veces texto, otras la improvisación con el público, otras la acción acompañada de textos proyectados, otras la imagen estática con una videoproyección… Van cambiando los ritmos, los registros, los tempos, las sonoridades. Nada se queda mucho tiempo en escena, nada continúa, se juega al aluvión de ideas, de sugerencias, de riquezas, de mezclas. Buen ejemplo de esta mezcla, donde todo es susceptible de encontrarse, es el momento en el que Juan Loríente y Patricia Lamas, vestidos de Spiderman y de una trabajadora de cualquier restaurante de comida rápida, efectúan una acción de cuerpo y movimiento, precedida de una escena de pedofilia entre Loríente y Escamilla. Cómic, danza novísima, recuerdo pedofílico e ironía social del superhéroe se mezclan, mientras al fondo se escucha a una potente cantante de ópera, Ana María Hidalgo. Aislada, la escena quedaría coja, llana. Ahora bien, cuando vemos a un Spiderman, nacido de una relación pedófila, hacer volar a la trabajadora de cara triste, los matices empiezan a multiplicarse, y cuando al mismo tiempo vemos la iluminación de Carlos Marquerie dialogando con la voz de la cantante lírica, el asunto sigue multiplicándose; y cuando, al final, toda esa mezcla de heroísmo, comicidad, pedofilia, belleza excelsa y estética, acaba con el superhéroe vencedor, brazos en alto sobre el trabajador machacado, todo ese desglose de multiplicidad y manierismo queda reducido a un mensaje claro, sin tamices. El que vuela es Spiderman y no tú: tú acabarás con el cerebro machacado sobre el adoquín.

Otro ejemplo claro de esto mismo es la escena en la que los tres actores exponen una lista innumerable de “los grandes hijos de puta de la historia”: desde Gandhi a Elvis Presley, La Pasionaria y el Che Guevara… Los insultos de los actores no paran: todos son drogradictos, maricones, aprovechados, judíos, gordos, estafadores… Los actores son reiterativos, inciden en el rollo marica, se les llena la boca. La gente ríe a carcajadas, se indigna, se queda mirando el acontecimiento… Tras la lista, en una pantalla grande, con las risas y el ajetreo de eco, surge un texto que dice: “Pienso que estos son algunos ejemplos de vidas que tú no vas a vivir jamás. Ni de cerca…”. Ahí el asunto varía: se pasa de lo explícito a la ambigüedad de la posición del que habla; el bando no está claro; por un lado, se ha insultado, se ha hecho mofa… Por otro, se han puesto de relieve la intransigencia que los mitos o iconos culturales crean y, sobre todo, se ha sacado a la palestra uno de los grandes agujeros negros del hombre moderno: la falta de memoria porque no hay nada que recordar, más que un coche, un casamiento, una casa, una mesa, dos hijos… Gente sin historia, sin pasado, que decidió que decidieran por él. Curioso ejemplo que creo también demuestra que lo obvio, zafio y fácil en la Carnicería no es sinónimo de plano, sino que es un mero mecanismo que facilita ir un poquito más allá. Un paso, si no sutil, nada remarcado y abierto. Es esa “escritura” en escena, de acumulación y encuentros insospechados, la que García está, cada día más, concretando y ampliando. Una “escritura”, o manera de componer, propia, y que si bien es capaz de relativizar y de defender lo imposible, al final tiende a la claridad.

Las funciones durante cuatro semanas en la Cuarta Pared fueron, ante todo, alentadoras. La ocupación de la sala bordeó el lleno casi diario y se pudo ver cómo la obra iba haciéndose cada día más compacta, con las transiciones más limpias, con los ritmos más ajustados y con los actores haciendo cada día más suya la obra. Más de tres mil personas acudieron a verla. La compañía ha conseguido algo que ya había empezado a pasar en After sun: ampliar claramente su público. Por otro lado, he oído y participado en muchas discusiones y conversaciones generadas a partir de la obra, que no se quedaban tan sólo en el aspecto polémico tan comentado del autor, sino que derivaban en verdaderas charlas sobre los problemas, frustraciones e ilusiones de la vida de los que hablaban. Conversaciones largas en las que la gente se replanteaba cuestiones éticas de su vida personal y profesional. Un hecho infrecuente en el teatro y que creo habla de la vitalidad y “contemporaneidad” del teatro que hace La Carnicería.
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