Crónica de “Purgatorio” en el Fest. de Aviñón
“La Divina Comedia”, de Romeo Castellucci
Publicado en Publico 13-7-08
El texto incluido en el blog difiere del del pdf ya que se incluye el texto sin editar. Es decir, es más amplio que el publicado.
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A la espera de grandes potencias -el miércoles llega a Aviñon el “Hamlet” de Ostermeier- y de, aunque más pequeños, bien conocidos maestros como Ricardo Bartís -el argentino estrena su última obra, “La Pesca”, hoy mismo-, en Avignon sigue reinando Castellucci.
Si el italiano consiguió comerse literalmente el “grandioso” espacio de la Corte de Honor de los Papas con la primera parte de su “Divina Comedia”, “Infierno”; con la segunda, “Purgatorio”, la bofetada teatral, desde otro lado, ha sido mayúscula.
En “infierno”, el italiano desplegó su teatro de imagen y acción. Una imagen se sucedía a otra con la cadencia del anonimato, en un fluir melancólico lleno de abandono y sin fe. Valga el principio con Castellucci en escena diciendo su nombre y siendo atacado por una jauria de perros -bien protegido, eso sí-, para luego ser cubierto por un ser con una piel de leopardo, ser que inmediatamente y ante la boca abierta de toda la “corte” escaló los más de cien metros de fachada del Palacio de los Papas para al final, desde uno de los tejados, lanzar una pelota de baloncesto hasta el escenario donde una niña la recogía y botaba mientras 60 personas iban rodando tumbados, sin cesar… Cadencia lenta de imágenes: niños enjaulados en un cubo de cristal aislado de exterior, pianos quemándose mientras los nombres de los actores muertos de la compañía del italiano se sucedían, televisiones cayendo de los muros, caballos chorreando sangre o cuerpos cayendo ante el espectacular sonido de Scott Gibbons fueron sucediéndose. Castellucci conformó un espacio fuera del tiempo, donde la sucesión, la temporalidad, el montaje y la simbología de las imágenes iban tejiendo un sudario lento y triste. Un españolito no puede dejar de acordarse de aquel adefesio moderno que nos otorgó el CDN hace dos temporadas de este “Infierno” de manos de Tomaz Pandur.
MIRANDO A EUROPA
En cambio, en Purgatorio la estrategia era otra. El purgatorio de Dante es un doble de la tierra, la repetición de la vida humana. Desde un escenario calcado de la última dramaturgia alemana y sus copias -leáse Ostermeier y en España ciertos montajes de Rigola-, Castellucci despliega su especial purgatorio. En una casa moderna, aséptica, vemos a una familia. Primero la madre -estrella 1- lavando los platos, después al hijo -estrella 2- con dolor de cabeza y con su juguete preferido, un Mazinger Z. Los vemos a través de un velo, la interpretación es casi inexistente, apática, de una sobriedad irreal, repetitiva. En una proyección vamos leyendo lo que estos personajes van a hacer incluso con anterioridad a que lo hagan… El niño pregunta si puede irse a la cama antes de que llegue él. Así lo hace. El salón, entonces, se llena de los mounstros del pequeño y vemos un inmenso Mazinger de más de 3 metros moverse lentamente en escena. Llega el padre -estrella 3-, más movimientos cotidianos y repetidos a baja frecuencia, cena, beso, wishky… hasta que él dice que le traigan su sombrero, estrella 1 se resiste, no quiere, le suplica, él lo busca, un sombrero de cowboy, se lo pone y sube al cuarto que queda, digamos, fuera de plano. Aquí, ante el espacio vacío el público oye. En el letrero vemos escrito: “La música”. “Estáte quieto, para, abre la boca, así”, estrella 3, el padre, gime; estrella dos, suplica. El público se las ve y se las tiene. Una persona abandona la platea como nunca he visto correr a alguien. Baja el padre y destrozado deja caer sus manos sobre el teclado del piano. Baja el hijo, al verlo destrozado le apoya la mano en la espalda y le dice: “No te preocupes, ya se ha acabado”. La escena acaba con estrella 2 subido al regazo de estrella 3.
A partir de ahí, todo cambia. Después de este teatro mínimo, frío, de esta danza fantasmal, de este doble de la vida y de lo que es nuestro teatro, de haber explicado según las leyes del purgatorio el pecado, la violación que todo ser humano hemos hecho con lo que de inocencia se no ha dado; Castellucci mira a Europa, rompe el teatro constreñido y parece gritar que en la vida terrestre también manda lo desconocido, lo inexplicable, la imaginación. Como Goya al neoclasicismo reinante en Europa, Castellucci otorga al espectador un teatro de imaginación y poderío visual y semántico que no ilustra pero se instala y afecta el cuerpo y la mente del espectador que sin saber identificar se ve inundado. La escena se llena de luz y flores proyectadas, mundo onírico donde la belleza va pudríendose y esconde mounstros pero que quizá es el primer vislumbre de un ya cercano paraiso, mundo mental de quizá el niño, aunque a quién le importa ya eso. La plasticidad es inimaginable.
De lo que creíamos una proyección surge, entre tallos de rosas y amapolas, el padre, ahora subnormal, empequeñecido y que agoniza en un baile compulsivo y lento ante un nuevo niño, ahora gigante. Una esfera de ecos “da vincianos” gira y domina la escena. Mientras el gigante aplaca dulcemente los espasmos del padre, la esfera se va manchando de tinta y girando, un gran ojo negro lo domina, todo, se apaga la luz, oscuro. Doble de la vida, la pesadilla.
A partir, dos minutos de silencio, pequeños aplausos, y de repente un sector que grita, que bufa, que protesta, los otros responden, se monta un girigay, y al final reina un aplauso de más de diez minutos. Quizá uno de los momentos más impresionantes que haya visto fue el autobús de regreso a Aviñón de aquel horrible Parque Ferial, espacio de la nada moderna, donde tuvo lugar la representación. Un autobús repleto de público, veinte minutos, situación muy dada a la opinión acelerada o el comentario transversal o frugal. En cambio, en aquella lata reinó uno de los silencio más extraños, íntimos y absortos.
La tercera parte de la Divina Comedia, “Paraiso”, una instalación prevista para la Iglesia de los Celestinos, por problemas técnicos ha quedado suspendida, retrasada hasta nuevo aviso.
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