LOS MECANISMOS DEL DESMONTAJE
Obra: “Los días que todo va bien”, Cia. El Canto de la Cabra
Publicado en Gatos en escena, 1-12-2003
El Canto de la Cabra estrenó a mediados de noviembre “Los días que todo va bien”, reescritura beckettiana que dice más de lo que el juego de palabras deja vislumbrar a primera vista. La compañía, después de un largo periplo, ha dado con uno de sus más “felices” trabajos. Animales de teatro, Gálvez y Úbeda provienen de un teatro beckettiano, donde cada representación es un pequeño rito sin boato pero sagrado. Comenzaron andadura apoyados en Beckett y siguieron avanzando de la mano de Federico del Barrio. Camino que se unía a la ardua labor de luchar por una sala donde caben 60 personas, de una sala que no es rentable, que no produce, para qué cono sirve una sala a la que van cuatro pringados… Para más inri, han conseguido, con sus bajones y sus tropiezos, una de las programaciones más coherentes del Estado Español. Pero además había que ser artista, y además persona, y además relaciones públicas, diseñador, empresario, experto de pasillo… En mi pequeña experiencia y pequeño recorrer por esa sala, creo que he vivido un tiempo agónico para la gente cabrera. Veía como las cosas se deshacían, no fructificaban. Veía cómo la confusión iba ganando terreno. Vi momentos de supervivencia emocional, de pérdida, de cómo la vida cotidiana y mísera iba pudiendo con el motor creativo. Viví el gran batacazo que supuso “La fuerza de la costumbre”, del aliado del verbo duro, el gran Thomas Bernhard. Vi la soledad del creador de teatro que fracasa. Vi actores encorsetados que creí que simplemente eran eso, e imaginé que aquello no tenía remedio. Pero el otro día, cuando acabó la función del estreno, de lo que me di cuenta es de lo poco que uno sabe, de lo que va aprendiendo, de cómo la juventud impide el reposo y la serenidad necesaria.
Juan y Elisa han sabido con esta obra, replantearse desde los cimientos qué son como personas y teatreros. Primer acierto: decidieron trabajar sin un texto, escribiéndolo ellos a medida que iban improvisando. Se metieron a trabajar los dos solos, a comprender por qué cono llevaban tantos años en un teatro y porqué querían seguir estando allí. De eso va la obra y así está estructurada. Uno de los grandes aciertos, porque hace que la obra vaya en ascenso tanto emocionalmente como en profundidad, es haber dejado -aquí me arriesgo, quizá no sea así- ese mismo proceso de investigarse, de desmontarse, como estructura de la obra. Así, al principio, vemos trabajos donde las influencias son más evidentes. Gálvez se mira en el espejo de Ana Valles, ambos recogen maneras de Cambaleo o del mismo Carlos Fernández, y hay una manera de hacer cercana a la vanguardia teatral madrileña en el que prima un teatro sin personajes, sin situaciones teatrales, sin aparente conflicto, de tono confesional. Un principio de la obra que refleja cómo comienza el trabajo de un creador. Vemos cómo el artista, inseguro y con mil miedos a vencer, desubicado, se apoya en lo que vio y le emocionó, se enreda con valentía en el pastiche porque sabe que está buscando el arma propia. Y el acierto es la posibilidad de poder ver ese proceso, de poder presenciar cómo ambos actores se van reencontrando al mismo tiempo que se desmontan como personas. Asistimos a un desnudo doloroso y placentero.
El arma que utilizan, el escarpelo para incidir y sanar, es la sinceridad. Pero la sinceridad no es babosa, sino más bien oscura y valiente. Y eso el que está en la silla lo va notando, y el teatro empieza a funcionar, el diálogo mudo y presente se establece y la sinceridad se conforma como espejo de la mentira, la valentía rebota en nuestras míseras y cobardes decisiones vítales que nos esconden; y de pronto surge lo propio en el actor, sus pequeños hallazgos, el piano-fracaso, el piano-obsesión, el piano-Ausburgo, el piano-cruz miedo y muerte de Elisa, los pequeños sombreros -seña de la salaque juegan a ser Beckett con la inocencia del niño, la ironía fina, el clown siempre atento al contrapunto.
En ‘los días que todo va bien”asistimos a un verdadero “working progress”, anglicismo que debía ser erradicado por su sonora estupidez pero que esconde el misterio de la creación. Asistimos a un verdadera y angustiosa introspección centrífuga. Vemos como crear es hurgar, como buscar es confrontar. Y mientras avanza la obra, los referentes van quedando lejos, se va haciendo presente la sombra del actor con toda su anatomía desmontada y la sala se cubre de un quasi-oscuro de otro mundo donde junto a la intimidad y la cercanía convive el espacio vacío y emocional, “lo otro”, “lo no dicho”, ese espacio mental irreproducible en grafemas ni sonidos, en el que realmente vivimos. Déjenme acabar esta especial con una cita que, en este caso, es el título de una novela de Kundera: “La vida está en otra parte”.
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