Partint de les condicions de l’espai expositiu de Can Palauet, Job Ramos treballa analitzant la distància entre les coses. Aquesta “distància entre les coses” és un terme ambigu i pot referir-se a múltiples ítems diferents.
I precisament d’aquesta possibilitat difusa és d’on parteix aquesta proposta: mesurant la distància en mil·límetres entre on està una determinada superfície, respecte on aquesta hauria de ser.
¿Por qué mirar? Tres ensayos ejemplares
Valentín Roma
Las líneas que siguen a continuación son el resultado de algunas charlas previas con Job Ramos en torno a su proyecto para Can Palauet, donde salieron conceptos como el de desnivel, ideas como reverberación, palabras como ideal, posibilidades como fracasar. Se trataba, por tanto, de establecer un puente lingüístico, existencial y político con dos extremos, en uno hallaríamos su propuesta, en otro un coro de voces que, desde las zonas huecas de la historia, trajese consigo algunas preguntas inoportunas, acaso la única cuestión desde la que detener todos esos hostigamientos donde se nos obliga a convertirnos en héroes o en héroes caídos.
Hay tres textos «fundacionales» para la teoría del arte que precisamente lo son porque sobrepasan –o ignoran– los límites de esta disciplina, porque sus excesos contribuyen a entender que en el error habita una suerte de compromiso con la verdad, una especie de desorden que es aquello que promete cualquier gesto improcedente.
El primero es el ensayo que Maurice Merleau-Ponty dedicó a Paul Cézanne, donde el filósofo investiga la psicología del artista atendiendo a algo tan anacrónico y tan poco verificable desde el punto de vista de la hermenéutica del arte como son las numerosas patologías que atravesaban el carácter de este pintor. Merleau-Ponty basa su estudio, titulado La duda de Cézanne (1945), en algunos testimonios de quienes le conocieron, en ciertos textos de época y en la observación de los lugares y las obras cezannianas.
Todo el texto parte de una premisa inicial: Cézanne carecía de un contacto sereno con el mundo pero su pintura no fue tanto un exorcismo de estas dificultades, sino un territorio de enunciación para ellas. Así, la insistente repetición sobre un mismo motivo iconográfico, eso que los historiadores llaman el método del aller sur le motif, sería más una imposibilidad de despegarse de lo equivocado que un plan de trabajo, más una fijeza obstinada en el error que una búsqueda de soluciones. Igualmente señala Merleau-Ponty hasta qué punto Cézanne evitaba cualquier roce físico con los individuos, sus huidas persistentes de la amenaza que eran los demás y, al mismo tiempo, cómo perseveraba en la representación de los cuerpos nunca proporcionados. Por último, y aludiendo al taller del pintor, una casa diseñada por él mismo en Aix-en-Provence, Merleau-Ponty certifica que aquel estudio no poseía «ninguna línea a nivel», las estanterías estaban torcidas pero proporcionadamente descuadradas, los ventanales no ocupaban el centro de la pared sino zonas asimétricas, las puertas o eran demasiado grandes o pequeñas en exceso, el suelo resultaba de una inestabilidad justa, como queriendo ocultar este fallo arquitectónico.
Hay quien explica tales disfunciones por la enfermedad ocular de Cézanne, algo que rebate el filósofo con un argumento impecable: ¿no es la desproporción cierto homenaje de lo exacto? ¿no hay en cualquier «tragedia» la venganza de un dato que fue insuficientemente atendido?
Desde esta perspectiva, el mundo, los objetos, los espacios y los cuerpos desnivelados que pintó Cézanne estaría enunciando algo más urgente que la añoranza de la simetría, estaría proponiendo el desorden como fundamento de toda aventura intelectual, estética y moral.
El segundo escrito al que conviene referirse es un caso clínico. Lo firmó Sigmund Freud en 1914 y tuvo como «paciente» al Moisés de Miguel Ángel, quien fue sometido a una auscultación más psiquiátrica que artística donde Freud determinó algo sustancial para el análisis de la conducta humana: Miguel Ángel no representó a Moisés durante su célebre ataque de ira contra el pueblo hebreo que había dudado de la fe a Dios, la estatua que se encuentra en la basílica de San Pietro in Vincoli en Roma no muestra al profeta enfurecido, tirando las tablas de la ley al suelo, sino un minuto después, en plena decepción con sus compatriotas y consigo mismo.
Este giro hermenéutico desde la cólera hasta la frustración, desde el deseo por controlar a una multitud hasta la imposibilidad de gobernar las expectativas es observado por Freud en un simple detalle iconográfico: la posición de la barba de Moisés, los pliegues del pelo facial y la mirada del profeta. El psiquiatra llama a dichos detalles «la escoria de la observación», estableciendo todo un programa de análisis para el arte y para los individuos basado precisamente en aquello que queda lejos de lo esencial, en las excrecencias de lo prioritario, no sólo distante del primer plano sino como una reverberación de algo oculto que se manifiesta, incluso cabría decir irrumpe, en medio de nuestras propias observaciones. Así, el lenguaje de la interpretación traería consigo un desvelamiento de los códigos que organizan lo invisible, sería, en palabras de Giorgio Agamben, un gesto restitutivo y profanatorio, traer los objetos desde el más allá de la sacralidad abstracta al más acá del uso humano.
El tercer y último texto es la sentencia de los magistrados Horacio Corti, Carlos Balbín y Esteban Centanaro (27 de diciembre de 2004) a propósito de la censura de una exposición de León Ferrari en el Centro Cultural Recoleta Buenos Aires, promovida por el entonces cardenal Jorge Bergoglio, hoy Papa Francisco I.
Este informe explora concienzuda e inesperadamente para el lenguaje judicial la idea de «arquitectura de lo imposible», investigando hasta donde hay identificación y transferencias entre imagen artística y realidad colectiva, hasta qué punto una obra simbólica resume un uso público y si, de ello, se deriva un arquetipo idealizado, trasladable como dogma de conocimiento.
Cabe calificar dicha sentencia a la manera de una definición sobre los límites de la visión social y no tanto como una regulación de lo prohibido y lo lícito. Es muy interesante el desplazamiento que los magistrados realizan desde la moralidad hasta la ocularidad, desde la creencia hasta los sentidos. En el fondo reinscriben el fundamento de la experiencia artística en el cuerpo que mira, en las capacidades de éste para encarnar un saber simbólico pero, al mismo tiempo, en su propia experiencia para desembarazarse de identificaciones literales. Es fascinante que el lenguaje jurídico permita deshacer un problema que la teoría del arte no logra afrontar radicalmente: el espectador estético se mueve entre extrañezas, camina a través de ideas que apenas se precisan y que son volubles o inapresables, antes que simbólico el lenguaje artístico posee un régimen disruptivo, cuyas intermitencias obligan a quienes lo ejercitan o lo usan a emplear una mezcla sucia de datos e impresiones, un cóctel desordenado de expectativas, certezas, personificaciones y fracasos.
Estos tres textos reflejan, cada uno a su manera, la potencia de lo desnivelado, la basura de la información descodificando la sustancialidad y el trasvase del ojo que suplanta una ética totalitaria. En cierto sentido promueven todo un proyecto de reinvención de la esfera artística mientras escuchan dónde dejamos de comprender objetos, espacios y personas; de algún modo plantean la pregunta estética por antonomasia, una de las grandes incógnitas fundacionales del conocimiento y de la sensibilidad colectiva e individual: ¿Por qué mirar?