CRÍTICA DE LA RAZÓN CRÍTICA:  OVEJA PERDIDA VEN SOBRE MIS HOMBROS QUE HOY NO SOLO TU PASTOR SOY, SINO TU PASTO TAMBIÉN

Un verso de Góngora da nombre a la pieza que vemos en el Festival Essencia, Sala Cuarta Pared, el día 9 de julio a las 19 y a las 20:30 horas. Todo en la pieza, también esa doble sesión, habla de repetición, tautología, serpiente ourobouros autofágica. El pasto(r) del título que es pasto, que contiene en sí el pasto que es a su vez, habla de la moral cristiana, de la idea de sacrificio, pero también al mismo tiempo del espíritu del capitalismo cognitivo: alimentamos el fantasma del dinero y el del algoritmo con el mismo pasto. Somos a la vez guías y alimento de un sistema que irracionalmente, perdido en su propia voracidad, nos devora el cerebro como una oveja zombi.

El público se agrupa como rebaño en torno de una caja invisible, un cubo del que solo vemos las aristas. Dentro del prisma hay cuatro cuerpos intercambiables: dos actores y dos actrices, que en principio responden a sus propios nombres: Esther (Sanz), Jorge (Tesone), Luis (Sorolla), Marina / Maru (Fantini). Dirigidos y escritos por Braian Kobla, los cuatro cuerpos devienen contenedores de gestos y palabras atrapados en un bucle. Varían su posición entre dos esquinas (con sendos escritorios llenos de post-its, bolígrafos, y sus respectivos ordenadores portátiles) y una mesa de ping pong situada en el lado opuesto del cubo. En torno de estas tres mesas orbitan los cuerpos, juguetones y cargados de expresividad, de cuatro trabajadorxs de una empresa de servicios online (¿paquetería? ¿búsquedas?), en que responden ante un supervisor que acaso está en otro país (¿Christopher? ¿Brendan?). Asistimos a su trabajo, otra vez uno (de oficina) dentro de otro (de actuación), y asistimos también a su ocio, a sus conversaciones, diabólicamente entretejidas con lo laboral.

A medida que avanza la pieza se vuelven más difusas las identidades que portan esos cuerpos. Tal vez Maru es Esther, que es Luis, quien a su vez es Jorge. Tal vez la identidad es lo de menos mientras se tengan los rasgos mínimos exigidos por un orden de cosas. Dice Mark Fisher que es conditio sine qua non del capitalismo de hoy ser anticapitalista. Es la única forma de ser un capitalista ético, y cómo no serlo ante el desmoronamiento medioambiental e ideológico, ante la crisis moral y ecológica que lo funde todo en los mismos valores. No seamos ingenuos: podemos, tal vez queremos ser neomarxistas. Pero ante todo somos capitalistas. Vivimos en (y del) capitalismo. Pero no en cualquier capitalismo, sino en este que nos toca. Uno neoliberal y cognitivo, posfordista y espectral. Uno indeterminista, como lo caracterizaría el filósofo italiano Franco “Bifo” Berardi.

Jonathan Crary habla en 24/7 del mundo en el que vivimos, el mundo de esta pieza. Continuidad, repetición, indeterminación son las palabras que podrían hablar de esta obra, pero también de nuestro día a día. Tiempo y espacio se desdibujan en un solo continuo que se repite con pequeñas variaciones, como en aquel tweet glorioso que decía “del teletrabajo al teleocio y del teleocio al teletrabajo”.

Los personajes de Oveja perdida repiten exactamente las frases y los movimientos, como los hacen lxs intérpretes. Se saben en un bucle que solo puede romperse con una protesta, pero solo pueden protestar ante una pantalla. Salir del cubo solo significa observarlo, mientras sus fantasmas siguen dentro de él, observando, observadxs, como todxs nosotrxs, sospechando de que queremos imponernos al resto, mirándonos de reojo con la sospecha de que quizá seamos mejores que quienes nos rodean, y el miedo a ser tal vez mucho peores.

Repetición, repetición, repetición. El trabajo dignifica, pero ¿qué o a quién dignifica? El trabajo en todo caso solidifica, hace aparecer un gesto mecánico que se vuelve sólido a fuerza de volver a hacerse y deja entrever por debajo una forma de vida que quiere expresarse. Pero la expresión genuina es inviable. Todo suena a algo que se ha dicho ya, todo se parece sospechosamente a lo anterior. Es imposible decir algo nuevo, solo se puede modificar ligeramente lo que ya existe, como se dirá en un momento: “No podría construir o crear algo desde cero. Soy muy buena mejorando cosas que ya existen.” Así los poemas de rima (o ripio) fácil que recitan en voz alta los personajes para criticar al sistema. De modo que volvemos a lo que ya existe: todo vuelve a empezar de modo preciso, y experimentamos con sorpresa el enorme virtuosismo de las cuatro personas que están trabajando ante nuestros ojos.

Un verso de Góngora da nombre a la pieza que vemos en el Festival Essencia, Sala Cuarta Pared, el día 9 de julio…

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UNA AUSENCIA QUE SE HACE CUERPO:  SOBRE ‘LA CASA VACÍA – EL COLLAGE DE UNA VIDA’, DE PROYECTO LARRÚA

Una estatua parece una mujer viva. Representa a Hermione, la reina de Sicilia, con tanto realismo que su viudo, Leontes, cree que va a moverse y hablar de un momento a otro. Y efectivamente, la figura baja del pedestal y habla. Se trata de una de las escenas más locas de El cuento de invierno, y del teatro de Shakespeare en general, que vuelve una y otra vez a la mente durante La casa vacía, de la compañía de danza-teatro Proyecto Larrúa, presentada en la Cuarta Pared dentro del Festival Essencia los días 7 y 8 de julio. ¿En qué medida puede el arte sustituir a la vida? ¿Cómo se relacionan los objetos con las representaciones? ¿Es posible llenar el hueco que deja en alguien una persona amada, y que llega a convertirse en un espacio, en un objeto, en una realidad material? Estas son algunas de las preguntas que nos formula la pieza.

Como Leontes, Alicia vive el duelo por la muerte de su pareja, Lidia, una artista plástica ficticia que aglutina en su figura testimonios y experiencias de otras que sí existieron. Los danzantes entrevistan a Alicia en un espacio neutro, un plató que se extiende como un ciclorama gris azulado, que a la derecha se cierra y a la izquierda permanece abierto para permitir la entrada de la luz de calle, tan característica de la danza. Un foco, una cámara, un pequeño prisma rectangular que hará de asiento o pedestal según el momento, y humo que densifica el aire y la luz, humo que es invocado desde el principio. La sobria escenografía de Enric Planas dialoga con el diseño de luz de David Alcorta, creando un espacio al servicio de los cuerpos de Begoña Martín, Ingrid Magrinyà, Maddi Ruiz de Loizaga, Ainhoa Usandizaga, Aritz López, que defienden con brillo palabras y movimiento.

Tal vez se trata de la casa del título, pero también de un lienzo antes de ser hollado por los lápices y los pinceles. En él, la entrevista a Alicia invocará recuerdos de Lidia, y así vida y obra irán llenando el espacio como cuadros en una retrospectiva.

Proyecto Larrúa es una compañía de danza que en sus últimas piezas, Ojo de buey y Muda, ambas de 2021, ha fusionado su lenguaje con el del teatro. En esta ocasión aparece por primera vez el texto, escrito por Pedro Casas, quien resume en una sola biografía imaginaria acontecimientos y citas de varias vidas reales. Una dramaturgia verbal que dialoga con otra física, la coreografía de Jordi Vilaseca De ese modo, corren paralelos dos lenguajes: una presentación de personajes y situaciones más convencionales o reconocibles, de un lado, y una abstracción de emociones y momentos en la forma de cuadros y esculturas que personifican los intérpretes, del otro. Vida y obra, pensamiento y emoción, teatro y danza.

Mientras asistimos a este catálogo vivo, cabe preguntarse por los estilos en la obra de Lidia. Podemos reconocer a las tres gracias en las posiciones de las intérpretes, pero también un Degas de tutú naranja eléctrico o una serie de figuras más o menos vagas (las pertenecientes a Rethinking the Object, cima de la producción de la artista). En la figura de la creadora podemos entrever a algunas de las escasas mujeres que lograron abrirse camino en la España tardofranquista: Esther Ferrer, Eva Lootz, Amalia Avia, Juana Francés…Todas ellas personifican caracteres irreductibles, improntas y voluntades poderosas. Cada una de ellas da para un espectáculo (si no para más).

Ahí está probablemente la fragilidad mayor de La casa vacía. Se subtitula El collage de una vida, y nos ofrece materiales dispares y situaciones más o menos genéricas (el matrimonio tapadera de Lidia con su amigo Fernando, ambos homosexuales, y sus encuentros y desencuentros artísticos; el enamoramiento de Alicia durante una aparición pública de la artista; la crisis existencial y expresiva de la madurez…). A través de todo ello asistimos a un retrato difuso, un rostro representado en técnica mixta, cuyos rasgos no terminan de distinguirse. El equilibrio entre lo abstracto y lo concreto no logra la fuerza que potencialmente se le intuye al punto de partida, porque ni lo abstracto sigue un patrón reconocible ni lo concreto es lo bastante específico. La pieza, como los intérpretes, parece decir “humo, más humo” cada poco tiempo, y la perspectiva aérea devora el cuadro arrastrándolo al impresionismo.

De modo que más que el collage de una vida, el espectáculo resulta un collage vivo, con momentos emocionantes (aunque excesivamente subrayados por la banda sonora de Luis Miguel Cobo) y un final un tanto moroso pero genuino. En la resolución, la pieza alcanza una verdad casi mística en los dos cuerpos de las protagonistas: el uno deviene espacio vacío, casa despoblada, y mengua hasta su desaparición: “Soy muy poco”, dice el cuerpo de Lidia en sus últimos días. El otro cuerpo, a través de cuyos ojos amantes leemos una biografía, se convierte en objeto y obra de arte, se solidifica en una imagen final que nos ofrece un momento memorable, suspendida en el tiempo y el espacio como una Hermione que regresa al pedestal.

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LA MENTE ENCAJONADA: SOBRE ‘LA CAJA (DONDE LA REALIDAD PIERDE SUS LÍMITES)’ DE TEATRO LA CATRINA

La pieza ‘La caja (donde la realidad pierde sus límites)’ que pudo verse los días 1 y 2 de julio en la novena edición de ‘Essencia – festival de la teatralidad’ en la Sala Cuarta Pared aborda las patologías mentales desde el monólogo, la instalación y la presentación de materiales documentales que no aparecen teatralizados, sino proyectados (entrevistas en vídeo a tres personas diagnosticadas con trastornos mentales) o expuestos directamente (objetos, fotografías, documentos escritos).

El espacio escénico incluye, en el lateral izquierdo, el control técnico y a los dos operadores de luces, sonido y audiovisuales. En las cuatro esquinas del escenario, sendas instalaciones cuya manipulación y transformación corren a cargo de la única intérprete en escena, Desirée Belmonte, asimismo directora y autora del texto, y cocreadora de la pieza junto a Sebastián López (autor de la parte visual) y Carlos Molina (iluminador). 

Las cuatro instalaciones forman parte de la función y de algún modo la poetizan: en primer término, a la izquierda, un círculo de espejos, a su vez circulares, del que uno de mayor tamaño arroja su reflejo sobre la pantalla al fondo del escenario. Atrás, también a la izquierda, una escultura móvil de vidrios tintados, que recuerda a las obras de Jean Tinguely o Alexander Calder, mecida cada tanto por un discreto ventilador, y amplificada sonoramente por un micrófono. A la derecha, en proscenio, la caja que da título a todo esto, y casi en la chácena una mesa con objetos y documentos recolectados durante el proceso de creación. 

Sobre la cinematográfica pantalla del fondo se proyectan espectaculares imágenes del sol, de las nubes, carreteras y también las tres entrevistas que vertebran la obra. Un par de metros por delante hay un pie de micro (con su micro correspondiente y una lámpara de pinza que enfoca al rostro de la actriz cuando lo emplea). Desirée Belmonte ejerce de anfitriona, narradora y también en cierto modo protagonista de la función, puesto que el viaje comienza cuando una persona cercana a ella es diagnosticada de un trastorno mental.

Desde que la antipsiquiatría nos entregara la duda razonable de si es lícito patologizar a las personas con irregularidades en su salud mental, la cuestión de quién es el loco y si es legítima esta etiqueta ha lastrado nuestra percepción de lo real. En el celebérrimo ‘Marat-Sade’ de Peter Weiss, el espacio de la locura (un psiquiátrico) se desdobla en teatro (el de la Historia) en que los locos representan, y esa ambigüedad ha sido siempre parte de la teatralidad misma. ¿Está loco Hamlet? ¿Y Segismundo? ¿Cómo se designa, desde el poder, quiénes son los locos y qué espacio se les reserva?

La pregunta fundamental de ‘La caja’ donde la proyección de entrevistas a tres personas mentalmente trastornadas se lleva la parte del león (hasta el punto de hacerle a uno preguntarse si no sería más lógico presentar una obra audiovisual), es una problema que importa a cada ser humano: ¿qué significa estar loco? Y otras no menos importantes: ¿cómo tratamos a quienes sufren el estigma de la locura? ¿Cuáles son los espacios reservados para ellxs?

El espacio escénico ha sido desde siempre espacio excéntrico, siendo el más famoso de los psicóticos teatrales probablemente Antonin Artaud, que promulgó un teatro del grito, su “teatro de la crueldad” que quería agitar los cimientos del juicio, la racionalidad y la hipocresía social, por medio de una ruptura del marco de representación.

El problema aquí es que las preguntas se expresan con gravedad domesticada, el vuelo poético permanece cuerdo y los fragmentos de la pieza se presentan ordenados y separados, didácticos y limpios como las cuatro islas instalativas que pueblan el espacio.

Al propósito honorable de ofrecer un lugar expresivo a quienes presentan patologías mentales, se le opone con fuerza equivalente una forma doméstica, totalizadora, que aplana y ordena un grito que atraviesa el tiempo y el espacio: el de quienes son condenados a la marginalidad en razón de la excentricidad de su pensamiento. Ojalá el espectáculo cuestionara esos límites de la realidad que se anuncian en el título, para poder corear un cuestionamiento que como espectadores entendemos pero no experimentamos, al de aquellxs que encajonamos bajo la etiqueta de la locura.

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Despejarlo todo y que la palabra nazca: una conversación con Pablo Rosal sobre escritura escénica

Pablo Rosal es poeta, dramaturgo, actor y director de escena. Autor de Los que hablan (2020). Intérprete en la Agrupación Señor Serrano (Kingdom, 2017-20) y actor y dramaturgo habitual en la Sala Beckett de Barcelona. En el 2020 se estrenó su primera película como guionista, productor y actor, Un trabajo y una película. En 2022 estrenó Castroponce, que escribe, dirige e interpreta. En 2023 estrenó Asesinato de un fotógrafo, escrita y actuada por él, con dirección de Ferrán Dordal.

Más info sobre él:

Pablo Rosal

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Sobre LAS NIÑAS ZOMBI de Celso Giménez

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Sobre LA VIDA ES SUEÑO [EL AUTO SACRAMENTAL] de [los números imaginarios]

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Sobre SIBYL de William Kentridge

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Sobre RAVE TO LAMENT de Katerina Andreou

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Sobre SOLO PERFORMANCE de Sofia Jernberg

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Sobre JORNADA DE REFLEXIÓN, de Los Torreznos

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