Donde empieza el bosque acaba el pueblo

©Camille Irrgang

Hace unos días planeé encontrarme con las compañeras de Monte Isla, una compañía integrada por Rut Girona, Adrià Girona, Andrea Pellejero y Uriel Ireland, para compartir una charla acerca de su pieza Donde empieza el bosque acaba el pueblo, el segundo trabajo del colectivo que se estrenó en el marco del pasado festival TNT. La planificación fue exitosa y conseguimos estipular un lugar y una hora de encuentro con Adri y Andrea (me parece relevante comentarlo porque quien conoce a los Monte Isla sabe que es difícil dar con ellos fuera del taller). Así pues, llegué al lugar y hora convenida -una franquicia de comida japonesa- ataviada con una grabadora y con la pretensión de registrar todo lo que iba a decirse con precisión periodística. Desgraciadamente, mientras comíamos unos noodles bastante malos, la grabadora se paró sin percatarme de ello, así que lo que aquí sigue sólo puede ser una pedrada bien personal, en formato sintetizado, de flashes de información y de ideas encontradas que espero poder reproducir con alegría y con cariño. Estuvimos hablando mucho rato de sus procesos de investigación, de las preguntas que surgen en el trabajo, de las pasiones que nos mueven a hacer teatro y de cómo éstas, lejos de la lógica del interés, derivan en decisiones formales que llegan al extremo de ejecutar, por ejemplo, el movimiento de un teatro en escena.

Pienso que a los Monte Isla les apasiona la idea de “mover un teatro” porque les apasiona la idea del teatro como objeto, conocen perfectamente los entresijos técnicos y arquitectónicos del teatro-objeto, sus potenciales expresivas relativas a las magnitudes, a los pesos y a las intensidades, entienden el ejercicio técnico como un ejercicio de estilo y es por eso que para la pieza que estrenaron en TNT decidieron ser actores-maquinistas y artesanos de la imagen, antes que performers y dramaturgos textuales. Monte Isla saben, porque lo saben, que el teatro es una máquina ya no de producir imágenes, sino de producir formas de mirar. Donde empieza el bosque acaba el pueblo es una pieza que pone en juego no solo los aspectos técnicos de la maquinaria teatral con el fin de proponer una poética de arcadia natural, sino que, a través de eso, hace jugar la arquitectura y la técnica de un tipo de mirada, eso es, la mirada contemplativa de un paisaje. Una mirada contemplativa y paisajista que está preñada de tecnología. El hecho de llevar esa mirada a un teatro es una estrategia de reconocimiento de la tecnología que le es propia. La mirada con la que nos aproximamos al paisaje es una mirada que requiere de un marco; cuando contemplamos un paisaje enmarcamos geométricamente un espacio visible para su contemplación, para ello necesitamos distanciarnos conceptualmente y físicamente de esa parcela de mundo que ahora apreciamos como imagen-objeto desde nuestra posición de comodidad. El paisaje requiere de la modernidad tanto como el teatro. El teatro moderno a la italiana proyecta en la mirada del público su propia arquitectura, su propia tecnología, de este modo miramos el marco en donde se representa el mundo -en este caso, un paisaje natural- desde la explícita comodidad de las butacas.

©Camille Irrgang

Si la teatralidad tiene que ver con hacer reconocibles y públicos los juegos de representación que se dan en lo que llamamos “real” o “mundo”, entonces la mirada contemplativa que propone Monte Isla en su teatro es un ejercicio de reconocimiento público de una mirada paisajista que, y eso es importante, ya perdimos. Se trata de un juego que es visual y conceptual: el marco dentro del marco. Lo que Monte Isla traslada en la escena no es, pues, la representación del bosque o su disolución material, lo que pienso que se intenta escenificar es precisamente una forma de mirar el bosque que sólo puede operar como reconocimiento del artificio. En la línea de mi pedrada, Adri y Andrea me cuentan que se inspiraron en el cuadro de Hooper, People in the sun. En el cuadro podemos ver cómo una audiencia contempla, en sus butacas, lo que presumiblemente es un paisaje; pero que, mediante una perspectiva errónea, Hooper nos hace entender que lo contemplado es, en realidad, una pared pintada.

Yo, que asistí como público a Donde acaba el pueblo empieza el bosque, me encontré colocada en la comodidad de las últimas filas del teatro municipal de Terrassa, contemplando un centenar de cabezas que contemplaban, a su vez, el artificio de un bosque, o bien: yo, que me encontré colocada en la comodidad de las últimas filas del teatro municipal de Terrassa, pude mirar a los que miran como miran lo que no está. Igual que en el cuadro de Hooper.

El telón pintado desvelado al final de la pieza -mientras se abre la luz de platea- es un momento de una gran carga poética y conceptual, se trata de una idea bella, nuclear, concentrada. El réquiem por una forma de mirar. Todo lo que nos queda de la idea de una naturaleza aprehensible es un telón pintado. Podemos esforzarnos en desmesura para recuperar la naturaleza perdida, podemos entonar salmodias de salvación. Pero todo lo que llamamos naturaleza se petrifica ahora como una imagen dieciochesca olvidada en la polvorienta boca de un teatro. ¿Fue la idea de naturaleza, alguna vez, algo más que eso?

©Camille Irrgang

Y más preguntas: ¿cómo llevaron a cabo la pieza los Monte Isla? Como ya he comentado, estos artistas han exprimido la potencia de la máquina-teatro, ahondando en sus posibilidades técnicas. Pero también trabajan, conceptualmente, en las imágenes que no son obvias, en la imagen que no es la cosa, sino su ausencia, es decir, en el juego ilusionista, grotesco, de generar una imagen mediante un material que no le es propio a lo que la imagen debe representar. Los Monte Isla trabajan la imagen también como el artificio que es. Los tubos, las barras colocadas de esta o aquella manera generan planos de perspectiva en donde se vislumbra un bosque fragmentado y maquinal generado a partir de contrapesadas y hojas de plástico, de planos de luz, de juegos visuales y espaciales.

Que nadie se engañe, esta compañía que habita en un rincón de la Selva, entre una fábrica y un pequeño bosque de robles, trabaja con pocos recursos pero con una gran ambición. En algún momento de la charla, Andrea se preguntó por qué se puede entender como algo pretencioso esa necesidad de proponer grandes imágenes, grandes posibilidades como la de mover un teatro. Yo me pregunto: ¿desde cuándo se debe castrar a las compañías jóvenes con juicios cuantitativos sobre cómo de grandes deben ser sus imágenes? Me parecen encasillamientos penosos; hay ideas que requieren de grandes dispositivos, de grandes artefactos. La pobreza de nuestro panorama teatral puede palparse en el momento en que se hacen juicios de las propuestas según si son más grandes o más pequeñas, según si eso concuerda con la grandeza o pequeñez de la compañía. Es un decoro moral más que formal. Y pienso que es ridículo. Las propuestas teatrales no son grandes ni pequeñas, funcionan por virtud de operaciones que tienen que ver con las ideas, las emociones, los pactos entre artistas y audiencia. No por el espacio mesurable que ocupan. Monte Isla trabajan con una gran conciencia de su estar en el mundo, del lugar que ocupan en el circuito, del lugar que se espera que ocupen, trabajan con una gran conciencia acerca de quiénes acudirán a su teatro y de quiénes no. Trabajar desde esa conciencia y proponer una pieza como Donde empieza el bosque acaba el pueblo es una declaración de intenciones, un manifiesto, un golpe sobre la mesa. Ojalá todas las propuestas propusiesen esa fe artística, entonces nos encontraríamos en un terreno fértil en donde disputarnos las creencias, resquebrajarnos los discursos y cuestionarnos las poéticas, y lo haríamos en la palestra de la escena y para la escena, desde el trabajo y a través del arte (entendido arte como una habilidad como cualquier otra, como el ars latina). Creo que a fin de cuentas esto último es lo único que importa, juraría, a los Monte Isla.

Núria Corominas

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Sueño artificial

©Estudio Perplejo

“I don’t know where this voice comes from” 

Bubble Gum. Pieza chicle. Plic Ploc! 

En Mágica y Elástica, performance más reciente de la coreógrafa Cuqui Jerez, la dimensión lúdica nos es presentada justo al inicio: al abrir las cortinas del teatro, notamos una pista de tenis situada en medio del escenario. Sin embargo, en lugar de reglas o objetivos restritos, lo que vemos en escena es otro juego: el continuo montar y desmontar de la propia acción escénica. Un partido en el que suceden lances imprevistos, donde se juega a desafiar nuestras expectativas y a estirar los tiempos y sus posibilidades. 

Aquí Cuqui se dedica a la artesanía de habitar el aparente vacío, a abrir encadenamientos ausentes de causalidad, a escapar al dominio de la finalidad y, finalmente, a driblar la semántica. La coreógrafa juega a la subversión y a la deconstrucción del aparato y de las convenciones teatrales, pero no haciendo tabula rasa, tampoco denunciando las lógicas espectaculares a modo debordiano. Por el contrario, aquí la deconstrucción de la acción escénica transcurre al servicio de la magia. Un hechizo que no sucede en forma de espejismo o mera denegación de la realidad, sino como una sutil reivindicación de la ilusión de lo material o, a la inversa, de la concretud de lo ilusorio. 

Aun así, en medio a esa concretud vislumbramos entrecortadas (pero insistentes), aperturas a la fabulación. Ya sea a través de los versos de  las canciones cantadas en directo, como de los diversos agenciamientos coreográficos exhibidos, delante de nosotros se abren ventanas en las que soplan vientos de ficción. Aquí se evidencia un inagotable entusiasmo por la fantasía, quizás una auténtica pasión por la ensoñación y sus lógicas propias. Ahora bien, la tarea no es fácil: ¿Cómo abrir grietas en la rigidez del formalismo escénico para estimular el vuelo del imaginario?, Y ¿Cómo generar intriga y suspense sin resbalar en el drama? O aún: ¿Cómo evitar que la aparición de la palabra controle el discurso escénico? 

Cuqui contesta a toda esa série de «como’s» haciendo trucos delante de nuestros ojos y dando alas a la abstracción: construye yuxtaposiciones y cruces inesperados entre las escenas, sostiene la potencia de los eventos, para así generar una experiencia singular de la duración. O mejor, lo que percibimos es una diversidad de temporalidades: un espacio-tiempo que se expande y se contrae, como un chicle en la boca, que de tanto en tanto se abre en forma de burbujas, pero que, justo antes de que la intentemos capturar, se explota en nuestra cara. Entre todos, masticamos esa cosa elástica, sin prisas, rumiando los sucesos que ocupan ese paisaje declaradamente artificial. En una época caracterizada por el predominio de la aceleración y de la inmediatez, esa ralentización es todo un gesto de revuelta. Al final, ¿qué sería una performance, si no bloques de tiempo, producción de memorias y proyección de futuros?

De golpe, como en un gesto de ilusionismo, el dispositivo teatral se convierte en una especie de máquina de inteligencia artificial burlona, emancipandose de estar al servicio de las intenciones de artistas y público para cobrar vida propia, hasta el punto de delirar, de esquivar a los juegos y trampas del lenguaje. Como si, de repente, los algoritmos perdieran el control de nuestras pantallas perceptivas. Como si las distorsiones glitch se rebelaran de una vez por todas, liberando nuestras sensaciones psicofísicas de ataduras cognitivas. En ese punto, vale recordar las deliciosas coreografías de la mirada protagonizadas por las luces y el sonido, en las que experimentamos efectos ópticos alucinatorios de tercer grado. Un ejercicio de enseñar y ocultar, ver y proyectar, aparecer y desaparecer, a saber: una manipulación de nuestra visión y demás sentidos que, a través de impulsos eléctricos, resulta en una fascinación emancipadora.

Mientras tanto, tal como atletas de un maratón imaginario en un mundo ausente de gravedad, sin cualquier atisbo de competitividad, nada de récords ni esfuerzo aparente, las performers logran alargar los espacios de indiscernibilidad entre cada escena, abriendo nuevas situaciones a partir de los restos de las anteriores, expandiendo así, de forma radical, la flexibilidad de nuestra  imaginación. Poco a poco, cada cambio en escena agita nuestras percepciones, tensando al máximo el potencial de desintegración de lecturas y ofreciéndonos extrañas sensaciones con las que simplemente no sabemos qué hacer. Como si esos movimientos sutiles fueran la parte visible de una energía disipada que, a lo largo del tiempo, se recría, suscitando la liberación de formas inesperadas. Pero, ¿quiénes son esos seres?¿Serían figuras escapadas de un cartoon postmoderno?¿De donde emerge su vocabulario gestual? Estaríamos observando el confinamiento de posthumanos en las ruinas de un club deportivo abandonado? 

Sí, sin duda, la performance tensiona el absurdo. Sin embargo, pese a las situaciones inusitadas, pese al continuo desbordamiento de nuestra percepción, pese también a su universo psicodélico – en el que  la cultura pop desde los años 80 hasta ahora es triturada sin complejos –  la performance no resbala al sinsentido absoluto. O mejor, actúa en las doblas de una lógica Mágica y Elástica, una estructura musical, escapando así a lecturas semióticas directas o absolutas, bifurcando nuestra capacidad de aprehensión, para finalmente instaurar, con alegría y humor, una enunciación coreográfica que multiplica nuestras posibilidades de interpretación. Quizás una crítica desenfadada y sonriente a la noción de razón, una revelia a nuestra reconfortante pretensión de comprensión total. Una buena sacudida, capaz de quitar una y otra vez, la alfombra debajo de nuestras creencias, o, dicho de otro modo, de hacer trampas a nuestro entendimiento e invitarlo a bailar. En breve, una suspensión de lo concebible que vacía nuestros códigos y convenciones para devolvernos la capacidad de soñar. 

Con ello no termina el juego, con ello empieza.

                João Lima

 Mágica y Elástica – Cuqui Jerez, visto en el Teatre Alegria, Festival TNT, 28/09/22.

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Barrer con una mano

Hace poco, cuando aún era verano en Sant Feliu de Guíxols, de camino a la estación de autobús para regresar a Barcelona, vi de repente un local a pie de calle muy extraño.
A través del cristal se veía que el suelo era de microcemento y que estaba todo vacío, excepto por seis pequeños elementos de medio metro con forma de jota invertida, parecían estar hechos de metal, bridas y cables y brotaban del suelo como flores.
Se erguían esbeltas, situadas en dos grupos de tres, alineadas tres por un lado, y tres por otro, dibujando dos líneas rectas que formaban un imperfecto ángulo de noventa grados en el centro del espacio.
Fue muy bonito el lapso de tiempo que tardé en entender que se trataba de las tomas de tierra eléctricas de un local que debía haber tenido maquinaria pesada y que ahora se encontraba en alquiler o venta.
No se parecía a nada, o como mucho podría parecer una exposición de arte muy, pero que muy sofisticada.

Esta pequeña epifanía de dos minutos solo pudo existir partiendo de un malentendido, de cuando algo ocupa un lugar que no le pertenece del todo: el local, yo, o ambos.
Y siempre tengo un poco la misma sensación cuando voy a un cabaret Internet.


Hay otra cosa igual de aleatoria que tiene en común el cabaret con el local vacío con seis jotas al revés que parecen flores de cables, y es una frase que me dijo un día mi amigo Xavi Ristol, que es: «si rima es verdad».
Y para más inri, Cabaret Internet recibe este nombre únicamente porque internet rima con cabaret, o al menos eso dice Jaume Clotet (que también rima) y Alicia Garrido, las instigadoras de todo esto. Pero somos muchas las que no acabamos de creerle del todo. Para empezar, porque aunque este particular show no repita nunca la misma estructura de funcionamiento, siempre tiene algo que ver con una deriva loca de YouTube de madrugada pero rodeadas de cuerpos en vez de oscuridad. Es un formato que hace ponerle carne a intereses que muchas veces parten de esa inmaterialidad tecnológica que cada día percibimos menos.

Esta última sesión sucedió en el Pumarejo; oasis de Hospitalet, y tenía estructura de verbena, pero recuerdo también en anteriores ediciones estructuras de casting, de performance colectiva, de concurso, de concierto, de teatro callejero, de fiesta… Pocas cosas se mantienen de una sesión a otra. Pero una de las pocas que sí lo hace es el papel de Alicia y Jaume, quienes aparte de organizar los espectáculos hacen de azafatos entre número y número. Un papel importante, ya que casi siempre hay que barrer o fregar después de cada participante. Esta vez vestían unas cabezas gigantes de sí mismas hechas de papel maché que pesaban tanto que las tenían que sujetar con una mano mientras barrían solo con la otra.
El autoboicot es VIP aquí.
Y es muy loco ver a dos personas barrer con una sola mano encima de un escenario sin que eso sea premeditado… o meditado siquiera.
Esa imagen creo que explica muy bien todo.


El elenco de este pasado sábado lo componían la espléndida maestra de ceremonias; Estel Boada, que aparecía en forma de piñata parlante colgando del centro de la pista de baile. Piñata que cerca del final del show ella misma se encargaba de reventar a golpes para sustituirla en carne y hueso. La primera participante junto a un equipo de actrices protagonizo un «videoclip en vivo» que acontecía dentro de un nail center. También hubo una tómbola con papeles por el suelo que escondían premios, confesiones de un hijo sobre su padre mientras se tiraba sopa por encima y unos lipsyncs bien cabaretescos de Goliarda Prada. El orden de las actuaciones las determinaba una ruleta de la suerte, que dejó para el final a una gusano/cantante que nos mostró sus travesías por las montañas, un vendaval llamado María Freire y una pareja de DJ’s que nos hicieron vivir los últimos quince minutos de una boda durante dos horas y media.

Pero aún siendo tan raras las cosas que pasan aquí, a mi parecer, la característica que diferencia más al cabareti de muchos otros espacios de propuestas es que NO INTENTA QUEDAR BIEN. Y aunque a muchos les parecerá que decir esto es un piropo vacuo y vacío, aquellas personas que hayan asistido a alguna sesión sabrán bien a lo que me refiero. Eso no quiere decir que no inviten a gente «guay» ni traten de ser modernos -que sí que lo hacen- sino que no tienen esa vieja manía de no dejar basura para la posteridad. Manía que durante siglos hizo que no se escribieran, casi, tonterías. Y el ignorar eso hace que a veces el cabareti pueda tener momentos cutres o ser algo grotesco, pero jamás ha dado la mitad de vergüenza ajena que algunas exposiciones del MACBA. Y eso en parte sucede por cómo ambos se piensan a sí mismos y cómo se han decidido relacionar con el contexto local.


Hay un clip bastante antiguo donde un señor en un concierto de Enrique Iglesias, al tenerlo cerca y poder hablar con él, se pone tan nervioso que le dice «tú eres mi fan» en vez de yo soy tu fan. Y creo que eso es algo que se le puede llegar a decir al cabareti y que tenga cierto sentido. Ya que cada vez es más alta la proporción de público que ha participado en alguna que otra sesión, y eso hace que sea y lo sintamos un poco de todas.
Además, el tipo de acercamiento que pide el cabaret no se trata tanto de sí a una le gusta o no le gusta… como si fuera una serie, sino que se parece más al del local de las flores de cables y bridas. El de algo que, sin estar diseñado para mirarse, puedes decidir mirar con cariño para intentar disfrutar del desconcierto e invocar a las ligeras epifanías que este regala de vez en cuando. 

Àlex Palacín

Fotos de Bo Bannink

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Donde está la fuente

©Vladimir Bertozzi

Al lado de la casa donde vivía cuando era pequeño hay un parque. Por debajo del parque hay un colector que lo cruza de un lado a otro. El colector llega hasta a una fuente que se conoce con el nombre de Fuente Buena. En esa fuente mi abuelo cogía agua todas las mañanas antes de bajar a la huerta. Ahora el colector está cerrado con una verja de hierro y no se puede pasar, pero antes no estaba cerrado. De pequeño quería atravesarlo. Empezaba con ganas. Al principio había luz y se veía, pero antes de llegar a la mitad la oscuridad era total. Tenía que caminar a tientas. En esa oscuridad había sombras que se movían. No tenían ninguna forma concreta. Eran cosas negras que aparecían y desaparecían. Entonces, aunque no quisiese, por más que intentara convencerme de que allí no había nada, me daba la vuelta y volvía a salir por el mismo lugar por el que había entrado.

He pasado demasiado tiempo sin atreverme a ir hasta el otro lado. Aún lo sigo haciendo. Crisis climática, guerras, pandemias. Usar la economía como brújula me ha hecho perder el norte. Casi sin darme cuenta, me asedian cientos de sombras: prisas, trabajo, consumo, hacer y más hacer. Ir de un lado a otro y, sin embargo, estar siempre en la mitad. Vivo en Troya. El suelo de las calles está lleno de cenizas. El viento levanta las cenizas. Hay nubes de ceniza en mi cabeza que no me dejan ver nada más que las cenizas. Sacos de ceniza en cada esquina. En una ciudad asediada, después de años de asedio, no hay vencedores: solo hay tiempo para los ajustes de cuentas, los saqueos y las lamentaciones. “Como el humo que se disipa por los aires, escribió Eurípides, derribada por la guerra se consume nuestra tierra.” Mi imaginación es Astianacte, ese niño que fue condenado a morir arrojado desde lo alto de la muralla. Olvidé que la fuente, Fuente Buena, está al otro lado -o lo dejé para más tarde. Necesito volver a la imaginación, que ve el mundo desde la pregunta y la maravilla cotidiana, y que quiere solo una cosa: ser compartida y, junto a los demás, ser dueña de la capacidad de crear posibilidades. Igual que el niño. Una sola palabra puede encender el futuro, creo que dicen en la obra.

No sé porqué he escrito lo anterior. O sí lo sé, pero quizá aún no sepa decirlo. Algo parecido pasa con las buenas obras: una cosa que no sé bien qué es, me alumbra otra cosa que es clara para mí. Me enviaron el vídeo de Tutto Brucia de Motus para escribir una previa. Vi el vídeo a la 1:30 en el hospital mientras pasaba la noche con mi abuelo. Tomé notas, alumbrado por la luz de guardia de la habitación. Mi abuelo se pasó la noche pidiéndome agua. Yo pausaba el vídeo y me acordaba de la fuente y de las veces que no crucé el túnel. Al día siguiente mi abuelo murió. Escribo esto antes de su entierro y lo terminaré al volver a casa después del cementerio. No tengo ganas de escribir nada, pero de mi abuelo aprendí, entre otras cosas, el valor de la palabra. De dar y de tomar la palabra.

Este fin de semana volveré al teatro. En Conde Duque está Motus. Tutto Brucia. Todo arde. Una obra lunar, porque tal vez hayamos convertido el mundo en un lugar inhabitable como la luna. Una obra que parte de Las Troyanas de Eurípides para decir cosas de la oscuridad de nuestro mundo. Motus es una de las compañías más interesantes de la escena europea. Hace piezas oscuras y animales, obras que son conciertos, bailes sobre el fuego, crea momentos asfixiantes. No iré al teatro por la obligación de no perderme ciertas obras ni por el recuerdo que dejó en mí su MDLSX en Naves de Matadero hace cinco años.

Iré al teatro para volver a estar en mitad de aquel túnel como cuando era pequeño. En medio de esa oscuridad que no me atreví a cruzar. Y al salir descubriré que estamos cada vez más cerca del otro lado. Sé que la oscuridad eterna de quien se va se convierte en la luz de quien se queda y que compartir la ruina puede ser una buena manera de empezar a juntar los pedazos entre todos. Cuando vea algo moverse tras las cortinas negras no me daré la vuelta. Ahora quiero cambiar el orden de dos parlamentos de Las Troyanas. Entonces, Andrómaca dirá: “Digo que no existir es igual a morir, y que morir es mejor que vivir con pena, pues de nada se sufre cuando uno no se percata de ninguno de sus males.” Y Hécuba responderá: “No es lo mismo, hija, morir que gozar de los sentidos. Pues lo primero nada es, mas en lo segundo hay esperanzas.” Me resisto a que el mundo sea solo el lugar de las lamentaciones. Volveré al teatro para hacerme cargo de esa esperanza. De esas palabras. Para atravesar el túnel y llegar donde está la fuente.

Javier Hernando Herráez

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Dentro del día hay más cosas de las que pueda soñar tu filosofía

Fotografía de Luz Soria

Interior: Día. La información básica que proporciona un guion al comenzar a leerlo: por ese carril comienza a rodar la obra de Los Lúmenes escrita y dirigida por Miguel Valentín, que también la interpreta junto a Anahí Beholi, Montse Simón y Luis Sorolla. Aparentemente vamos a presenciar los dilemas de un guionista que se llama, justo, Miguel Valentín, y que no acaba de estar convencido del valor de lo que está escribiendo. Esas dudas definen su relación con los que le rodean, que son un amigo suyo, su novia y por extensión una amiga de su novia. A Miguel Valentín, el personaje, lo que más le interesa es averiguar lo que piensan de su guion. ¿Es deslumbrante, es bueno, es entretenido, ha conseguido reflejar el mundo? Se muestra muy receptivo cuando la conversación gira sobre eso, y algo más despistado cuando sus interlocutores hablan de lo que les preocupa a ellos. Es que el tipo es un poco egoísta y un poco neurótico, y aunque esos son rasgos que hemos visto muchas veces en infinidad de personajes empadronados en Insoportabilidad Lane, cuando estudiábamos en la facultad y sobre todo en las películas de judíos neoyorkinos, la interpretación de Luis Sorolla le da un toque vital y lleno de encanto. Lo más evidente es el toqueteo constante al que somete a su frondosa cabellera, que es como si un fumador compulsivo echase mano a la cajetilla (si quieres tranquilizarte, fuma; si quieres armarte de valor, fuma; si no puedes dar crédito a lo que estás oyendo, fuma; si quieres celebrar algo, fuma ─pues así pero con tocarse el pelo─), además de una manera sincopada de hablar que es una de las primeras pistas de que en esta obra todo va a estar un poco pasado de rosca. Pero además también merece la pena fijarse en la gestualidad de la cara, en la expresividad de ojos y boca, a lo que nos va a ayudar el hecho de que la puesta en escena incluya una cámara con proyección simultánea en la gran pantalla que sirve de fondo al escenario.

Este recurso de la cámara, además de contribuir a multiplicar los planos de acción como en la buena ficción algo lisérgica a la que estamos asistiendo, nos ayudará a que saltemos alternadamente de la cotidianeidad de nuestro guionista a las escenas de western como de álbum de cromos o a las de la misión interestelar que se revela como prueba existencialista. El paso de una acción a otra se resuelve con la lectura en voz alta del guion por parte de los personajes, que se van turnando en el encargo sin abandonar, por otro lado, la interpretación de los varios papeles a los que les empuja ─a empellones─ la mente (calenturienta, qué otro tipo de mente podría haber) del guionista. Los actores tan pronto están sentados a la mesa de un bar como a lomos de un caballo robado, según indique la secuencia correspondiente del guion al que se acude cada vez que la acción se enreda, siempre vestidos los cuatro iguales, con pantalones vaqueros, zapatillas all star y camisas holgadas en varios tonos pastel, quizá porque funcionan como leves variaciones de distintas posibilidades y no dejan de ser todos distintos avatares de un mismo ser (como algunas teorías que dicen que todos los personajes de los sueños son en realidad el propio soñador).

Fotografía de Luz Soria

Aquí el personaje protagonista se llama como el autor de la obra pero está representado por otro actor, mientras que el autor representa a otro personaje que se llama de otra manera. Qué cosa curiosa. Es relativamente habitual en el teatro o en el cine que los personajes lleven los nombres de los actores que los interpretan, cosa que se hace por zanjar la elección o por seguir teorías sobre la encarnación y la distancia, pero como en este caso hay un juego de traslación, ¿por qué no especular que es más bien desde la ficción desde donde se otorgaron los nombres a los seres que la imaginarían? Es decir, que es desde dentro de la historia de Interior: Día desde donde el personaje llamado Miguel Valentín proyectó hacia el mundo de la realidad objetiva la persona dramaturga Miguel Valentín, que habría de imaginarlos a él y a sus compañeros, su amigo, su novia, la amiga de su novia, los forajidos del Lejano Oeste, el astronauta angustiado, la astronauta audaz y generosa, todos los personajes de esta extravagante trama, de modo que pudiesen existir, aun en un bucle de disparate, en el hueco que dejan los otros millones de universos simultáneos.

Hay algo de norteamericano en el tono de Interior: Día. La historia es de entrada muy sencilla, y hay un guionista neurótico, está el Oeste y están los viajes por el espacio. Pero mediante elementos muy sencillos como por ejemplo chistes, alteraciones en el tono de voz, repeticiones, el eficaz aprovechamiento del atrezzo y muchos recursos tan livianos y alegres como las viñetas de un tebeo, toda la imaginería acaba por descoyuntarse de un modo que evoca, si es que hay que buscar entre los estadounidenses, a Richard Brautigan, el novelista que escribió libros como La pesca de la trucha en América o Un detective en Babilonia, y que por cierto dio nombre a la biblioteca donde se conservan los manuscritos de las novelas que ningún editor quiso publicar, y que forman por eso otra historia posible de la literatura. En el caso que nos ocupa, esta obra permite la existencia de unos personajes que explotan al máximo, hasta la caricatura, los rasgos con que han sido dibujados, para que nos fijemos en ellos, para existir. ¡Lo hacemos todos!

Bárbara Mingo Costales

Interior: Día
Compañía Los Lúmenes
Autor: Miguel Valentín
Intérpretes: Anahí Beholi, Montse Simón, Luis Sorolla y Miguel Valentín
Sala El Umbral de Primavera
Ciclo Abril Imaginario
23 de abril a las 12:30

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Katharsis

Silenzio! de Ramona Nagabczyńska. Maurycy Stankiewicz.

Los conceptos no resuelven los problemas que nos generan
 los acontecimientos, sino que nos permiten rodearnos
 de posibilidades para ser de otra manera.
Elizabeth Grosz

UNO.

Recibo un mail de Teatron mientras leo el siguiente párrafo de un texto que escribió una amiga, Esthel Vogrig, a su profesor, (no especifica de qué materia):

Estoy de acuerdo con todo lo que comentó, y de hecho si le soy sincera no soy nada afín a las políticas identitarias, justo porque creo terminan por simplificar y dividir. Claro, mi opinión cambia, por ejemplo, con pueblos originarios o con las personas trans que históricamente han tenido que luchar y lo siguen haciendo, para tener el derecho de ejercer su identidad; en estos casos entiendo y respeto la necesidad de ejercer políticas identitarias.

Suspendo la lectura del texto y me quedo pensando, una vez más, en la palabra identidad; concepto ante el cual nunca sé cómo posicionarme. Sin terminar la lectura, ni mi reflexión, me voy a leer el correo. En éste me invitan a escribir un artículo sobre el ciclo Katharsis del Teatre Lliure. Visito el link que me sugieren en el contenido del correo y aparece este texto:

¿Qué nos define? Esta es la pregunta que centra la edición de Katharsis 2022….

Los proyectos programados este enero intentan responder al concepto de identidad….

Así que decido que no puedo decir que no a esta invitación.

Para cuando recibí esta invitación el ciclo ya había comenzado, se llevó a cabo del 16 al 30 de enero, en el Teatro Lliure de Montjuic. Por lo que me perdí la performance decolonial y feminista, inaugural: O Barco/The Boat de la portuguesa Grada Kilomba, protagonizada por diversas generaciones de las comunidades afrodescendientes, la cual me hubiera encantado ver. Hay un breve documental para aquellos que sientan curiosidad por este trabajo.

Pero bueno, más allá de ésta pérdida, pude finalmente acudir a gran parte de Katharsis.

Comencé con Silenzio! de la performer y coreógrafa polonesa Ramona Nagabczyńska. Que se presentó los días 20 y 21 de enero en la sala Fabià Puigserver.

Desafortunadamente sé poco de Ópera, así que si bien la obra también utiliza herramientas teatrales, dancísticas y musicales, se centra en jugar principalmente con elementos de ésta; esencialmente para criticar esos espacios donde se les da voz a las mujeres pero al mismo tiempo se las silencia. La idea del canto y las voces hermosas dirigidas por un hombre que después las calla, es muy clara; además de que reconocemos que este es un problema que sucede en muchas otras disciplinas artísticas… por centrarme solo en un área.

Silenzio! Juega entre los dentros y fueras de las Artes Escénicas, las actrices/cocreadoras ensayan: practican diferentes maneras de morir, diferentes maneras de dar las gracias. Yo, que sigo con la pregunta de la identidad en la cabeza, pienso: ¿Cómo sería si camináramos así por la calle, en nuestro día a día, con esa firmeza y seguridad que las cuatro actrices despliegan en escena?

Finalmente las actrices, dentro del escenario, hasta ahora estaban vestidas con ropa casual/elegante, se cambian y se ponen sus vestidos pomposos. ¿Ahora sí? ¿La Ópera ha comenzado? ¿La Traviata? Y se convierten en personajes mucho más altivos; cantan, gritan, se secretean, dicen barbaridades, se insultan, nos insultan: Nosotros qué vamos a entender, si eso que ellas están haciendo es muy conceptual, algo así nos dicen. Hay algo de verdad en esto, aunque no creo que sea porque no esté acostumbrada al arte conceptual, pero sí que siento cierta distancia con la propuesta; así que al terminar la función, reviso el programa de mano; y así me entero de que una parte de la pieza está inspirada en la aischorologia, una antigua práctica griega basada en el uso del lenguaje obsceno que surgió de los rituales femeninos. Y que, si bien ahora no hay nada parecido, con esta propuesta, hay un interés de mostrarnos de que lo que sí existe es una perturbación cuando las vulgaridades salen de los labios femeninos. Entonces, me pregunto si estas ideas universales afectan a todos los espectadores por igual. ¿No depende muchísimo de la historia de cada uno? Personalmente sí que me incomodaron esas escenas, pero no porque unas mujeres nos interpelaran, el sexo era lo de menos, sino porque no me agrada como espectadora verme en ese lugar. Y esa era yo, pero la que se sentó a mi lado se reía, algún otro se retorcía en la butaca y muchos otros tosían.

Lolling & Rolling de Jaha Koo. Marie Clauzade.

DOS.

Pasa una semana para regresar al Teatre Lliure, y en esos días leo Metamorfosis de Emanuele Coccia, y me encuentro con la siguiente reflexión sobre la identidad:

…el hecho de que seamos la carne de la Tierra y la luz del Sol que reinventan una nueva manera de decir “yo”, no nos condena a una identidad. Por el contrario, es a causa de este parentesco mucho más profundo e íntimo (somos la Tierra y el Sol; somos su cuerpo, su vida) por lo que estamos destinados a negar, a cada instante, nuestra naturaleza, y nuestra identidad, y por lo que nos vemos forzados a desarrollar una naturaleza y una identidad nuevas.

Entiendo que Coccia se refiere, sobretodo, a una identidad anatómica, pero siempre sospecho que este tipo de lecturas, para aquellos que han tenido que trabajar y luchar sobre la identidad o sobre ciertos aspectos sociales, pueden resultar un poco banales. Personalmente me expanden, me oxigenan y sobre todo me permiten dialogar con estos conceptos desde diferentes frentes.

Y así, llega el sábado 29, y de nuevo asisto a la Sala Fabià Puigserver para presenciar: The Hamartia Trilogy del videocreador y compositor coreano Jaha Koo. Una reflexión sobre la cultura coreana y su relación con el resto del mundo, sobre todo “el imperio” que de alguna manera ha sometido a Corea… y a tantos otros países. Los títulos de las tres piezas son: Lolling & Rolling, Cuckoo y The history of Korean Western Theater. Yo solo veo las dos primeras piezas, las cuales son muy agradables de ver, porque la manera de Jaha de estar en escena es muy amable. En ambas piezas él está solo, vestido de negro, tanto él como el escenario. En realidad está acompañado por objetos, como las pantallas en las que nos va compartiendo videos de la historia coreana y sus personajes, videos editados y trabajados en un estilo POP, una estética que evidentemente le interesa explorar. Jaha habla a veces en coreano, a veces en inglés. En las pantallas aparecen los subtítulos en inglés y en catalán, para mí, que ninguna de las dos es mi lengua materna, la cosa se complejiza. Empiezo con el inglés pero termino en catalán, pero luego mejor regreso al inglés para asegurarme de que lo he entendido bien, y justo cuando encuentro la palabra que quería rectificar en ambas lenguas, el texto cambia, y a empezar de nuevo: ¿En qué idioma leo esta nueva idea? Y mi identidad mexicana que encuentra puntos de encuentro con algunos puntos de la historia coreana: el inglés es muy importante para acceder a otro “nivel de vida”, está totalmente confundida. 

Koo parte de curiosidades coreanas muy sencillas y atractivas para los que sabemos/sabíamos poco o nada de Corea, para hablarnos de muchas otras problemáticas del país, siempre desde su experiencia, la de un hombre de treinta y largos años, que hace un tiempo vive en Ámsterdam; y esto es lo que hace que todo sea muy ameno. En ambas piezas, invoca a otro personaje, no presente en escena, que le ayuda a construir su narrativa: En Lolling & Rolling es su profesor de inglés, en Cuckoo su padre; y es que claro, necesitamos de otros para construirnos, para entendernos, para poder contarnos. La música juega un rol importante, en Lolling & Rolling Jaha está acompañado de sus tornamesas, y va haciendo música en directo para acompañar la narrativa. En Cuckoo, que está acompañado por tres máquinas para cocer arroz, no hace música en directo, pero ésta está muy presente.

A Jaha Koo su padre, para entablar conversación con él le preguntaba: ¿Comiste bien? Una pregunta que, nos explica, lleva muchos otros temas detrás… Y algo de esta lógica hay en la construcción de esta trilogía y seguramente en nuestras vidas: ¿De qué hablamos para hablar de las cosas que realmente nos interesan?

Desafortunadamente me pierdo la última parte, tenía entradas para el concierto del músico mallorquí Miquel Serra, en L’Auditori, donde por cierto me encontré a algunos que habían estado antes viendo a Jaha Koo. A Miquel Serra lo descubrí gracias al maravilloso documental Els ulls s’aturen de créixer de Javier García Lerín, el cual me sirve para seguir pensando sobre el tema que tanto atañe este texto: La identidad.

Together de Leja Jurišić y Marko Mandić. Matija Lukic.

El día 30 de enero, me animó a continuar con la maratón, y voy a ver la pieza con la que cierra el ciclo: Together, de los artistas eslovenos Leja Jurišić y Marko Mandić. Together dura seis horas, de las cuales estoy presente dos, llego media hora tarde y me voy dos horas después. Y la performance va de eso, de dos humanos que se proponen estar juntos por seis horas haciendo cosas, los acompaña una playlist, la música interfiere bastante en lo que van haciendo, en su estado de ánimo, en las escenas que van construyendo; y arriba de ellos hay unos televisores en los que aparecen frases que “acompañan” nuestra mirada y enmarcan un poco lo que ahí está sucediendo. El espacio, el Espai Lliure, es como una especie de ring, esa es la sensación que a mi me da, el público está distribuido en los cuatro frentes. En el momento que llegué, 30 minutos después, Marko ya tenía la camiseta destruida y tanto él, como Leja comenzaban a verse transformados. En dos horas se quitaron la ropa, se pusieron muchos calzoncillos, se transformaron en monos, “follaron”, se pintaron el cuerpo, lloraron, cantaron, se celaron, se abrazaron, nos mostraron sus habilidades como bailarines contemporáneos, hicieron twerking. No me puedo imaginar qué más pudo haber pasado. 

Y si todo en la vida es una performance, como recita el programa de mano de la pieza, me pregunto qué otras maneras se podrían proponer para estar realmente juntos. No sé si finalmente, después de tanto tiempo compartido espectadores e intérpretes se fusionen y lo experimenten; la verdad… es que no lo creo.

Mientras voy escribiendo este texto, me doy cuenta, de que más allá de las piezas en sí, el ciclo Katharsis ha conseguido dejarme con muchas cuestiones y reflexiones, y que suceda algo así, como espectador, siempre se agradece.

Anabella Pareja Robinson

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Deseos y derrumbes

©Miquel Coll

La noche anterior de ir a ver la performance de Laia Estruch en el MACBA, soñé que iba a ver la performance de Laia Estruch en el MACBA. El sueño no había deformado demasiado ni el ambiente de la plaza del museo, ni su acceso por la entrada principal. A la izquierda estaba la tienda. En el mismo sitio, también, las rampas y la escalera de caracol. Subí al último piso y entré en la sala. La performance empezó en semipenumbra. Reconocí, sentados, a algunos amigos y conocidos que al día siguiente no estarían en la performance real. Llegué tarde y ya no había sitio para mí, lo que quizá un psicoanalista interpretaría como una especie de dificultad, bastante común por otro lado, de ocupar determinados espacios, de tomar presencia. 

La sala era cuadrada y el suelo de madera. Las paredes blancas. En el medio había un agujero rectangular. Parecía muy profundo. Me llamó la atención la rectitud, la perfección de los cortes en la madera. Claros. Minuciosos. Supe que abajo estaba Laia porque surgía una voz femenina, un grito prolongado que adquiría modulaciones diversas conforme pasaba el tiempo. Comencé a andar, muy lentamente, hacia el agujero. Había un rectángulo de sillas que lo rodeaba, a una cierta distancia, pero quienes estaban sentados no podían ver lo que había dentro, tan solo, si acaso, sus bordes limpios. Había otras personas de pie, merodeando alrededor de las sillas, y del agujero. Sí, también del agujero. Nadie lo suficientemente cerca. Eso no. Yo seguía andando hacia allí: quería olerlo, tocar sus cantos, asomarme para ver. Entonces creo que vi a Laia, desde arriba. Sobre todo la cabeza, el pelo oscuro. Solo unos pocos segundos. Era muy profundo el hueco. Sentí que me derrumbaba. Era una fuerza centrípeta, potente, que me quería llevar.

Al día siguiente Laia, después de la performance, me hablaría de una pieza que hizo dentro de una piscina. Ya para entonces, seguramente debido al sueño, había comprendido que en su trabajo era importante la división del espacio en planos materiales y simbólicos, en alturas de a dos, o de a tres, que delimitaban y dividían el espacio que una ocupa, el que ocupan lxs otrxs, y el que una podría o desearía ocupar. 

©Miquel Coll

Entro por fin en la performance, llamémosla, real. La sala será unas seis veces más grande que la del sueño, menos cozy, más brutal. Me siento con Virginia en primera fila, en una pareja de sillas esquinadas, junto a la puerta y junto a la red. En frente veo a Elvira, a Mariana, a Max. 

El espacio parece recolocarse. Siento de forma muy clara el arriba, el abajo, el medio. Cuando Laia se sube a la red para empezar la performance, ayudada por una grúa y por un técnico, no sin cierta dificultad, me doy cuenta de que parto de una inversión. Si en el sueño era preciso mirar abajo, intentar no ser absorbida por el hueco, ahora la atención se invierte para dirigirse arriba. Me pregunto por qué Laia intenta siempre habitar lugares que no están exactamente aquí. Que se escapan. Que se alejan.

Casi no transcurre tiempo entre subir a la red y devenir otra. Otra en ese plano otro. Me detengo en la fisicidad de la acción, en cómo logra ser sostenida en el tiempo. Hay una incomodidad evidente en el hecho de estar ahí arriba, pisando la red y desplazándose por ella. Un desequilibrio que es constante y hace difícil mantenerse en pie. Un ejercicio tenaz por intentar doblegar lo que viene dado, lo que ya está aquí. Partir de ese lugar incierto, inestable, sitúa la acción en una especie de precariedad que será contestada intensamente por la fuerza del cuerpo. Por esa potencia que se empeña en estar, en producir presencia pese a todo. La fragilidad, y ese cuerpo pequeño que la desafía, es una constante que marca muchos de los trabajos de Laia Estruch. Creo que todos los que yo he visto. Como si fuera necesario colocarse, una y otra vez, en esa posición. Vivir con la inestabilidad, abrazarla, exponerla como una forma casi inevitable de ocupar el mundo. Como si fuera la única. 

No es la primera vez que pienso algo parecido. Lo vi en Àngels Ribé, en algunas de las acciones que realizó en los años setenta, en las que su cuerpo encontraba una enorme dificultad cuando intentaba ocupar un espacio, cualquier espacio. Lo vi también en algunos trabajos de Olga L. Pijoan, en su presencia frágil, precaria, casi fantasmal. Y Amelia Jones dijo algo similar de las siluetas de Ana Mendieta y de las fotos de Francesca Woodman. Dijo que, mediante las huellas, mediante las ausencias, ellas rompían con el deseo moderno de presencia y transparencia de significados.

Pero en Laia es otra cosa. Porque el cuerpo se empeña. Y en su pequeñez, resiste. Y genera presencias, como resiliencias, que en el caso de Laia están, además, mediadas por la voz. Porque es ahí donde surge la voz, como aquello que desborda el cuerpo. No la palabra. La voz. Articulación viva, incoherente, deseante. Voz fuera del logos y en otro lugar. 

©Miquel Coll

Y es que aquel día, en el MACBA, el discurso desplegado escapaba al lenguaje: lo torcía, lo cortaba, lo tergiversaba. Luego estaban los pájaros. La tórtola, el cuco, el autillo. Devenir pájaro. En el museo. Saber decir como un pájaro. Y es que Laia nos hace creer que ha logrado atravesar esa lengua extraña, la de los pájaros, abriendo aquello que estaba cerrado, situándose como médium, como intermediaria entre dos planos. Y son su silbido, su piar, su canto y su aullido, los que interrumpen la lengua, tal y como la conocemos, una y otra vez. Una y otra vez. 

¿Qué puede decirse sobre un cuerpo que dice más de lo que pretende decir? Eso pensé al verla durante un rato ahí. Que había algo que no podía atraparse en el decir, algo del orden de lo indomable. Que ese cuerpo algo intentaba decir, con las palabras que le faltaban. Y que, aunque yo no pudiera dar cuenta de ello aquel día, estando presente allí, y no pueda dar cuenta ahora, desde aquí, algo me hizo y algo me dio.

Lista de palabras que anoté durante la performance:

Tu
Indomable
Cuerpo histérico
Chiflando
Boca/dedos
Dice
Palabras
Sueño
Gelidez/museo
Femenino/humano
Gallina
Falta
Fuera
Extraña
Araña

Leo que el 1 de enero de 1960, viernes, la poeta argentina Alejandra Pizarnik escribió en su diario: “Que este año me sea dado vivir en mí y no fantasear ni ser otras.” 

Y pienso en cómo sería posible escribir, hacer arte, hacer performance, sin ese deseo de devenir otra. Sin esa fuerza que empuja al hueco, que precipita al derrumbe, al fondo del agujero. 

Deseo de estar en otro lado, en otro lugar. Deseo de otras formas, de otros espacios, de otras maneras de vivir en su interior. El ejercicio de Laia: un esfuerzo por intentar ser allí donde no viene dado simplemente ser. Es decir, cualquier lado. El cuerpo y la voz buscaban, irrumpían, interceptaban, cambiando el sentido de ese lugar preciso. Embaucándose en una especie de práctica de traslado que abría otros espacios y otras formas posibles de fundarlos y ocuparlos. 

Deseo de ser otra: otra pájaro, otra artista, otra araña. 

©Miquel Coll

Y vuelvo a ver a Laia subida en la red. Y pienso que pensé que el cuerpo hablante opera, aunque su discurso sea incomprensible. Produce efectos sobre la realidad. Al hacerse pasar por pájaro, por cualquier pájaro, se produce un corte violento con la expectativa de que ese cuerpo (femenino) actúe como tal.

Y pienso que por eso Pizarnik pedía, como propósito del año nuevo, vivir en sí. Y no fantasear ni ser otras. Y pienso también que en Ocells perduts existe ese deseo a contrapelo de ser otra. Que los ensayos abiertos exploran formas de hacer con eso y ante eso. Con el deseo. Con la locura. Y que, al imitar los ruidos de esos pájaros, al emular sus poses, al avanzar piando, cacareando…, algo se clausuraba y algo se abría. 

Aquel día, en el MACBA, pensé en las implicaciones de estar ahí, haciendo lo que ella hacía. Y desde abajo, al mirar arriba, entendí que todo aquello que no podía asirse, que todo lo que se escabullía, tenía que ver con una multiplicidad semántica que desbordaba lo propio: el campo de la palabra, el campo de la escritura…

Maite Garbayo Maeztu

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Más alto

©Carlos Sáez

Va a ser mi cumpleaños y, ya que por trabajo no me puedo ir muy lejos, decido escaparme un día a Madrid; para así engañarme un poco y satisfacer la necesidad de cambiar el paisaje. Coincide que hay un par de cosas que tengo ganas de ver y justo el día anterior a mi llegada, el 6 de octubre, se inaugura en La Casa Encendida una exposición que me genera mucha curiosidad: YOU GOT TO GET IN TO GET OUT. El continuo sonoro que nunca se acaba. Comisariada por las españolas Sonia Fernández Pan y Carolina Jiménez. 

En los últimos meses he ido escuchando algunos de los podcasts que se fueron generando como parte de la exposición, la cual se ha ido desplegando, en el transcurso del año, en diferentes materialidades. Podcasts que han conseguido invadir con un poco de bailes techno mi casa; y no importa no estar en un Club, mi cuerpo sabe de qué va esto: Cierras los ojos, escuchas el beat de la música, sientes los cambios del beat de tu corazón que acompañan tus movimientos y visualizas cómo tu materia gris se va transformando al ritmo de estas vibraciones. Puedes imaginar que hay luces, que hay gente a tu alrededor a la que le está sucediendo lo mismo que a ti: Estoy una vez más con todas ustedes pasándola de maravilla en este anonimato.

Pero volvamos a ese 7 de octubre en Madrid. Estoy de suerte, es un día muy primaveral, han vuelto a salir los vestidos de flores antes de ser guardados en las cajas de la ropa de verano. Además de la exposición formal que habita diferentes salas de La Casa Encendida, ese día se presentó también una performance: Higher xtn del coreógrafo y artista italiano Michele Rizzo. Han pasado ya dos meses de la experiencia y las sensaciones están un poco desdibujadas, pero me gusta la tarea de rebuscar la obra en mi cabeza porque sé que la disfruté, y hago el mismo ejercicio como cuando me quiero acordar de los bailes de alguna discoteca o fiesta, aunque esta vez mi lugar es otro: Solo he sido espectadora. Busco desesperadamente la música que acompaña la pieza, para así intentar revivir con mayor claridad las sensaciones que tuve. Es un beat que entra rápido y difícil de olvidar pero, a pesar de lo repetitivo que es, es complicado de tararear sin que se mezcle con otras canciones más burdas. Veo que, como yo, mucha gente pregunta por ella, y es que todas queremos bailarla. Por el momento solo descubro que es del músico y artista visual italiano Lorenzo Senni; aún no resuelvo si es una rola (como decimos en México), creada específicamente para la obra. Lo único que sí sé: Es que es un rolón.

Ese 7 de octubre aún no había escuchado la canción, hacemos fila, una fila bastante larga para entrar. Disfruto ver otros rostros, algunos los reconozco, bailarinas y coreógrafas que trabajan en Madrid y no es común ver por Barcelona.

Finalmente entramos al Patio Central de La Casa Encendida y nos colocan a todas en el suelo pegadas contra la pared, rodeando lo que en unos minutos se convertirá en una pista de baile. No averigüé nada antes de ir, vi la imagen con la que promovían la pieza, sabía un poco del contexto y me pareció más que suficiente.

No recuerdo si aún estamos en silencio cuando entra el primer bailarín con pantalones de cuero negros y una camiseta de colores transparente y entallada. Imaginemos que él entra… y entonces entra un beat, tun, turún, turún turuun, algo así, un poco agudo y comienza a marcar una serie de pasos, movimientos que nacen en los pies y piernas, y que viajan sutilmente a la pelvis, torso, brazos y cabeza. La secuencia se repite, una y otra vez, la música también. Después de un tiempo, el solo deja de ser un solo y entra un segundo cuerpo, una rubia vestida con colores claros y un tatuaje en el brazo, que si mal no recuerdo dice VOID. Y es que la repetición, una vez que tienes identificada la secuencia, te da espacio, es entonces cuando comienzas a ver los detalles de los cuerpos, sus sutilezas. El beat de la música, es suave, hemos entendido la secuencia y parece que la composición. Ahora, entrará otro cuerpo, un rubio con tejanos y camiseta blanca, y después de un rato otro cuerpo, una negra con un look deportivo, y después de un rato, otro cuerpo, un tercer hombre con gorra, moreno. Los cinco cuerpos repiten la secuencia, todos al mismo tiempo, el mismo paso justo en el mismo instante, las calidades de cada uno varían en detalles tenues, y eso enriquece mucho lo que está sucediendo. El último que entró, el de gorra: ¿será el coreógrafo? Es muy preciso y se nota que esos pasos los ha hecho muchas noches, los tiene totalmente incorporados.

©Bego Solís/Arturo Laso.

La secuencia la misma, cada cuerpo en solitario, cada uno con su estilo y energía, la música va subiendo de tono, siempre el mismo beat, los movimientos también, los pasos dejan de suceder en un lugar fijo y la composición se va complejizando, la individualidad se convierte en colectividad: Hay que saber dónde moverse para no chocar con el otro. A veces se miran a los ojos, a veces se sonríen… muy a veces. Los bailarines están muy concentrados, no puede haber un paso en falso y, en los aproximadamente 40 minutos que dura la pieza, no los hay. 

El baile ha subido tanto de intensidad que el movimiento ya no comienza en los pies y piernas, ya no viaja a otras partes del cuerpo; el movimiento ha tomado a esos cuerpos agotados. Hemos llegado a la última hora de una Rave, la precisión se desdibuja; y nosotras, espectadoras, estamos muy frescas.

Y así como comenzó, así como terminan la fiestas, los cuerpos van saliendo de la pista de baile, uno a uno, en diferentes tiempos. Entonces sale el último, y no cabe duda: Esto ha terminado. ¡Aplausos! El tun turún turún turuuun nos acompañará a nuestras casas, así como las ganas de salir a un Club esa noche e intentar repetir los pasos.

De camino al bar para tomar algo, lo intento, no lo puedo creer, los vi muchas veces y no soy capaz de repetir ni un movimiento, pero sé que han quedado ahí, impresos, como tantos pasos y bailes vistos, que de repente: ¡FUUM! (sonido de encantamiento) ¡Son tuyos! Dejan de ser de ella, te pertenecen, los bailas como si los hubieras bailado toda la vida… Pero hace falta estar en el lugar indicado para que esto suceda. Caminando por Ronda de Valencia es difícil que una magia así pueda acontecer.

Anabella Pareja Robinson

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El manifiesto unipersonal coprófago

©Júlia Barbany


Formamos una compañía en el año 2016, parece ser que seguimos vivas por gracia del compromiso con una forma de vivir aunque hay que confesarlo: estamos en apuros. Como compañía conciliamos distintos grados de explotación a la vez que soportamos ese reproche silencioso, sutil y puntiagudo que acaece cuando consideras que no estás haciendo todo lo que se supone que eres capaz de hacer. Creo que no miento si digo que como compañía hemos hecho un espectáculo que gustará más o menos, pero que nos parece un buen espectáculo. Sin embargo, es hora de verbalizar la voz de la traición,

A SABER: hacer un espectáculo como compañía es un acto de militancia que agrava seriamente mi calidad de vida.

En este manifiesto unipersonal pondré en tela de juicio el cuento parcialmente triunfalista del formar parte de una compañía y sobrevivir para contarlo.

Lo que quiero decir es que vengo a hablar de mi mierda porque no puedo hablar de nada más.

Como simple comediante, pobre de mí, no entiendo ya a los que codifican e interpretan y mucho menos a los que codifican e interpretan sobre el teatro, de hecho me empiezo a preguntar por qué veo a los que hablan de teatro más que a los que lo hacen. ¿Dónde estáis compañeros míos, en qué agujero, decidme, habéis desaparecido como Alicia por la madriguera?

Ah, no.

Están con la mierda hasta el cuello.

Solo bromeo.

Yo únicamente vengo a hablar de mi mierda.

Así pues debo confesar que he sufrido varias dolencias intestinales en el proceso de creación que ha acontecido este año con mi compañía, así que cabría preguntar, para hacer esto que a día de hoy está tan de moda, eso es, politizar los malestares, si soy la única precarizada del teatro que sufre desbordes del aparato digestivo. ¿Qué se quiere, romantizar la práctica escénica que en 2021 articulan las generaciones de mujeres jóvenes? Joder. Dejad caer las lanzas de la mistificación porque esto es un lodazal de mierda blandita. Un tipo de mierda que se esconde detrás de los sucesos. Y el teatro iba, en tiempos de Brecht, de mostrar lo que ocurría detrás de los sucesos. Pero ya no más. Detrás de los sucesos hay SOLAMENTE una capa de mierda blandita. No es somatización el hecho de cagarse. Yo, por mi parte, me cago encima por precariedad. Y es que podría aguantar mucho más la desilusión si no fuera acompañada de la ironía. Sin embargo es mala época para cagarse encima con seriedad y salir ilesa de ello.

Por otro lado, ha habido, en algunas ocasiones, reconocimiento. Reconocimiento, digo, por el trabajo realizado. Podríamos esperar que ese reconocimiento adecentase el funcionamiento de unos buenos intestinos. Nada más lejos de la realidad. El reconocimiento ni llena el estómago ni calma una flora intestinal cabreada. Al reconocimiento yo lo recibo con una sonrisa torcida, insisto, no irónica sino torcida, una mueca, una tercera versión de la máscara ática tipo así:

=\

¿Cómo se sonríe con la mierda en las bragas?

=/

Entonces declaro que todo lo que tengo que hacer es lo que hago y digo con y para el público, el resto: magia y ansiedad. Pero la dignidad de una máxima como esta esconde el suceso: la mierda en las bragas.

No hay dignidad posible ni mucho menos mistificación.

Me gustaría ahora hablar analíticamente del reconocimiento, en última instancia, me gustaría hablar del hacerse visible:

<< Lo que ocurre con la visibilización es que implica, de forma necesaria, ser complaciente y flexible con los presupuestos de las instituciones. Puesto que te has hecho visible recibes las opciones de:

1) pedir subvenciones a las instituciones (tienes los puntos, conoces la jerga, ya puedes opositar con mierda en las bragas)

2) ser flexible a los presupuestos de las instituciones (dicen «tenemos dinero pero no suficiente para ti, puesto que tienes mierda en las bragas»)

Las instituciones huelen la mierda, también la huelen las salas privadas e incluso los grupos autónomos de succionadores de capital simbólico que se organizan en las periferias de las metrópolis>>

Entonces nos preguntan si estamos contentas en cuanto a compañía.
Yo pregunto:

¿Lo estás tú?

=/

Antes de salir a escena hablamos de qué personaje de hora de aventuras es cada quien. Eso es lo que hacemos las jóvenes mujeres del teatro contemporáneo. Entre la neblina se oye una súplica… Por favor, dejadme ir a casa, encender el portátil, poner Netflix y mirar The Office a cámara lenta… Así, así mitigamos las jóvenes de nuestra generación nuestro desamparo total en un arte de la retirada: el teatro. ¿He dicho que procurar ser complacientes con los presupuestos equivale a ser complacientes con nuestra explotación? También ser complaciente con las subvenciones equivale a ser complaciente con las demandas discursivas-tecnócratas de las instituciones. Pero por favor, instituciones, no mencionéis ni una palabra que no sea de amor, presto mi plusvalía, mantenednos cerquita, a vuestra vera, a vuestra verita y con las bragas llenas de mierda.

:/

Esto se termina así: Ya que formo parte de las generaciones jóvenes del teatro y que me estoy haciendo vieja, debo manifestar que también me duelen otras cosas: las articulaciones y los huesos. La amistad no da para tanto, los eventuales matrimonios tampoco, solo soy una simple comediante, solo he venido a seguir jodiendo esa vieja dicotomía escolástica del ocio y del oficio, y si bien es cierto que no hay sitio para mí en el cuerpo social porque mi oficio está destinado al ocio y el ocio del mundo necesita de otros comediantes (pero no los del teatro), también es cierto que las necesidades del mundo pueden ser muy opacas, opacas como la mierda. Al final del día todos nos estamos cagando encima. Desde ahí acudamos al lugar en donde se mira cagarse encima a las creadoras contemporáneas. Theatron o el lugar al que acudimos a mirar la práctica de una coprofagia estilizada, joven y femenina.

Núria Corominas

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El día que me quieras será el siglo de Lolo

©Noelia Gallego

Creo que habrá pocas sensaciones más desoladoras que atravesar el barrio de Guzmán el Bueno un domingo de noviembre por la tarde. Un autobús despavorido cruza la calle vacía y silenciosa como quien cruza el infierno y los edificios iluminados por un tono escalofriante de naranja te arrojan su desprecio a la cara. A la cara helada. Pero cómo son las cosas que al hacer un giro, mientras te subes el cuello del abrigo al entrar en la pequeña calle Explanada, todo cambia. Al fondo de la única manzana resplandece el cartel de la sala Réplika. ¿Cómo es posible que a dos manzanas no hubiese nadie y aquí se haya concentrado tanta gente, tan contenta? Parecían saber un secreto que convertía la ciudad en más misteriosa. El teatro está en una casa muy graciosa de dos plantas, semicubierta de yedra, y tiene un portal con molduras llenas de encanto. 

La gente combatía la plumbez del domingo en el ambigú, que iluminaba en recuadros la acera a través de los grandes ventanales. Eso ya operó un cambio en mi humor. Había ido a ver One night at the golden bar, de Alberto Cortés, una pieza de la que no sabía nada salvo “creo que te puede gustar, por la poesía” y lo que decía la nota de prensa. La obra está sin acabar, va cambiando a cada representación. Reviso ahora la nota y caigo en algo: “remite a la canción de Mecano La fuerza del destino sobre el encuentro irremisible de una pareja en un bar”. Me acabo de dar cuenta, por el título de la pieza, de que la canción dice “una noche en el bar del Oro”. Yo había entendido siempre “una noche en el bar de Lolo”, que podría ser perfectamente. Pero en fin. Recuerdo también que conocí a uno que en El día que me quieras, donde Carlos Gardel canta “un rayo misterioso / hará nido en tu pelo”, entendía siempre “un rayo misterioso / arácnido en tu pelo”, que parece más bien una pavorosa imagen de Leonora Carrington y que le da al tanguista un favorecedor aire dadá.

En el escenario había tres plataformas cubiertas con una tela brillante, dorada como el golden bar del título.  En la primera había una mesa con sintetizadores y ordenadores, en la segunda un potro de gimnasia y la tercera estaba vacía. Salieron dos hombres jóvenes y uno se colocó en la mesa, mientras que el más alto, que era Alberto Cortés, se dirigía hacia el potro. Estaba muy oscuro y yo no acertaba a distinguir si Cortés estaba desnudo de cintura para abajo, pero arriba llevaba una camisa blanca con volantes y chorreras de un tejido muy suave. La camisa es importante porque le daba al hombre un aire antiguo, como del Siglo de Oro (¡el golden bar!), y porque de vez en cuando, en mitad del parlamento, se encendían unos ventiladores que había en el suelo y hacían que la tela ondease y flotase en el aire como en la visión de alguien que galopase en mitad del cielo nocturno, y aquí también el potro de gimnasia se beneficiaba del sencillo y eficaz efecto y, sin mover las patas, llegaba a ser un caballo por la fuerza de la imaginación. 

El hombre, que también tenía algo pasoliniano, se subió al potro. Sus larguísimas piernas colgaban a los lados, se recolocaba con toda morosidad, quizá incómodo, quizá erotizado. Pueden coincidir. Cuando comenzó el parlamento casi lo cantaba, en un tono que iba buscando la melodía, y se dirigía a un tú que le fascinaba. El texto era desgarrado y divertidísimo a la vez, y así se transmitía una fascinación y a la vez una entrega y un ponerse en las manos del otro que decías “bueno, no hay otra cosa en el mundo, no puede haber nada más noble”, y en la mezcla de risa y anhelo y en esos sentimientos encontrados y nada cínicos, a pesar de que reconocían que en todo rapto hay un engaño y una ilusión, encontré también ecos barrocos. Que son los románticos con más dinero. 

©Noelia Gallego

El hombre cantaba con versos grotescos, peregrinos y altísimos a su amor esquivo, le contaba lo que iban a hacer, cómo lo imaginaba y qué sentimientos le despertaba, y cuando esos sentimientos se hacían ya intensos e indecibles se ponía a bailar al ritmo de las notas de la canción de Mecano, que sonaba atenuada y melancólica, pero él bailaba con toda su energía y parecía que con el baile quisiese invocar algo o bien desprenderse de algo, que con las palabras no bastaba. Levantaba las piernas como en una tentativa de marcha y bailaba muy conectado con la música, no fluidamente y dejándose llevar sino como si hubiese hecho lo necesario para permitir que cada acorde le sacudiese las piernas según su sentido unívoco. El baile era raro, el texto era raro y el tono de su voz era también raro, y en esta distorsión lo que era sublime de entre lo que decía se salvaba y podía llegar al público sin asustarle, pero pulido y brillante. Y me llegó a subyugar tanto el raro conjuro de Alberto Cortés en el crescendo de su rareza y de su amor, igual que el potro de cuero se había vuelto un pegaso, que miré las vigas metálicas del techo a dos aguas de la sala y me pareció que eran el cielo estrellado, como en la canción de Gino Paoli (Il cielo in una stanza): “questo soffitto viola / no, non esiste più / io vedo il cielo sopra noi”. Más adelante la canción dice “suona un’armonica / mi sembra un organo”, y eso mismo es lo que estaba pasando, que estábamos oyendo órganos convocados a través de armónicas, y que con tres cositas, una telita brillante, un potro de gimnasia, un ventilador, pero sobre todo con el preciso engarce entre sus chocantes versos y su extravagante prosodia, aquel hombre había conseguido que nos asomásemos riendo a la inmensidad pasmosa que él había visto en el objeto de su amor.

Les aplaudimos muchísimo y salieron tres veces a saludar. 

Bárbara Mingo Costales

One night at the golden bar (work in progress), de Alberto Cortés. Dirección musical de César Barco. Festival de Otoño. Sala Réplika. Madrid, 21 de noviembre de 2021.

©Noelia Gallego

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