Esta pieza se baila por eso

Hace un par de fines de semana se presentaba en Mercat de les Flors, en la Sala Pina Bausch, la pieza Desbordes de Amarante Velarde, ya estrenada en el Festival Grec el pasado mes de junio.

Estaba dentro del Pack Escena Híbrida, de esto me enteré porque había descuento si decidías ir a ver más de una pieza que formase parte de esa categoría.

Quise ir a ver dos y me salió más barato.

Cuando llegamos a nuestras butacas estaban en escena Amaranta, Guillem y Cristóbal, pero yo no me di cuenta hasta que se apagó la luz de patio y se encendió la luz que nos acompañaría durante una hora y cuarto más o menos.

Y cuando todo comenzó tampoco reconocí a Amaranta, a Guillem y a Cristóbal, sabía que estaban ahí pero lo que proponían me permitía distanciarme de ellos ya que habitaban otros estares.

Esos estares se tomaban su tiempo para hacer sus cosas, mirar una flor, respirarla, suspirar, caminar con pasitos cortos recorriendo una diagonal… Inauguraban una serie de acciones que tendrían lugar durante un rato sin una lógica aparente. Inauguraban un estado mental, un estado visual, un estado corporal, y otro y otro y otro…

Y digo inauguraban porque abrían con cada gesto un caminito en el que se quedaban un buen rato, un caminito que les permitía explorar, les permitía estirar el momento y la acción, sacar hasta la voz y a nosotras espectadoras nos permitía diluir las expectativas, desdibujar el final de cada gesto, olvidarnos de nuestras premoniciones, desparramarnos con ellas.

Durante los días siguientes pensé en la palabra desbordes, pensaba en los bordes y en cómo se rebasan y entonces derivó mi pensamiento hacia la idea de border, como mi gran amigo juarense Roberto Cárdenas llama a su ciudad fronteriza.

Roberto dice que el border es el lugar donde pasan las cosas más interesantes. Es difícil habitarlo pero te engancha, es difícil sostenerse pero es fascinante tambalearse ahí. Un border no es el final de algo, o el principio de otro algo, es justo el lugar que se atraviesa, y ahí, todo se derrite y se mezcla, las normas, el lenguaje, la cultura.

El border avisa de que es parte de algo y sugiere más posibilidades de las que se había sospechado que podía ser ese algo.

Y durante esos días continuó la deriva dirigiendo mi pensamiento hacia la palabra periferia.

Hace un tiempo llevo definiendo cierto tipo de prácticas que componen el panorama de las artes vivas como periféricas. A mí a veces me funciona nombrarlas así, pero está sobrevolando esa idea de que en la periferia pueden suceder las cosas más interesantes, (de nuevo esta frase) cosas que en el centro no, y empiezo a pensar que es quizás ese un romanticismo del que no me apetece formar parte, la periferia siempre será y es jodida, la periferia de verdad.

Nombrar a algo periferia es condenarlo a aplazarlo, a confirmar que te harás cargo de ello con la energía que sobre.
Nos nombramos periferia y se lo dejamos todo hecho.

Si todas fuésemos periferia, esta dejaría de serlo y sería entonces desborde, y sería todo mucho más bonito.

Y aquí me quedo atascada varios días, la deriva se convierte en una caminada circular que vuelve y vuelve sobre estas ideas, a veces aparece la idea de lo híbrido, pero no mucho.

A veces sufro un ímpetu que me lleva a desarrollar esta idea delicada de la periferia y el border, y empiezo a escribir cosas como sin sentido como que supongo que a mi amigo Roberto le creo cuando dice cómo es el border porque ha crecido y vive allí, y supongo que cuando utilizamos la palabra periferia me hace ruido porque detecto rápidamente la falta de implicación y conocimiento de ello, y es por eso que la exotizamos y utilizamos como metáfora.
Y entonces empiezo a ponerme como mal, como a enfadarme y entonces intento retomar la dirección en la que inició el viaje mental y en ese momento intento aterrizar en el trabajo de Amaranta de nuevo.

Y aparece esa palabra Desbordes, que es el título.
Y me quedo mucho más tranquila.

En la descripción de la pieza se nombra la cultura Camp, y el New Romantic, como principales referentes.

La cultura Camp fue descrita por Susan Sontag hace unos años, en un artículo precioso que lo puedes encontrar aquí:

https://docs.google.com/file/d/0B6F7Eoeev69vYV9acnY4WWFGa1U/edit?resourcekey=0-ekT-fAG08j5BcURTK5AQAA

Quizás ha elegido esta estética por eso, porque le gusta y le permite desbordarse, con todo el buen gusto y delicadeza que Amaranta propone, piensa y se mueve.

Quizás esta pieza se baila por eso, porque el desborde que permite la danza es infinito.

Un montón de diamantes desparramados, plumas de todos los colores, paraguas, tacones, puntas, un manto negro, un antifaz, la puerta abierta, de repente luz de sala, de repente un aura tremendo, pinzas de colores, brazos, ojos, piernas.

Recuerdo la pieza ahora y todo es una composición en la que aparecen y aparecen elementos, cosas, trozos de cosas, algunas risas, todo en su sitio y todo en mil sitios, el suelo repleto, desparramado y en una composición en la que se está como en casa. Al menos como en la mía.

Y no hago referencia a un desorden, sino a cómo convive todo lo que a priori parece una contradicción entre sí. Completándose en esa juntura inesperada.

Brotan sobre el linóleo imágenes que se hacen y deshacen con la aparición de objetos que invitan a navegar a los cuerpos sobre ellas y no tanto al revés.

Esos cuerpos que se mantienen en el hacer, se desaparecen ensimismados, y disfrutan del paisaje que se está provocando. Se recrean en las formas de sus manos, en la temporalidad diversa. Se convierten en cosa con muchas cosas encima. Como unas puntas de color bronce colocadas en los pies que les hacen sostenerse sobre ellas y desplazarse de esa manera entre ingrávida y martilleante durante un buen rato.

Y aunque son casi todas las frases de ese texto de Susan Sontag acerca de su pasión por lo Camp con las que puedes conectar este trabajo, hay una que especialmente apela a ese momento en el que, mientras miraba todo aquello, me embargó un coletazo de fascinación al entender que esas presencias estaban trabajadas y habitadas de una manera tan precisa.

Y así es como voy entendiendo lo Camp, o la danza Camp, o el lenguaje deseado, desplegado y logrado de Amaranta Velarde en este trabajo.

Este texto que escribo se resiste a darse por terminado, siento que al rozarse con el texto de Sontag inaugura brechas por las que me gustaría colarme y dar rienda suelta a la deriva de nuevo. Siento como si tuviera la capacidad de quedarse suspendido en el tiempo o que podría no tener fin. Como los objetos y las acciones de Desbordes. Que podrían seguir desplegándose ahí en la sala de Pina Bausch, que podrían no encontrar un final, que subidas en la danza podrían seguir apareciendo universos aunque la función haya terminado hace casi dos semanas.

Lara Brown

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A quien corresponda

Imagen de la primera actuación en el Antic Teatre de Barcelona el 23 de abril de 2003

A ti que lo estás leyendo:

¿Qué tal? ¿Cómo va todo? ¿Sigues en Buenos Aires? ¿O ya estás en Berlín?

Te escribo estas líneas desde la Biblioteca Nacional de Catalunya, en una de las larguísimas mesas de madera que están bajo las ventanas y que tú me enseñaste hace un tiempo casi sin querer. Y lo hago a varios metros de distancia de mi vecino más cercano, con el que en las dos horas que llevo aquí no he cruzado ni una palabra ni una mirada. Rodeado por un silencio ensordecedor que solo se ha visto roto por unos pasos que atravesaron por mi espalda, una silla que crujió un par de veces al fondo de la sala y algunas frases inconexas que se colaron por la cristalera de la entrada cuando entró el tipo de seguridad camino del baño.

Resumiendo, empiezo estas líneas de la peor manera posible. Fallando de entrada. Y es que soy consciente de que para hablar de lo que nos toca debiésemos hacerlo en persona, sentados en un bar ruidoso, rodeado de amigos, parroquianos, desconocidos y cervezas. Como tantas veces.

Pero como esto va de hablar del Antic Teatre y en el Antic tú y yo hemos hecho casi siempre lo que nos ha dado la gana te propongo un juego. Tú dejas esta pantalla y yo cierro mi ordenador. Y ahora tú estas frente a mí y yo frente a ti. Sentados en la mesa de un bar con seis botellas de Estrella Galicia, los restos de una tortilla de patatas y dos tenedores. Y ahora, tú y yo estamos en el Bar Restaurant El pollo, en la mesa alta de la entrada que está pegada a la ventana y que mira a la calle donde ahora juegan al fútbol tigres contra leones.

Y es justo cuando cae el primer gol de los leones que las puertas del patio se abren de golpe y entra una banda de bronces callejeros dándolo todo. Y de golpe lo que era una tranquila tarde de invierno se transforma en una gran fiesta balcánica. Y ahora, tú y yo, estamos en medio de un gran jaleo en la terraza de una sala de fiesta hasta ahora abandonada. O en el patio de la sede de la peña ciclista de barrio. O en la sede de la asociación de vecinos que hace diez años que no se reúne. Quién sabe. Lo único realmente importante es que a partir de ahora, y a ritmo de película de Kusturica en versión centro social okupado, comenzarán a rodar todas las escenas sin parar.

La primera de ellas a pocos metros de aquí, en la penumbra de una sala en ruinas donde nos esperan tres colchones y unas cuantas mantas tiradas por el suelo. Y tres flacos vestidos en calzoncillos rodeados de gente a los que intentan convencer de que es imposible conjugar el verbo amar. Tú y yo no lo sabemos, pero de ahora en adelante, veremos muchas escenas parecidas a esta en ese mismo espacio. Porque la gente desnuda en plan aquí no pasa nada y rodeada de personas que les observan en silencio sin quitar ojo se convertirá en un clásico de esta sala. En una marca de la casa. De nuestra casa.

Como el tipo aquel de los tacones que copiaba espectáculos de otros para hacer el suyo y que se ponía en calzoncillos en la puerta de la sala cuando pasaba la gente, creyéndose Ulay pero en bajito y gordo y sin la Abramovic. O como el calvo de barba que se desnudaba en casi todas sus performances y que acabó tatuándose un dragón en la espalda como parte de un ritual de despedida de kilómetros y kilómetros de furgoneta en compañía de esa malagueña que te vuela la cabeza a base de espejos y fantasía. O como la poeta que se introducía un micrófono de contacto por la vagina para amplificar la percusión que hacía sobre su vientre desnudo luego de pedirte que le llenaras su cuerpo de insultos. O como esa veinteañera que inmóvil sobre una fría camilla de tanatorio nos prestaba su cuerpo desnudo para que descubriésemos en carne ajena lo que implica morirse bajo la lógica del capital. O como la actriz que se pintaba un vestido segunda piel sobre su cuerpo con los colores de la senyera con ayuda de una silla metálica. O como esas tres punkis bellísimas que acababan follando salvajemente con las patas de una mesa también metálica porque ya sabes que las mesas y sillas metálicas de bar dan para mucho (sobre todo en la creación contemporánea). O como aquella chica morena, Nancy se llamaba, que acompañada de un pianista gemía cantaba y bailaba vestida con unos shorts rojos y sujetador y medias negras y una serpiente albina llamada Syd enroscada en su cuello. La misma chica que pocos años después nos agarraría a puñetazos en medio del escenario mientras reventaba sandías y platos contra las paredes dejando para siempre sobre ellas las marcas de los golpes y las cicatrices que otros habían dejado antes sobre la piel de sus hermanas. O como ese par de colegas que colgarían sobre esos mismos muros decenas de folios blancos y gruesas letras con el listado de todas las veces que se habían dejado el cuerpo y la piel entre paredes negras iguales a esas bendiciendo con botellas de ron una amistad que ya en ese entonces era eterna. Como eterno es para mí el recuerdo de mi hermana y su madre dejándose las piernas en un pasodoble que sonaba a Beach Boys mientras repartían galletas caseras e ichleibedichs entre la gente que las observaba maravilladas deseando sumarse deseando tener una madre como la que tiene mi hermana. Como caseras eran las morcillas que ese bello y tierno amante del metal escandinavo rapado de metroochentalargos preparaba con su propia sangre sin trampa ni cartón para repartirla como si fuese el cuerpo y la sangre del mismísimo Cristo que sus valientes amigos tragaban confiados pero apretando los ojos. Morcillas preparadas en el mismo fogón que encenderían años después esos locos que se hacían llamar los sudakas del apocalipsis y que te secuestraban los oídos y el sistema nervioso central tocando sus gameboys como si fuesen las guitarras más afiladas y los pianos más deslenguados mientras lanzaban rimas como quien lanza piedras al río entre vinos y porros. O como todos los vinos que se bebió de golpe pasándose de azteca el tipo ese que decía que creía en la ciencia porque en su esencia estaba el hecho de ser desmentida y que no creía en nada esotérico porque eso le obligaba a admitir que era verdad pero que nos prometía cruz pa’l cielo que antes de conocerla había soñado con ella. Ella solo ella vestida con short y camiseta gris bailando con su cuerpo pegado a las paredes en una pista de baile casi en penumbra en el último vagón del metro de Barcelona explicando que no quería explicar nada y que solo quería saltar y moverse. Como la valenciana aquella que no paraba de moverse y revolcarse por el suelo mientras enseñaba las gráficas de excell de cuánto cuándo cómo dónde con quién y por qué se había movido durante toda su vida. Como esos bárbaros madrileños que te invitaban a recostarte en ese mismo suelo y en total oscuridad para hacer absolutamente nada más que recordar. Como las chavalas de ese instituto que se inventaron los recuerdos de una compañera que no existía solo para recordar quiénes eran ellas y de dónde venían. Como recordaba aquel joven poeta cómo él y su amigo que ya no está se colaban de noche por los túneles del metro por una puerta mágica a pocas cuadras de ahí mientras soñaban ver ballenas en la Barceloneta y las veían y les cantaban y bailaban junto a ellas hasta que se les hacía de día y cogían un taxi conducido por un beautyfarron con aires de estibador. Bello muy bello. Como de día se nos hacía cada fin de año entre las paredes negras el patio la terraza las amigas el alcohol y todo tipo de trampas. La misma terraza donde ese flaco de sombrero que no parará nunca de viajar nos enseñó a bailar con las manos como a él se lo había enseñado su madre en la más bella de las herencias que nadie nunca dejó. En la misma terraza donde ella y él compartieron con desconocidos pisco sour ceviche asado brownie y pan amasado para honrar a la mismísima Esther Williams del desierto de Atacama. En el mismo desierto encajonado donde se enterraba hasta el cuello y bajo una potente lámpara esa baterista yugoslava que tiempo después montaría un concierto de cuarenta guitarras eléctricas para celebrar la anarquía como posibilidad de entender la vida. La misma que lo dejaría todo por recorrer los océanos por amor en un viaje donde se dejaría media vida. Tal vez la media vida más importante. La misma que se reiría a carcajadas una y otra vez desde la grada desconcentrando al personal tantas veces como se agarraría a gritos enfadada con más de uno en más de una función en más de una asamblea o en más de una eterna conversación de bar. En una conversación de bar como esta. Como tantas veces.

Txalo Toloza-Fernández

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En lo desconocido está lo gozoso

Foto: Edita Sentic

Antes de entrar en la sala, en el hall de La Mutant te dan unos auriculares. Una auxiliar de sala comprueba que todos funcionan. Entramos en silencio, con las orejas tapadas y mucha expectación.

El público se sienta formando un semicírculo alrededor de la cosa. O, mejor dicho, alrededor de Blob, que suena a cosa gelatinosa, ondulada, blanda, grande y extraña. Este es el título de la pieza de María Jerez, estrenada en 2016 en La Casa Encendida. Yo no sé si Blob es ese ser que protagoniza la pieza. En cualquier caso, Blob es una pieza que cabalga entre lo escénico y la instalación. Pero tampoco es una instalación al uso. Porque Blob está viva, es activada por la misma María y sin esta copresencia entre lo humano y el objeto sería imposible su realización. Se trata de la convivencia con lo otro. Aunque en Blob la presencia humana esté en forma de ausencia.

En La Cosa (1982) un grupo de investigadores se ve sorprendido por un ente extraño. Esa cosa, difícil de describir por los científicos blancos, es colonizada por su manera de ver el mundo y por la dominación absoluta del otro.

La primera imagen es una especie de tegumento plateado brillante que tapa al resto de órganos, los cuales permanecen ocultos al principio de la obra. La tela plateada se va deslizando poco a poco, destapando lo que se encuentra debajo. Entonces, se descubre toda esa maraña de telas de todo tipo que, a su vez, esconde otras cosas. Este es el inicio de la obra, que parafraseando a la poeta y performer María Salgado, equivale a la subida de telón de una obra teatral convencional.

Tras estos primeros compases se descubre esa entidad difícil de describir con una sola palabra. Este enjambre de textiles dibuja un paisaje de rojos, dorados, azules, satinados, beiges y ocres; en un combinado de tejidos rasgados, lisos, de lino, paños, con lentejuelas o de gasa. Una vez desvelada la primera capa apenas puedes capturar una imagen panorámica de esa mezcolanza de hebras y filamentos. De otra manera, te puedes perder en cada centímetro de tela, en cada pliego, en la manera en como unas telas forman parte de otras como una serie de injertos que no sabes cuál penetra en cuál, ni dónde se encuentra el origen de ninguno de ellos.

La música que suena por los auriculares se la podría denominar banda sonora —este mismo término utiliza María Jerez—, porque, en seguida, nos remite al cine clásico de los años 50’ y 60’. Cine de suspense y de ciencia ficción, especialmente, generando una extrañeza de nuevo: mientras a través de la vista percibimos algo difícil de nombrar, a través del oído pronto identificamos algo que no se corresponde con lo que vemos.

No obstante, a lo largo de la pieza, en lo sonoro ocurre también un viaje transformador. Se trata de este proceso de desidentificación en el que, al inicio, el espectador cree poder poner nombre a aquello que escucha, incluso con referencias concretas de películas—para mí había una melodía que recordaba a Vértigo, por ejemplo— pero que poco a poco se va diluyendo y transformando en algo que no podemos nombrar. Para mí este es el éxito de Blob, que pone en crisis aquello que entendemos por conocimiento. Esa especie de comprensión absoluta de los fenómenos que nos rodean.

Foto: Edita Sentic

De pronto, los tejidos comienzan a moverse paulatinamente o, ¿se estaban moviendo desde el inicio? Resbalan lentamente los unos sobre los otros. Unos se esconden por debajo de otros. Mientras, otras telas emergen como también emergen volúmenes redondeados. De repente, brota humo sin saber de dónde. Se escuchan sonidos y ruidos provenientes de escena y no de los cascos. Estos rugidos y onomatopeyas parecen dar voz a esa cosa que adquiere agencia propia a lo largo de la obra y, a su vez, que va creciendo en tamaño y altura. Blob nunca es igual porque está en constante cambio. Y quien mira atónito no sabe qué mueve a qué, dónde se origina el movimiento o, si más bien, se trata de un organismo maquínico que funciona de manera simultánea en todas direcciones, unas necesarias para con las otras.

Y es que, María responde con este trabajo a una de sus primeras preguntas como creadora: cuál es el lugar del espectador. Desde luego que nos deja desnudos y nos coloca en un lugar de incertidumbre. Porque como espectadores de mirada colonizada necesitamos poner nombre a las cosas. Subordinarlas bajo nuestro sesgo que está legitimado por una epistemología concreta. Saber qué está ocurriendo para sentirnos a salvo. En Blob crees no estarlo porque a unos pocos centímetros de tus ojos y rozando tus orejas percibes estímulos inaprensibles. En frente de ti se encuentra lo otro. Aquello a lo que nunca podrás tener un acceso absoluto ni, mucho menos, un control o un dominio.

Sin embargo, en algún momento de la obra recuerdo cambiar el chip. Colocarme a la misma altura que eso otro, sin querer juzgarlo ni atraparlo por el yugo del logocentrismo blanco, del cual también me siento vasallo. Cuando aceptas esto es cuando emerge lo sensible. Porque ya no hay nada que entender, es una cuestión de copresencia, de convivencia y de porosidad. En cierto modo, es como escuchar música en inglés cuando no conoces el idioma —o en cualquier lengua desconocida— que te da igual no entender la letra si la música mola.

Blob mola porque te hace vibrar, porque te relaja o porque te hace reír sin una intención unidireccional de hacerte vibrar, relajarte o tener gracia. Porque esas telas adquieren su propia agencia a la vez que se respeta la del espectador. Si entras en ese lugar de incertidumbre, en el lugar de lo desconocido que propone Blob, la obra entra como un bálsamo que te cubre y te deja en un agradable trance que persiste cuando esta acaba.

Como una buena fiesta con su correspondiente resaca.

Javier J Hedrosa

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2023

Imagen de Martin Argyroglo

Un domingo de enero al mediodía voy a ver Farm Fatale de Philippe Quesne al Centro
Dramático Nacional vestida de after, outfit negro y gafas de espejo, sobreproducida para
asistir a un teatro mañanero pero si llega el fin del mundo que me pille con las gafas de sol
puestas. En un final fatal similar se ambienta la obra de la compañía Vivarium Studio donde un grupo de espantapájaros en paro monta un programa de radio de música y ecología. Los residuos tóxicos, la agroindustria, los precios y el calor del verano pasado han acabado definitivamente con los campesinos. Pero el apocalipsis no es el fin de la vida y mientras haya pájaros en la tierra habrá trabajo en la emisora de radio.

Farm Fatale es una ficción, lo sé por cómo empieza y termina la obra.

En la apertura, una técnica sale a escena y nos dice que hay un fallo técnico que está
retrasando el comienzo de la función. El anuncio relaja las expectativas del público, ¡ya nada puede ir peor!, como cuando salta la publicidad antes de que suene una canción. La ficción no es una sustancia, es un marco de lectura, un acuerdo. Este primer gesto simple es una invitación a entrar en la ficción, bien podría la técnico haber salido a escena y decir “¿Vale que es de noche?” y entonces habríamos visto el cielo oscurecerse.
Y la obra va entrando en un parpadeo de luces blancas que ilumina a los espectadores con la misma suavidad con que lo hace la luz de la pantalla del móvil en las caras.

En la obra no pasa gran cosa. Vemos a los espantapájaros vivir y recibir la visita de un tercero que, como ellos, está sin trabajo. Al recién llegado le cuentan que han descubierto cómo repoblar la tierra con mutaciones de especies vivas no humanas. Gracias a esta revelación el público hace también un descubrimiento y, aunque el final es abrupto, cae el telón in medias res, sabemos que la vida en la granja continuará entre las sombras.
Farm Fatale es una ficción porque sus héroes salvan al mundo. No hay intención de alumbrar una alternativa en la vida real, solo la experiencia de un salto mortal para quien sea tan infantil como para celebrar, con una alegría honda, la victoria de un elenco de marionetas.

Imagen de Martin Argyroglo

El programa de mano dice que la parte creada en 2019 por Stefan Merki la hace Sébastien
Jacobs, la parte creada por Damian Rebgetz la hace Nuno Lucas, la de Julia Riedler, Anne
Steffens, y que Léo Gobins y Gaëtan Vourc’h se mantienen. Sin embargo, no encuentro ningún texto de la compañía publicado, probablemente porque no los escriben. Entonces, ¿cómo se aprenden su parte los comediantes? Diría que por transmisión oral. También que, no siendo dramaturgo Philippe Quesne, los actores crean el texto durante los ensayos y eso les da fuerza para improvisar en directo, como se hacía en la comedia del arte. Este carácter oral da vuelo al espectáculo y me provoca sobre todo mucha risa.

Carmen Aldama

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Obra pública. Cómo trabajar en escena en lugar de traer a escena el trabajo

Carteles de Obra pública pegados por trabajadores que se dedican a ello. Autor: Javier J Hedrosa.

Obra pública. Este es el título de la última producción pública del Institut Valencià de Cultura (IVC) dirigida por Vicente Arlandis y Paula Miralles, quienes forman el colectivo Taller Placer. Decía Castellucci que el título de las obras es importante porque te puede guiar como un faro durante el proceso. En este caso es toda una declaración de intenciones, pues la palabra obra tiene esas dos connotaciones claras: el producto final de un proceso creativo; o el hecho de obrar, de operar, de actuar, de hacer o construir. La RAE en su octava acepción dice: “Trabajo que cuesta, o tiempo que requiere, la ejecución de algo”. Sin duda, esto describe muy bien Obra pública: por una parte, el tiempo de ejecución de las acciones que se realizan en escena (y fuera de ella), por otra, el concepto del trabajo y, más concretamente, del trabajo dentro del teatro. “Pública” porque tiene acceso libre a la ciudadanía y también porque ha sido realizada con recursos del Estado.

Dicho esto, me remito a los hechos. Pasados unos minutos las 20 horas, en el hall del teatro Rialto ubicado en la Plaza del Ayuntamiento, bajan por las escaleras de mármol todo el elenco y sus dos directores. Se paran y ante la mirada del público, Héctor Arnau entona un cant de batrecánticos vinculados al territorio valenciano relacionados con el trabajo en el campo—. Es la segunda referencia al trabajo y la pieza acaba de comenzar. La letra, es una versión que habla sobre la propia obra como una “performance pública”. Tras los primeros versos, los melismas continúan afuera, ahora sí, acompañados por el coro que forman el resto del elenco. En la calle, en el espacio público, espectadores e intérpretes nos plantamos frente a la fachada del teatro donde se despliega una lona. La lona es la imagen que muchas personas que llevamos gafas reconocemos porque nos la han puesto en la óptica para calcular nuestra miopía: una carretera entre campos verdes que fuga hacia el centro de la imagen y al fondo un globo aerostático. La palabra teatro proviene del griego y significa lugar desde el cual mirar o contemplar. ¿Acaso nos están invitando a entrar al Rialto, el cual acoge espectáculos muy convencionales, para mirar con la graduación necesaria una pieza de artes vivas?

Imagen que se ve en los autorefractómeros para medir la miopía de pacientes con problemas de vista.

Tras este inicio, entramos al teatro y en escena aparecen los actores y las actrices que limpian el suelo del escenario con mopas. Van vestidos completamente de negro y unos guantes de seguridad, como vestiría cualquier trabajador del teatro, es decir, cualquier operador de un teatro: los técnicos de luces, de sonido, los regidores, trabajadores de mantenimiento, etc. Tercera referencia al trabajo. Porque los actores y actrices no son trabajadores. Porque no sé bien si están limpiando de verdad o hacen que limpian. A esto volveré después. En cualquier caso, están vaciando el espacio ya vacío. Vaciándolo de polvo, pero también vaciando el teatro de todo excedente, dejando lo esencial: unas personas que hacen y otras que miran qué se hace. A unos que llamamos intérpretes y otros que llamamos espectadores. Porque en diferentes momentos de la pieza se intenta exponer el dispositivo escénico como tecnología que permite generar un tipo de ficción.

En seguida, el escenario vacío se llena de los primeros objetos que formarán parte de un excelso catálogo a posteriori. Se trata de unas pelotas de parque infantil de bolas de color rojo que caen de manera accidentada. Todo el elenco se dispone a recoger las bolas. Ahora no dudo, las están recogiendo sin hacer como que las recogen. Toman del suelo todas y cada una de ellas hasta llenar una bolsa de plástico que al levantarla descubre el agujero que tiene en el fondo, volviendo a caer todas de nuevo. Por si fueran pocas, caen desde tramoya un centenar más de color verde. Importa poco la acción, lo que interesa es el tiempo que demora realizar la acción. La cantidad de segundos que conlleva recoger cientos de pelotas esparcidas por el suelo. Un tiempo compartido entre actores y público. No es un tiempo que pertenezca a la ficción. Es un tiempo cotidiano. Un tiempo que desvela el paso del tiempo.

Como decía Bob Marley: No tengo miedo de la energía atómica, porque ninguno de ellos puede parar el tiempo

Después de los primeros minutos en los que aparenta no pasar nada, salvo el tiempo, aparece Héctor Arnau que, con un micrófono, nos narra un sueño. Su trabajo, dice, o mejor, la búsqueda de trabajo, es el protagonista del sueño, mientras que el consejo de sus amigos dentro del sueño es que debería apostar por un empleo estable, como por ejemplo hacerse funcionario. Esa parece ser la máxima aspiración laboral a la que puede anhelar un trabajador cultural que se dedica a escribir o a traducir, como él mismo nos cuenta.

Podría parecer que el conflicto está en la búsqueda de trabajo, pero después, a lo largo de la obra, Hipólito Patón, Arantxa Pastor, Gloria March, Aris Spentsas, David Mallols, Lucía Jaén y Rosana Sánchez también nos narran otros sueños, en los que el trabajo y el entorno laboral se ponen en el centro de cada relato. Los sueños dejan de ser sueños y entonces te das cuenta de que se tratan de pesadillas. El trabajo ya no se trata de la negación del ocio a través de su interrupción — en esa dialéctica de la Antigua Roma que diferenciaba el ocio y el negocio—. Como dice Remedios Zafra, el trabajo se cuela por tu ventana, del ordenador o del smartphone, a cualquier hora del día y cualquier día de la semana. El trabajo posfordista se ha colado en nuestros sueños. El trabajo es protagonista incluso mientras dormimos.

Como dice La Zowi: Hago lo que me gusta, a tiempo completo. No tengo tiempo, pero soy la puta del momento.

Poco a poco, las entradas y salidas de las intérpretes marcan un leitmotiv durante toda la obra. Lo onírico se cuela en escena y cada vez más objetos, vestuario, atrezzo y escenografía van apareciendo en el escenario. Los primeros son diferentes maquetas de teatro, quizá realizadas en un pasado por escenógrafos para el mismo espacio teatral que nos encontramos. Estas maquetas nos muestran el teatro dentro del teatro. Pero también el trabajo dentro del teatro, cuando un intérprete corta la acción y dice que la casa ha decidido premiar a los trabajadores y hacerles una obra de teatro. La casa es como los trabajadores del Institut Valencià de Cultura denominan cotidianamente a la institución que los emplea. El teatro de marionetas que vemos es un teatro minimal donde los personajes son bayetas: aparecen en escena y se lamentan —¿lamentan su función o su trabajo?— hasta quedar unas amontonadas encima de las otras, hechas un trapo. El público, es decir, las trabajadoras de la casa, aplauden. La casa, o sea, el empleador, las mantiene activas laboralmente pero también las entretiene.

Los y las intérpretes continúan con su coreografía posmoderna de inspiración raineriana marcada por la acción: entrar a escena con un objeto, colocarlo y salir. De esta manera se nos recuerda que están trabajando. Que no hay ninguna metáfora en sus actos. Sin embargo, sí que hay un collage en los escenarios y los vestuarios imposibles que se muestran en escena a la vez: telones, redes de pescar, bandas de fallera con la bandera de España, photocalls, cinta de colores, pelucas, diferentes maletas, sombreros, armas medievales, chaquetas de capitán, túnicas, cajas de cartón, flightcases, un hula hoop, etc. Todo el catálogo de objetos utilizados en la pieza, entre vestuario y escenografía, se puede leer en el flyer que se reparte al inicio de la obra. Todos ellos pertenecientes a obras de producciones pasadas de la casa. Es decir, a obras públicas del Institut Valencià de Cultura, antes llamado Culturarts, antes Teatres de la Generalitat, antes Centro Dramático y en algún momento… quizá tuvo algún nombre más que se menciona en Obra pública y no recuerdo.

Autor: Vicente A. Jiménez.

Toda esta utilería ha sido sacada de sus almacenes. En un momento dado, el IVC empleaba un utilero, Toni Carpi, que se dedicaba a guardar, conservar y catalogar estos materiales y a quien se homenajea en un momento posterior de la obra. Pero, según lees el flyer, hay sospechas de que mucho de lo mostrado en Obra pública no estaba catalogado. Aun así, este catálogo permite al espectador pensar en el tipo de obras que se han presentado en ese mismo escenario en tiempos pretéritos. Abre un archivo, genera una ecología y permite nuevas lecturas. Este tipo de planteamiento, próximo al reenactment, ya lo habíamos visto en H, obra también firmada por Arlandis y Miralles en colaboración con Rosana&Aris.

A lo largo de la obra se componen y descomponen escenas divertidas, estúpidas, contemplativas, ridículas, satíricas y aparecen todo tipo de personajes (el personaje es atribuido apenas por el atuendo de quien lo viste): papas, doncellas, cirujanos, templarios, un grupo de aladinos sefardíes, un desnudo, un pirata cojo, una fallera, una escena de gángsters traperos, dos duendes vestidas con camisetas serigrafiadas con la cara de Marx… Porque en el teatro cabe todo. Cabe todo cuando creas un marco para ello y el espectador ya tiene la vista graduada.

Con Marx me quedo para hablar de un momento clave en la pieza. El momento donde todo lo contado hasta aquí se sintetiza. El momento en el que escuchamos la voz amplificada de los dos regidores de la obra dictando instrucciones en directo a cada intérprete: “ahora la chica joven entra por la izquierda y coloca un escudo templario hacia el centro del escenario”, “el pirata cojo cuelga el cuadro en el photocall”, etc. Los regidores son Miralles y Arlandis, suena a empresa de construcción, es cierto. Porque son los directores. Es decir, los patrones que dirigen a sus trabajadoras y trabajadores, que vemos trabajar como operarios en una fábrica bajo las órdenes de un superior. Trabajadores que colocan objetos en escena para que la obra se produzca. Trabajadores que necesitan del tiempo como unidad de medida de su fuerza de trabajo a cambio de una renta. Pero, atención spoiler (quizá la alerta llega un poco tarde), Miralles y Arlandis, ahora Paula y Vicente, también se colocan en escena a trabajar, porque sus propias voces, las voces que a todos subordinan, les ponen a ellos a trabajar también.

Autor: Vicente A. Jiménez.

¿Se autoexplotan? Sólo en apariencia porque, en el fondo, es una obra pública y Paula y Vicente también son trabajadores temporales de la casa. Porque no hay fetichismo marxista ya que aquí la mercancía y quien la produce son la misma cosa. Porque los espectadores y los trabajadores del escenario comparten un espacio y un tiempo y sin esta condición no hay obra pública ni privada posible. El tiempo del ocio y del negocio de ambos agentes se funden. Porque justo en el momento que estás elucubrando teorías sobre el régimen económico del trabajo creativo y posfordista aparece de manera sorprendente una convención teatral en una obra nada convencional. Un telón negro que baja para recordarnos que sólo estamos en el teatro y que es el momento de aplaudir a las trabajadoras de esta obra pública.

Me dejo un par de momentos fundamentales de la pieza. Seguramente sean los más teatrales, en los que se rompe la cuarta pared, aparecen personajes con texto y en los que las actrices demuestran sus dotes interpretativas. Son esos instantes en los que algún espectador habitual del Rialto habrá pensado que, por fin, están haciendo su trabajo y que entonces habrá valido la pena pagar el precio de la entrada. Pero, lo dejo aquí para quien vaya a verla, habitual o no. Ya he contado suficiente y tampoco puedo desvelar más de una pieza en la que no dejan de ocurrir cosas todo el tiempo. Más de hora y media de tiempo de trabajo. Las trabajadoras se han ganado un merecido descanso.

Javier J Hedrosa

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La mano que cuenta que el azul que se intuye aparece

©Andrés Torreadrado

El sábado pasado, tres de diciembre, fui a ver a Isabel Do Diego, proyecto musical de Juan Diego Calzada, a la sala Morocco de Madrid. Iba con ilusión, bien acompañada, con ganas de disfrutar y sentir de cerca el poder de algo que se intuye. Entrar en una sala de conciertos es bien distinto a entrar en un teatro. Obvio, no por ello menos resaltable. Sabía que iba a ver algo, a ponerle el cuerpo a algo que no es solo un concierto. Quizás una performance cuyo elemento principal es la música, mentira. Luego volveré sobre esto.

Al día siguiente fui a ver Frecuencias Ancestrales de Beyond y Pedro Maia en Réplika Teatro. Una exploración audiovisual de los sonidos de las culturas ancestrales de México. Otra vez con ilusión, otra vez bien acompañada y en esta ocasión con la intriga de lo lejano y desconocido. Este trabajo se inserta en el contexto, y cumple con todos los estándares, de los live shows de música electrónica con visuales. Tras la sesión, Beyond habló de cómo los ritmos de la tradición vienen de los cuerpos, de cómo los cuerpos transmiten y conservan sin saberlo aquella música que los conquistadores arrasaron. 

Ayer fui a ver Carnación de Rocío Molina en Naves del Español. Una vez más ilusionada, una vez más bien acompañada y por tercera vez con la emoción de estar en un lugar lleno de gente, el público, que no reconozco. Creo que no me equivoco si digo que esto último es un placer común a todas las que vamos con asiduidad a los teatros. Carnación es una performance en la que la danza, la carne y la música se despliegan. A veces, para mi goce, con la fuerza arrebatadora del aquí.

Parece que mi semana ha sido tradición, música y cuerpo. 

No soy religiosa, en cambio como a muchas de nosotras una marcha de Semana Santa me hace temblar. Tampoco soy del sur y mi relación con los códigos y estéticas flamencas dejan, supongo, mucho que desear. No entiendo de flamenco y desde luego sé muy poco de culturas y tradiciones prehispánicas en América Latina.  No sé hasta donde puedo decir, pero sé hasta dónde puedo sentir. Tengo a su vez algunas certezas de lo que implican los cánones del teatro, la performance  y los conciertos; y las preguntas, por otra parte nada nuevas, que éstos me generan. Normalmente tienen que ver con la frontalidad, el hacer en contraposición al representar (o el binomio que uso cuando trabajo: dejar ver- mostrar), el estar del cuerpo, la materialidad de las acciones y la escena, y el compromiso. Más allá de eso, ahora, esta semana, me pregunto cómo se recoge y se pone en escena lo ancestral sin mitificarlo, sin representarlo, sin exotizarlo. Y me arriesgaría a decir que encarnando los símbolos, haciendo que habiten bajo la piel de quien los pone en juego. 

En Carnación hay momentos en los que puede sentirse el latido de la historia de una tradición en el cuerpo de Rocío Molina, en la voz del Niño de Elche; y parece que el movimiento que se intuye en la pieza es más bien el de cómo fluir desde esa tradición al encuentro de otros códigos. En el caso de Frecuencias Ancestrales, a pesar de los visuales y la música, y de contar con un rico arsenal de instrumentos precolombinos, el trabajo no desborda los límites, al menos para mí, de una sesión de techno, donde la vibración de las corporalidades ancestrales parece quedar reducida a una imagen.

Como decía antes, el sábado, fui a ver a Isabel do Diego. A ella le acompañaban Antonio L.Pedraza y Nazario Díaz, a mí Olga, Joserra y Guille. Es en este concierto, quizás la propuesta más arriesgada, menos tradicional en lo que a insertarse en códigos conocidos se refiere, en donde encuentro la respuesta a mi pregunta. Cuando está incorporado, cuando está encarnado, cuando arde. Abro el bloc de notas del móvil y veo lo que apunté:

Negro rojo dorado
La que anuncia 
La que llora
La que mira atrás
El que vela o desvela

La mano que cuenta que el azul que se intuye
aparece

El azul llega
Vibra

Allá voy, me va a lanzar
¡Pam papa pam!
Pasárselo bien

Magia
Sentimiento trabajo y deseo
El azul se vuelve a descubrir
Tú puedes arrasar mi ser
Nadie puede convivir con esa luz porque
desborda
Tú que ruges
Tú que ardes

dame calor

Tres cuerpos reconocibles para la tradición, pero que también la extrañan. Símbolos que lanzan una línea recta hacia lo más profundo de la cultura, queramos o no, arraigada en nuestras carnes y en la tierra que pisamos; y al mismo tiempo hacia el aquí, ahora, y nosotras qué.

Y sigo.
Como aquello que, sin saber siquiera por qué, es muy familiar pero que no podemos agarrar, las cuerpas hacen lo que les toca hacer en un escenario pequeño que entonces parecía enorme. No llevan trajes reconocibles, pero es inevitable pensar en diferentes figuras del folclore: la viuda, la plañidera, el picador, el cura. Hay algo precioso, preciado, en el hecho de poder disfrutar de algo como nuestro, desde los colores al vientre, desde la piel al coño, desde la sonrisa que se abrió en mi cara en el minuto uno, y que de lo abierta que era dolía, hasta las uñas de los pies.

La puesta en escena de Isabel do Diego tiene más que ver con los códigos del concierto que del teatro, pero una no puede escapar del taconeo de las manos. Es evidente que el trabajo estético y coreográfico de la propuesta no es algo que simplemente acompaña a la música en su presentación pública, sino más bien diferentes capas que atraviesan el proyecto, que se desarrollan en conjunto y pertenecen al universo y el modo de crear de Juan Diego. Él dice que en un momento perdió la fe a todos los niveles y que se ha dado cuenta de que ésta no es algo que está o no está, sino un viaje, un camino. A mí, el sábado, me dejó sentirla. Y eso es un regalo.

Madera, silbidos, quejidos, un theremín de tubos dorados y mucho baile.
Baile de las manos, azul.
Baile del rostro que deja ver el esfuerzo del sonido, dorado.
Baile de ellas, frailes de frente azul, que recias acompañan, negro.
Baile de ella, abuelo y abuela, el flamenco, campo en las venas, rojo.

Ángela Millano
Madrid, 11 de diciembre de 2022

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Notas sobre Diversión obligatoria

©Alessia Bombaci

Júlia Barbany presentó el pasado fin de semana en el Antic Teatre (con sold cada día) su segunda pieza Diversión obligatoria, después de haberla estrenado en el Festival de Terrassa i noves tendències a inicios del octubre pasado. Una servidora ha tenido el placer de seguir de cerca el proceso y hasta de formar parte de él como «performer», así que las reflexiones que aquí siguen alrededor de la pieza las podríamos llamar reflexiones entre bambalinas, destellos analíticos que se dan en el impás antes de salir a escena, probablemente se trate de una escritura de bastidores carente de luminosidad, suscrita más a la percepción de la energía de la pieza, más atenta a la visión que se genera detrás de ella, entre las sombras. No sé cómo es la pieza desde fuera ni desde delante. Nunca la vi entera. No la conozco como objeto acabado, presentado. Así pues, con voluntad de no sistematizar estos pensamientos, prefiero apuntarlos a modo de notas, puesto que no se puede sistematizar el análisis de una pieza que no ha sido vista, aunque sí vivida:

1. Diversión obligatoria no es una pieza de humor, es una pieza sobre el humor. Discurre no solo sobre el humor en su sentido formal. También versa sobre los usos políticos del humor.

2. Diversión obligatoria es también una pieza trágica. El personaje de «el señor» es una suerte de Prometeo encadenado. Encadenado y depresivo. La obligatoriedad de la diversión y la tiranía de lo risible es el cuervo que le come el hígado cada noche de función.

3. «El señor» está destinado a huir una y otra vez de su tedio vital, lo intentará hasta devenir abyecto, hasta, literalmente, comerse su propia mierda. Sin embargo, ninguna de esas pruebas servirá. Un Dios (el cojín de pedos) ha dictado su destino antes que la función empiece.

4. La relación entre política y humor en Diversión obligatoria no es de floritura. El humor se escenifica como un espacio conservador, totalizado, rígido e imperturbable, como elemento de control y de evaluación, como totalidad que impide cualquier malestar (en este caso, el malestar del señor).

5. El humor como tiranía lleva al delirio, pero el delirio sólo puede combatirse con una afasia del lenguaje del delirio, con su desarticulación, poner el delirio contra el delirio, hasta llegar a reírse de él, es decir, alguien se ríe de algo porque puede distanciarse de eso, puede respirar, moverse, pensar más allá de esoLa pieza Diversión obligatoria es un ejemplo de esa tarea.

6. El humor se resiste, como el teatro, a su propia aniquilación. Entonces el espectador es quien tiene la tarea de comprender que Diversión obligatoria no tiene nada de divertido, aunque te rías un montón viéndolo.

7. Nosotras somos «el señor». Comiendo mierda en el sitio más triste posible. Siendo evaluados bajo una exigencia de éxito en la diversión productiva y feliz. La única forma de encarnar la depresión en la era de la diversión obligatoria es mostrando todos y cada uno de los desajustes que conforman el artificio de control de la realidad. Usando todos los artificios de la teatralidad, claro está. 

8. Lo que ocurre con el lenguaje del humor en Diversión obligatoria ocurre también con el espacio sonoro de Pol Clusella. Los jingles se han estropeado. Las melodías divertidas pierden su tonalidad mayor. Las canciones de animación no cumplen su objetivo. El mismo dispositivo sonoro ha dejado de funcionar, está delirando.

9. El cojín de pedos gigante es un Deus ex machina. El juego de mostrar un cubículo gris y una cascada de papel maché y moqueta debería ser suficiente, Júlia Barbany y Pol Clusella no han cometido un error de materiales. El espacio escénico de Oriol Corral es una cárcel voluntariamente ridícula, pobre, precaria, endeble. Sin embargo, «el señor» se ve obligado a transitar en ella. ¿Habrá salida? La hay. Al final, el señor está muy solo. Pero en un teatro, al encender las luces, nos damos cuenta de que estamos juntos. Los que miraban y los que hacían. Con nuestras risas y nuestros malestares. Con nuestros delirios desmontados, a vista. Y así, cada noche de función delante del Dios cansado y pedorro podemos recuperar algo de nosotras, quizás, a cambio de una risa que nos permita reconocernos.

Núria Corominas

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Mañana, y mañana, y mañana

© ‘deader than dead’, Ligia Lewis, 2020

¿Qué dicen, qué son, qué hacen? ¿Qué es lo que va a pasar? «deader than dead» de Ligia Lewis comienza y acaba en penumbra y ocurre, casi, a medianoche. Casi a oscuras hay una luz muy lunar, a la vez clarísima y tenue, que acaricia el espacio, todo, el suelo de tatami fosforito, flúor sobre flúor, y los cuerpos, que se empiezan, tenebrosos, a mover: «Out, out, brief candle! / Life’s but a walking shadow».

¿Qué dicen? Están murmurando, uno aquí y uno allá, esto y lo otro. Retahílas y ensimismamientos, a veces cesuras («Off!»), nada declamado pero todo insistido, como en un conjuro. Es evidente que se está cargando una energía, pero no te imaginas para qué. Se invoca a Macbeth, «Mañana, y mañana, y mañana», la vida contada con furia por un idiota significando nada. Algo magnífico pero modesto, muy clásico y no se sabe si ingenuo. Se hablan entre sí pero como por accidente, parecen más juntamente solos que acompañándose.

¿Qué son? Hay ambigüedad en su presencia, que es lo contrario a contradicción. Están explorando y reconociendo, como si tampoco lo supieran bien. Todo está ensombrecido. Hay una torpeza como abrupta, una automanipulación en pantomima, muy funny, que parece insinuar: esta persona se ha encontrado su cuerpo, es un medio, un vehículo, un lenguaje poético que no es tan simple controlar. Incluso: un automóvil tozudo con sus propias decisiones, que tú le vas a rebufo y buena suerte y puedes fracasar. Uniformadas sólo por la peluca, las siluetas en escena son revealing sin descocar, sobriamente sexys; reconozco en la primera intérprete a un negro altísimo y guapísimo que me había cruzado hacía unas horas en el vestíbulo del Hotel Mediodía (su salón un refugio discreto para tramar en el Madriz con zeta). Metamorfosis sinuosa de músculo y sonrisas nada más empezar. 

© ‘deader than dead’, Ligia Lewis, 2020

Suenan, tan barrocos, los Sones de Santa Genoveva, matrona de París, de Marin Marais. Pienso en que la iglesia que le advocaron nunca lo llegó a ser, transformada por la Revolución en Panteón de Ilustres, donde hoy hace casi un año dieron cenotafio a Joséphine Baker. Entra muy poca luz, los ventanales parecen saeteras, y el edificio es bastante horrendo, como la estatua a Voltaire. Parece que realezas, santas, guillotinas, horripilancia, panteones, música de viola y clavicémbalo, luz fluorescente a medianoche y vedettes bisexuales negras espiando contra los nazis algo tendrán que ver. «Tous les matins du monde sont sans retour», decía –y titulaba– Marais en su biopic. Todas las mañanas. Ahí tienes «All our yesterdays» de Shakespeare, es decir, que el pasado y el olvido y la gloria y el recuerdo y el sentido son una decisión corporal: aquí de cuerpos oscuros y ambiguos que seducen hacia la complicidad.

Te pones solemne y dices: veo cuerpos como objetos y como herramienta de medición, aplicada sobre sí mismos y entre sí, y por suelos y paredes. Me vienen ecos de otros trabajos (Deep Space de James Batchelor), pero aquí hay algo más sutil, aquí hay la falla, hay la fisura no tratada de suturar entre el deseo de mover y el efecto del movimiento: levantar las cartas de los formatos y maneras prefabricadas con los que la espontaneidad resulta ser mentira. Algo falla: está «Off!» y no deja de fallar, aunque triunfe (porque va a triunfar).

¿Qué hacen? Hay mucha presentación y satisfacción, hay belleza. Exhibición, pose, tournée y regalía, mucha bobada majestuosa y una ironía secuaz. Tiniebla orgullosamente hortera, wigs-off, descarada pero no deshecha, chic, gustosa de mirar y difícil de describir. Veo el Floss y el Nae Nae y quizá el Gwara Gwara, bailes con nombre, células de danza, paquetes, coreo-moléculas, palabras, coreos listas para el microondas, unidades mínimas de información cinética (si hay «fonemas» y hay «lexemas», ¿diremos «coreonemas» alguna vez?). Bailes del Fortnite, de Tik Tok, coreos on repeat, el baile como virus y como basura, como tráfico de contrabando, como fómite y vector de riesgo, infección homologada que se puede utilizar y que utilizan para bailar.

© ‘deader than dead’, Ligia Lewis, 2020

Me da un ataque limpio de risa. Une bailarine zanca el escenario en cuclillas, ordeñando ubres imaginarias, «Milking the cow!» anuncia un poco para sí y un poco para el público. Recuerdo a B-boy Silver, estrella valenciana del break patrio, arquetipo del flipao en el mejorcísimo sentido, añadiendo efectos sonoros a sus pasos, «fuuush», «poh…», «shhha» y a veces, incluso, descripciones («¡powermove!», «freestyle…») o juicios («¡Vende todo, vende todo!», «El Madrid me debería pagar por esto»). Decir lo que se baila, comunicar por partida doble: hacer y clamar, como un pokémon su nombre o un personaje de shonen sus técnicas, es decir, didáctica simultánea de la propia acción. Audiodescripción. Una falla y una distancia: esto es lo que hay y esto es lo que estoy haciendo y tú lo estás viendo. Más autoironía y más descaro y más barullo compinche de asumidas torpeza e imprevisibilidad.

¿Qué es lo que va a pasar? Una pieza a la vez austera y festiva. Hay mucha celebración. Cuadro tras cuadro: sincro, portés, house, raves, abrazos a las paredes y amor al descontrol. Es muy ligera y se acaba, como si hubiera pasado lo que tenía que pasar. El conjuro ha funcionado, se te ha pegado el neón, te brilla la piel y qué bien. Nos vamos del patio suaves, suaves, pianissimo el corazón, a la noche cerrada y brillante que afuera continua.

Miguel Ballarín

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A quién le ríes las gracias

 

    –  Oiga, ¡muchas gracias!

    –  Jajajaja, calla, calla, que me da la risa

Disculpad el chiste malo, si es que incluso llega a chiste. 

“A quién le ríes las gracias” bien podría ser el título de una pieza que podríamos leer en una cartela de la exposición New Ywork de Jaume Clotet e iría, probablemente, al lado de una figura en papel maché que representaría, ahora sí, con bastante gracia, algo semejante al diálogo planteado arriba. Pero “a quién le ríes las gracias” es también una frase que condensa algo de rabia y de mal humor, también algo de sonrisa falsa, estratégica, que no es muy de fiar.

He tenido la oportunidad de acercarme en dos ocasiones a La Capella para ver la exposición New Ywork de Jaume. La primera, el día de la inauguración, la segunda, hace unos pocos días, sabiendo que iba a escribir este texto. La primera fue un contexto de explosión social de primer orden. La Capella inauguraba las dos primeras exposiciones —después de las acciones en vivo que tuvieron lugar en septiembre— de este nuevo ciclo que arranca. Era octubre y había cierta sensación de inicio de curso y cierto sentimiento de ilusión. Se escuchaba, paseando por dentro del edifico y también fuera, en la terraza del bar de enfrente: “hoy está todo el mundo”. Un hecho que, en el contexto del arte —me doy un poco de rabia a mí misma pensando desde aquí, desde este pequeño nicho algo asfixiante que, a pesar de que todes queremos desdibujar continuamente las líneas de las disciplinas, no dejamos de delimitar con claridad—, tiende a aunar la ilusión de ver a tus compañeras del sector con cierta ansiedad social y estrés por tener que reír las gracias —quizás estoy exagerando—, que estar atenta a los comentarios, a lo que pueda surgir, procurar no dar un paso en falso —cuánto me aleja escribir esto de las urgentes razones que me trajeron aquí (¿el arte?), pero ya sabemos que esto (¿el contexto del arte?) tiene algo de estira y afloja—. En la inauguración vi a arquitectas, a humoristas, a diseñadoras, a artistas y a comisarias. He escuchado, algunas veces, a agentes dudar de la genuina pertenencia de todos ellos al “contexto del arte” así que, le agradezco enormemente a Jaume haber articulado un proyecto que reúne los talentos, las virtudes, las gracias y el buen hacer de muchos de ellos (véase Sociedad 0, Miranda Pérez-Hita, Miguel Noguera, Cris Blanco, entre otros), algo que también logra en Cabaret Internet, el proyecto que conduce junto a Alicia Garrido. La segunda vez que fui, muy a la hora de comer, no había nadie en la sala. Nada más entrar a la exposición escuché un canto de sirena —algo gregoriano— que el alegre jaleo del primer día no me había permitido escuchar. Me quedé con las siguientes frases: “yo te clavaré un puñal por la espalda” / “cuantos menos seamos más reiremos” / “no me conviene invitarte”. A esas alturas yo ya tenía el título claro para este texto y las ganas de plantear lo que he venido escribiendo, así que estas frases me sacaron una sonrisa. Entre los chistes, aparentemente inocentes, hay un run run que apela directamente al funcionamiento de éste, nuestro contexto, y le saca unas cuantas vergüenzas.

En New Ywork Jaume Clotet, cual mago heredero de la gracia de personalidades pasadas y presentes, despliega sus trucos construyendo una narrativa clara: la de un artista-humorista desubicado que, por estar entre dos mundos, no acaba de conseguir el reconocimiento por parte de ninguno y decide desfogar su malestar y malhumor desde la gracia y el chiste algo socarrón. ¿Cómo armar, a nivel expositivo, un guión de chistes que bien podría ser un espectáculo de stand up en un teatro a la italiana? No se trata de una traducción de un formato a otro, pues se desprende que Clotet concibe la gracia desde el objeto y nos mantiene hechizados descifrando los objetos-poéticos, los objetos-broma —que tan directamente nos remiten a las divertidas metáforas de Joan Brossa y, yendo más atrás, a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna— que se ubican sobre una estructura que invita a un recorrido circular. Entre objeto y objeto, entre chiste y chiste, subyace también la construcción de una genealogía, la voluntad de visibilizar un mapa de relaciones del humor local y nacional a través de dibujos y diagramas que ubican a sus protagonistas en un contexto y donde, intuyo, Clotet quiere averiguar cuál es su lugar a la vez que hacer un generoso acto de reconocimiento y agradecimiento a todas las que, de algún modo u otro, son sus fuentes y referentes —desde Ana Polo y Oye Sherman, a Gracita Morales, Cruz y Raya, Eva Hache, Joaquín Reyes o Muchachada Nui entre muchísimos otros—. Un ejercicio que tiene que ver con la legitimización, pero también con el aplauso al otro y que, de algún modo, justifica o relaja la presencia de referencias, metareferencias y repeticiones que se encuentran a lo largo del recorrido.

Tras cruzar unas nubes tormentosas, una suerte de reloj-emoticono marca minutos nos da la bienvenida con una manecilla que intercala expresiones alegres y tristes (“De trist a feliç en 1 minut / De feliç a trist en 1 minut”), “Naturalesa morta / Bodegó ‘tot mastegat’” es la versión facilona-masticada de la exposición, a través de frutas mordidas y un texto resumen con una tipografía de apariencia decimonónica, bien cerca los “Celos”, que son, literalmente, celos sobre espejos que parece que estén pegados sobre ellos mismos y cuyo reflejo crea un corazón, también los plátanos, el “Gag amagat”, la “Broma dolenta castigada de cara a la paret” que, como pasa con otras piezas, solo verán aquellos que estén dispuestos a buscar en los rincones, agacharse y subir o bajar la cabeza en busca de el “LOLipopter”, la cometa y otro montón de chistes que conforman New Ywork. Una cremallera blanca une cada una estas piezas y culmina en una maleta diseñada y producida por Sociedad 0. Se trata de la “Maleta de Malhumor” de donde saldrían todos estos chistes. Una especie de “casa a cuestas” que reúne cada uno de los recursos de Jaume Clotet y que, por suerte, en vez marcharse a Nueva York para abrirla ha decidido hacerlo aquí.

Y hacia el final, una rosa de los vientos, “N . O . S . É” como símbolo de la desorientación: No sé on anar / No sé què fer / No sé qui sóc. Me recuerda a las rosas de los vientos del artista Pelayo Varela, que también son metachistes del arte y cuyas varillas te llevan a Dalí, Richter, Warhol y también al $, claro. Yo creo que Jaume sabe dónde va, su lenguaje está afinado, tanto con legados pasados como con estrategias de completa actualidad. De New Ywork se sale con mejor humor, de eso no tengo duda.

    –  Acuérdate de dar las gracias.

    –  Pero es que no me sé ningún chiste.

Ya paro, ¡perdón!

Marta Sesé Fuentes

Fotografías de Pep Herrero

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infinitas personas del singular

plantear lingüísticamente esto podría ser así. Empezando por 1ª, 2ª, 3ª persona del singular, y siguiendo con otras personas e hibridaciones fuera de esta normativización sobre cómo se piensan los sujetos singulares. Cualquier cosa que mantenga una línea de costa concreta donde sólido y líquido se unen y se separan indeterminadamente alrededor del perímetro de la isla.

Melencolia I es ese grabado de Albrecht Dürer con vibración oscura y lleno de detalles, todas esas piezas rodeando un organismo humano en aislamiento, balanza clepsidra compás campana esfera y muchas otras en un panorama ocultista, autorretrato de alguien congelado en un instante de incertidumbre existencial. Pasan muchas cosas por detrás y dentro de lo que se ve.

A los minutos de entrar en la sala, con el foso que mantiene la acción en un plano inferior y acotado, la luz y el calor, aparece una corriente de fuerza, es soledad. Al rato puede que llegues a tener ganas de salir rápido a respirar el aire de Montjuïc. La imagen de ese grabado aparece latiendo sobre la visión de cuerpos colocados sobre 30 toneladas de arena. Hay un sonido electrónico constante como un zumbido ni muy alto ni muy bajo, ni muy melódico ni muy estridente, terrible término medio. Una voz empieza un canto operístico-pop, busca la boca de la que sale, mira en la dirección del sonido, qué boca es, dónde está.

Juegan al bádminton y en estado de hipnosis la cabeza se mueve siguiendo ese objeto ligero que va y viene silenciosamente y con elegancia, el volante, hecho de corcho y plumas. Hay palas de playa, móviles, fiambreras, revistas, balones, un dinosaurio de goma, bicis, cremas solares, una diminuta piscina vieja medio deshinchada con agua sucia. Podría ser La tierra baldía de T. S. Eliot, recurso familiar para imaginar paisajes contemporáneos, post-modernos o en presente continuo, aquí como aparición fantasmática en sus cinco apartados, el entierro de los muertos, la partida de ajedrez, el sermón del fuego, la muerte por agua y lo que dijo el trueno. Cabe entero. 

La pieza no solo resulta un disparador de síntomas ansiógenos, parece funcionar como una máquina de relaciones simbólicas y referencias de traducción de códigos. Los cuerpos se dejan mirar en detalle, pero no es una invitación al voyerismo. Es casi un acto de empatía ante un espejo deformante. El afuera por momentos desaparece como una fusión de organismos en un mismo ecosistema, lo individual se deshace cuando te miro y no sé dónde acabo y dónde empiezas. Caveat: es una visión holográfica, estos cuerpos no conocen una unión de fluidos o espíritus, no leen poesía juntxs ni se van de noche al Görlitzer a fumar en silencio, son cuerpos dóciles. 

Bajo la luz cegadora del espectáculo, en palabras de Comolli, las narrativas musicales se van sucediendo con eficiencia, exactitud, una falta absoluta de emoción, mientras la zona del público que mira desde arriba se empieza a vaciar a los 20 minutos del inicio de la sesión de las 21:00 h del viernes. Es probable que la cosa tenga su peso, entra difícil, molesta. Las comparaciones son odiosas y en mi cabeza voy haciendo un paralelismo entre Sun&Sea y esa pieza musical de Jan Lauwers y la Needcompany, Isabella’s room. Cuenta otra vez cómo te encontraste a Jan Lauwers de casualidad en el Hotel Tequendama de Bogotá. Qué lejano parece sentarse en un teatro y desear que nunca acabe y tararear esas canciones durante meses, desde este foso. 

Un cuadrilátero que podría metamorfosearse ahora mismo en un parlamento de las cosas, con el espectro de Bruno Latour riéndose por lo bajo por cómo te sacas de la manga esta asociación, por amor. Si esta desunión de organismos pudiera convertirse en un verdadero akelarre, tendría que ser desterrando el dualismo sujeto/objeto. Los casi-objetos, casi-sujetos y monstruos híbridos afirmarían su existencia en una simetría donde son actuantes que traducen redes y generan redes. Como la capa de ozono de la que habla Latour, otra presencia espectral que anida entre los focos como cuchillos de esta pieza. 

Un hilo tan perfectamente tensado que la sección en la carne es perfecta, indolora, sin sangre. La máxima expresión de la alienación de excelencia, no cualquier alienación de fábrica o de oficina, algo a escala total, la energía de un ecosistema de la vida. Dentro de este espejo no paran de pasar cosas y todo está conectado, pero en ese equilibrio perverso que me refleja no ocurre absolutamente nada, la estasis de la acción, el purgatorio, el limbo, el pánico latente, la asfixia, el agujero negro, Sagittarius A en el centro de la Vía Láctea. 

Entonces busco el detalle intrascendente en la alta frecuencia visual como mecanismo de supervivencia. Un palo. Una piedra. Una marca en la arena. El color plano de la arena. Solo una longitud de onda habita los conos y bastones de tu retina recibiendo el estímulo. Una pancarta imaginaria aquí diría: Sin nosotrxs. Esas caras anodinas actuando una relajación inconsciente y frívola eres tú. ¿Cómo puede articularse la revolución, cualquier tipo de revolución, incluso sin baile, desde este lugar?

The volcano erupted
unexpectedly,
contrary to all the diagrams
and
timetables—
not a single climatologist
predicted a
scenario like this.

Los signos de la erupción no fueron decodificados. Lo explica, añadiendo alguna mentira o licencia literaria, Plinio el Joven describiendo las heroicidades de su tío Plinio el Viejo, que se dedica a comer y a dormir la siesta con el volcán en erupción. Si estás tomando el sol bajo el econihilismo, que Vesuvio, Campi Flegrei y toda la provincia magmática empiecen a actuar y te ilumine el fuego. Podría ser un método más efectivo y audaz, más cálido y físico, que hitos biopolíticos como antes de tirar ese deshecho pararse y pensar: marrón, azul, amarillo o verde.

Has visto ya algunas primaveras en algunas plazas, vino la policía, hubo heridas. En este foso dime qué ves. Mala mar, bandera roja. La agitan las personas que trabajan en la sala del Lliure, se entiende rápido que hay que salir. Pero no es eso exactamente. Le pregunto a una de las chicas: “No pararán, ¿verdad?”, y sonríe como si le hubieran descubierto un secreto, “No.” El sonido, los coros, la luz, el calor, seguirán hasta un momento en el tiempo en el que ninguna tercera persona estará, ni tú estarás ni yo estaré ya aquí.

Alba Mayol Curci

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