Norberto Llopis, quien opera

Norberto Llopis es de los pocos coreógrafos en la escena española que ha desarrollado un trabajo de movimiento que se escapa por un lado a la creación de un lenguaje aparentemente deconstruido que estaría en búsqueda de una pulcritud formal estilizante, y por otro, a la creación a partir de lo que últimamente llamamos movimiento somático, que pondría su acento en el encuentro con una verdad original del cuerpo y su expresión.

Tiene que ver, por algunas razones que desarrollamos abajo, con que no hay una búsqueda de un lenguaje, no hay una búsqueda de una autenticidad, de un yo, sea este originario o formal, y no hay sobre todas las cosas, creación. Esta renuncia a la creación, se convierte en Norberto en una apuesta por la producción, en un devenir a través de la puesta en funcionamiento, tal y como él las nombra, de operaciones.

El tipo de trabajo que Norberto viene realizando, se escapa también de lo que en algún momento se ha querido llamar como conceptual, a pesar de las asociaciones que se podrían hacer desde una perspectiva demasiado formateada de las artes, pues encontramos en él, una huida persistente (no sólo como decisión, sino también como devenir), de plasmar con cierta claridad lo que se pone en juego en la obra, y además existe una apuesta decidida por lo material, desde el cuerpo y el movimiento, los objetos, o hasta el lenguaje.

Se intenta tentar, en lo que sigue, lo que no se quiere definir en el trabajo de Norberto a partir de las creaciones que ha ido desarrollando en los últimos años (3 piezas y una conferencia), y que hemos podido disfrutar en Valencia este último año.

Dibujo de Carlos Maiques

El lienzo en blanco, el papel en blanco, el Word en blanco. Ya no escribimos sobre piedra, ni sobre piel, ni sobre papiro, aunque a veces se haga, aunque se pueda. El lugar de inscripción es el color blanco. No hay nada de inocencia, ni de carencia de sentido, ni por supuesto de natural en el blanco como lugar de inscripción.  

La naturalización del lugar de inscripción blanco excede el régimen de la razón. La razón, en gran medida, elude su compromiso con el blanco, se hace trampas a sí misma pretendiéndose autónoma del orden simbólico que el blanco establece, o simplemente desconoce que está comprometida con el blanco.
Que el blanco se establezca como lugar de inscripción estándar predetermina la escritura, el trazo, el color y con todos ellos el lenguaje, el campo de sentido. El significante determina el significado, pero este significante ya está determinado por el significado que el significante blanco oculta a la razón.
De igual manera, el cubo blanco del museo o la caja negra del teatro son lugares de inscripción que vienen connotados por un sinfín de sentidos previos, construidos sobre todo durante la más reciente edad moderna pero que asimilan también una visión histórica sobre el arte, sobre la creación artística, sobre la literatura, sobre la forma de contar, sobre el relato, desde, evidentemente, un prisma esencialmente occidental. Y si acaso, el sentido más inmediato que ejerce la razón sobre el relato, sobre la construcción que la espectadora realiza, a partir del papel en blanco, el cubo blanco del museo o la caja negra del teatro, es la pretensión de vacío.

El trabajo que Norberto Llopis viene realizando desde hace casi veinte años no vendría a señalar esta pretensión de vacío en el lugar de inscripción que la razón naturaliza, sino a jugar con el señalamiento mismo, desplazando el dedo que señala más allá de su función racional crítica, para explorar, en su devenir propio, un campo semántico inesperado, irreconocible, nunca autónomo. La apuesta no podría ser aquí la de autonomía, la de descubrir, la de descubrirnos un campo nuevo puesto que se incurriría en un proyecto colonizador, un proyecto donde el héroe, el trazo, determinara un destino, un fin, es decir, donde se establecieran las condiciones para un nuevo papel en blanco.

Si se pasa aquí a hablar del héroe, además de la caja negra, del cubo blanco, del papel en blanco, es porque la caja negra, el cubo blanco, el papel en blanco, han colonizado el relato, el desarrollo del trazo, su devenir semántico a través del agente principal, y también a través de  los diversos juegos de estructura narrativa asimilados, empacados, o supuestamente desestructurados: el héroe y el antihéroe, la linealidad temporal y la ruptura temporal, la univocidad del discurso o la acumulación de discursos, etc. 

Es en los límites que los binomios generan que radica el desarrollo del trabajo de Norberto, pero no en un lugar intermedio entre ellos, no en un nuevo centro sino a partir de los márgenes: es en la omisión que la supuesta inocencia de vacío o que la supuesta inocencia del trazo preestablecen. Trabajar en ese lugar, haciéndolo evidente pero no nombrándolo – lo que lo haría inteligible y por tanto dejaría de ser un espacio omitido –, es lo que hace del trabajo de Norberto complejo, a veces proclive a ser comprendido como un trampantojo, como un juego conceptual, como un guiño continuo. Las operaciones que pone en funcionamiento Norberto en su trabajo, no son mecanismos para la revelación de realidades de las que no somos conscientes normalmente a la hora de asistir a una creación, sino para el desarrollo, el devenir, de realidades improbables. Hay aquí por tanto una propuesta y no tanto una crítica, aunque ésta pueda subyacer. Hay una producción que se realiza en el espacio que se omite de lo que suponemos que queda entre un punto y otro, en el espacio que se omite de lo que suponemos que queda entre el trazo y el papel en blanco.

La doble sesión

Estrenada en Espacio Inestable en enero de 2022, pasó también este año pasado por los festivales Domingo, en Madrid y TNT, en Terrassa.

Foto: Nelson Linaza

Concepto y dirección: Norberto Llopis Segarra. Asistencia dramatúrgica: Sofía Asencio. Iluminación: Carlos Molina Llorens. Vestuario y asistencia estética: Jorge Dutor. 

El elemento sobre el que se opera en La doble sesión es primordialmente el tiempo. Las operaciones que se desarrollan se establecen a través del uso del lenguaje, sus supuestas indicaciones semánticas, la repetición y la alteración en la repetición, con las consecuentes alteraciones en las indicaciones semánticas. Una pieza, La doble sesión, que se hace dos días seguidos: la primera sesión, Mañana, la segunda, Ayer. En este juego entre lo que pudo haber sucedido Mañana (ayer), si hemos asistido el segundo día, y lo que puede que suceda Ayer (mañana), si hemos asistido el primer día, no encontramos el presente. El presente, esa entelequia que ha sido la quimera de la escena contemporánea, se presenta aquí como un imposible, como un esfuerzo inútil, en tanto en cuanto se vislumbra su omisión, lo que oculta el presente.

Con los juegos de palabras, con el humor que puede provocar, nos podemos confundir: podríamos entender que se trata de lo absurdo del tiempo, de lo absurdo del lenguaje, y más preocupante aún, de esa idea lapidaria sobre la relatividad del tiempo, del lenguaje, de todo, que anula la posibilidad de acción y que establece una visión cínica del mundo. Pero en la insistencia en el dispositivo de la repetición y la diferencia que ésta desprende en el transcurso de una a otra, late un territorio que podemos percibir sin reducir nuestra percepción al absurdo o a la posible visión cínica del tiempo. Es el territorio de la latencia lo que pervive. 

Como el lenguaje conlleva una accesibilidad inmediata, pues lo reconocemos como propio sean cuales sean nuestros antecedentes, es imprescindible en un primer momento la aliteración de binomios que en el transcurso de uno de sus opuestos al otro, marque una diferencia que pueda escapar al entre, al concepto intermedio, a la idea de presente, eludiendo siempre cerrar cualquier clasificación que relajara nuestra percepción y eludiendo también cerrarse en el chiste, en el gag. Es en esta indefinición que Norberto puede producir un tiempo otro que nunca estaría determinado, que no podría ser el otro, aunque fuera hacia él indefinidamente.  

Máquinas

Estrenada en Sala Círculo (Valencia) el pasado diciembre.

Foto: Nuro Visuales

Coreografía y dirección: Norberto Llopis Segarra. Interpretación y colaboración artística: Paula Pachón, Javier J. Hedrosa y Norberto Llopis Segarra. Diseño de máquinas: Samuel H. Ramírez. Primeros prototipos de autómatas: Jorge Nieto. Asistencia dramatúrgica: Tomas Aragay y Sofía Asencio (Societat Doctor Alonso). Iluminación: Carlos Molina Llorens.

Aquí, Norberto, opera primordialmente sobre el desarrollo del movimiento. Hay en la pieza más máquinas que las máquinas a partir de las que trabaja en el movimiento, pero es la operación en el movimiento la que produce el territorio a las que las otras máquinas, producidas por Samuel H. Ramírez, responden. 

El concepto, tomado prestado de Deleuze y Guattari, que es motor operativo para la producción de movimiento, es el de máquina de deseo. Se entiende pues al deseo como productor de realidad, productor en este caso de movimiento, pero extraído de éste la posible pretensión de su propia satisfacción, extraído el objeto de deseo. Se extrae del relato, del trazo, del desarrollo del movimiento, el destino del héroe, el propósito de la acción. Queda pues la acción suspendida en el tiempo y el espacio sin más propósito que el de producir, sin caer en el producto, sin la revelación de un objeto de deseo que establezca un cosmos, poniendo de manifiesto otra vez aquí lo que oculta el trazo, y también, con la inclusión del papel kraft marrón que cubre el suelo y la interacción con éste, lo que oculta el lugar de inscripción.

En la elusión del establecimiento de un trazo reconocible en el movimiento, en la elusión del establecimiento de un lenguaje, las máquinas de deseo operan produciendo movimiento, expresión, sonido, que se relacionarán desde el cuerpo con los otros cuerpos, con las otras máquinas construidas, con el espacio, con el tiempo, en el lugar del límite de sus campos de acción. La acción no sucede pues ni por acumulación, ni por solapamiento, ni por contraste, entre todos los elementos puestos en juego, aunque sucedan acumulaciones, solapamientos, contrastes. Las actantes no manipulan los objetos o el transcurso de la acción. Aunque nuestros ojos quieran leer paralelismos, o símiles, entre los cuerpos de las performers y las máquinas mecánicas, aunque la perversión de nuestra lectura nos empuje a la relación de ideas, de entes, de personas, buscando significados, la realidad que produce la acción y las cosas involucradas, hace a los cuerpos, a las cosas, al espacio, al tiempo, indiscernibles, pues se mantiene siempre en el territorio de los márgenes.  

La sensación de que Máquinas bien podría haber durado 3 horas o 20, la sensación de que la estructura con la que se ha jugado hubiera podido ser intercambiable, la sensación de que una persona u otra de entre las performers bien podría ser la misma (una misma monstruosa), o el papel kraft del suelo, o el mecanismo maquínico que opera al parecer de forma autónoma, vienen a constatar que las operaciones que pone en marcha Norberto apuestan por la multiplicidad, como suma no de singularidades, de sentidos, sino como la potencia siempre abierta de los distintos significantes que en sus límites de enunciación no alcanzarían nunca un solo significado.   

No-Hueco

Estrenada en Espacio Inestable (Valencia) en abril de 2021, volvió a representarse el pasado noviembre en La Mutant, espai d’arts vives (Valencia).

Concepto y dirección: Norberto Llopis Segarra. Interpretación y colaboración creativa: Santiago Ribelles, Inka Romaní Escrivá, Norberto Llopis Segarra.

Foto: Nelson Linaza

No-Hueco, anterior a las anteriores, prevé en ella lo que se desarrolla en La doble sesión y en Máquinas. Por un lado, pone en funcionamiento los mecanismos del lenguaje que se matizarán en La doble sesión, aquí sólo escritos en grandes papeles expuestos al público por las performers cada vez que entran en escena, y por otro, activa las máquinas de deseo en el movimiento que usan las performers en Máquinas, aquí casi sólo al final de la pieza.

El juego primordial se realiza sin embargo en el espacio y con los objetos, como un deslizamiento continuo de superficies, ocupándose en el cúmulo de acciones comunes, banales, intranscendentales, que aunque manifiestan los engaños de la percepción que puede experimentar la espectadora, en su reiteración, transforman la escena sin ningún objetivo acorde a un relato que cumpliría su misión de identificación con la espectadora, que le haría a ésta comprender algo, el algo.

En este cúmulo de trayectos, portes y acciones innecesarias e infructuosas, podemos  pensar que la vinculación de Norberto con las vanguardias artísticas le compromete a lo que aquellas apuntaban, pero como decíamos antes, no señala con el dedo, ni hace actuar el dedo que revela la verdad, sino que genera el mecanismo, la operación por la cual el dedo se mueva, actúe, desprendido del yo, desprendido de una autorrealización o del cumplimiento de su fatalidad, de su destino.

Norberto pone en jaque el esto ya se ha visto, con el que el mundo del arte promueve la supuesta vorágine de lo original, o con el que el mundo de la escena desconfía de la novedad, para centrarse, sin ninguna pretensión de demostrar nada, en operar con los elementos que en las vanguardias cambiaron la idea de percepción, para producir. 

Si bien pareciera que el uso del texto y del movimiento apuntalan lo formal de la pieza, por un lado con el primero como creador de estructura y el segundo como síntesis y cierre de ésta (que en parte lo hacen rítmicamente), la operación primordial que realizan es la de yuxtaponerse como límites de entendimiento que rozan los límites reiterados de las acciones banales que se van sucediendo. Unos límites de entendimiento (los del uso del texto y el movimiento), que por frotación con los límites de la sucesión de acciones, de trayectos, de portes, evitan, de un lado, que entendamos una transformación completada, transcendental del espacio, como montaje y desmontaje, al aplicar al movimiento la activación de máquinas de deseo, como decíamos antes, carentes de objeto, de fin; y evitan, por otro lado, las asignaciones unívocas de sentido, al desplazar, con las repeticiones y la comicidad, las relaciones de sentido que inevitablemente realizamos cuando entra en juego el lenguaje.

No hay acto creativo

Conferencia performativa de Norberto Llopis en el marco del proyecto Motors de Creació, de la Associació de Professionals de Dansa de la Comunitat Valenciana en el IVAM.

Foto: Miguel Lorenzo

Aunque haya distintos lugares de inscripción aquí, como el suelo donde se despliegan papeles, dibujos, imágenes; como los propios papeles usados;  como las imágenes, las letras, los dibujos colocados en superposición, en capas, en pliegues sobre lo desplegado; como el uso del lenguaje: repeticiones de frases sobre poemas, sobre letras, sobre explicaciones del proceso para realizar la propia conferencia, sobre explicaciones del conjunto del trabajo de Norberto, el lugar de inscripción sobre el que se escribe sería aquí el propio discurso. Y en tanto que el discurso se construye a través de la herramienta de la razón, sería la razón misma, no el discernimiento que la razón nos proporciona, sino el territorio ya construido, ya supuesto como inocente, de la razón, donde se iría escribiendo la conferencia.

El binomio empleado, sobre el que oscila el imposible discernimiento de la razón en este despliegue de razones, unas afectadas a y por otras, es el de operación muerta y operación viva, a partir del cual se comprende la importancia del concepto operación que usa Norberto para desarrollar su trabajo y a partir del cual se comprende también que son operaciones de deseo, operaciones por tanto productoras de realidades. Lo vivo y muerto, de una y otra, proveniente de un acercamiento más deleuziano o más derridiano, nos coloca sin embargo en la opacidad. 

Asumir la opacidad significa asumir que la comprensión no puede suceder de forma categórica, que en el ejercicio de la razón el foco irá a asir una verdad al final del desarrollo del razonamiento, pero que en el transcurso de ese razonamiento, es el espacio posible donde desplegar la producción de realidades, que mantienen lo velado, pues se refieren a la superficie de los elementos usados en el razonamiento, a la carencia de profundidad, o a la huella que esa carencia establece. Viva o muerta, la operación nos interpela en el trans, pero no es transcendental. Nada que alivie nuestros espíritus en la quimera de la comprensión, si esto quisiéramos.

Apunta un poco, Norberto, en la conferencia, las condiciones materiales que propician la realización del acto creativo, en una crítica sutil a las condiciones laborales para la creación, pero al extraer el valor creador, al negar lo creativo del propio acto, al negar un producto resultante como producto de consumo reclamando las condiciones necesarias para algo que no sucede, genera un desplazamiento en la mirada sobre la estructura de la cadena de trabajo. Sostener un materialismo desplazado de las realidades objetivas constituidas desde la jerarquía del valor, manteniendo la producción, la acción, cuestiona el lugar tradicional de enunciación de lo político en el trabajo, proponiendo sin embargo trabajo, es decir haciéndolo desde el trabajo. Tal vez la reclamación de lo político vinculado al trabajo no consista tanto en dilucidar maneras a partir de premisas categóricas que nos enseñen el mundo tal y como es, distribuyendo valor, sino en persistir en la producción, desde los límites de la precariedad (mientras se esté obligado a ello), que no entre a convertirse en nuevo paradigma del valor. ¿Será entonces Norberto Llopis un marxista desplazado o un desplazamiento marxista?

Santiago Ribelles Zorita

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Proteo acariciade

Paul B. Preciado

Fundido a oscuro, silencio en la sala, texto en la pantalla: el psicoanálisis ha de actualizarse, y autocriticarse, y politizarse, o morir. Sencillo. Y cierto. Foco cenital sobre un atril, y una figura, con ligera pero indudable cifosis de filósofo, cruza desde bambalina la penumbra hacia la luz. Es un monstruo que nos va a hablar, proclama. Lleva varios anillos de plata. Le escucho y, a lo que dice, me viene a la mente algo muy particular.

En 1756, el insigne dramaturgo David Garrick invita al no menos legendario Jean Georges Noverre a representar en Londres su exitosísima chinoiserie. Vicisitudes diplomáticas aparte, y retrasándose un año entero la cuestión, Noverre cae enfermo al llegar, y convalece en casa de su amigo, siendo que Garrick resultaba custodiar probablemente la biblioteca sobre pantomima y arte de escena más rica de Europa. Porque entonces surgía en la Francia pre-ilustrada la expresión «comme un maître à danser», el maestro de danza como epíteto de lo arruinado y decadente. Y porque no hay duda de que cuando, más tarde, los sans-culottes danzaran una carmañola alrededor de la guillotina al grito de «¡Aquí bailamos!» no se referían al minuet. El ballet había quedado obsoleto, era una disciplina anacrónica que afrontaba un ultimátum: renovarse, revitalizarse, autoexaminarse y purgarse, o perecer.

Noverre, el profético y romántico Noverre, supo exactamente cómo lo iba a hacer, y todo comenzaría por importar a la coreografía las decisiones de su aliado dramaturgo. Digamos dos. Primero, el intérprete se había de quitar la máscara, literal y figuradamente; fuera prosopones: su cara sería el canal empático para un público a cuya emoción se apela, cuya humanidad se invoca por encima de su clase social. La égalité a la vuelta de la esquina. Y segundo, en la que seguramente sea la acción estética más decisiva, prominente y crucial para la historia cultural moderna de la civilización occidental: alumbrar el escenario y sumir al público en la oscuridad.

Madrid Destino nos ha dado las gracias y recomendado que apaguemos los móviles, porque la representación iba a comenzar. No es ya Preciado, sino la plétora multiforme y simbionte de mutantes, el caleidoscopio electrizante de identidades que ha tomado el escenario y convierte la lectura en un cadáver exquisito de cadencias, carismas y dicciones, quienes hilvanan el argumento con una múltiple voz «completamente fabricada y absolutamente biológica». Esa voz, desvergonzadamente enmascarada, anuncia que la nuestra también lo está, como si dijera: «quitaos la máscara, es decir, asumid que la lleváis». Al final de Testo Yonqui se lee: «Vosotros, todos, sois también el monstruo». Hace eco Víctor Hugo: «Vosotros sois la quimera y yo soy la realidad». Fuera prosopones: somos igual de artificiales, y de naturales, que los monstruos que nos van a hablar.

Pero da sosiego escuchar esto bajo la capa de invisibilidad del patio de butacas (sólo vulnerada cuando alguien mira el móvil sin bajarle el brillo a la pantalla). El mismo sosiego que pierde un boomer al que se le enuncia su identidad cisheterosexual. Se ponen de los nervios. No por ser cis y hetero, que lo suelen ser a mucha honra. No. Es por tener identidad, descubrirse particular, «salir del armario de la norma». En palabras de este multicuerpo parlante tan exacto como solemne: «Todos tenemos identidad. O, mejor dicho, nadie tiene identidad». La normalidad no es secreta sino discreta, como los masones.

El passing es andar el mundo a oscuras subiendo al escenario a los demás, y ya si eso abuchear. En Testo Yonqui también: «Opacidad performativa (ocultar el carácter construido de tu género». Identidad tienen los demás, son artificiales, yo no, soy natural, la mía es invisible, porque Noverre ha apagado la luz: yo veo sin que me vean, identifico siendo opaco, y por eso soy normal. Pero todas vivimos en jaulas, ya sean de oro o de latón. Un palacio es una cárcel de mármol, y estés donde estés oyes el aviso en tercera persona de Madrid Destino, auténtico Leviatán: cuidado con no ser invisible, muchas gracias.

Desde este escenario los monstruos nos demuestran que ser trans es más fácil y feliz que ir al colegio, que no hay más violencia en desafiar un rol de género que la que otra gente, a veces con buena intención, ejerce sobre ti para prevenir exactamente esa misma violencia que ya te están haciendo sufrir. Pero no se puede apuntar y disparar identidad hacia los demás sin sentir el retroceso de ese disparo semiótico. Eso es la normalidad: el moratón en el hombro que deja la culata de un arma que dispara identidad. ¡Uno que se puede disimular apagando la luz de sala! El psicoanálisis es una de estas armas, encasquillada y obsoleta. La diferencia sexual binaria y naturalizada es pólvora mojada, el patriarcado una escopeta de feria, un sistema oxidado y evidentemente deficiente, inidóneo, subóptimo e impreferible, como sabemos perfectamente a quienes nos atraviesa familiar y profesionalmente, o sea, casi cada ser humano vivo, lo quiera o no confesar.

La monstruosidad policéfala, polisomática y polisémica que ha tomado el cuartel del Conde Duque nos llama a sentir «la rueca» que por dentro y por fuera nos da vuelta tras vuelta fabricándonos como normales, tallando en nuestra carne y nuestro deseo un fenotipo conveniente, como si la rueda que torturó a Santa Catalina por atreverse a ser algo más libre y feliz de lo que le tocaba nunca hubiera dejado de girar. Pero cuenta el milagro que, al tocar su cuerpo la rueda, esa terrible arma identitaria y disciplinaria de castigo y disuasión reventó en cien pedazos. Dan ganas de decir: fabriquemos nosotres el milagro, desmontemos los suplicios infelices e inútiles cuyo único lugar es (y habrá que verlo) un museo de historia o del horror. La identidad es un proceso agenciable, una rueda que se puede quebrar para «proliferar prácticas y formas de vida» mutantes y múltiples, para seguir haciendo un universo siempre vivo y plural.

Friedrich Schiller, que quizá fue el pensador moderno más radical de la teoría de género occidental, era extremista al respecto: cualquier género es inmediatamente obsoleto, ninguno vale, porque darle forma a algo es mutilarlo y ocultarlo bajo una máscara anacrónica que como mucho se le parece. Por eso el verso de Novalis: «Allí donde hay niños existe una Edad de Oro». Los románticos alemanes sabían que lo sublime y lo vivo es siempre algo nuevo y sin forma aún o nunca. Cemento sin fraguar. Sólo es infinito lo que no está terminado: llamo desde aquí a que nunca pongan la última piedra de la Sagrada Familia. Judith Butler, siendo menos simplista y más efectiva, en un simposio de 2014 en Alcalá de Henares, puntualizaba:

«La teoría de la performatividad de género, como yo la entendía, nunca prescribió qué performances de género eran correctas, o más subversivas, y cuáles eran incorrectas y reaccionarias. La cuestión era precisamente relajar la presión coercitiva de las normas de género sobre la vida –que no es lo mismo que trascender todas las normas– con el fin de vivir una vida más vivible».

Y da que pensar que esos idealistas europeos que cambiaron la razón por el sentimiento se pusieran frenéticamente a pensar el cuerpo y el género justo cuando la revolución industrial amenazaba con sustituir el organismo por la máquina (el autómata, el androide y el ginoide, Frankenstein…) y que ahora lo hagamos también, justo cuando padecemos «la robotización semiótico-informática de las técnicas de producción de subjetividad». Ser algo distinto y nuevo ha de ser viable y sano.

Pero sobre gustos sí hay algo escrito, y Freud decía de los niños que eran «perversos polimorfos» (se hacen gozar de muchas maneras no normales). Eso veo en escena: cuerpos sin género que los atrape o con uno que han atrapado por gusto y propia voluntad (han eclipsado un fenotipo por otro más bello y feliz), almas doradas y pervertidas, de mil formas, colores y texturas, que están radicalmente vivas y que son infinitas. Lo digo en sentido estrictamente literal: su mera existencia se siente –elles mismes lo dicen– un paso en el vacío que crea su propio adoquín, que insinúa el camino hacia otro mundo al que dan ganas de llegar.

En fin, que varios panteones paganos compartían el mitema de la deidad que puede ver el futuro pero cambia de forma para que nadie la logre atrapar. En el griego era Proteo. Significa que si crees haberlo atrapado has tenido que fallar, como en su momento Schiller y ahora este monstruo condeducal insisten. O que el precio de la presciencia es no poderla comunicar, como le pasa a Casandra. Pero no por ello hay que cejar, sino que hay que extender la mano para tocar a Proteo y que se transforme y se aleje y luego tratar de volverlo a tocar. Por tanto hay que ser proteínas: abolir el género sabiendo que siempre se va a fracasar y sabiendo que siempre lo vamos a volver a intentar.

Decía Mónica Valenciano «Los límites hay que acariciarlos»; digo yo: quiero un cuerpo capaz de acariciar dioses mutantes. Dicen elles (¡cantan!): «Mis genitales / no son mis credenciales /  Su monstruo ya está aquí». Aplausos y flores.

Mar Valyra

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El cuento de nunca acabar

Fotografías de Luz Soria

Obra infinita es una pieza construida a partir de los cuentos populares y, como en muchos de ellos, su estructura tiende a la circularidad. También el público se coloca rodeando el escenario, en unas bancadas de dos alturas construidas especialmente para la sala, y ahí, mientras espera la aparición de los actores, puede buscar en el programa de mano una anticipación de lo que va a ver. El cartel de Obra infinita tiene un aire retro que remeda la cubierta de aquella colección que se llamaba Elige tu propia aventura y que, a la vez que transporta a un mundo fabuloso, sugiere que en el transcurso de la narración repetida desde la noche de los tiempos a cada individuo le es posible encontrar los desvíos que mejor le convengan. En la cubierta, la disposición de los distintos personajes hace pensar en un fuego de campamento, cuando todo el mundo se ha reunido para contar lo que le ha pasado en el día o para olvidarlo. De sus cabezas salen llamas, como de las de los apóstoles reunidos. A veces el fuego simboliza la reunión.

El programa ofrece también una sinopsis, que es un breve cuento sobre un hombre muy alterado porque cree que se le ha metido en el culo un lagarto y sobre cómo sus hijas le engañan para quitarle la preocupación, que en realidad es lo que está donde no debe. Llega a una conclusión sobre la capacidad balsámica de las historias, lo que en cierto modo funciona como una metamoraleja. Y como ese cuento no volverá a aparecer durante la representación, se puede tomar a su vez como el primero de los hechizos de la tarde y una especie de regalo.

El largo cuento que contarán los actores comienza de manera aparentemente casual, y con un protagonista sorprendente. Al cruzarse su camino con el de una niña acompañada por un gato y un cuervo, un diputado se ve arrastrado lejos del Congreso y hacia un mundo incomprensible por el que no le queda más remedio que seguir avanzando. Parece algo ingenuo Juan, al no haber detectado en el aire mitológico de esa insólita tríada de niña, gato y cuervo el peligro desestabilizador que lo lanzará a correr aventuras, pero esa misma inconsciencia es la que lo hermana con los personajes de los cuentos de siempre. También el mundo al que accede se parece más al que se suele asociar con los cuentos tradicionales. Hay vagabundeos por bosques en los que se cruza con personajes que suelen no ser quienes parecen; al cabo de los paseos Juan llega cada vez a una casa diferente, donde los habitantes son sorprendidos en mitad de su acción, a la que se incorpora desbaratándola. Todo esto nos lo van contando los actores, que se dan y a veces quitan la palabra unos a otros, para apostillar el relato, y también a veces representan las acciones que habían empezado describiendo, y pasan a ser personajes de su propio relato, y el estilo indirecto pasa a ser directo. Así, la narración de los hechos se reparte entre todos los personajes, atentos para intervenir en el momento más eficaz, como si fuesen echando mano de un conocimiento común que para ser mejor transmitido requiriese de la participación de todos, pues cuando el mensaje existe para que lo escuchen muchos, también muchos deben ser quienes lo cuenten.

Al comienzo la larga locución abruma un poco porque no se sabe si hay que retener los abundantes detalles del cuento, por si más adelante resultasen determinantes para comprenderlo, pero parte de la función de todo el torrente verbal, como cada vez que se cuenta un cuento, es la de inducir a un estado hipnótico en el que las cosas se comprenden en un sentido esencial, como cuando a través de los harapos de la vieja adivinamos a la reina en busca de alguien puro a quien premiar, y entonces se llega a lo que quizá el público esperaba cuando fue a ver esa obra infinita sobre los cuentos populares, que es volver a sentirse como cuando en la infancia nos contaban algo y lo que nos arrebataba era el largo caudal de imágenes, de causas y consecuencias, no siempre comprensibles pero engarzadas para siempre como si alguien hubiese pasado mucho tiempo hasta conseguir que encajasen.

Es en ese punto, en el que ya asistimos a la obra como metidos en la cama después de cenar, cuando se disfruta a fondo de la historia por el mero hecho de seguirla. Juan se ha revelado también un poco jeta o ha comprendido un mecanismo fundamental del mundo fabuloso: que las baratijas que le van dando los otros personajes tienen en realidad propiedades mágicas, aunque por el momento solo le sirvan para conseguir nuevos tesoros. Y también él parece cogerle gusto a la nueva lógica: si al principio lo que deseaba era volver a su mundo, pronto parece haberle encontrado el encanto a esa sucesión de diálogos disparatados y animales que se van sustituyendo unos por otros. Hay aquí una distorsión graciosa: en un cuento tradicional el protagonista sería un sastrecillo, o una pastora, o el ayudante de un mago, pero él es diputado en el Congreso, y en eso hay como un amarre al tiempo presente que permite detectar también los otros dos: atrás queda un pasado mítico donde se originaron los cuentos y donde están sucediendo todo el rato; el futuro, curiosamente, parece sugerido por el anacrónico vestuario y la relación entre los personajes −¿desde dónde se dirigen a nosotros?−  justo antes de empezar a relatar el cuento, como si viviesen en un futuro indeterminado que nos espera, en el que la tecnología no ha triunfado como se suponía y una de las cosas que ha sobrevivido son las historias populares, imbatibles.

Obra infinita
Los Bárbaros
Teatro María Guerrero

Bárbara Mingo Costales

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Noche cañón: Vais a alucinar con mi espectáculo

Llego a Réplika para ver Noche cañón, que en algún sitio habré oído o alguien me habrá dicho que es una comedia, pero cuando vamos entrando en la sala donde se va a desarrollar esa promesa de velada inolvidable, nos encontramos con que el personaje que nos recibe parece más una profesora imperturbable que una trapecista fuera de sí. Al menos por el momento. Esta jugarreta llevan haciéndonosla desde la infancia y seguimos picando. Quizá la Societat Doctor Alonso esté jugando con este sistema de expectativas.

Bien, pues ya la propia entrada del público en la sala, y la búsqueda de los asientos donde se acomodará cada uno, da pie a la actuación del único personaje que veremos en escena. Lo interpreta Sofía Asencio, que está sentada en una butaca que parece arrancada de un autobús de media o larga distancia. De la posición de su cuerpo, pero sobre todo de la expresión de su cara, se desprende que no solo está esperando a que todos nos sentemos, sino que está supervisando, sin tenerlas todas consigo, la compleja operación de que este grupo de inconscientes nos vayamos distribuyendo por el entramado de plazas. ¿Cómo es posible que transmita que no se fía de que cumplamos con éxito nuestra única obligación −sentarnos−?  Pues lo consigue. Los párpados bajados con displicencia hasta el meridiano del iris y una levísima sonrisa en la cara; la postura como una perfecta estructura angular, las manos en reposo sobre las rodillas. Sigue sutilmente el desplazamiento de los asistentes sin apenas pestañear. De vez en cuando hace algún comentario sencillo para facilitar la operación de acomodo, que suena como un dardo envenenado cuando se dirige a alguien en concreto. Nos reímos, por supuesto, pero la actitud de la conductora de la Noche cañón tiene algo desasosegante.

¿Ya? Por fin sentados podemos entregarnos al disfrute de la noche. La violencia contenida en el centro del escenario parece aflojarse cuando nuestra entertainer está segura de que ya cuenta con toda nuestra atención, como merece. Nosotros también podemos fijarnos en lo que hay. Por ejemplo, la butaca, que como ha sido rescatada de otros usos no parece muy adecuada para la nueva función. Ella está sentada casi hiératica como en un trono, pero el trono no tiene patas y el asiento queda a un palmo del suelo, así que no se debe de estar muy cómoda y la autoridad parece dudosa. A la vez, el tapizado demodé de la butaca no da un aire precisamente de lujo y distinción. ¿Qué hace esa mujer tan rematadamente digna sentada a un palmo del suelo en una butaca de peluche? En la tensión entre los escasos y modestos elementos con los que se cuenta para la función y la actitud casi condescendiente del personaje está para mí una de las claves de la pieza.

Esa tensión vibrante se irá transformando en un viaje monologado a lo largo de una sucesión de gags. Podríamos estar en un autobús en el que una pasajera desequillibrada ha secuestrado el micrófono aprovechando que nos hemos quedado atrapados en la nieve; quizá estemos en el espectáculo nocturno de un hotel en temporada baja. El caso es que ella está dispuesta no a distraernos por un rato, sino a demostrarnos que nos puede introducir en un mundo como nunca hemos conocido: un mundo cañón.

El decorado está resuelto de manera brillante en su sencillez. Sin abandonar el tono de bronca inminente −pero en cierto modo cariñosa−, la conductora nos indica que podemos sacar del bolsillo que tenemos colgado del asiento de delante un folleto, similar a los que hay en los asientos de los aviones. Estas instrucciones obligan, dentro de la dramaturgia, a un movimiento un poco aparatoso por parte de los espectadores que refuerza la sensación de disparate en la que nos vamos a mover todo el rato. Sólo cuando se nos vaya indicando podremos pasar las páginas del folleto, que está diseñado por una Beatriz Lobo totalmente poseída por el sentido de la mezcla imposible que empapa la pieza. A cada paso de página le acompaña un gag: puede ser un monólogo delirante, un juego con sombreros que remite al music-hall, una demostración de pasos de baile sin que haga falta levantarse del asiento… Como se nos ha instado a mirar cada vez la página que hace pareja con cada número, y solamente esa página, el folleto que tenemos entre las manos funciona como lo haría un fondo cambiante en el último término del escenario, de modo que tenemos entre las manos parte del decorado reproducido a escala.

La estrella del espectáculo parece estar absolutamente embebida en no obstruir el caótico caudal de impresiones, canciones, frases hechas como recordadas al azar que brotan de su interior y que componen el tapiz de su show, para lo que sin duda es necesaria una concentración al alcance de pocos, pero aquí y allá sorprende interpelando a algunos miembros del público, que evidentemente es distinto cada noche. Así va entrando en calor, animada por su propia versatilidad y por la certeza de que está dejando boquiabierto al auditorio, de modo que por fin se levanta y sigue con su alucinante cháchara, hasta que por fin se suelta del todo y casi como si cediese a una súplica ineludible se arranca a bailar por todo el escenario, llegando a chocar contra las paredes y a salir y entrar por el foro y en definitiva a demostrarnos que toda esa contención del principio custodiaba una capacidad expresiva arrebatadora.

Se podría sacar una deducción sociológica o psicológica del desarrollo de este espectáculo un poco disparatado que con pocos elementos va revelando el espectáculo verdaderamente mesmerizador que hay debajo, pero nos llevará mucho más profundo el mero dejarse llevar por el despliegue de trucos al que asistimos y que comienzan, insisto, con la construcción de un personaje que en su conmovedora seriedad y autoridad parece lindar con lo psiquiátrico, y que consigue por fin que todo el público participe de su fantasía.

Noche cañón
Sala Réplika, 26 de febrero de 2023
Societat Doctor Alonso

Bárbara Mingo Costales

Fotos: Inma Quesada

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Esta pieza se baila por eso

Hace un par de fines de semana se presentaba en Mercat de les Flors, en la Sala Pina Bausch, la pieza Desbordes de Amarante Velarde, ya estrenada en el Festival Grec el pasado mes de junio.

Estaba dentro del Pack Escena Híbrida, de esto me enteré porque había descuento si decidías ir a ver más de una pieza que formase parte de esa categoría.

Quise ir a ver dos y me salió más barato.

Cuando llegamos a nuestras butacas estaban en escena Amaranta, Guillem y Cristóbal, pero yo no me di cuenta hasta que se apagó la luz de patio y se encendió la luz que nos acompañaría durante una hora y cuarto más o menos.

Y cuando todo comenzó tampoco reconocí a Amaranta, a Guillem y a Cristóbal, sabía que estaban ahí pero lo que proponían me permitía distanciarme de ellos ya que habitaban otros estares.

Esos estares se tomaban su tiempo para hacer sus cosas, mirar una flor, respirarla, suspirar, caminar con pasitos cortos recorriendo una diagonal… Inauguraban una serie de acciones que tendrían lugar durante un rato sin una lógica aparente. Inauguraban un estado mental, un estado visual, un estado corporal, y otro y otro y otro…

Y digo inauguraban porque abrían con cada gesto un caminito en el que se quedaban un buen rato, un caminito que les permitía explorar, les permitía estirar el momento y la acción, sacar hasta la voz y a nosotras espectadoras nos permitía diluir las expectativas, desdibujar el final de cada gesto, olvidarnos de nuestras premoniciones, desparramarnos con ellas.

Durante los días siguientes pensé en la palabra desbordes, pensaba en los bordes y en cómo se rebasan y entonces derivó mi pensamiento hacia la idea de border, como mi gran amigo juarense Roberto Cárdenas llama a su ciudad fronteriza.

Roberto dice que el border es el lugar donde pasan las cosas más interesantes. Es difícil habitarlo pero te engancha, es difícil sostenerse pero es fascinante tambalearse ahí. Un border no es el final de algo, o el principio de otro algo, es justo el lugar que se atraviesa, y ahí, todo se derrite y se mezcla, las normas, el lenguaje, la cultura.

El border avisa de que es parte de algo y sugiere más posibilidades de las que se había sospechado que podía ser ese algo.

Y durante esos días continuó la deriva dirigiendo mi pensamiento hacia la palabra periferia.

Hace un tiempo llevo definiendo cierto tipo de prácticas que componen el panorama de las artes vivas como periféricas. A mí a veces me funciona nombrarlas así, pero está sobrevolando esa idea de que en la periferia pueden suceder las cosas más interesantes, (de nuevo esta frase) cosas que en el centro no, y empiezo a pensar que es quizás ese un romanticismo del que no me apetece formar parte, la periferia siempre será y es jodida, la periferia de verdad.

Nombrar a algo periferia es condenarlo a aplazarlo, a confirmar que te harás cargo de ello con la energía que sobre.
Nos nombramos periferia y se lo dejamos todo hecho.

Si todas fuésemos periferia, esta dejaría de serlo y sería entonces desborde, y sería todo mucho más bonito.

Y aquí me quedo atascada varios días, la deriva se convierte en una caminada circular que vuelve y vuelve sobre estas ideas, a veces aparece la idea de lo híbrido, pero no mucho.

A veces sufro un ímpetu que me lleva a desarrollar esta idea delicada de la periferia y el border, y empiezo a escribir cosas como sin sentido como que supongo que a mi amigo Roberto le creo cuando dice cómo es el border porque ha crecido y vive allí, y supongo que cuando utilizamos la palabra periferia me hace ruido porque detecto rápidamente la falta de implicación y conocimiento de ello, y es por eso que la exotizamos y utilizamos como metáfora.
Y entonces empiezo a ponerme como mal, como a enfadarme y entonces intento retomar la dirección en la que inició el viaje mental y en ese momento intento aterrizar en el trabajo de Amaranta de nuevo.

Y aparece esa palabra Desbordes, que es el título.
Y me quedo mucho más tranquila.

En la descripción de la pieza se nombra la cultura Camp, y el New Romantic, como principales referentes.

La cultura Camp fue descrita por Susan Sontag hace unos años, en un artículo precioso que lo puedes encontrar aquí:

https://docs.google.com/file/d/0B6F7Eoeev69vYV9acnY4WWFGa1U/edit?resourcekey=0-ekT-fAG08j5BcURTK5AQAA

Quizás ha elegido esta estética por eso, porque le gusta y le permite desbordarse, con todo el buen gusto y delicadeza que Amaranta propone, piensa y se mueve.

Quizás esta pieza se baila por eso, porque el desborde que permite la danza es infinito.

Un montón de diamantes desparramados, plumas de todos los colores, paraguas, tacones, puntas, un manto negro, un antifaz, la puerta abierta, de repente luz de sala, de repente un aura tremendo, pinzas de colores, brazos, ojos, piernas.

Recuerdo la pieza ahora y todo es una composición en la que aparecen y aparecen elementos, cosas, trozos de cosas, algunas risas, todo en su sitio y todo en mil sitios, el suelo repleto, desparramado y en una composición en la que se está como en casa. Al menos como en la mía.

Y no hago referencia a un desorden, sino a cómo convive todo lo que a priori parece una contradicción entre sí. Completándose en esa juntura inesperada.

Brotan sobre el linóleo imágenes que se hacen y deshacen con la aparición de objetos que invitan a navegar a los cuerpos sobre ellas y no tanto al revés.

Esos cuerpos que se mantienen en el hacer, se desaparecen ensimismados, y disfrutan del paisaje que se está provocando. Se recrean en las formas de sus manos, en la temporalidad diversa. Se convierten en cosa con muchas cosas encima. Como unas puntas de color bronce colocadas en los pies que les hacen sostenerse sobre ellas y desplazarse de esa manera entre ingrávida y martilleante durante un buen rato.

Y aunque son casi todas las frases de ese texto de Susan Sontag acerca de su pasión por lo Camp con las que puedes conectar este trabajo, hay una que especialmente apela a ese momento en el que, mientras miraba todo aquello, me embargó un coletazo de fascinación al entender que esas presencias estaban trabajadas y habitadas de una manera tan precisa.

Y así es como voy entendiendo lo Camp, o la danza Camp, o el lenguaje deseado, desplegado y logrado de Amaranta Velarde en este trabajo.

Este texto que escribo se resiste a darse por terminado, siento que al rozarse con el texto de Sontag inaugura brechas por las que me gustaría colarme y dar rienda suelta a la deriva de nuevo. Siento como si tuviera la capacidad de quedarse suspendido en el tiempo o que podría no tener fin. Como los objetos y las acciones de Desbordes. Que podrían seguir desplegándose ahí en la sala de Pina Bausch, que podrían no encontrar un final, que subidas en la danza podrían seguir apareciendo universos aunque la función haya terminado hace casi dos semanas.

Lara Brown

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A quien corresponda

Imagen de la primera actuación en el Antic Teatre de Barcelona el 23 de abril de 2003

A ti que lo estás leyendo:

¿Qué tal? ¿Cómo va todo? ¿Sigues en Buenos Aires? ¿O ya estás en Berlín?

Te escribo estas líneas desde la Biblioteca Nacional de Catalunya, en una de las larguísimas mesas de madera que están bajo las ventanas y que tú me enseñaste hace un tiempo casi sin querer. Y lo hago a varios metros de distancia de mi vecino más cercano, con el que en las dos horas que llevo aquí no he cruzado ni una palabra ni una mirada. Rodeado por un silencio ensordecedor que solo se ha visto roto por unos pasos que atravesaron por mi espalda, una silla que crujió un par de veces al fondo de la sala y algunas frases inconexas que se colaron por la cristalera de la entrada cuando entró el tipo de seguridad camino del baño.

Resumiendo, empiezo estas líneas de la peor manera posible. Fallando de entrada. Y es que soy consciente de que para hablar de lo que nos toca debiésemos hacerlo en persona, sentados en un bar ruidoso, rodeado de amigos, parroquianos, desconocidos y cervezas. Como tantas veces.

Pero como esto va de hablar del Antic Teatre y en el Antic tú y yo hemos hecho casi siempre lo que nos ha dado la gana te propongo un juego. Tú dejas esta pantalla y yo cierro mi ordenador. Y ahora tú estas frente a mí y yo frente a ti. Sentados en la mesa de un bar con seis botellas de Estrella Galicia, los restos de una tortilla de patatas y dos tenedores. Y ahora, tú y yo estamos en el Bar Restaurant El pollo, en la mesa alta de la entrada que está pegada a la ventana y que mira a la calle donde ahora juegan al fútbol tigres contra leones.

Y es justo cuando cae el primer gol de los leones que las puertas del patio se abren de golpe y entra una banda de bronces callejeros dándolo todo. Y de golpe lo que era una tranquila tarde de invierno se transforma en una gran fiesta balcánica. Y ahora, tú y yo, estamos en medio de un gran jaleo en la terraza de una sala de fiesta hasta ahora abandonada. O en el patio de la sede de la peña ciclista de barrio. O en la sede de la asociación de vecinos que hace diez años que no se reúne. Quién sabe. Lo único realmente importante es que a partir de ahora, y a ritmo de película de Kusturica en versión centro social okupado, comenzarán a rodar todas las escenas sin parar.

La primera de ellas a pocos metros de aquí, en la penumbra de una sala en ruinas donde nos esperan tres colchones y unas cuantas mantas tiradas por el suelo. Y tres flacos vestidos en calzoncillos rodeados de gente a los que intentan convencer de que es imposible conjugar el verbo amar. Tú y yo no lo sabemos, pero de ahora en adelante, veremos muchas escenas parecidas a esta en ese mismo espacio. Porque la gente desnuda en plan aquí no pasa nada y rodeada de personas que les observan en silencio sin quitar ojo se convertirá en un clásico de esta sala. En una marca de la casa. De nuestra casa.

Como el tipo aquel de los tacones que copiaba espectáculos de otros para hacer el suyo y que se ponía en calzoncillos en la puerta de la sala cuando pasaba la gente, creyéndose Ulay pero en bajito y gordo y sin la Abramovic. O como el calvo de barba que se desnudaba en casi todas sus performances y que acabó tatuándose un dragón en la espalda como parte de un ritual de despedida de kilómetros y kilómetros de furgoneta en compañía de esa malagueña que te vuela la cabeza a base de espejos y fantasía. O como la poeta que se introducía un micrófono de contacto por la vagina para amplificar la percusión que hacía sobre su vientre desnudo luego de pedirte que le llenaras su cuerpo de insultos. O como esa veinteañera que inmóvil sobre una fría camilla de tanatorio nos prestaba su cuerpo desnudo para que descubriésemos en carne ajena lo que implica morirse bajo la lógica del capital. O como la actriz que se pintaba un vestido segunda piel sobre su cuerpo con los colores de la senyera con ayuda de una silla metálica. O como esas tres punkis bellísimas que acababan follando salvajemente con las patas de una mesa también metálica porque ya sabes que las mesas y sillas metálicas de bar dan para mucho (sobre todo en la creación contemporánea). O como aquella chica morena, Nancy se llamaba, que acompañada de un pianista gemía cantaba y bailaba vestida con unos shorts rojos y sujetador y medias negras y una serpiente albina llamada Syd enroscada en su cuello. La misma chica que pocos años después nos agarraría a puñetazos en medio del escenario mientras reventaba sandías y platos contra las paredes dejando para siempre sobre ellas las marcas de los golpes y las cicatrices que otros habían dejado antes sobre la piel de sus hermanas. O como ese par de colegas que colgarían sobre esos mismos muros decenas de folios blancos y gruesas letras con el listado de todas las veces que se habían dejado el cuerpo y la piel entre paredes negras iguales a esas bendiciendo con botellas de ron una amistad que ya en ese entonces era eterna. Como eterno es para mí el recuerdo de mi hermana y su madre dejándose las piernas en un pasodoble que sonaba a Beach Boys mientras repartían galletas caseras e ichleibedichs entre la gente que las observaba maravilladas deseando sumarse deseando tener una madre como la que tiene mi hermana. Como caseras eran las morcillas que ese bello y tierno amante del metal escandinavo rapado de metroochentalargos preparaba con su propia sangre sin trampa ni cartón para repartirla como si fuese el cuerpo y la sangre del mismísimo Cristo que sus valientes amigos tragaban confiados pero apretando los ojos. Morcillas preparadas en el mismo fogón que encenderían años después esos locos que se hacían llamar los sudakas del apocalipsis y que te secuestraban los oídos y el sistema nervioso central tocando sus gameboys como si fuesen las guitarras más afiladas y los pianos más deslenguados mientras lanzaban rimas como quien lanza piedras al río entre vinos y porros. O como todos los vinos que se bebió de golpe pasándose de azteca el tipo ese que decía que creía en la ciencia porque en su esencia estaba el hecho de ser desmentida y que no creía en nada esotérico porque eso le obligaba a admitir que era verdad pero que nos prometía cruz pa’l cielo que antes de conocerla había soñado con ella. Ella solo ella vestida con short y camiseta gris bailando con su cuerpo pegado a las paredes en una pista de baile casi en penumbra en el último vagón del metro de Barcelona explicando que no quería explicar nada y que solo quería saltar y moverse. Como la valenciana aquella que no paraba de moverse y revolcarse por el suelo mientras enseñaba las gráficas de excell de cuánto cuándo cómo dónde con quién y por qué se había movido durante toda su vida. Como esos bárbaros madrileños que te invitaban a recostarte en ese mismo suelo y en total oscuridad para hacer absolutamente nada más que recordar. Como las chavalas de ese instituto que se inventaron los recuerdos de una compañera que no existía solo para recordar quiénes eran ellas y de dónde venían. Como recordaba aquel joven poeta cómo él y su amigo que ya no está se colaban de noche por los túneles del metro por una puerta mágica a pocas cuadras de ahí mientras soñaban ver ballenas en la Barceloneta y las veían y les cantaban y bailaban junto a ellas hasta que se les hacía de día y cogían un taxi conducido por un beautyfarron con aires de estibador. Bello muy bello. Como de día se nos hacía cada fin de año entre las paredes negras el patio la terraza las amigas el alcohol y todo tipo de trampas. La misma terraza donde ese flaco de sombrero que no parará nunca de viajar nos enseñó a bailar con las manos como a él se lo había enseñado su madre en la más bella de las herencias que nadie nunca dejó. En la misma terraza donde ella y él compartieron con desconocidos pisco sour ceviche asado brownie y pan amasado para honrar a la mismísima Esther Williams del desierto de Atacama. En el mismo desierto encajonado donde se enterraba hasta el cuello y bajo una potente lámpara esa baterista yugoslava que tiempo después montaría un concierto de cuarenta guitarras eléctricas para celebrar la anarquía como posibilidad de entender la vida. La misma que lo dejaría todo por recorrer los océanos por amor en un viaje donde se dejaría media vida. Tal vez la media vida más importante. La misma que se reiría a carcajadas una y otra vez desde la grada desconcentrando al personal tantas veces como se agarraría a gritos enfadada con más de uno en más de una función en más de una asamblea o en más de una eterna conversación de bar. En una conversación de bar como esta. Como tantas veces.

Txalo Toloza-Fernández

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En lo desconocido está lo gozoso

Foto: Edita Sentic

Antes de entrar en la sala, en el hall de La Mutant te dan unos auriculares. Una auxiliar de sala comprueba que todos funcionan. Entramos en silencio, con las orejas tapadas y mucha expectación.

El público se sienta formando un semicírculo alrededor de la cosa. O, mejor dicho, alrededor de Blob, que suena a cosa gelatinosa, ondulada, blanda, grande y extraña. Este es el título de la pieza de María Jerez, estrenada en 2016 en La Casa Encendida. Yo no sé si Blob es ese ser que protagoniza la pieza. En cualquier caso, Blob es una pieza que cabalga entre lo escénico y la instalación. Pero tampoco es una instalación al uso. Porque Blob está viva, es activada por la misma María y sin esta copresencia entre lo humano y el objeto sería imposible su realización. Se trata de la convivencia con lo otro. Aunque en Blob la presencia humana esté en forma de ausencia.

En La Cosa (1982) un grupo de investigadores se ve sorprendido por un ente extraño. Esa cosa, difícil de describir por los científicos blancos, es colonizada por su manera de ver el mundo y por la dominación absoluta del otro.

La primera imagen es una especie de tegumento plateado brillante que tapa al resto de órganos, los cuales permanecen ocultos al principio de la obra. La tela plateada se va deslizando poco a poco, destapando lo que se encuentra debajo. Entonces, se descubre toda esa maraña de telas de todo tipo que, a su vez, esconde otras cosas. Este es el inicio de la obra, que parafraseando a la poeta y performer María Salgado, equivale a la subida de telón de una obra teatral convencional.

Tras estos primeros compases se descubre esa entidad difícil de describir con una sola palabra. Este enjambre de textiles dibuja un paisaje de rojos, dorados, azules, satinados, beiges y ocres; en un combinado de tejidos rasgados, lisos, de lino, paños, con lentejuelas o de gasa. Una vez desvelada la primera capa apenas puedes capturar una imagen panorámica de esa mezcolanza de hebras y filamentos. De otra manera, te puedes perder en cada centímetro de tela, en cada pliego, en la manera en como unas telas forman parte de otras como una serie de injertos que no sabes cuál penetra en cuál, ni dónde se encuentra el origen de ninguno de ellos.

La música que suena por los auriculares se la podría denominar banda sonora —este mismo término utiliza María Jerez—, porque, en seguida, nos remite al cine clásico de los años 50’ y 60’. Cine de suspense y de ciencia ficción, especialmente, generando una extrañeza de nuevo: mientras a través de la vista percibimos algo difícil de nombrar, a través del oído pronto identificamos algo que no se corresponde con lo que vemos.

No obstante, a lo largo de la pieza, en lo sonoro ocurre también un viaje transformador. Se trata de este proceso de desidentificación en el que, al inicio, el espectador cree poder poner nombre a aquello que escucha, incluso con referencias concretas de películas—para mí había una melodía que recordaba a Vértigo, por ejemplo— pero que poco a poco se va diluyendo y transformando en algo que no podemos nombrar. Para mí este es el éxito de Blob, que pone en crisis aquello que entendemos por conocimiento. Esa especie de comprensión absoluta de los fenómenos que nos rodean.

Foto: Edita Sentic

De pronto, los tejidos comienzan a moverse paulatinamente o, ¿se estaban moviendo desde el inicio? Resbalan lentamente los unos sobre los otros. Unos se esconden por debajo de otros. Mientras, otras telas emergen como también emergen volúmenes redondeados. De repente, brota humo sin saber de dónde. Se escuchan sonidos y ruidos provenientes de escena y no de los cascos. Estos rugidos y onomatopeyas parecen dar voz a esa cosa que adquiere agencia propia a lo largo de la obra y, a su vez, que va creciendo en tamaño y altura. Blob nunca es igual porque está en constante cambio. Y quien mira atónito no sabe qué mueve a qué, dónde se origina el movimiento o, si más bien, se trata de un organismo maquínico que funciona de manera simultánea en todas direcciones, unas necesarias para con las otras.

Y es que, María responde con este trabajo a una de sus primeras preguntas como creadora: cuál es el lugar del espectador. Desde luego que nos deja desnudos y nos coloca en un lugar de incertidumbre. Porque como espectadores de mirada colonizada necesitamos poner nombre a las cosas. Subordinarlas bajo nuestro sesgo que está legitimado por una epistemología concreta. Saber qué está ocurriendo para sentirnos a salvo. En Blob crees no estarlo porque a unos pocos centímetros de tus ojos y rozando tus orejas percibes estímulos inaprensibles. En frente de ti se encuentra lo otro. Aquello a lo que nunca podrás tener un acceso absoluto ni, mucho menos, un control o un dominio.

Sin embargo, en algún momento de la obra recuerdo cambiar el chip. Colocarme a la misma altura que eso otro, sin querer juzgarlo ni atraparlo por el yugo del logocentrismo blanco, del cual también me siento vasallo. Cuando aceptas esto es cuando emerge lo sensible. Porque ya no hay nada que entender, es una cuestión de copresencia, de convivencia y de porosidad. En cierto modo, es como escuchar música en inglés cuando no conoces el idioma —o en cualquier lengua desconocida— que te da igual no entender la letra si la música mola.

Blob mola porque te hace vibrar, porque te relaja o porque te hace reír sin una intención unidireccional de hacerte vibrar, relajarte o tener gracia. Porque esas telas adquieren su propia agencia a la vez que se respeta la del espectador. Si entras en ese lugar de incertidumbre, en el lugar de lo desconocido que propone Blob, la obra entra como un bálsamo que te cubre y te deja en un agradable trance que persiste cuando esta acaba.

Como una buena fiesta con su correspondiente resaca.

Javier J Hedrosa

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2023

Imagen de Martin Argyroglo

Un domingo de enero al mediodía voy a ver Farm Fatale de Philippe Quesne al Centro
Dramático Nacional vestida de after, outfit negro y gafas de espejo, sobreproducida para
asistir a un teatro mañanero pero si llega el fin del mundo que me pille con las gafas de sol
puestas. En un final fatal similar se ambienta la obra de la compañía Vivarium Studio donde un grupo de espantapájaros en paro monta un programa de radio de música y ecología. Los residuos tóxicos, la agroindustria, los precios y el calor del verano pasado han acabado definitivamente con los campesinos. Pero el apocalipsis no es el fin de la vida y mientras haya pájaros en la tierra habrá trabajo en la emisora de radio.

Farm Fatale es una ficción, lo sé por cómo empieza y termina la obra.

En la apertura, una técnica sale a escena y nos dice que hay un fallo técnico que está
retrasando el comienzo de la función. El anuncio relaja las expectativas del público, ¡ya nada puede ir peor!, como cuando salta la publicidad antes de que suene una canción. La ficción no es una sustancia, es un marco de lectura, un acuerdo. Este primer gesto simple es una invitación a entrar en la ficción, bien podría la técnico haber salido a escena y decir “¿Vale que es de noche?” y entonces habríamos visto el cielo oscurecerse.
Y la obra va entrando en un parpadeo de luces blancas que ilumina a los espectadores con la misma suavidad con que lo hace la luz de la pantalla del móvil en las caras.

En la obra no pasa gran cosa. Vemos a los espantapájaros vivir y recibir la visita de un tercero que, como ellos, está sin trabajo. Al recién llegado le cuentan que han descubierto cómo repoblar la tierra con mutaciones de especies vivas no humanas. Gracias a esta revelación el público hace también un descubrimiento y, aunque el final es abrupto, cae el telón in medias res, sabemos que la vida en la granja continuará entre las sombras.
Farm Fatale es una ficción porque sus héroes salvan al mundo. No hay intención de alumbrar una alternativa en la vida real, solo la experiencia de un salto mortal para quien sea tan infantil como para celebrar, con una alegría honda, la victoria de un elenco de marionetas.

Imagen de Martin Argyroglo

El programa de mano dice que la parte creada en 2019 por Stefan Merki la hace Sébastien
Jacobs, la parte creada por Damian Rebgetz la hace Nuno Lucas, la de Julia Riedler, Anne
Steffens, y que Léo Gobins y Gaëtan Vourc’h se mantienen. Sin embargo, no encuentro ningún texto de la compañía publicado, probablemente porque no los escriben. Entonces, ¿cómo se aprenden su parte los comediantes? Diría que por transmisión oral. También que, no siendo dramaturgo Philippe Quesne, los actores crean el texto durante los ensayos y eso les da fuerza para improvisar en directo, como se hacía en la comedia del arte. Este carácter oral da vuelo al espectáculo y me provoca sobre todo mucha risa.

Carmen Aldama

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Obra pública. Cómo trabajar en escena en lugar de traer a escena el trabajo

Carteles de Obra pública pegados por trabajadores que se dedican a ello. Autor: Javier J Hedrosa.

Obra pública. Este es el título de la última producción pública del Institut Valencià de Cultura (IVC) dirigida por Vicente Arlandis y Paula Miralles, quienes forman el colectivo Taller Placer. Decía Castellucci que el título de las obras es importante porque te puede guiar como un faro durante el proceso. En este caso es toda una declaración de intenciones, pues la palabra obra tiene esas dos connotaciones claras: el producto final de un proceso creativo; o el hecho de obrar, de operar, de actuar, de hacer o construir. La RAE en su octava acepción dice: “Trabajo que cuesta, o tiempo que requiere, la ejecución de algo”. Sin duda, esto describe muy bien Obra pública: por una parte, el tiempo de ejecución de las acciones que se realizan en escena (y fuera de ella), por otra, el concepto del trabajo y, más concretamente, del trabajo dentro del teatro. “Pública” porque tiene acceso libre a la ciudadanía y también porque ha sido realizada con recursos del Estado.

Dicho esto, me remito a los hechos. Pasados unos minutos las 20 horas, en el hall del teatro Rialto ubicado en la Plaza del Ayuntamiento, bajan por las escaleras de mármol todo el elenco y sus dos directores. Se paran y ante la mirada del público, Héctor Arnau entona un cant de batrecánticos vinculados al territorio valenciano relacionados con el trabajo en el campo—. Es la segunda referencia al trabajo y la pieza acaba de comenzar. La letra, es una versión que habla sobre la propia obra como una “performance pública”. Tras los primeros versos, los melismas continúan afuera, ahora sí, acompañados por el coro que forman el resto del elenco. En la calle, en el espacio público, espectadores e intérpretes nos plantamos frente a la fachada del teatro donde se despliega una lona. La lona es la imagen que muchas personas que llevamos gafas reconocemos porque nos la han puesto en la óptica para calcular nuestra miopía: una carretera entre campos verdes que fuga hacia el centro de la imagen y al fondo un globo aerostático. La palabra teatro proviene del griego y significa lugar desde el cual mirar o contemplar. ¿Acaso nos están invitando a entrar al Rialto, el cual acoge espectáculos muy convencionales, para mirar con la graduación necesaria una pieza de artes vivas?

Imagen que se ve en los autorefractómeros para medir la miopía de pacientes con problemas de vista.

Tras este inicio, entramos al teatro y en escena aparecen los actores y las actrices que limpian el suelo del escenario con mopas. Van vestidos completamente de negro y unos guantes de seguridad, como vestiría cualquier trabajador del teatro, es decir, cualquier operador de un teatro: los técnicos de luces, de sonido, los regidores, trabajadores de mantenimiento, etc. Tercera referencia al trabajo. Porque los actores y actrices no son trabajadores. Porque no sé bien si están limpiando de verdad o hacen que limpian. A esto volveré después. En cualquier caso, están vaciando el espacio ya vacío. Vaciándolo de polvo, pero también vaciando el teatro de todo excedente, dejando lo esencial: unas personas que hacen y otras que miran qué se hace. A unos que llamamos intérpretes y otros que llamamos espectadores. Porque en diferentes momentos de la pieza se intenta exponer el dispositivo escénico como tecnología que permite generar un tipo de ficción.

En seguida, el escenario vacío se llena de los primeros objetos que formarán parte de un excelso catálogo a posteriori. Se trata de unas pelotas de parque infantil de bolas de color rojo que caen de manera accidentada. Todo el elenco se dispone a recoger las bolas. Ahora no dudo, las están recogiendo sin hacer como que las recogen. Toman del suelo todas y cada una de ellas hasta llenar una bolsa de plástico que al levantarla descubre el agujero que tiene en el fondo, volviendo a caer todas de nuevo. Por si fueran pocas, caen desde tramoya un centenar más de color verde. Importa poco la acción, lo que interesa es el tiempo que demora realizar la acción. La cantidad de segundos que conlleva recoger cientos de pelotas esparcidas por el suelo. Un tiempo compartido entre actores y público. No es un tiempo que pertenezca a la ficción. Es un tiempo cotidiano. Un tiempo que desvela el paso del tiempo.

Como decía Bob Marley: No tengo miedo de la energía atómica, porque ninguno de ellos puede parar el tiempo

Después de los primeros minutos en los que aparenta no pasar nada, salvo el tiempo, aparece Héctor Arnau que, con un micrófono, nos narra un sueño. Su trabajo, dice, o mejor, la búsqueda de trabajo, es el protagonista del sueño, mientras que el consejo de sus amigos dentro del sueño es que debería apostar por un empleo estable, como por ejemplo hacerse funcionario. Esa parece ser la máxima aspiración laboral a la que puede anhelar un trabajador cultural que se dedica a escribir o a traducir, como él mismo nos cuenta.

Podría parecer que el conflicto está en la búsqueda de trabajo, pero después, a lo largo de la obra, Hipólito Patón, Arantxa Pastor, Gloria March, Aris Spentsas, David Mallols, Lucía Jaén y Rosana Sánchez también nos narran otros sueños, en los que el trabajo y el entorno laboral se ponen en el centro de cada relato. Los sueños dejan de ser sueños y entonces te das cuenta de que se tratan de pesadillas. El trabajo ya no se trata de la negación del ocio a través de su interrupción — en esa dialéctica de la Antigua Roma que diferenciaba el ocio y el negocio—. Como dice Remedios Zafra, el trabajo se cuela por tu ventana, del ordenador o del smartphone, a cualquier hora del día y cualquier día de la semana. El trabajo posfordista se ha colado en nuestros sueños. El trabajo es protagonista incluso mientras dormimos.

Como dice La Zowi: Hago lo que me gusta, a tiempo completo. No tengo tiempo, pero soy la puta del momento.

Poco a poco, las entradas y salidas de las intérpretes marcan un leitmotiv durante toda la obra. Lo onírico se cuela en escena y cada vez más objetos, vestuario, atrezzo y escenografía van apareciendo en el escenario. Los primeros son diferentes maquetas de teatro, quizá realizadas en un pasado por escenógrafos para el mismo espacio teatral que nos encontramos. Estas maquetas nos muestran el teatro dentro del teatro. Pero también el trabajo dentro del teatro, cuando un intérprete corta la acción y dice que la casa ha decidido premiar a los trabajadores y hacerles una obra de teatro. La casa es como los trabajadores del Institut Valencià de Cultura denominan cotidianamente a la institución que los emplea. El teatro de marionetas que vemos es un teatro minimal donde los personajes son bayetas: aparecen en escena y se lamentan —¿lamentan su función o su trabajo?— hasta quedar unas amontonadas encima de las otras, hechas un trapo. El público, es decir, las trabajadoras de la casa, aplauden. La casa, o sea, el empleador, las mantiene activas laboralmente pero también las entretiene.

Los y las intérpretes continúan con su coreografía posmoderna de inspiración raineriana marcada por la acción: entrar a escena con un objeto, colocarlo y salir. De esta manera se nos recuerda que están trabajando. Que no hay ninguna metáfora en sus actos. Sin embargo, sí que hay un collage en los escenarios y los vestuarios imposibles que se muestran en escena a la vez: telones, redes de pescar, bandas de fallera con la bandera de España, photocalls, cinta de colores, pelucas, diferentes maletas, sombreros, armas medievales, chaquetas de capitán, túnicas, cajas de cartón, flightcases, un hula hoop, etc. Todo el catálogo de objetos utilizados en la pieza, entre vestuario y escenografía, se puede leer en el flyer que se reparte al inicio de la obra. Todos ellos pertenecientes a obras de producciones pasadas de la casa. Es decir, a obras públicas del Institut Valencià de Cultura, antes llamado Culturarts, antes Teatres de la Generalitat, antes Centro Dramático y en algún momento… quizá tuvo algún nombre más que se menciona en Obra pública y no recuerdo.

Autor: Vicente A. Jiménez.

Toda esta utilería ha sido sacada de sus almacenes. En un momento dado, el IVC empleaba un utilero, Toni Carpi, que se dedicaba a guardar, conservar y catalogar estos materiales y a quien se homenajea en un momento posterior de la obra. Pero, según lees el flyer, hay sospechas de que mucho de lo mostrado en Obra pública no estaba catalogado. Aun así, este catálogo permite al espectador pensar en el tipo de obras que se han presentado en ese mismo escenario en tiempos pretéritos. Abre un archivo, genera una ecología y permite nuevas lecturas. Este tipo de planteamiento, próximo al reenactment, ya lo habíamos visto en H, obra también firmada por Arlandis y Miralles en colaboración con Rosana&Aris.

A lo largo de la obra se componen y descomponen escenas divertidas, estúpidas, contemplativas, ridículas, satíricas y aparecen todo tipo de personajes (el personaje es atribuido apenas por el atuendo de quien lo viste): papas, doncellas, cirujanos, templarios, un grupo de aladinos sefardíes, un desnudo, un pirata cojo, una fallera, una escena de gángsters traperos, dos duendes vestidas con camisetas serigrafiadas con la cara de Marx… Porque en el teatro cabe todo. Cabe todo cuando creas un marco para ello y el espectador ya tiene la vista graduada.

Con Marx me quedo para hablar de un momento clave en la pieza. El momento donde todo lo contado hasta aquí se sintetiza. El momento en el que escuchamos la voz amplificada de los dos regidores de la obra dictando instrucciones en directo a cada intérprete: “ahora la chica joven entra por la izquierda y coloca un escudo templario hacia el centro del escenario”, “el pirata cojo cuelga el cuadro en el photocall”, etc. Los regidores son Miralles y Arlandis, suena a empresa de construcción, es cierto. Porque son los directores. Es decir, los patrones que dirigen a sus trabajadoras y trabajadores, que vemos trabajar como operarios en una fábrica bajo las órdenes de un superior. Trabajadores que colocan objetos en escena para que la obra se produzca. Trabajadores que necesitan del tiempo como unidad de medida de su fuerza de trabajo a cambio de una renta. Pero, atención spoiler (quizá la alerta llega un poco tarde), Miralles y Arlandis, ahora Paula y Vicente, también se colocan en escena a trabajar, porque sus propias voces, las voces que a todos subordinan, les ponen a ellos a trabajar también.

Autor: Vicente A. Jiménez.

¿Se autoexplotan? Sólo en apariencia porque, en el fondo, es una obra pública y Paula y Vicente también son trabajadores temporales de la casa. Porque no hay fetichismo marxista ya que aquí la mercancía y quien la produce son la misma cosa. Porque los espectadores y los trabajadores del escenario comparten un espacio y un tiempo y sin esta condición no hay obra pública ni privada posible. El tiempo del ocio y del negocio de ambos agentes se funden. Porque justo en el momento que estás elucubrando teorías sobre el régimen económico del trabajo creativo y posfordista aparece de manera sorprendente una convención teatral en una obra nada convencional. Un telón negro que baja para recordarnos que sólo estamos en el teatro y que es el momento de aplaudir a las trabajadoras de esta obra pública.

Me dejo un par de momentos fundamentales de la pieza. Seguramente sean los más teatrales, en los que se rompe la cuarta pared, aparecen personajes con texto y en los que las actrices demuestran sus dotes interpretativas. Son esos instantes en los que algún espectador habitual del Rialto habrá pensado que, por fin, están haciendo su trabajo y que entonces habrá valido la pena pagar el precio de la entrada. Pero, lo dejo aquí para quien vaya a verla, habitual o no. Ya he contado suficiente y tampoco puedo desvelar más de una pieza en la que no dejan de ocurrir cosas todo el tiempo. Más de hora y media de tiempo de trabajo. Las trabajadoras se han ganado un merecido descanso.

Javier J Hedrosa

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La mano que cuenta que el azul que se intuye aparece

©Andrés Torreadrado

El sábado pasado, tres de diciembre, fui a ver a Isabel Do Diego, proyecto musical de Juan Diego Calzada, a la sala Morocco de Madrid. Iba con ilusión, bien acompañada, con ganas de disfrutar y sentir de cerca el poder de algo que se intuye. Entrar en una sala de conciertos es bien distinto a entrar en un teatro. Obvio, no por ello menos resaltable. Sabía que iba a ver algo, a ponerle el cuerpo a algo que no es solo un concierto. Quizás una performance cuyo elemento principal es la música, mentira. Luego volveré sobre esto.

Al día siguiente fui a ver Frecuencias Ancestrales de Beyond y Pedro Maia en Réplika Teatro. Una exploración audiovisual de los sonidos de las culturas ancestrales de México. Otra vez con ilusión, otra vez bien acompañada y en esta ocasión con la intriga de lo lejano y desconocido. Este trabajo se inserta en el contexto, y cumple con todos los estándares, de los live shows de música electrónica con visuales. Tras la sesión, Beyond habló de cómo los ritmos de la tradición vienen de los cuerpos, de cómo los cuerpos transmiten y conservan sin saberlo aquella música que los conquistadores arrasaron. 

Ayer fui a ver Carnación de Rocío Molina en Naves del Español. Una vez más ilusionada, una vez más bien acompañada y por tercera vez con la emoción de estar en un lugar lleno de gente, el público, que no reconozco. Creo que no me equivoco si digo que esto último es un placer común a todas las que vamos con asiduidad a los teatros. Carnación es una performance en la que la danza, la carne y la música se despliegan. A veces, para mi goce, con la fuerza arrebatadora del aquí.

Parece que mi semana ha sido tradición, música y cuerpo. 

No soy religiosa, en cambio como a muchas de nosotras una marcha de Semana Santa me hace temblar. Tampoco soy del sur y mi relación con los códigos y estéticas flamencas dejan, supongo, mucho que desear. No entiendo de flamenco y desde luego sé muy poco de culturas y tradiciones prehispánicas en América Latina.  No sé hasta donde puedo decir, pero sé hasta dónde puedo sentir. Tengo a su vez algunas certezas de lo que implican los cánones del teatro, la performance  y los conciertos; y las preguntas, por otra parte nada nuevas, que éstos me generan. Normalmente tienen que ver con la frontalidad, el hacer en contraposición al representar (o el binomio que uso cuando trabajo: dejar ver- mostrar), el estar del cuerpo, la materialidad de las acciones y la escena, y el compromiso. Más allá de eso, ahora, esta semana, me pregunto cómo se recoge y se pone en escena lo ancestral sin mitificarlo, sin representarlo, sin exotizarlo. Y me arriesgaría a decir que encarnando los símbolos, haciendo que habiten bajo la piel de quien los pone en juego. 

En Carnación hay momentos en los que puede sentirse el latido de la historia de una tradición en el cuerpo de Rocío Molina, en la voz del Niño de Elche; y parece que el movimiento que se intuye en la pieza es más bien el de cómo fluir desde esa tradición al encuentro de otros códigos. En el caso de Frecuencias Ancestrales, a pesar de los visuales y la música, y de contar con un rico arsenal de instrumentos precolombinos, el trabajo no desborda los límites, al menos para mí, de una sesión de techno, donde la vibración de las corporalidades ancestrales parece quedar reducida a una imagen.

Como decía antes, el sábado, fui a ver a Isabel do Diego. A ella le acompañaban Antonio L.Pedraza y Nazario Díaz, a mí Olga, Joserra y Guille. Es en este concierto, quizás la propuesta más arriesgada, menos tradicional en lo que a insertarse en códigos conocidos se refiere, en donde encuentro la respuesta a mi pregunta. Cuando está incorporado, cuando está encarnado, cuando arde. Abro el bloc de notas del móvil y veo lo que apunté:

Negro rojo dorado
La que anuncia 
La que llora
La que mira atrás
El que vela o desvela

La mano que cuenta que el azul que se intuye
aparece

El azul llega
Vibra

Allá voy, me va a lanzar
¡Pam papa pam!
Pasárselo bien

Magia
Sentimiento trabajo y deseo
El azul se vuelve a descubrir
Tú puedes arrasar mi ser
Nadie puede convivir con esa luz porque
desborda
Tú que ruges
Tú que ardes

dame calor

Tres cuerpos reconocibles para la tradición, pero que también la extrañan. Símbolos que lanzan una línea recta hacia lo más profundo de la cultura, queramos o no, arraigada en nuestras carnes y en la tierra que pisamos; y al mismo tiempo hacia el aquí, ahora, y nosotras qué.

Y sigo.
Como aquello que, sin saber siquiera por qué, es muy familiar pero que no podemos agarrar, las cuerpas hacen lo que les toca hacer en un escenario pequeño que entonces parecía enorme. No llevan trajes reconocibles, pero es inevitable pensar en diferentes figuras del folclore: la viuda, la plañidera, el picador, el cura. Hay algo precioso, preciado, en el hecho de poder disfrutar de algo como nuestro, desde los colores al vientre, desde la piel al coño, desde la sonrisa que se abrió en mi cara en el minuto uno, y que de lo abierta que era dolía, hasta las uñas de los pies.

La puesta en escena de Isabel do Diego tiene más que ver con los códigos del concierto que del teatro, pero una no puede escapar del taconeo de las manos. Es evidente que el trabajo estético y coreográfico de la propuesta no es algo que simplemente acompaña a la música en su presentación pública, sino más bien diferentes capas que atraviesan el proyecto, que se desarrollan en conjunto y pertenecen al universo y el modo de crear de Juan Diego. Él dice que en un momento perdió la fe a todos los niveles y que se ha dado cuenta de que ésta no es algo que está o no está, sino un viaje, un camino. A mí, el sábado, me dejó sentirla. Y eso es un regalo.

Madera, silbidos, quejidos, un theremín de tubos dorados y mucho baile.
Baile de las manos, azul.
Baile del rostro que deja ver el esfuerzo del sonido, dorado.
Baile de ellas, frailes de frente azul, que recias acompañan, negro.
Baile de ella, abuelo y abuela, el flamenco, campo en las venas, rojo.

Ángela Millano
Madrid, 11 de diciembre de 2022

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