Entrevista a Oscar Dasí

Hace falta un lugar y un tiempo para bailar o simplemente estar. Para que artistas y público puedan crear y compartir sus experiencias, alguien ha tenido que concebir y cuidar ese territorio, generando las condiciones para que podamos transitarlo. 

Oscar Dasí (Alcoi, 1964) se ha dedicado durante años a cultivar estos espacios. En una época en que no habían modelos ni muchos recursos, el programador y gestor pero antes que todo bailarín – inició una contribución inconmensurable para que existiera una historia de las artes performativas en Barcelona. Historia esa que, en muchos momentos, se cruza con su propia biografía. 

De forma discreta pero decisiva, a lo largo de su amplia trayectoria, Oscar ha impulsado diversas estructuras transversales a la creación y exhibición de las artes vivas, como: La Porta, Festival LP, Nits Salvatges, La Caldera, entre otros. 

El próximo enero, después de siete años al frente de La Caldera, Oscar deja la dirección artística de la fábrica de creación. Pero antes, a modo de despedida, el 28 de noviembre comparte Ánima, ocasión en que podremos verlo bailar.

Brut Nature 2017 ©Tristan Perez-Martin

João Lima: Oscar, para empezar, ¿qué te atrajo del mundo artístico?

Oscar Dasí: Empecé en Alcoi con un grupo de teatro, La Cassola, que decidió montar un musical con adolescentes. Hicimos un montón de actuaciones, hasta una pequeña gira. Ahí descubrí el placer de bailar. Vi que lo de subirse al escenario y todo lo que pasaba ahí era muy especial. Con 14 años empecé a tomar clases de ballet. Pero en realidad hasta que llegó Carol Laurenti de Barcelona a dar un taller intensivo de contemporáneo no me enganché en serio. Algo había de: «Quiero bailar, me iré a Barcelona». Pero también tenía que ver con la realidad concreta. En esa misma época les dije a mis padres que estaba enamorado de uno de mis mejores amigos y rápidamente entendí que si quería vivir mi vida tenía que dejar Alcoi. Típico tópico. Tenía que irme y había descubierto que bailar me apasionaba, que disfrutaba mucho porque tenía contacto con mi cuerpo. Bailar fue un gran impulso, me ayudó a despegar… también porque era algo que hacíamos en grupo, se creaba todo un colectivo, nos conocíamos y compartíamos un montón de cosas.

Me enganché, y me vine a Barcelona siguiendo la estela de esta profesora. También vine a estudiar periodismo, pero un poco como tapadera. Bueno, era una de las pocas carreras que me interesaban, pero mientras estaba en la universidad estuve tomando clases de técnica durante un año, y me presenté al Institut del Teatre. Me cogieron y estudié allí dos años, luego me di cuenta de que algo se quedaba corto de vivencia, de pedagogía. Llegué a Barcelona con 17 años, a los 18 entré en el Institut y con 19 caí en La Fábrica, que era un espacio privado de danza. Por allí pasaron muchos profesores nacionales e internacionales, con otras maneras de entender la formación en danza. Gente maravillosa, como Cesc Gelabert, Lydia Azzopardi, Montse Colomé, Alicia Pérez Cabrero, Sara Sugihara o Yaakov Slivkin, que era un pedagogo increible. Él decía: «El cuerpo es un sistema de pesos, cuerdas, poleas… El arte, si llega, viene después. Estamos aquí para aprender a mover el cuerpo». ¡Era fantástico! Tomé todas sus clases. Al final dejé de ir al Institut y empecé a colaborar con la gente que estaba en ese entorno de La Fábrica.

JL: Era una época de ebullición, ¿verdad?

OD: En aquel momento creo que solo existía el Ballet Contemporani de Barcelona. Recuerdo a Cesc Gelabert diciendo: «Toca montar una compañía de danza contemporánea profesional, porque no hay». Alguien lo tenía que hacer y, efectivamente, en aquel momento, él estaba en la posición de tener credibilidad suficiente para recibir apoyo. La Fábrica aglutinaba a mucha gente. Cesc organizó un taller intensivo de coreografía durante una semana, al que te podía inscribir como coreógrafa-o como intérprete. Allí nos encontramos Àngels Margarit, Giovani, Sabine Dahrendorf, Francesc Bravo y un montón de bailarinas y bailarines. Creo que fue el inicio de muchas cosas.

Brutal 2022 ©Tristán Pérez-Martín

JL: Pero antes habías hecho una audición para Rosas la compañía de la coreógrafa Anne Teresa De Keersmaeker, ¿verdad?

OD: Sí, Anne Teresa pasó por Barcelona con Rosas Danst Rosas e hizo una audición. Se presentó mucha gente. Nos seleccionaron a Natalia Espinet, Vicente Sáez y a mí. Nos dijeron que nos llamarían para la nueva creación de la compañía. En ese momento yo estaba trabajando en una pieza de Francesc Bravo que no llegué a estrenar porqué me raptaron para hacer el servicio militar. Fue cuando acabé la mili que nos llamaron de Rosas. Estuve dos años no continuados en Bruselas, pero nunca dejé de tener casa en Barcelona. 

JL: De esa experiencia con Anne Teresa en Bruselas, ¿qué es lo que más te marcó? 

OD: Muchas cosas. Fue muy intenso tanto a nivel profesional como personal. Antes de irme a Bruselas, yo tenía una relación con un músico, Joaquim Bellmunt, 15 años mayor que yo. Cuando estaba trabajando en Bruselas, él empezó a tener problemas de salud, era una cosa intermitente, iba y venía. No entendíamos lo que le estaba pasando. Hice la última etapa de creación de Ottone Ottone y el primer periodo de gira sabiendo que él había contraído el SIDA. Fue un golpe muy fuerte y por un momento quise dejarlo todo, volver a Barcelona para estar con él. Pero Joaquim no me dejó. Me dijo: «Te vas, tu vida está allí, es lo que tienes que hacer». Como te puedes imaginar, aunque solo fuese por eso, mi estancia en Bruselas emocionalmente fue muy intensa. Pero además allí pasaron muchas cosas. Anne Teresa nunca ha vuelto a hacer nada como el Ottone, porque se metió en un berenjenal que le explotó en la cara. Bueno, nos explotó a todas. Me acuerdo el primer día de ensayo: llegas a Bruselas, vas a trabajar con la Keersmaeker, estás en la escuela antigua de Mudra, esos estudios, somos un equipo de mucha gente, se habla en inglés y lo primero que dice Anne Teresa antes de empezar los ensayos es: «First rule: no emotions». Pero trabajamos con una ópera de Monteverdi, L’incoronazione de Poppea, que es todo lo contrario: el amor, el deseo, los celos, el poder, la venganza… todo lo mejor y todo lo peor del ser humano metido en una ópera barroca. Una música preciosa, con una potencia enorme. Y claro, todo eso se movió también durante el proceso de creación. En la vida real se desataron esas mismas pasiones, amores, celos y juegos de poder. Acabó siendo un proceso de creación muy intenso… y doloroso. Hay algo muy potente, estás ocho horas bailando y hay cosas que empiezan a brotar a partir de las ocho horas. Los materiales, las emociones, las construcciones, hay algo que tiene que ver con ese nivel de dedicación, de energía, de tiempo. Es muy bestia. Y todo eso hace que el trabajo se ponga en un sitio.

Aquí esto era impensable. ¿Cómo se puede pedir ese tipo compromiso a las creadoras de aquí cuando las condiciones en las que se trabaja no son así? ¿Quién puede dedicarse a crear ocho horas al día durante 6 meses? Ahora es incluso más complicado. Entonces, sí que fue una experiencia de profesionalización, de dedicación absoluta a un trabajo de creación. Pero también es verdad que en aquel momento cobrábamos lo mínimo para pagar un apartamento compartido y sobrevivir como bailarines españoles emigrados. Era todo muy precario y también fascinante, porque no existía ese mundo que existe hoy. Cuando años después fui al Kunsten Festival tuve la sensación de estar en el festival de Cannes de las artes escénicas: con la alfombra roja y los bailarines y coreógrafos eran estrellas. Hubiera podido seguir en Bruselas, pero Joaquim falleció. Regresé para el segundo periodo de gira de Ottone, viajando por toda Europa, y empezamos a trabajar en una nueva creación. Aparentemente todo iba bien, pero sentía la necesidad de volver a Barcelona, reencontrarme con mi casa, con la pérdida y todo lo que había dejado aquí. Cuando estábamos actuando en el Festival de Salzburg, vino Hugo De Greef del Kaaitheater para hacernos firmar el siguiente contrato con Rosas. Cuando les dije que antes de firmar quería acabar la gira y aprovechar el mes de vacaciones para pensar qué quería hacer con mi vida, ¡reaccionaron fatal! No me podía creer que no lo entendiesen. Y ahí dices: «Aquí os quedáis». Eso lo cuento porque, cuando volví a Barcelona, tenía muy claro que no quería desarrollar mi trayectoria como artista a cualquier precio. Llegué en ese estado de reencontrarme con mi vida. Venía de una experiencia de compañía grande en que algo deshumanizado me sacó fuera. Y cuando regresé Cesc, Àngels, Giovanni, Sabine y Alfonso ya habían empezado con sus compañías de danza, los veía agobiadísimos y me decía: «No, yo no voy a…».

Brutal 2022 ©Tristán Pérez-Martín

JL: ¿Cómo se dio el paso de tu experiencia como bailarín a organizar muestras, contextos de exhibición y a fundar estructuras artísticas? 

OD: Estaba intentando volver a trabajar aquí, hice la gira de Belmonte con Gelabert-Azzopardi y después empecé a colaborar con María Muñoz y Pep Ramis. También había conocido a Carmelo Salazar y, casualidades de la vida, los dos entramos en una nueva creación de Malpelo. Llegó un momento en que aquello no funcionó. Dejamos la producción y nos encontramos los dos en el verano del 92, en plenas olimpiadas, tirados en Barcelona, sin trabajo. Nos pasamos meses trabajando de camarero mientras intentábamos conseguir horas de estudio para hacer nuestras cosas en danza. Después, en el postolímpico, montamos un proyecto en la calle: Dansa a la Plaça de les Olles, en el Born. En esa época era un barrio totalmente degradado, nada que ver con el actual. Conseguimos que el Ayuntamiento nos diese permiso y acceso de corriente para conectar un equipo de sonido y cuatro focos.

Era una programación de piezas cortas todos los lunes del mes de septiembre. Allí presentaron trabajos Alexis Eupierre, Ana Eulate, Carol Dilley, Javier de Frutos… la misma gente que estaba organizando la primera presentación de La Porta, que se hizo en octubre en Area. Coincidió que todos estábamos buscando la manera de generar contextos para que se pudiesen mostrar los trabajos y encontrarse con el público. Así empezó La Porta; y Carmelo y yo nos ofrecimos a ayudar, a montar el linóleo, a montar el bar, preparar bocatas… pronto pasamos ser parte de La Porta, por la que pasó y colaboró mucha otra gente. Teníamos claro que no bastaba con mostrar ‘mi’ trabajo, que era necesario abrir espacio para todas. Si no, no tendría sentido para nadie. Había el impulso claro de preguntarnos ¿cómo generamos una escena, cómo hacemos comunidad? Creo que esto fue lo que hizo que se moviesen tantas cosas. 

JL: ¿Qué relaciones ves entre tu práctica artística como bailarín y tu trabajo como programador y gestor? 

OD: En realidad, todo proviene de lo mismo: de esa pasión que te hace mover y dedicarte a la danza y a descubrir el cuerpo de otra manera. A preguntarte, ¿Qué pasa con el cuerpo? ¿Qué experiencias y saberes me ofrece? Y lo que eso abre es la base de todo. Lo demás son circunstancias. Lo que para mi es importante es aplicar y explorar esos conocimientos dentro de las relaciones artísticas, más allá del rol de autor o intérprete. El tema es que, en aquella época, no había conciencia de eso. En el 95 nos dieron el Premi Ciutat de Barcelona porque decían que La Porta había inventado un modelo de gestión innovador, no sé qué… y nos empezaron a llamar para dar clases en másteres de gestión cultural. Nos invitaban a dar una ponencia, como caso práctico, pero en realidad, íbamos a tomar notas, a empaparnos de todo (Risas).

Quizás sí, llega un momento en que te conviertes en eso, pero no éramos conscientes. Estas montando programaciones, aprendes a pedir subvenciones, contabilidad, comunicación y acabas diciendo: «Pues sí, nos dedicamos a la gestión». Pero para mí no hay una separación, el impulso es el mismo. Haces esto porque es una necesidad, resulta que se llama «gestión cultural» y acabas teniendo una etiqueta. Pero la verdad es que siempre me he considerado un bailarín. Toda la vida he bailado. Últimamente no mucho, pero ahora vuelvo a bailar. Es lo que mueve todo. Para mí está totalmente conectado: el modo como me relaciono con un artista en La Caldera viene del interés directo en la materia de trabajo, en los conocimientos que se generan en los procesos de investigación. 

Càpsula de Creació en Cru #56 Mar García y Javi Soler ©Tristán Pérez-Martín

JL: En los últimos años, La Caldera apostó por una transversalidad de disciplinas y prácticas artísticas que conciben el cuerpo como material lingüístico. ¿Puedes comentar este aspecto de tu dirección artística? 

OD: Los trabajos tienen que mostrarse, encontrarse con los públicos. Pero para mí, compartir una creación va mucho más allá del hecho de presentar un espectáculo. Después de muchos años en La Porta, se empezó a hablar de la noción de programación expandida. Fue como: «Ah, ese es el nombre de algo que llevamos tiempo haciendo». En realidad, programación expandida es generar un contexto para que los trabajos se vean. No solamente poner el escenario y que el público venga, pague la entrada y asista. Sino generar un entorno alrededor de una propuesta, una artista o programación, para que la gente pueda acceder con más facilidad a aspectos de la creación que, a menudo, no son tan explícitos en el resultado final. Siempre he sentido un interés especial por todo lo que se mueve, lo que se cuece y aparece durante los procesos de creación. Hay algo en los saberes, en las posibilidades sensibles, las políticas del cuerpo y relacionales que se despliegan en la investigación artística, que me fascina y me parece muy valioso. Siempre me ha interesado poner el foco ahí, sobre todo en La Caldera. Entender cómo podemos hacer que esos saberes sean transmisibles, accesibles para cualquier persona que pueda estar interesada. Esto ya implica transversalidad.

Más allá de la gente que ya está comprometida con una práctica artística, ha habido la preocupación de conectar el cuerpo y la práctica de la danza con otros ámbitos de creación y de conocimiento: las artes visuales, la creación sonora, la escritura, el pensamiento crítico o la filosofía. La cuestión es cómo tornar eso accesible a la ciudadanía. Es un enfoque muy diferente a hacer proyectos comunitarios para que la gente baile y tenga la experiencia de subirse a un escenario. Más bien se trata de hacer que cualquier persona pueda entrar en contacto con las prácticas corporales desde una experiencia sensible, que afecte su calidad de vida, su manera de sentir(se), de estar en el mundo y en relación con los otros. La danza ahí tiene una potencia que todavía está por revelar. Nosotras lo tenemos muy claro. Pero este tipo de retorno todavía no se entiende ni se pone en valor por parte de las personas responsables de las políticas culturales. Seguramente porque no es fácil determinar el valor económico, porque son actividades y trabajos que no acaban de encajar en las leyes del mercado. Pero no por ello debemos dejar de reclamar recursos públicos que sustenten estas prácticas. 

JL: Habéis logrado generar ambientes favorables para las muestras de trabajos en proceso, generalmente creaciones inacabadas o piezas de investigación. No es sencillo acceder a materiales a menudo frágiles, o al margen del circuito comercial. ¿Cómo habéis trabajado para crear esos contextos?

OD: Por un lado están las Cápsulas de Creación en Crudo, donde las artistas residentes de la Caldera pueden compartir, si quieren, el momento del proceso en el que se encuentran de manera totalmente informal. Son muestras gratuitas, donde al final siempre ofrecemos un vino y pica-pica para que la gente se quede y se genere un diálogo con las artistas. Al principio venían dos personas, siete, doce como mucho. Ahora cuando hay una cápsula vienen 50, 60, 80 personas… de alguna manera se ha convertido en una programación paralela. Hasta el punto que en Corpografíes#8, la última programación que he organizado en La Caldera, las cápsulas están integradas, igual que las otras presentaciones de piezas acabadas, talleres o encuentros. Algunas actividades son gratuitas y otras no. Pero más allá de eso, comparten ese interés por los saberes del cuerpo, por difundir los universos de las artistas y por cómo se genera el contexto. Eso nos ha llevado a experimentar con diferentes marcos y formatos, buscando crear las condiciones que hacen posible que la gente se encuentre y comparta sus prácticas. Hay una cosa muy clara: es necesario construir espacios de confianza para que las creadoras se permitan exponer sus trabajos, sin saber todavía muy bien que van a mostrar. Son momentos de mucha fragilidad, pero también están cargados de potencia. En ese compartir lo que no sabemos, lo que quizás solamente empiezo a imaginar, aprendemos y descubrimos juntas cosas que difícilmente son accesibles cuando estamos solas trabajando en el estudio. Es muy complejo y delicado, pero ocurre, se llega. 

Brutal 2022 ©Tristán Pérez-Martín

JL: ¿Cómo? 

OD: Hay muchas maneras, por ejemplo, durante el segundo Brut Nature, surgió la pregunta: « ¿Cómo sería un centro de creación que funcionase como el Brut durante todo el año?». Desconfío bastante de los métodos fijos, cuando ya sabes cómo algo se hace y lo repites, hay cosas que se desactivan. Así que empezamos a preguntarnos si sería posible extraer ciertas experiencias y estrategias del Brut Nature¹ que pudiésemos aplicar al funcionamiento regular de La Caldera. Y nos pusimos a probar. No es tan inocente, hay cosas que sabes que funcionan o ayudan. A menudo son cuestiones aparentemente muy sencillas, pero hay que tenerlas en cuenta, cuidarlas. Una de ellas sería desactivar el máximo posible las expectativas: ponerse a trabajar para que ‘algo’ ocurra, pero sin tener una idea preconcebida de lo que es ese ‘algo’. Se trata más bien de crear hueco, abrir espacio para que lo que tenga que pasar suceda.

De repente, durante la pandemia, todo esto se pudo poner en práctica en el proyecto ARAR², que se expandió temporalmente a lo largo de nueve meses. Esta experiencia nos llevó al Brutal­‎³, donde invitamos un colectivo de artistas a pensar, a compartir prácticas e intereses, para entender qué puntos de intersección existían entre el trabajo de unas y otras. A partir de esos puntos de interés, diseñamos y produjimos conjuntamente todo el programa de actividades de La Caldera en 2022. La única condición era que todo lo que se generase tenía que ser compartible y público. Esto nos llevó a buscar estrategias diversas para abrir los procesos, las investigaciones y las prácticas sensibles a la gente, incluso nos inventamos una publicación especial, la Poro Estratosférica, para comunicar todo lo que estaba pasando en el Brutal. La premisa inicial fue: «Hagamos lo que hagamos, tiene que ser abierto y transitable por cualquier persona que se quiera acercar», eso desmontó la idea de público como espectador.

La invitación era a atravesar una experiencia con nosotras, desde y con su propio cuerpo. Y todo el Brutal era gratuito: «¡Que venga quien quiera!». Accesibilidad cultural. También sirvió para mover el tipo de relación y expectativas que se generan cuando se paga una entrada. Nos sentíamos más tranquilas a la hora de probar y proponer las actividades. Y pasaron cosas maravillosas. En el Brutal constatamos que cualquier persona puede transitar prácticas sensibles de alta intensidad sin problemas, cada una desde sus capacidades. Si algo te supera pues te vas, o te quedas observando. Ocurrió en alguna ocasión. Me acuerdo de una mujer que había venido varias veces y, en una de las prácticas que duró cuatro horas, me dio un abrazo y dijo: «Gracias, pero no puedo más». Había muchas capas y se movían muchas cosas, a niveles muy íntimos, y sin evadir nuestra responsabilidad, cada una supo gestionarse según sus propios límites.

(Des)comunal – festa de dia ©Tristán Pérez-Martín

Durante tres meses se pusieron en juego muchas prácticas de diferentes artistas. La mayoría de las veces no teníamos un guión previo de lo que iba a pasar, pero teníamos puntos de referencia claros. En este sentido nos resultó muy útil la aportación de Esther Rodríguez-Barbero, que entonces estaba estudiando para sacarse el título de patrona de barcos: la carta de navegación. Como no sabíamos dónde nos iba a llevar el viaje, dibujábamos una carta de navegación de cada propuesta para orientarnos, no perdernos y facilitar la travesía a la gente que se iba a venir de aventura con nosotras. Estas cartas de navegación nos permitían organizar materiales, entornos físicos, conceptos, lecturas de textos, momentos de pausa y algo de comida, como si fuesen  territorios, costas o islas que queríamos visitar, atendiendo al tiempo de cada cosa, a las corrientes, con sus boyas y faros. ¡Y funcionó muy bien! Es muy potente, porque lo que se está compartiendo son herramientas para supervivir. No sobrevivir, sino supervivir: vivir con deseo y dignidad. Sirve para reactivar capacidades vitales y de movimiento a nivel sensible. Como sociedad tenemos muchas cosas que sanar. Y en las prácticas corporales desarrolladas desde una cierta sensibilidad, abrimos eso que llamamos real. Frente al típico: «La realidad es la que hay», las artistas aportan otras visiones. Claro, para hacerlas reales antes hay que imaginarlas. Todo eso abre espacios en lo posible que, hasta ese momento, eran imposibles. 

JL: Al finalizar esta etapa en La Caldera presentas Ánima, un solo tuyo del 2013. ¿Por qué esta elección? 

OD: En realidad no es un solo, ni una pieza… En el mismo momento que estaba cerrando la programación de Corpografíes#8, estaba decidiendo no presentarme a la segunda fase de la selección de dirección artística de La Caldera. Entonces pensaba: «¿Y si en enero del 2024 no estás en La Cadera?». Empezaba a imaginar cosas que podría hacer y mi cuerpo decía: «¡Ah! ¡Qué bien!». Nunca me hubiera programado a mí mismo si hubiese tenido la intención de volverme a presentar, pero me dije: «Pues, si no sigo, me gustaría bailarme La Caldera». Me parece un gesto de devolución hermoso. Porque, si vengo del cuerpo y he estado durante todos estos años acompañando a todas esas artistas, ahora me pongo del otro lado.

Tengo algunas horas de trabajo para preparar algo que compartiré. De repente me siento como un artista residente. Estoy revisitando Ánima, lo último que hice hace diez años. Ahora mismo un montón de cosas me reconectan con aquel momento. Entonces había dejado La Porta, ahora me voy de La Caldera. Cuando en 2013 me invitaron a hacer algo en el Teatro Ensalle de Vigo, me dije: «Ponte con el cuerpo, que llevas años sin hacerlo». En aquel momento trabajé sobre la idea de precipicio, tenía la sensación de que me iba a dar una hostia. Ahora ya no tengo la misma sensación, no siento ansiedad. Es un apunte sin pretensiones, tampoco las tenía entonces. Ahora también, pongo el cuerpo, me bailo encima. Y ciao, pescao. También hay algo de celebratorio: soy bailarín, es mi forma de despedirme. 

(Des)comunal ©Tristan Perez-Martin

JL: Después de estos siete años en La Caldera, particularmente, ¿qué es lo que más te resuena? 

 OD: Muchas cosas, pero sobre todo mucha vida. La vitalidad. Con las artistas no he dejado de aprender, todo el tiempo descubrimientos, como cuando alguien te hace ver algo de otra manera, cómo eso te desplaza. Y te hace sentir vivo. Durante años, decían: «¿Cómo cambiar el punto de vista? ¿Y si miras desde arriba para ver adentro?». Últimamente pienso que eso no sirve de nada (Risas). Bueno, hay que mirar las cosas de muchos ángulos. Pero ahora creo que no es solo una cuestión de perspectiva, sino de cómo estar en el mirar. Hay otros modos de estar viendo, y eso implica que te tienes que desplazar interiormente, abrirte a otros espacios de percepción. Para mí ahí está el trabajo realmente importante de las artistas.

Otra cosa muy bonita de estos siete años tiene que ver con el encuentro, con el valor y el cuidado de las relaciones, los diálogos. No solamente con las artistas, sino colectivamente. Constatar, a través de la vivencia, que hay muchas cosas que no sabemos. Y de ese no saber -cuando es compartido con más gente- surgen conocimientos a los que individualmente no llegarías. Son espacios que desvelan saberes en común. No sobre lo que ya conocemos, sino en relación a lo que todavía no sabemos, pero nos increpa y compartimos. Si se crean ambientes de confianza, de tránsito cómodo, en ese espacio común aparece todo lo relacional: me mezclo contigo, te pones conmigo, nos ponemos unos con los otros, y de ahí…

JL: Y ahora, Oscar, ¿qué planes tienes para el futuro? 

OD: Muchas ganas de pasar más tiempo con mi padre en el pueblo, está muy mayor. Ahora o nunca. También creo que necesito descansar, tomar un poco de distancia, coger perspectiva. Seguramente viajar con Petros, mi compañero, es su gran pasión. Pero, más allá de eso… Este sitio es maravilloso (La Caldera). Decidir no seguir no fue fácil, porque en nuestro país no hay casi ningún otro lugar donde se pueda hacer lo que hemos hecho y de la manera que lo hicimos. Y de repente, ¿no voy a tener dinero? ¿Me voy a morir de asco? Pues mira, no lo sé. Si algo me preocupa realmente, es no dejarme atrapar por el miedo. Es increíble la manipulación constante de nuestras vidas a través del miedo. Sí, te vas a morir, ¿sabes? En ese sentido, el SIDA fue muy importante. Estaba muy cerca, estaban muriendo todos los compañeros. Teníamos mucho miedo. Y cuando de repente estábamos viviendo el COVID, yo flipaba. De verdad, ¿no hemos aprendido nada como sociedad? ¿De todo el dolor, de todo aquel sufrimiento y todas aquellas muertes, no hemos aprendido nada? En el fondo, mucho de lo que nos pasa tiene que ver con el miedo a la muerte. Porque el dolor y el sufrimiento es el mismo, viene pasando desde siempre y, lamentablemente, no parece que vaya a cesar. Hasta hace nada era Ucrania (que sigue, aunque ya no se habla), ahora mismo el horror en Gaza… que vienen los fascistas, están por todas partes, en realidad nunca se fueron… Estamos sometidos a esa gestión descarada del miedo. En un momento me dije: «¡¿Vas a tomar la decisión de qué hacer con tu vida condicionado por el miedo?!» . Hay que escuchar ese aliento. ¿Que qué voy a hacer? De momento me bailo en La Caldera el día 28. Es algo que me apetece mucho y está resultando una aventura bien hermosa.

João Lima

¹ Brut Nature es un dispositivo que pone en relación a una parte de los creadores acogidos en residencia en La Caldera. Durante dos semanas ocupan La Caldera para seguir elaborando sus proyectos individuales pero también, y sobre todo, para adentrarse y dejarse intoxicar por los universos creativos de los demás.

² Arar: Hacer del ahora (ara, en catalán) verbo de acción. Son las propuestas de nuestras cómplices para la celebración de los 25 años de La Caldera. Un mes de mayo que teníamos que dedicar a estar juntas imaginando y practicando otras maneras de compartir el tiempo y que ha sido atravesado por el ahora que estamos viviendo

³ Brutal: ¿Y si los contextos para compartir prácticas artísticas ocupan el centro de nuestras actividades? ¿Y si pasamos de diseñar los contenidos a posibilitar espacios de encuentro y diálogo desde donde emerjan los contenidos de La Caldera? ¿Y si las prácticas artísticas son prácticas sensibles que van más allá del contexto artístico?

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Entrevista a Sandra Gómez – Resonancias del acontecer

Sandra Gómez. Imagen: José Jordán

Sandra Gómez presenta Cosas que suenan en La Caldera el 17 de noviembre y recuperamos la entrevista que Fernando Gandasegui le hizo para su estreno en La Mutant el año pasado. Coreógrafa y bailarina, artista fundamental para los lenguajes performativos peninsulares de los últimos lustros, lleva tiempo y varias obras dedicada a una investigación que pone en movimiento el vínculo entre cuerpos y sonidos, generando para ello sus propias tecnologías coreográficas y de escucha. Acompañada como en obras anteriores por el músico Javi Vela, en Coses que sonen Vicent Gisbert se une a Sandra en escena, un dúo de cuerpos y máquinas resonando este fin de semana en Valencia. 

Desde hace años llevas a cabo una investigación sobre el sonido o lo sonoro y sus materialidades que se ha concretado en varias obras y otros formatos. ¿Cuáles son las preguntas que han movido estos trabajos? 

Muchas de las preguntas que me han puesto a trabajar los últimos años son las mismas. Algunas de ellas serían qué pasaría si la escucha desplazara a la visión como sentido hegemónico; qué relación hay entre el sonido, la escucha y silencio; qué espacio revela el silencio; qué silencios somos capaces de poner en juego; de qué manera afecta lo sonoro a la corporalidad y el movimiento… 

Recordamos el final de obras de etapas anteriores como The love thing piece o Heartbeat, en las que ya se apuntaba un trabajo del sonido con el cuerpo, el cual has ido profundizando y transformando en tus últimas piezas. ¿Cómo y por qué arranca este motor de trabajo y cómo se ha ido transformando en cada una de sus formalizaciones? 

Todo esto empezó al hacer un taller en 2010 en Bruselas que se llamaba Sound as space con la coreógrafa Lilia Mestre y la artista sonora Els Viaene. Fue una revelación que me abrió el mundo de lo sonoro. En 2013 hice The love thing piece, obra en la que ya había en su final un juego bastante abstracto haciendo con el minijack en el cuerpo después de haber bailado un ruido de masa. En Heartbeat (2016) usaba un doppler para sacar el sonido del corazón y exteriorizarlo. Después conozco al músico Javi Vela, él me abrió un campo de posibilidades con respecto a máquinas sonoras, y a partir de entonces empiezo a jugar con estas tecnologías. La siguiente obra, Tot per l´aire (2018), es un trabajo creo de transición en el que hay música enlatada como en las anteriores, pero ya aparece la gestación en directo de material sonoro, haciendo por ejemplo derivas sonoras con un pedal y amplificando mi voz. Las siguientes piezas ya incorporan la utilización de estas máquinas y comienzo a investigar el espacio sonoro. En Volumen II (2020) sigo investigando a partir de acciones con el cuerpo para accionar cualidades de sonidos y que éstos se registren para que se puedan procesar. En Bailar el sonido (2022) ya reúno y pongo en práctica de forma más clara cuestiones que he probado en obras anteriores. 

En Tot per l´aireVolumen II y Bailar el sonido trabajo con Javi Vela, quien se encarga del espacio sonoro, de sus viajes y modulaciones, y yo estoy en escena accionando para que a través de mi cuerpo se generen materiales sonoros. Tanto Javi como yo nos introducimos en un terreno que no conocíamos, trabajando a partir de la prueba y el error, sin saber muy bien cómo se hacía. Nos preguntamos cómo se crea un espacio sonoro a partir del cuerpo y qué tecnologías necesitamos para eso. Esa búsqueda nos llevó bastante tiempo y nunca trabajamos con ordenador. Por ejemplo, en Bailar al sonido probamos muchos micros hasta que dimos con los que funcionaban para nuestra idea, que resultaron ser unos que se usan en flamenco. 

¿Cómo ha cambiado la investigación con el sonido tu lenguaje corporal? 

Esta investigación supuso un gran cambio en mi trabajo corporal. Yo estaba muy acostumbrada, incluso viciada, a usar temazos para conseguir una energía determinada. Trabajar por ejemplo a partir del silencio y generar yo el sonido a través de mi cuerpo fue una gran transformación. Igualmente lo fue investigar sobre el tacto y el contacto a partir de la misma premisa. 

Coses que sonen. Imagen: Raúl Sánchez

Para Coses que sonen hablas del concepto de “resonancia del acontecer”. ¿En qué consiste y cómo la trabajas?

Hace tiempo leí un libro que me influyó mucho, Resonancia de Hartmut Rosa. La resonancia ya estaba presente en Bailar el sonido, y la podría describir así: al bailar, mi cuerpo genera un sonido que acaba creando una banda sonora que a su vez afecta a mi baile o movimiento. Algo así como un sistema de retroalimentación entre el cuerpo y el sonido. En Coses que sonen este sistema también está, pero además, los sonidos se van quedando con nosotros en el espacio sonoro, conformando una huella o residuo sonoro que se va acumulando en capas. Eso comienza a afectarnos y a afectar a la partitura que acabamos rompiendo de forma progresiva. También hay una resonancia visual con la huella. Empezamos limpios, como un lienzo en blanco, pero a través de las acciones nos vamos manchando.

¿Cómo ha sido el trabajo con objetos en Coses que sonen?

El trabajo con los objetos viene de una residencia de investigación que hice en Espai La Granja llamado Materias sonoras. Allí yo quería trabajar la resonancia o afectación sonora entre más cuerpos. En este proyecto invité al músico Avelino Saavedra, quien nos compartió su técnica y ejercicios con objetos cotidianos, con sus cualidades sonoras. Esto se quedó conmigo y después de Bailar el sonido, donde el cuerpo estaba en primer plano, quise desplazarlo y trabajar desde este otro lugar donde los objetos son lo que te dan la sonoridad.

En Coses que sonen investigamos la textura sonora de muchos objetos y materiales, trabajando con una partitura de repetición, de loop analógico, no al unísono sino en decalage, con varias capas en diferentes tiempos que se acumulan y vamos creando Vicent Gisbert y yo en directo y al descubierto en escena, cada una con su set de máquinas. 

Para Coses que sonen también fue importante hacer talleres como alumna organizados por Diàleg obert en el Teatre El Musical, uno de partituras con objetos impartido por Steffi Weismann que viene del campo de lo sonoro, de improvisación musical con Wade Mathews, y también otros de música experimental y performance de Christian Kesten. Me apetece mucho seguir formándome e investigar sobre estos campos. 

Coses que sonen. Imagen: Raúl Sánchez

Llevas 20 años de carrera en los que has creado 7 solos. Los últimos años también has estado desarrollando una investigación llamada Solo los solos sobre, precisamente, la creación de solos y la soledad. Para Coses que sonen, a la colaboración habitual de Javi Vela en el sonido se suma Vicent Gisbert en escena. ¿Cómo han sido las colaboraciones en esta obra a diferencia de las anteriores?

Esta obra la empiezo sola también. Gracias a una beca de Comitè Escèniques pude continuar la investigación sobre materias sonoras. Si bien comencé a crear la partitura sola, llegó un momento en que pensé cómo sería el trabajo con dos cuerpos. En Solo los solos, entre otras cosas, entrevisté a coreógrafas y coreógrafos valencianos que hubiesen trabajado solos. Vicent también ha trabajado mucho solo. Cuando lo entrevisté hubo algo que me quedó resonando. También había visto varios trabajos suyos y me parecía alguien muy sensible a la cuestión sonora. Por todo ello, al pensar la partitura con dos cuerpos, apareció él. 

Javi Vela nos ha acompañado proponiéndonos máquinas, configurando los sets, y también trabajando el espacio sonoro desde la tridimensionalidad o su cualidad envolvente. En otros trabajos no lo habíamos conseguido, pero en Cosas que suenan sí, hay diversas fuentes de sonido repartidas por el espacio. Esta es la primera vez en varias obras que Javi no está llevando en directo el registro de sonido y haciendo sus efectos, sino que somos Vicent y yo. 

Para Coses que sonen también hablas de la importancia de la respiración y el silencio en tu proceso de trabajo. 

En Coses que sonen hay acciones vocales que provienen directamente del trabajo con el silencio. Fue muy importante encontrar los ejercicios que propone Pauline de Oliveros en Deep Listening, porque tenía que entrar al trabajo desde otro lugar, parar y darme un tiempo de escucha. El trabajo en ese momento iba de la mano de la ansiedad por producir. Tenía que estar en el presente. Esta obra empieza y acaba en silencio. Partimos de un silencio que nos permite desarrollar todo un abanico de sonidos. Pero el silencio es imposible, corporalmente hablando también. Entiendo el silencio como una actitud de escucha. 

Antes del sonido, tu principal línea de investigación trataba sobre descentralizar el yo del trabajo dancístico y coreográfico, ejercicio que te acompaña y entiendo sigue presente en obras posteriores. ¿Qué queda de dicha descentralización en Coses que sonen

Al igual que con el sonido, vengo arrastrando preguntas desde hace tiempo. La cuestión de desplazar el yo del lugar central también. Dependiendo del trabajo está más o menos acentuada, pero siempre está presente. En Coses que sonen la estrategia, que no sé si funciona o no, es que los objetos, o más bien los sonidos que éstos generan, son los protagonistas de lo que pasa. La palabra manipulación con respecto a los objetos no me gusta. He intentado relacionarme con ellos no solamente a través de las manos, sino involucrando al cuerpo entero con esa acción, y suavizando la jerarquía sujeto-objeto. El foco no soy yo, la intérprete Sandra, cómo me muevo, si no que está en el sonido de la acción de nuestros cuerpos en relación a otros cuerpos que son los objetos. 

En Coses que sonen planteas la “resistencia frente al centralismo del yo en la era digital y principalmente en las redes sociales”. En una carrera de 20 años en danza imagino que habrás vivido un cambio profundo en los lenguajes coreográficos en cuanto a la relación con la imagen. ¿Cómo crees que han afectado las redes sociales y otras tecnologías de la imagen a los lenguajes escénicos en los últimos años? 

Las redes sociales son pura imagen y se explota al sujeto en esas imágenes. Toda esta cuestión con el sonido es quizás ir a la contra, ampliar las posibilidades sensoriales que tenemos. Yo frente a las redes sociales me siento bastante torpe y hay muchas cosas que desconozco. Sé que la gente joven se graba bailando coreografías en TikTok, pero la verdad es que no lo he visto. Claro que todo esto estará influyendo la manera de relacionarnos con la danza. En mi caso, por ejemplo, Vicent me propuso grabar los ensayos para poder vernos y yo le dije que nunca grabo mis ensayos. No los grabo para no buscar imágenes, para no juzgar lo que está pasando y decidir lo que queda bien o mal. No quiero relacionarme con el trabajo desde ahí, quiero que sea la propia práctica, la propia experiencia, el pasar el cuerpo una y otra vez por los mismos sitios, lo que vaya decidiendo dónde colocarse y de qué manera. 

Los apoyos más o menos institucionales a Coses que sonen son La Mutant, Espai La Granja, Comitè Escèniques, Taller Placer, Espai Pont Flotant… Todos ellos forman parte de una suerte de red de apoyo y cobijo a las artes escénicas experimentales en Valencia. ¿Cómo estáis viviendo el tejido escénico, y cuál es tu experiencia en particular, tras los últimos cambios políticos?

A nivel institucional todavía no se ha notado el cambio, aunque supongo que pasará en breve. De momento todo está igual, sólo han avisado ya que van a recortar en cultura, por ejemplo en las ayudas del IVC. Con respecto a espacios institucionales como el TEM o La Mutant, siguen las personas que están llevando la programación. Pero llegará el momento en que empecemos a notarlo. 

Yo por un lado estoy preocupada por ver qué es lo que va a pasar. Pero por otro lado, últimamente me he sentido más apoyada aquí en Valencia. He recibido becas y otras ayudas. Mi trabajo está en los límites. No siento que pertenezca al teatro ni a la danza y por tanto es difícil encontrar mi lugar. En relación a La Mutant, me he sentido muy acogida y arropada tanto por Marta Banyuls, la anterior directora, como ahora por Tatiana Clavel.

Fernando Gandasegui

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vulnerasti cor meum

vulnerasti cor meum – Carmen Aldama – Surge Madrid 2023

Entre otras continuidades de contrarios, lo bello encierra la de lo instantáneo y lo eterno.

Simone Weil, La gravedad y la gracia

Llego enfrente del Teatro de las Aguas cinco minutos antes de la hora acordada. De pie, me quito los auriculares y espero. Retrocedo ante lo que persigo – encontrarme con ella – ahora solo me queda estar aquí. Con la pausa, empiezo a mirar y a entender que hoy estoy en esta calle. 

Pasados los minutos, Carmen me abre la puerta y, a partir de este momento, la realidad y la imaginación empiezan a mezclarse. Nos abrazamos. Una distancia corta, un contacto lejano. Es ella la que tengo enfrente, y a la vez es otra, lo noto. Me fijo en el maquillaje que lleva, unas líneas rojas encima de sus párpados. Me fijaré también el día en el que nos reúna a todas al final del proceso y nos hable de Rayito el Payasito. El eyeliner esculpe en su cara una imagen presente de Rayito, el señor que cuando ella era pequeña pedía en la calle, con la cara pintada de blanco y los ojos de rojo. Pero yo, en este primer encuentro, todavía no sé estas cosas.

La joven me guía hasta una sala de teatro en obras y me sienta en una butaca desde la cual veo parte de un escenario lleno de polvo. Detrás de mí, un obrero pinta el suelo mientras suenan canciones pop de un reproductor bluetooth apoyado en una butaca. Ella no está. Me pregunto, ¿cómo le ha convencido para que haga esta acción durante los cinco primeros minutos de pieza, todos los días? Todo se entrecruza, Carmen hace creer a la que mira que todo está orquestado. Nada más que la realidad siendo observada. Una ficción: alguien mirando desde una distancia. Ella trabaja con esta cuestión durante todo el viaje, articula un palimpsesto que superpone fragmentos de lo que fue, de lo que es, y de lo que imaginamos que podría llegar a ser.

Salimos a las calles del Madrid de las aguas. Paseamos en silencio, excepto en los momentos en los que ella quiere hablar, y entonces conversamos calmadamente. Las calles empiezan a impregnarse de una memoria que jamás olvido cuando ahora, en el devenir cotidiano de la ciudad, paseo por ellas, me lanzo por sus pendientes, doblo las esquinas mozárabes. 

Cada cierto tiempo, entre el viento que acompaña el paseo, la joven se detiene, chasquea los dedos de la mano frente a mí
y se abre el paisaje
el tiempo es otro
todo flota 
el cuadro en movimiento se ha amistado con la joven
para ser enmarcado en ese preciso momento
llevo falda y las manos en los bolsillos
no quiero helarme
ella me lleva calle abajo
resigue paredes con la mirada y con el tacto
mis gemelos persiguen sus manos por la ciudad
antigua
el agua que brota de las fuentes
antigua
un constante devenir entre el sonido aleatorio y el intencionado.

Vamos a la Iglesia de San Pedro. Por primera vez en el paseo me deja sola, me da instrucciones para mirar dentro de la iglesia y me abandona. Yo entro y me santiguo delante del Cristo de las Aguas. No soy creyente pero
me pregunto adónde va el amor
ahora
y no lo sé
y santiguarme tiene sentido, porque Carmen ya me ha convertido en otra. Conversábamos en el pasado sobre las epifanías; sobre la capacidad de sorprenderse mirando lo pequeño, y creo que es una cuestión que ella tiene muy presente a la hora de construir recorridos. Ante la imagen, dejar de tratar de interpretarla, sino mirarla hasta que brote de ella la luz. Durante este primer paseo, Carmen cosecha una expectativa en el cuerpo de sus acompañantes, mediante un ojo que se va sorprendiendo, poco a poco, de lo que le rodea, y una acaba el paseo deseando, inconscientemente, un nuevo encuentro. 

Me apresura para salir de la iglesia, y afuera nos espera un repique de campanas, allá arriba. El tiempo me hace sentir afortunada, pienso, qué bien que suenen las campanas y yo esté aquí, ahora, para escucharlas. La arquitectura permite habitar la experiencia de un mundo del que no somos espectadoras, sino al que pertenecemos indistintamente, y Carmen nos anima a encontrarnos con el mundo, a ser-en-el-mundo, a través, curiosamente, de esa mirada y esa distancia con las cosas. La mirada, no obstante, es una mirada desplazada, se aleja de la relación arrolladora de la ciudad contemporánea con la vista y el consumo, y es propuesta como una subversión del tiempo y como una extensión del tacto. Frente a lo frenético, parece que Carmen se pregunta; ¿puedo desgarrar el tiempo, puede entrar la eternidad a través de la mirada?

Con un último chasquido nos despedimos. La Travesía del Almendro desciende ante nosotras, los peatones se entrecruzan, los tacones repiquetean contra el empedrado, el cielo se ufana en empujar al viento y en hacer brillar los edificios. Por un momento siento que habito otra época que la presente. Como cuando dices tu nombre, o lo piensas, y no lo reconoces. Así me siento ante el paisaje final.

Cuando la vuelvo a ver, estoy rodeada de gente, de otras que, al igual que yo, y tan diferentemente, han acompañado a Carmen estos días. Ella aparece con su eyeliner Rayito el Payasito y una carta para leernos; “¿Qué diferencia a Rayito el Payasito de Romeo Castelucci? La distancia desde donde los miramos”.

Paseamos por las calles y llegamos a la colegiata de San Isidro. Allí nos esperan, nos conducen a una de las torres de la iglesia, subimos hasta un primer nivel desde el que vemos y oímos las campanas de la otra torre. En Madrid se hace de noche y las luces tintan el paisaje. Las que estamos allí parecemos preguntarnos, ¿estamos bendecidas?

Subimos más hasta encontrarnos, allá arriba, con cuatro campanas inmensas y un grupo de campaneros dispuestos a hacerlas sonar. Todo parece un regalo. Empiezan a tocar y voltear las campanas, las superficies vibran con fuerza, los cuerpos se iluminan. El tiempo vuelve a ser otro y mi cuerpo desaparece ante el paisaje. Uno de los campaneros nos explica que una de ellas es del s.XVI, y pronuncia esta hermosa frase: “Estáis escuchando el mismo sonido que se escuchó hace tantos siglos. Es un sonido vivo.” Un sonido que consigue atravesar lo que no existe, que se torna bello al hacer resonar el pasado. Por la campana ha entrado la eternidad.

Llega la noche, culmina el paseo y nos marchamos con el temblor pegado, con el ojo vibrando. Las lágrimas son una campana, las campanas son orejas gigantes y prodigios de una arquitectura sostenida por encima de nosotras. Carmen ha conseguido algo que muchas deseamos siempre; poder habitar un tiempo desparramado, perder la ilusión de que nos pertenece, dejar que nos asombre y no hacernos cargo de él. Que me permita desaparecer, por un instante, en este mundo. 

Mil gracias, Carmen. Gracias también por encontrarte con las que te han acompañado en el viaje; los Campaneros de Madrid, Nilo Gallego con el sonido, y Roma como ciudad que vio nacer esta preciosa investigación que el tiempo nos trajo a Madrid, y que ahora vuelve a pertenecer al pasado como instante y al futuro como eternidad.

Aurora García Agud

Fotografías de Patrícia Nieto

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Fosc

Hace un par de semanas fui a ver FOSC de Javier J Hedrosa y Néstor García en el Antic Teatre dentro de la programación del ciclo Hacer Historia(s) organizado por La Poderosa.

Podría escribir este texto como un recuerdo de lo que allí pasó, cómo subí las escaleras y tomé asiento, cómo el calor de los focos me tocaba el cogote y la vista se me nublaba ante un espacio vacío y oscuro. Y las frases podrían comenzar con un “recuerdo que…”, “recuerdo que alguien tosió en la fila de atrás”, “recuerdo que alguien apuntó algo sobre el himno de Valencia en voz alta”, “recuerdo que alguien levantó tímidamente la mano para decir que no había nacido en Barcelona”… pero creo que todo se enredaría en un tiempo que este texto no puede abarcar, ya que se debe a un presente absoluto, el del ahora en el que escribo y el ahora en el que tú lees. Y es que la pieza se organiza en torno al ir y venir del pasado al presente a través del recuerdo de otras espectadoras que en su día acudieron a ver un espectáculo escénico. Tres voces se turnan para dar testimonio de algo que presenciaron desde sus butacas, formándose una sucesión de acontecimientos que componen el hilo conductor de la dramaturgia de la pieza.

Pude saber que el proyecto se debe a un largo recorrido de investigación en torno a lo que rodea al archivo en las artes escénicas, una materia que plantea esa pregunta que nos hacemos muchas veces al ser el nuestro un material de trabajo frágil y efímero, que se sitúa en lo efímero de la presentación, pero más allá de los límites del propio dispositivo escénico. Este material escurridizo para los archivos oficiales deja una huella volátil, por lo que fundar una suerte de tradición o historia de las artes escénicas contemporáneas, que con el tiempo nos ayude a preguntarnos por su evolución de forma crítica, es una tarea casi imposible. Las fuentes oficiales, casi siempre vinculadas al entorno académico, no logran recoger con fidelidad una historia escrita a golpe de gestos y afectos. Terminan instituyendo un lenguaje que está preso del caracter competitivo de la originalidad y la innovación, características propias del paradigma neoliberal.

En las cañas post función me enteré de que a Javier y a Néstor les interesa en este proyecto conocer cuál es el rastro posible de archivar del encuentro entre espectadora y pieza, para descubrir otros modos de contar esta nueva historia posible. Para ello, han participado en algunas residencias organizando encuentros con diferentes públicos y poder así, desde el contacto colectivo, hacer memoria juntas. No tienen una pregunta concreta porque no buscan una historia concreta, no se trata de un sondeo productivo que les devuelva un material específico que poner en escena, sino que su foco está en proporcionar las condiciones necesarias a las personas asistentes a estos encuentros para que esos recuerdos emerjan de una forma placentera y orgánica. Y es por eso que en la pieza conviven relatos de muy diferentes naturalezas, como anécdotas, vivencias, juicios, descripciones, pensamientos … y desde una variedad de voces muy diversas que denotan un ecosistema rico en matices, retratando la diversidad existente dentro de esta nuestra comunidad de espectadoras. 

De vuelta al teatro, en la escena aparentemente vacía, mientras estas historias aparecen en las voces de Javier, Néstor y Mila, la luz va cambiando lentamente iluminando diferentes lugares de la escena, como si quisieran dar cuenta de todo el abanico de posibilidades lumínicas que pueden suceder en un espectáculo de artes escénicas. En estas transiciones parece haber una invitación para desvelar algo que ya está sucediendo en el escenario, como si este pulso luz/oscuridad permitiera asomar la sombra de algún cuerpo que se mueve en un espacio que, aunque parece estar típicamente reservado a la acción, es en esta ocasión una cámara oscura de revelar recuerdos. 

Podría pensarse este dispositivo como un diseño de oralidad visual, una herramienta híbrida desde la que generar un archivo mucho más poroso y blandito que cualquier registro más convencional como el audiovisual o la fotografía. La sensación que tenía al salir de la pieza era la de estar todavía intentando recordar lo que allí había pasado, como si hubiera tenido la oportunidad de recopilar las ruinas de muchas otras piezas y el movimiento más inmediato fuera la reconstrucción para poder atesorarlas lo más fielmente posible. Pero enseguida me di cuenta de que esta cosa de recordar es una acción difícil y llena de interferencias, y que lo interesante de esta dificultad hace tambalear la rigurosidad y veracidad con la que se construyen los datos históricos. La memoria no es una tecnología perfecta, y todo recuerdo contado está contaminado por una subjetividad de difícil control. Por ejemplo, a mí personalmente, me gusta mucho contar y escuchar historias donde hay un poco de exageración épica que le da al relato más intensidad. Pienso que este tipo de  distorsión no solo se debe solo a una intencionalidad dramática del narrador, sino que también está mediada irremediablemente por el momento en que se cuenta: se cuelan entre medias otras voces del bar, la cafeína del café que se está compartiendo o la digestión de una comida pesada; todo cuenta. El recuerdo se presenta como un material poroso y maleable, donde la verificación de la realidad pasa a un segundo plano y le deja el protagonismo a la entidad afectiva de revivir lo contado. ¿Cuál es la importancia de la verdad en un recuerdo?

De vuelta a casa después de la obra, le daba vueltas a esto y pensé en el efecto Mandela. El efecto Mandela es un fenómeno nacido en internet en el cual un gran número de personas pueden recordar un hecho que nunca aconteció, o una imagen ligeramente distorsionada, produciéndose una sorpresa al descubrir que lo recordado no era tal y como se imaginaba a priori. Podemos encontrar muchos ejemplos en la cultura popular, como la forma del logo de Volkswagen, la cola de Pikachu, o el hecho que le da nombre al fenómeno: que la muerte de Mandela no se produjera en la cárcel sino años más tarde en 2013. Lo que para la gran mayoría de quienes se sorprenden al descubrir esta nueva verdad se trata simplemente de una falla en la reconstrucción de la memoria, para otros, como en cualquier buen fenómeno de internet, hay toda una teoría de la conspiración en torno a este trend. Muchos de los usuarios de reddit que alimentan esta conspiranoia sostienen que este glitch de la memoria se debe a que en un momento concreto de nuestra experiencia vital hemos aterrizado súbitamente en una línea temporal diferente y que este recuerdo fallido es la demostración de estar viviendo una nueva realidad paralela. Descubrir que se escribe Looney Tunes y no Looney Toons, o que Britney no llevaba micrófono en su vídeo Oops I did it again, supone una ruptura con un presente lineal que prometía un futuro sin fracturas. El recuerdo para ellos es una certeza que verifica las experiencias vividas hasta entonces, como un ancla a la estabilidad mental o el síntoma de no haber perdido la cabeza. Aquí, la verdad es el núcleo duro del recuerdo, lo más importante. Esta inquietud les hace organizarse en comunidades para especular sobre estas fallas de la realidad, e intentar descifrar en qué momento se produjo este salto temporal y los motivos ocultos de tal acontecimiento, desde vivir gobernados por un ordenador cuántico y ser este un error en su ejecución, hasta haber alcanzado un nivel superior de conciencia. Este grupo de personas reunidas, comparten el recuerdo de su realidad temporal anterior llevando a cabo todo un ejercicio de revisión del presente, todo ello con un afán pasional y en ocasiones hasta identitario. Más allá de entrar a juzgar este tipo de ideologías desde un plano político, en el que desde el trumpismo se han puesto de moda muy diferentes negacionismos, siempre me han llamado la atención este tipo de lecturas de la realidad que sueñan posibilidades inauditas en un mundo en el que las certezas científicas dejan poco espacio para la imaginación. 

Y me pregunto  por qué no podemos hablar con el mismo ahínco y pasión que estos escépticos magufillos acerca de saltos temporales después de haber presenciado FOSC, ya que esta pieza también nos provee de posibilidades de vivir con intensidad muchas experiencias de temporalidad alterada. En la pieza, la atención se desplazaba de la escucha presente del recuerdo pasado a la imaginación futura, y a la vez de intentar recrear lo que se estaba contando, parece que también se sabía ya lo que se iba a contar, como si pudieras adivinar el futuro inmediato de la narración. Pasaba algo parecido a cuando alguien te cuenta un chiste que conoces pero que no recuerdas del todo, o con una canción que te suena mucho pero que serías incapaz de cantar, algo así como un deja vu. En alguna ocasión tuve que despertar de esta ensoñación temporal al darme cuenta de que era imposible haber presenciado una de las piezas relatadas que se produjo en los ochenta, debido entre otras cosas, a que hasta una década después no estaba naciendo. Escuchar recuerdos, adivinar el futuro, perderse del presente para entrar en otras posibilidades no cronológicas, invocaciones, fugas, … , ¿qué explicación tenía esto que me estaba pasando?

Después de meditar algunos días, me di cuenta de que esta experiencia solo era posible gracias a la naturaleza del acto escénico. Al acabar la pieza alguien había mencionado que ésta bien podría haber sido un podcast, entiendo que por su foco en lo sonoro y la ausencia de carne en escena. Y eso me rechinó un poco, porque en esa sala de teatro se estaba produciendo una empatía cargada de contagio y reconocimiento, no solo con quien contaba la historia, sino con las demás personas sentadas alrededor en las butacas. Era la dimensión temporal y colectiva de lo escénico la potencia que vertebra este nuevo archivo afectivo, la que hace que compartiendo un presente pueda producirse esta magia interdimensional de varios tiempos en uno. Si lo pensamos, en la obra se da una estructura de memorias tan compleja que bien podría ser como una pistola de portales al estilo de Rick y Morty : En una capa: alguien asiste al teatro a ver una pieza – tiempo después (años incluso) asiste a un taller, recuerda y narra su experiencia como espectadora – en Fosc se narra esta experiencia que – es escuchada por una nueva espectadora. En otra capa entrelazada, quienes nos sentamos en las butacas del Antic estamos encarnando a esa espectadora primigenia, ocupando su misma butaca, atendiendo a su misma pieza y recreando su misma atención y afecto. Yo, ella y todas, estamos siendo la misma entidad receptora al mismo tiempo. Se cierra así un ciclo de temporalidad intensa que reescribe una y otra vez esta historia de las escénicas. Gracias a esta circulación infinita, se hace posible este nuevo archivo imposible de sellar y a la vez totalmente imborrable. El recuerdo en acción no se deja atrapar, como una bola de nieve imparable, se desgasta y crece al mismo tiempo, siempre en movimiento solo podrá abrazarlo quien esté dispuesto a ponerse delante y dejarse atropellar por la avalancha. Todas juntas y revueltas, haciendo historias.

“Recuerdo que Rafael Amargo hizo una coreografía de la Consagración de la primavera, recuerdo los gritos de Roger Bernat en la oscuridad del Mercat de les flors, recuerdo a todo un público sin moverse de su asiento esperando a que empezara un espectáculo en Gijón, recuerdo a Xavier Le Roi cantando “Valencia es la tierra de las flores, de la luz y del amor”, recuerdo que Josep Maria Pou y José Sacristán interrumpieron a los actores de una obra de teatro para unirse a una manifestación, recuerdo que Concha Velasco, después de hacer una coreo extenuante, terminó comiéndose un bocata de mortadela”

Jose

 

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Pequeño cúmulo de abismos

Cris Blanco en Pequeño cúmulo de abismos. Foto: Geraldine Leloutre.

Para muchos de los que leerán esto, la noticia de que el CDN había programado a Cris Blanco supuso una alegría no pequeña. La llegada al María Guerrero de esta creadora que en dos décadas de trayectoria no ha dejado de sorprender y a la que sigue un público amplio, se recibió, creo, como un acto de justicia, incluso como la aparición de una esperanza. No hablo de la esperanza de llegar una también al CDN (que también, si se quiere, venga, por qué no, ojalá), sino de la de que deje de existir, o que se vuelva un poco permeable, al menos, la frontera entre lo que llaman (llamamos) teatro y lo que llaman (llamamos) artes vivas.

Una vez asimilada esa alegría inicial, lo que quedaba era esperar el día del estreno (qué gusto esperar con ilusión alguna cosa) y, una vez llegado el día, presentarse en el teatro: procedimiento estándar.

Pero resulta que un par de semanas antes de que empezaran las funciones ya había varias con localidades agotadas, otra noticia buena, aunque me toque esperar.

Finalmente voy. Una vez en el sótano del María Guerrero, Cris Blanco te empieza a contar su vida, te habla de su infancia y de las tres mujeres que componían el núcleo central de su familia. Te acomodas, cuando empiezas a pensar que sabes por dónde van los tiros, de repente, cambia todo.

Porque la biografía de Cris Blanco no es aquí el único tema. Resulta que, como en el resto de los trabajos que he visto de la artista, en Pequeño cúmulo de abismos se reflexiona, mediante la exposición, el retorcimiento y el humor, sobre los mecanismos del lenguaje teatral y sobre el fenómeno de comunicarse con el público. Lo que hace ya tiempo es admirable es que Blanco siga encontrando formas nuevas de hacer esto.

Además, en esta pieza, al igual que en la anterior (Grandissima Illusione), pero de otra forma, se habla también de cómo las condiciones materiales de producción determinan, no solo el resultado final del trabajo escénico, sino la raíz misma del proceso de creación.

Sin embargo, en este caso, una no se da cuenta de que se le está hablando de todo esto hasta que no sale del teatro y descansa un par de horas, porque todo este material está inserto en un aparato de ciencia ficción metateatral que, junto a Cris Blanco, se imaginaron  Rocío Bello, Oscar Bueno y Anto Rodríguez. Un aparato que te mantiene saltando de asombro en asombro, que se complica cada vez más a medida que avanza la función, y que te va limpiando de todo el cinismo que traías de la vida y de la calle para prepararte para el final de la obra.

Y esto es importante, lo del cinismo, digo. Cris Blanco tiene una forma muy personal y sobria de desarmar al espectador mostrándose vulnerable y trabajando desde ahí. De hecho creo que su trabajo, en cierta forma, va siempre de lo frágil que es todo. De lo frágiles que somos, de lo mucho que dependemos de la colaboración y hasta de la ternura de los amigos, de los compañeros de trabajo, de los desconocidos y del público, para poder ser lo que necesitamos ser.

La cuestión es que a base de sorpresas (de personajes reaccionando de forma inesperada, de giros en la trama, de gags físicos y de texto, de objetos absurdos o de relaciones absurdas con los objetos) el equipo (Oihana Altube, Rocío Bello, Cris Blanco e Íñigo Rodríguez-Claro en escena, Pablo Chaves en escenografía, Miguel Ruz Velasco en iluminación, Jorge Dutor en vestuario,  Carlos Parra en espacio sonoro) consigue que dejes de intentar adivinar dónde te están metiendo y por qué. Y, mientras tanto, de no se sabe muy bien qué sitio, van saliendo las historias: la de unas señoras que sacaban adelante la vida, la de la España rural que se trasladó a trabajar a las capitales, la de una generación perdida que se perdió tan fuerte que ni se la nombra, la de muchos años haciendo con pocos medios hasta que te llega la posibilidad de hacer algo en condiciones más generosas, y entonces vas y lo haces con la misma gente con la que has hecho gran parte del recorrido, y con el mismo espíritu que te ha llevado hasta ahí.

Porque efectivamente, la pieza (gran parte) mantiene esa estética de artesanía improvisada con materiales que hay en casa, o en el almacén del teatro, o en la basura. Una estética que para mí representa el triunfo de los deseos de la autora sobre la situación material en la que trabaja. Por eso me alegran tanto los efectos especiales de las obras de Cris Blanco: porque me hacen sentir que los límites de la existencia y de la condición social no son tan límites si una es lista y tiene papel, tijeras y pegamento.

Cecilia Guelfi

 

 

 

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El infierno viene de arriba. Reseña de Opus I, de Ben Attia

Rineke Dijkstra es una fotógrafa de Países Bajos que se caracteriza por sus fotografías de personas sobre fondos anodinos, a veces incluso blancos. Las sesiones son de larga duración (a veces tres, cuatro horas) y los sujetos fotografiados son sometidos a una brutal espera en condiciones desfavorables o aburridas, además de obligados a repetir movimientos que describen aquello que son (bailarines, raveros, nadadoras, modelos) hasta la extenuación. La noche del pasado lunes, tras no presenciar, sino vivir durante cuatro horas en la obra Opus I de Ben Attia, olvidada casi por completo la realidad que supuestamente existía fuera de la obra, caminé hasta la playa frente al puerto de Algeciras, ciudad donde Ben Attia y María Moncada han concebido y criado la sala Box Levante. Vi el puerto como un coloso gigante gestionando el mar, lo que iba y venía, aquello que está lejos y cerca, aquello Otro que es lo mismo. Parpadeaban las luces del puerto en secuencias que para mí solo consisten en iluminar, pero que para los barcos y las grúas son códigos, dicen: alto, llegada, cargamento, emergencia, salida, correcto, peligro. Opus I también es un código, un código trasmitido en silencio y a voces, vivido y entendido con el cuerpo, quizás ininteligible solo cuando ha anidado en tu cuerpo y eclosiona en ti su lógica. Todo en la vida del mundo y en la vida del ser más minúsculo consiste en entender el código, y en ejecutarlo para que otras puedan responder a la vez que aprenderlo. En el código uno sobrevive en su vida y después de su vida: sobrevive cuando el que aprendió de nosotros reproduce el código para los demás. Nos perpetúa y nos diluye en el tiempo. El código, como el rito, consta de partes, de ritmos y de un lenguaje no verbal que comunica a las demás informaciones que tampoco tienen que ser entendidas racionalmente. Quizás la diferencia entre código y rito se resuma a que el rito es un código que no intenta comunicar nada, sino mantenerse incomunicable, aprendido solo por observación, repetición, necesidad. El rito tiene, entre otras muchas cosas (la mayoría imposibles de describir usando el lenguaje de todo lo demás) una característica importante: el control del tiempo. Ya sea porque se destruye o se dilata, o porque se moldea a voluntad del sujeto que guía el fenómeno que ocurre entre los iniciados y los que van a iniciarse, el rito suspende el tiempo y lo convierte en un material inmersivo y volátil en el que pasan siglos y apenas un segundo, todo simultáneamente. El rito no es solo la duración del tiempo, sino su longitud, la distancia que se recorre al pasar el tiempo mismo, el espacio que se cruza entre un minuto y otro. Naranja, rojo, azul, blanco. Amarillo. Las luces del puerto siguen sus discursos y yo vuelvo en mí porque un olor industrial interrumpe cualquier pensamiento. El olor, también parte del rito, es algo profundamente inmersivo, detonador más veloz de la memoria y la experiencia, algo que aturde y despierta al mismo tiempo, que separa el aire de lo cotidiano del olor profundo de lo que solo pasa a veces.

Tengo frío allí en la orilla, un frío del que no me puedo abrigar. Pienso entonces, de nuevo, en las famosas nadadoras fotografiadas por Dijkstra, ateridas de frío en la playa, vapuleadas por el viento y la intemperie: es justo en el instante de mayor cansancio cuando la fotógrafa las inmortaliza, tan fuera de sí que ya ni siquiera saben posar, solo irremediablemente ser. Algo parecido consigue Opus I, que tras tres horas de puesta en escena reúne a los espectadores en una mesa y los enfrenta a presenciarse, a sí mismos y a los demás, compartiendo una cena extraña con extraños como si todo aquello fuese inevitable. Sentada en la mesa con los desconocidos a los que ahora me une las imágenes que vimos, supe que todos habíamos olvidado nuestra condición de espectadores. Algunos reían de los nervios, otros se enfadaban, otros sufrían una total indiferencia que incendiaba a otros, todos de repente actores que actuaban como si la escena en la que trabajaban fuese una extraña mesa. Cada uno de los ya no espectadores vivía una representación personal, si acaso estaba dispuesto a tomarla. Una espectadora dijo que no podía permitirse entrar en la propuesta porque no tenía la energía necesaria para enfrentar lo que podía desplegarse dentro de ella. Un hombre grita de fondo y una mujer es forzada en su casa y en su duelo. A mí me llevó al miedo con el que a veces me sentaba en la mesa en la infancia, o en los pisos de estudiantes en los que hombres me amaron de las peores formas posibles. También a los gritos que yo he proferido, a veces, casi todas, injustos. Frente al rito, el grito, lo que carente de ritualidad y código se hace entender por cualquiera: un contrapeso a lo hermético, el sobresalto necesario para que el cuerpo no se adormezca y se mantenga despierto y absorbiendo las imágenes.

Esta reseña, como se puede apreciar cerca del final del texto, no existe. Dijo Ben Attia, tras concluir la última representación de Opus I de las tres que han tenido lugar en Algeciras dentro del marco de Festival Iberoamericano de Teatro, que no contásemos nada de lo acontecido. Que, como todo rito iniciático, debe mantenerse en el silencio reservado al secreto de lo divino. Entonces tiré mis notas y decidí escribir desde ese punto que localizo tras el estómago, en lo más negro de uno, que procesa aquello que no tiene lenguaje. Solo puedo describir lo que pasó desde el código que ahora conozco: amarillo, lavar, el olor, el olor, el olor para el no olor, el río, naranja, cadáver, profeta, pescado, verde, el ángel, lo que uno quiso ser y lo que pudo, el que supera el miedo a la muerte enterrándose a sí mismo, o el que se da cuenta de que ese miedo no es una distancia que se pueda recorrer sino con la vida en sí (perder el miedo es llegar al miedo). Un jardín en el cielo, la miel. La sensación de que quizás el paraíso existe y lo único imaginario es el infierno que creamos nosotros mismos. A veces para uso personal, a veces, las peores, colectivo.

Los que se hayan iniciado en el rito comprenderán mis palabras. Los demás, están invitados a hacerlo: en esta mesa hay siempre sitio para uno más.

Mayte Gómez Molina

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Aquí hay posibilidades. Una conversación con Cris Blanco

Cris Blanco en Pequeño cúmulo de abismos. Foto: Geraldine Leloutre.

En julio mantuve una conversación con Cris Blanco con la excusa del estreno de Pequeño cúmulo de abismos, el 18 de este mes, en la Sala Princesa del Teatro María Guerrero, una coproducción entre el Centro Dramático Nacional y el Festival Grec de Barcelona. La conversación fue larga y el tiempo pasó rápido. Saltamos de un lugar a otro, mezclando temas, repitiendo preguntas y respuestas, intentando saber un poco más de una obra que en aquel momento estaba empezando a pensarse. Hice una versión corta de esta entrevista, que se ha publicado en el número 365 de la revista Primer Acto, pero se quedaron muchas cosas fuera. Gracias a Teatron se puede leer ahora casi completa. Espero que sirva para conocer, un poco mejor, el trabajo de Cris y den ganas de ir al María Guerrero a ver lo nuevo. A partir de aquí, todas las palabras son suyas. El resto, aquellas que faltan, estoy convencido de que el lector sabrá imaginarlas.

No soy una persona de rutinas. La palabra rutina me da miedo. Me suena a aburrimiento y a que me encierran en un sitio del que no me puedo mover, me agobio y tengo que salir corriendo.

Aunque yo no haya hecho teatro de texto, teatro de texto convencional; o sea, lo que yo no hago es trabajar con un texto de otras personas vivas o muertas, solo lo hice una vez por encargo, lo que hago es escribir, dirigir e interpretar lo que hago; siempre he considerado que lo que hago es teatro. Lo que pasa es que hay gente que se apropia de las palabras y parece que haya cosas que se queden fuera, pero yo hago cosas en escena. Trabajo como artista, trabajo como directora y trabajo como actriz y hago teatro, como el que trabaja como panadero y hace pan.

Entrar en un espacio como el CDN para mí es genial, porque es el teatro público, el Centro Dramático Nacional. En otros países sí había accedido a espacios así, pero hasta ahora en España no había accedido, entonces me hace mucha ilusión porque también otro tipo de público va a poder ver lo que hago y me da alegría. Llevo veinte años haciendo cosas en escena y como yo mucha otra gente, compañías menos apoyadas, con menos visibilidad en este país, que mola que estén también en el Centro Dramático Nacional, que es de todas. Me siento como si no entrase yo sola. Me siento como si creadoras de otros circuitos como las artes vivas o la danza, porque tengo una forma bastante coreográfica de entender la escena y mi circuito siempre ha sido ese, de alguna manera siento como si todo ese colectivo entrase conmigo y se abriese una puerta, o al menos una ventana, en el Centro Dramático Nacional.

Rocío Bello, Oihana Altube y Cris Blanco en Pequeño cúmulo de abismos. Foto: Geraldine Leloutre.

Me formé un año en interpretación en la Cuarta Pared y luego entré en la RESAD en interpretación gestual. Tengo un currículo raro porque estudié para actriz, lo que pasa es que siempre he dirigido. Si en este país quieres hacer cosas en escena de la forma que yo las entiendo, no hay un solo sitio al que puedas ir a formarte. Puedes hacer la carrera de dirección, pero hacer dirección no significa que luego sepas dirigir o hacer una dramaturgia o poner una escenografía o dirigir actores o hacer unas luces o sacar adelante un proyecto pensando en la producción. Me parece que la educación teatral es como la educación reglada en general. Sales sin saber cosas de la vida que vas a necesitar. Por ejemplo, que si eres autónomo tienes que hacer la trimestral y saber qué es el IVA, qué es el IRPF, qué es la declaración de la renta… eso no se explica… ni tus derechos laborales… si se te muere alguien cuántos días tienes… si se muere alguien cómo afrontar eso, cómo seguir relacionándote con las personas, inteligencia emocional, eso tampoco se enseña. A mí me parece que no hay un sitio que enseñe nada de eso, pero a la vez creo que se puede aprender a hacer piezas haciéndolas y buscando información en diferentes sitios.

Estuve muchos años haciéndolo todo absolutamente sola, cuando digo todo, significa: pensar en la pieza, en las luces, en el sonido, en la escenografía, construirme la escenografía o coger cosas de la basura para que estuvieran en la pieza, pedir a algún colega que me hiciera las luces y el sonido y hacerme la producción, eso lo he estado haciendo sola muchos años. Hasta 2016 no empecé a trabajar con una productora, pero no hacían distribución, que me ayudaban con los mails, los viajes… porque ya en 2016 hice una obra en la que éramos cinco en escena y se me hacía muy duro tener que hacerlo todo sola. Además, es que tenía muchísimas ganas de dejar la profesión. Porque te quieres morir.

La sensación de desamparo la he tenido siempre y de falta de apoyos y de ayuda y eso que poco me puedo quejar, porque considero que tengo suerte y que la gente conoce mi trabajo y hay gente y festivales que lo han apoyado y teatros a los que les ha interesado y muchas veces no he tenido que ir detrás vendiendo la obra, sino que ha habido gente que la ha visto y la ha querido programar en su teatro. Eso es una suerte muy grande. Soy una privilegiada. Aunque sea de barrio y clase media baja vivo en Europa y he podido viajar y mi primera pieza, que la hice con veinticuatro años, viajó bastante. Se vio en Madrid y entonces la quisieron en Suiza y en Suiza me llamaron de otras dos ciudades y luego me llamaron de Francia y esa pieza la pude hacer hasta en Seúl. Eso es mucha suerte.

Este proceso de creación está siendo un poco precipitado. Estoy intentado hacerlo como siempre, pero hay poco tiempo. Como ya no podía conseguir ninguna residencia, es decir, un lugar en el que me dieran espacio y algo de infraestructura para trabajar con tiempo, lo que he hecho es alquilar una casa en un pueblo de León. Busqué lo más barato que encontré en toda España. Un sitio con habitaciones suficientes para que viniera parte del equipo, las tres personas que conmigo están en la dramaturgia de la pieza: Rocío Bello, Óscar Bueno y Anto Rodríguez. Y hemos empezado a pensar. Ahora mismo estamos en la fase de idear el proyecto y escribirlo, de empezar a saber qué podremos hacer.

Poder trabajar con un escenógrafo, que haga un diseño y unos planos y que haya un taller donde ahora se está construyendo la escenografía… nunca lo había podido hacer, nunca había podido trabajar así… es como si vinieran los reyes magos. Pero es raro pensar que la escenografía va a ser de una forma y que empezamos los ensayos y eso ya está ahí. Es raro pensar que va a estar antes de empezar los ensayos. Es raro trabajar con cosas hechas antes de empezar los ensayos, porque yo todo lo hago muy en el momento. El texto se escribe en los ensayos y se va decidiendo la escenografía con cosas que surgen o que encuentro en el lugar donde estoy ensayando. Si había un botijo en el sitio donde estaba ensayando ese botijo acaba saliendo en la obra. Por cierto, que casi siempre hay un botijo en mis obras, pero casi nadie se da cuenta. En esta también tiene que haberlo. Además, tengo un botijo tatuado. Habrá un botijo siempre.

Cris Blanco en Pelucas en la niebla.

La soledad es un síntoma de precariedad, entre otras cosas. Es una mezcla. En el ámbito en el que yo empecé a hacer piezas había mucha gente también sola. Hay claramente precariedad: no hay dinero, una sola persona tiene que hacerlo todo. En mi primera pieza no tuve ningún tipo de dinero de producción. Cogí cosas de la basura y ensayaba en el Aula de Danza “Estrella Casero” en Alcalá que entonces dirigía Jaime Conde-Salazar. Me dejó una sala para ensayar y otra a María Jerez, que estaba al lado, preparando también su primera pieza. Lo que sí ha habido es encontrar apoyo en otros agentes aislados que estaban haciendo lo mismo que yo. Es importante tener una red de amigos que te den cierto sostén para no tirar la toalla. Claro. Por un lado, está la precariedad. Por otro lado, yo soy hija única y he jugado siempre sola y mi primera pieza la hice muy de esa manera. Necesitaba encerrarme y jugar con lo que había. No estaba preparada para explicar a nadie mi movida. Ni estaba preparada ni sabía lo que quería hacer. La primera pieza salió de un taller con Juan Domínguez en La Casa Encendida. De ahí salió que me pusiera a trabajar con los pictogramas, las señales de salida, los enchufes, el extintor, los objetos que había en esa sala de La Casa Encendida. Cómo transformar todo eso y darle otro significado. Eso que salió de ahí es el trabajo de una persona, no había cabida para nadie más. Era un solo. Tenía que ser así.

Mi teatro sigue teniendo mucho que ver con esa niña que juega sola, lo que pasa es que ahora juego con más personas. Jugar con amigas. Con gente que me pueda entender a un nivel de ideas y de humor. Sobre todo, de humor. Creo que eso ha sido una pista a seguir en mi trabajo.

El humor, ahora con los años me he dado cuenta de que no solo es algo muy importante y que está en mi trabajo y que creo que a través del humor se puede hablar de cosas superserias, sobre todo reírte de una misma, que eso también forma parte de mi curro desde el principio; también me doy cuenta de cómo el humor ha sido una barca de salvación para enfrentar la realidad en mi vida desde que era pequeña. La fantasía, la imaginación y el humor. Todo me parecía muy duro y eso era lo que me salvaba.

Es una manera de evasión y también una coraza ante los demás y una forma de relacionarte con el mundo. Cuando te ríes con alguien ya se da una empatía automática. Como cuando ves un trabajo que te toca en algún sitio y te hace pensar que conoces a la persona que lo ha hecho, porque parece que piensa igual que tú o ha tenido una visión de algo concreto, como cuando vas con un amigo y os fijáis en la misma cosa pequeña en la que el resto no se fija. Esa complicidad para mí se crea a través del humor. Así también entiendo que pasa en la escena con la complicidad entre las espectadoras y la gente que está encima del escenario.

Íñigo Rodríguez-Claro, Oihana Altube y Cris Blanco en Pequeño cúmulo de abismos. Foto: Geraldine Leloutre.

Yo no me siento y digo: voy a pensar en algo con lo que se ría mucho la gente. No hago comedia. Pero sí sé que si ideando la cosa hay algo que a mí y a la gente que trabaja conmigo nos hace gracia, ahí hay algo. Sí que pienso en el público que va a ver mis cosas y pienso que es un momento de relación con esa gente. Entiendo la escena de una manera bastante horizontal. Creo que pasa en muchas de mis piezas, de la primera que me río es de mí, yo estoy encima del escenario, pero estamos igual, para mí hay una cosa de desmontar, de rebajar el poder del escenario. Me interesa mucho el humor. Pienso mucho en el humor y en todas esas capas de conexión y de empatía que te genera el humor con otras personas.

No es que vaya buscando que la gente se ría. Busco una complicidad. Yo no te voy a engañar, te voy a intentar mentir bien y sabemos que esto es una convención. Para mí sigue siendo como los niños jugando. Mi forma de enfrentarme a la escena es muy como los niños jugando. Se vale que tal… se vale que se pueda parar el mundo, este árbol es casa, se vale que… con mucha honestidad desde el principio para que luego podamos jugar con esos límites que para mí son lo más divertido. Límites entre la realidad y la ficción. Para mí es un logro, por ejemplo, hacer un recorrido inteligente y complejo, y a lo mejor abstracto o absurdo, y darme cuenta de que hay gente que ha venido conmigo y para que eso pueda pasar el humor muchas veces ayuda.

Me cuesta mucho imaginarme el final de las cosas. Sobre todo ahora que estoy en el proceso e intento saber por dónde ir. Cuando algo me emociona y veo que a la gente con la que estoy trabajando también se emociona, o nos reímos, entonces sé que eso luego va a estar.

La mentira, creo que esa es la cosa que a mí me ha hecho mantenerme en la escena. Desde siempre me ha parecido un misterio que el ser humano haga teatro. ¿Por qué? ¿Para qué necesitamos hacerlo? ¿No es lo mismo, por ejemplo, juntarse para mirar unos árboles? Nos juntamos, ponemos unas sillas y miramos los árboles. ¿Qué es lo que es diferente en el teatro? O, por ejemplo, si lo que haces es representar la vida, ¿por qué necesitamos representar la vida y verla representada?, ¿qué es lo que nos interesa de eso?, ¿qué sacamos de ahí? Y claro, hay muchas cosas, está la experiencia de estar juntas mirando algo, siguiendo algo, entrando en la cabeza de otras personas… como cuando conectas con un artista y ves una obra suya y dices: mira cómo ha hecho esto o esto otro, te entiendo, sé por qué lo has hecho, esto que me estás diciendo ahora parece que, desde el pasado, lo has hecho para mí.

Es dar por hecho que tú, que vienes a verme, también te has hecho esas preguntas de por qué no nos juntamos a ver los árboles… o sea, por qué vas al teatro y tienes esa curiosidad… Doy por hecho que la gente que viene a verme es mucho más inteligente que yo. Doy por hecho que conoce esta relación. Creo que mis obras tienen algo de sentarte a mirar los árboles sabiendo que no vas a eso. Vale, ya sabemos que podríamos estar sentados mirando los árboles, pero ahora, ¿qué podemos hacer con esto? ¿Qué huecos y grietas puede haber en este mirar la realidad? ¿Qué artificios pueden ser interesantes poner encima de todo esto? Presupongo que estamos en el mismo nivel y que la gente va al teatro a meterse en líos con las personas que están ahí en escena. Que quiere que le mientan bien y no vale cualquier cosa.

Oihana Altube, Rocío Bello y Cris Blanco en Pequeño cúmulo de abismos. Foto: Geraldine Leloutre.

Todo es una convención o muchas convenciones. Para empezar, ir y sentarte a mirar algo y aplaudir cuando se acaba la obra, que, en realidad, es juntar una mano con otra, ¿por qué juntar una mano con otra? A mí me gusta coger las cosas que damos por hecho y tenemos aprendidas y poner el foco ahí de nuevo. ¿No podría ser de otra manera? ¿O por qué aceptamos esto? Para mí, si estás aplaudiendo y te paras a pensar en el ruido que hace una palma con otra o por qué juntar una palma con otra es celebración o agradecimiento y es lo que se hace al acabar una obra, ya estás pensando… ya estás abriendo un hueco a pensar de otra manera. Me interesa mirar las cosas otra vez como si fuéramos de alguna manera niños. Todo gira alrededor de esto: tenemos la realidad, tenemos la ficción y el artificio y la fantasía, y el teatro tiene que ver con la ficción, el artificio y la fantasía y la representación y la convención, y ahora, ¿cómo jugamos con esos ingredientes? ¿De qué forma podemos jugar juntas que nos hagan pensar más allá?

La propuesta es, ¿vale, jugamos a esto? Y ver cómo te sientes, qué pasa estando ahí un momento. No te estoy contando una movida que me interesa a mí y me da igual qué es lo que tú pienses, sino que vamos juntas y luego vamos un poco más allá.

En todas mis piezas, desde la primera, creo que hay algo de desmontar las estructuras de la mirada. Lo otro lo llevo muy mal. Llevo muy mal que las cosas solo puedan ser de una manera y no se pueda hacer nada más. No puedo soportarlo. Es como si me encerraran en un sitio del que no puedo salir. Mi naturaleza no lo puede aceptar. Bueno. Bueno. ¡Eso, vamos a verlo! Y sobre todo vamos a verlo entre todas. No puedo con lo de las cosas son así y punto. Es una forma de acercarme a entender todo. A ponerme a pensar en todo. En lo más pequeño y lo más grande. Con la gente. No dejar nada fuera. Me interesan mucho las cosas. Afortunadamente.

Por ejemplo, en Ciencia ficción, que es de 2010, de cuando quería dejar de hacer cosas en escena, yo no quería estrenar la obra. Quería que el proceso tuviese el mismo valor que el resultado. Era una lucha con el mercado. A la vez no tenía un duro y era la crisis. Entonces una programadora madrileña me dijo: Cris, tienes que estrenar porque si no estrenas no vale. Había hecho un blog donde estaba el proceso, había hecho un grupo de Facebook, estábamos todas pensando en esto, había hecho reuniones con científicas, canciones basadas en teorías científicas, ¿por qué no puede ser esto y ya está? Pues no, no puede ser. Al final claudiqué. Pero Ciencia ficción era un momento en el que yo quería que me dejaran en paz y tener tiempo para ponerme a estudiar teorías científicas que nunca en el colegio me pudieron interesar porque tenía profesores muy malos que nunca despertaron en mí mi interés. La física y la astrofísica me parecen flipantes y la astronomía y la química y todo… entonces me quería dar un tiempo para aprender, porque me parece increíble que en el telediario no se puedan dedicar diez minutos al día a explicar cómo estamos, qué sabemos de las preguntas importantes de quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. ¿Cómo puede ser? En serio. No lo entiendo. Mi trabajo tiene que ver con intentar acércame a dar respuestas a las cosas. Mis respuestas.

Cris Blanco en Ciencia Ficción.

Durante muchos años estuve muy atenta a las noticias de la NASA. Quería saber qué pasaba con los robots que se lanzaban a Marte, me levantaba a las tres de la mañana para ver si aterrizaban o no con éxito. Me parecía un mundo fascinante. Comparaba un poco el curro de los científicos con el curro de los artistas, porque hay un momento en la ciencia que, aunque se base en datos, hay un momento en el que tienen que empezar a imaginar para hacer una teoría. Un momento de ir más allá, de hacer el relato e intentar unir todas las cosas.

Pequeño cúmulo de abismos parte de la premisa de qué pasaría si metemos un agujero negro en un teatro. Es una de las preguntas del inicio del proceso. Un agujero negro o un agujero de gusano o un punto donde converge el todo. Cómo explicas eso. Desde siempre, me interesa mucho el Aleph de Borges y me interesa cómo unir lo más mundano, reunir el mundo entero, el universo, en el escalón de un sótano. ¿Qué pasaría si en una grieta de la pared del María Guerrero hay un todo, un universo? Es un punto de partida para que haya muchas posibilidades y no solo una.

El proceso de producción ha sido diferente en cada pieza. La investigación es el primer lugar: ir buscando cosas, digresiones, a partir de algo que me interesa. Y ahora que trabajo con gente en la dramaturgia hacemos esta búsqueda entre todas. Muchas veces las cosas que se quedan son errores o cosas encontradas de casualidad. A veces aparecen hallazgos que te revelan un sentido. Creo que para currar necesito que sea un reto. Si no me aburro. Por eso en cada pieza me he metido en territorios que no conocía. Por ejemplo, hacer una película sin tener ni idea de hacer una película ni haber estudiado cine o hacer una conferencia sobre ciencia sin saber nada de ciencia.

Pequeño cúmulo de abismos es una mezcla de líos. Están los agujeros negros y está la biografía, por primera vez. Que no es algo que haya decidido, sino que al empezar a trabajar me lo he ido encontrando. Si encuentras un agujero en un teatro, ese agujero puede ser muchas cosas y una de ellas es como entrar en el subconsciente y de ahí al pasado. Un agujero que te lleva a otro espacio tiempo. Por ejemplo, a cuando yo era pequeña, en los ochenta, y pensar en el barrio en donde está el María Guerrero y en el barrio en el que yo crecí, que es el barrio de Lacoma, en Madrid, que está al lado de Pitis y era uno de los sitios más gordos de venta de heroína y en cómo tengo yo todos esos recuerdos pasados por un filtro de fantasía. Muchos de nuestros juegos de niños eran alrededor de las jeringuillas del parque. Quién se acercaba más, el miedo que les teníamos, pero también ese reto de ver quién se atrevía a acercase más a ellas. Era una época que recuerdo bastante positiva y, a la vez, muy oscura y sórdida. Todos los miedos ya estaban ahí. En esta obra quizá estén por primera vez mis miedos.

Lo que espero que pase cuando empiece a ensayar el tres de septiembre es tener las cosas un poco claras, al menos más claras. Nos pondremos a improvisar sobre una base, sobre una estructura, y sabiendo las cosas que hay en escena o por las que me gustaría que pasásemos, empezaremos a trabajar y a idear.

Esta pieza es una coproducción con el festival Grec. Después del CDN haremos bolos en el Grec 2024. Todavía no sabemos en qué teatro y estaría muy bien conseguir una distribuidora. Pero de momento no la tengo.

Cris Blanco en Pequeño cúmulo de abismos. Foto: Geraldine Leloutre.

Yo qué sé. Yo no veo todo y me gustaría verlo. Pero, por lo que intuyo y por lo que me llega, hay cosas interesantes como siempre y cosas menos interesantes como siempre. Lo que sí que veo es que hay una incertidumbre con la derecha y la ultraderecha sobrevolando nuestras cabezas muy a ras de pelo. Estando así, ¿qué más puede pasar?, ¿cuánto menos se puede apoyar a la cultura?, ¿cuánta más separación puede haber con otros países europeos que desde hace años tienen claro que el teatro es un valor a apoyar, que tienen claro que sus artes escénicas son un activo? Cosas más innovadoras o más arriesgadas o más de investigación fuera de España son tomadas como algo normal, como el pan de cada día, no es algo con lo que la gente no se relacione, saben verlo y saben apreciarlo y saben sus necesidades porque llevan muchos años haciéndolo, entonces, cuando ven algo que tiene potencial lo apoyan, ponen los cimientos para que puedan pasar cosas y la gente pueda vivir de esto, pero aquí estamos a años luz de eso. Aquí se sigue pensando que somos sospechosos, se sigue pensando que vivimos de subvenciones, por ejemplo.

Como la política es cada vez más de risa, se ha aceptado que se hablen de gilipolleces y cortinas de humo en lugar de tratar los graves problemas sociales, de vivienda, de educación, del sector cultural. La cultura está en el último lugar, ni se habla de ella… la cultura, qué sé yo, a quién le importa aquí.

En el teatro cuando tienes dinero se ve y cuando no tienes dinero también se ve. Sin dinero hay poca visibilidad y muchas menos posibilidades. Un trabajo que haya podido estar, qué sé yo, cinco meses de investigación, de pruebas, en unas instalaciones en las que tienes un trust y una trampilla en el suelo y máquinas de humo y de nieve y no sé qué… entonces en seguida se ve cuando se han podido probar las cosas. Yo no me puedo sentar a pensar como lo hará Castellucci porque no accedo a las cosas a las que él puede acceder. A él se le puede ocurrir subir con unos imanes un cristal gigante y explotarlo, y aunque a mí me parece muy efectista y poco necesario, eso es puro dinero. El dinero condiciona los modos de pensar. El dinero que tengo y el dinero que me ha faltado y no he tenido nunca ha formado parte de mi manera de trabajar.

Me acuerdo de que nos llevaron con el instituto a El Canto de la Cabra, a Chueca, precisamente a unas calles del María Guerrero. El Canto de la Cabra era un local pequeñito, pero maravilloso. Y era de la compañía El Canto de la Cabra. Y ahí vi Esperando a Godot de El Canto de la Cabra. Nos llevaron en ese instituto solo dos veces a ver teatro. Me acuerdo perfectamente. Nos llevaron a un musical sobre el diluvio y el arca de Noé y a Esperando a Godot de El Canto de la Cabra. Y salí fascinada. A mí el cine ya me fascinaba y esto me viene de mi madre, que era peluquera, y que siempre ha estado enganchada al cine y a las películas y que tiene la misma enfermedad que yo de aislarse con la ficción. Que tu droga sea la ficción. Buscar escapatorias a la realidad a partir de la ficción. Entonces cuando vi Esperando a Godot dije: Yo quiero hacer esto. No fue cuando vi el musical grande. Fue cuando vi aquello, en esa sala pequeñita, con unas pocas personas viéndolo, cuando yo dije: yo quiero hacer esto.

Mis referencias no han sido del teatro, han sido más las películas de los años ochenta, las series de serie B, a lo que yo podía acceder, la televisión, el equipo A, el coche fantástico, la música…

Sigo defendiendo que se puede hacer teatro con un tecladillo y cantando y que eso es genial. Pero también me parece muy bien relacionarme con tener un poco más de medios. Afortunadamente he podido ir haciéndolo poco a poco. Que tampoco he estado yo metida en una cueva y he podido tener acceso a estar en un estudio de grabación y también… también fíjate que creo que por ir conociendo a gente y a la comunidad, la comunidad escénica, este tipo de comunidad a mí ha sido lo que más me ha enriquecido… que yo haya podido estar en un estudio de grabación es porque alguien de la comunidad tiene un estudio de grabación porque ha alquilado un estudio barato y te deja ir allí y tienes acceso a ciertas cosas…

Pues en mi caso sí ha sido así. Te he contado antes que cuando hice Ciencia ficción yo no tenía un duro. Era el momento de crisis, después del 2008 hasta el 2014. Eso fue la nada más absoluta. Necesitaba hacer algo para ganar dinero. Pensé durante mucho tiempo en poner una tienda de flores, me gustaba mucho esa idea, tenía ya el nombre, Entreplanta, porque iba a estar en la Entreplanta de un edificio. Ahí decía yo, qué hago. Voy a tener que ir otra vez a trabajar a un bar o de teleoperadora o de payaso en comuniones o de hacer mercados medievales por los pueblos y me dije: mira, no me da la gana. Esto lo llevo haciendo unos años y voy a hacer una obra y la voy a vender. Me acababa de mudar a Barcelona y pedí reuniones con el Mercat de les flors, con gente que estaba haciendo festivales en esos momentos en los que creía que podía tener un hueco, y empecé a pensar en El agitador vórtex. El agitador vórtex la estrené en 2014 que fue el peor año de mi vida a nivel de dinero y en El agitador vórtex, que hay un montón de objetos, muchísimas cosas me las dejó gente de la comunidad de Barcelona. El Conde de Torrefiel me dejó unas botas de cowboy, la cámara me la dejó y me la regaló Sergi Fäustino, que sin la cámara no habría hecho nada, Teo Baró me dejo la máquina de humo… la pieza se fue haciendo porque la gente me fue dejando cosas. Hay una sensación de Comunidad que te ayuda a sacar las cosas adelante. Estamos acostumbrados a, en vez de pedir las cosas a papá estado, pedírnoslas entre nosotras y solucionarlo a modo vecindario.

Cris Blanco en El agitador Vórtex. Foto: Mercedes Rodríguez LCE.

Lo de la tienda de flores lo hablaba con gente de la escena y con gente de fuera y, ya cuando me puse seria, me decían: tía, una tienda de flores es muy jodida, tienes que ser empresaria, el género que no vendas se estropea. Yo solo quería estar con las flores, pero para eso tienes que hacer números y un montón de cosas más. No me pintaba mejor el teatro, pero el teatro era una cosa como que ya lo estaba haciendo.

Van a ver una obra de teatro bastante personal, a todos los niveles, en la que puede haber metalenguaje y conceptos de ciencia y ciencia ficción. Es una obra en la que el texto va a ser importante, pero también habrá escenas pensadas desde un punto coreográfico, por ejemplo. Coreografía de escena o acciones más que desde el texto. Que también lo hay. Y tendrá bastante en cuenta al público. No es una paja mental. Intento que sea algo que nos pase a todos. Que sea una experiencia por la que haya merecido la pena salir de casa y sirva para pensar y para disfrutar, para pensar juntas o para… lo que a mí me encantaría es que la gente saliese con ganas de hacer cosas, inspiradas, con una ilusión, aunque puede que te hayas echado unas lágrimas, pero también puede que te hayas reído bastante…

Cambiaría del teatro que no todo tuviese que ver tanto con el color político, con lo que se llama política hoy en día. Cambiaría también el monopolio de ciertas empresas teatrales que entienden la cultura como un producto vendible y calculable a nivel de venta de entradas y a ciertas empresas que tienen a técnicos y técnicas, actores y actrices, explotados, que hacen las cosas con muy malas prácticas, que han construido un mercado del teatro como si fuera un mercado de cualquier otra cosa, eso sí lo cambiaría.

Lo que no cambiaría es la magia y la ilusión de cuando te sientas en la butaca esperando a ver qué pasa, buscando algo. Lo que no cambiaría es que nos sigamos juntando a ver cosas, que nos pasen cosas, pensar la escena. Y dejaría paso a las generaciones futuras. A no hacer que las cosas se queden tal y como están porque yo reciba mi dinero de tal o cual institución o productora. Me gustaría pensar que vienen cosas muy guais que nos van a volar la cabeza y gente muy joven que va a hacer las cosas muy distintas y me gustaría pensar que el teatro aún puede decir muchas cosas… pero no por el rollo de originalidad ni de inventar cosas de nuevas técnicas… sino porque con lo que hay las cosas pueden ser de otra manera y no nos quedemos estancadas en hacer siempre lo mismo. Ah. Y otra cosa que cambiaría es la convención generalizada de que en el teatro se habla de determinada manera.

Cris Blanco en Pequeño cúmulo de abismos. Foto: Geraldine Leloutre.

Llevo malamente estar dentro y fuera de la escena, pero tampoco lo sé hacer de otra manera. Solo he estado una vez fuera y lo pasé fatal. No tengo ninguna capacidad de solventar errores y estando en escena simplemente lo hago. Para mí estar en escena es el sitio ideal. Es muy paraíso para mí. Estar en escena para mí es muy a gusto. Todo lo de alrededor, para mí, es un esfuerzo, la producción o cosas así, pero luego cuando estoy en escena para mí tiene que ver con la comunicación entre personas, con ese contrato que hacemos y ese juego que venimos a jugar y a mí ese juego me encanta. Hay una cosa de la interpretación que me sigue fascinando. Y cuando veo a alguien actuando, que lo hace muy bien y que tiene mucho oficio y que se lo está gozando, yo me lo gozo y quiero seguir viendo eso. Me da igual el tipo de teatro que sea. Cuando la gente está en escena y entiende muy bien ese juego a mí me da mucha alegría. Para mí estar en escena no es difícil, no me dan miedo los errores, el error es algo que tiene mucho que ver con mi trabajo, porque como además me he metido en multitud de líos que no controlaba.

Yo siento el escenario como estar en casa y me gustaría que la gente que viene a ver mis piezas también lo sienta así. El teatro como estar en casa. En el final de Grandissima Ilusione juego con eso: el teatro es un lugar seguro. Es que fuera ya, para qué. Si aquí ya puedes tener todo. Aquí hay ríos y montañas en nuestras cabezas. Aquí hay cosas. Aquí hay posibilidades. Hay música muy bonita. Puede haber belleza. O sea, es el refugio. El teatro ahora mismo es el refugio.

Javier Hernando Herráez, Insua, julio de 2023

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Buena literatura, mala literatura

Jarvis Cocker, el cantante de Pulp, ha escrito un libro: Good Pop, Bad Pop. Lo presenta en Barcelona el sábado 25 de octubre en Kosmopolis, el festival de literatura amplificada del CCCB, coincidiendo con la publicación de la traducción al castellano, Buen Pop, Mal Pop, editada por Blackie Books.

Quizá para algunos Jarvis Cocker no sea un verdadero escritor, aunque haya escrito un montón de letras de canciones (y guiones de radio en la BBC) y a Bob Dylan le hayan dado un premio Nobel por las letras de sus canciones. Pero escritor es quien escribe. Y lo que está claro es que Jarvis Cocker es un artista. Y el libro que ha escrito va sobre la creación. Y la creación no entiende de disciplinas. Y menos si te has criado en la Inglaterra de la eclosión del punk, como es el caso. El objetivo del libro de Cocker es compartir algunas experiencias alrededor de su formación como artista para animar a cualquiera a que despierte su potencial creativo. Y lo consigue de una manera ciertamente original.

En una casa donde hacía décadas que ya no vivía, Jarvis Cocker guardaba en un altillo un montón de objetos que habían ido a parar allí por razones de todo tipo. Un día, obligado por las circunstancias, Jarvis Cocker tiene que llevarse de allí todos esos objetos. Al enfrentarse a tener que decidir qué guarda y qué tira, Jarvis Cocker se enfrenta también a su pasado, a su infancia y primera juventud (¿a quién no le ha pasado algo así?). A través de esos objetos, que fotografía para ir mostrándonoslos a sus lectores, conoceremos un montón de historias sobre la vida de su autor, sobre el ambiente de la Inglaterra de la época Thatcher y sobre sus primeros pasos creativos con su banda Pulp.

Y es que uno de los primeros objetos con los que se enfrenta es un cuaderno escolar, heredado de su madre, en el que un todavía niño Cocker esboza las líneas generales de lo que debería ser un grupo pop que ya entonces Cocker bautiza con el mismo nombre que acabaría adoptando en el futuro: Pulp. Y lo más divertido es que lo primero que el niño se esfuerza en imaginar, y describir hasta el más mínimo detalle en esa libretita, es cómo irán vestidos los componentes de ese grupo. Entre otras cosas, porque de música Cocker aún no sabía casi nada. Pero empujado por el espíritu del punk que flota a su alrededor en esos momentos, Cocker busca esa música prohibida (censurada en la mayoría de las emisoras) y la encuentra en el programa de John Peel de la BBC. Horas y horas después de escuchar esa y otras muchas músicas que John Peel pincha en su programa, Cocker, aún menor de edad, montará un grupo con sus colegas que se reunirá para ensayar cada viernes por la noche en su casa. Los inicios son desastrosos porque nadie tiene ni idea de cómo funciona el asunto pero, después de unos cuantos meses insistiendo, el grupo debuta con un primer concierto en el colegio y una película casera protagonizada por los miembros del grupo.

Luego vendrán un montón de objetos más relacionados con otras tantas aventuras y anécdotas, que Jarvis Cocker acaba conectando siempre con el tema que sobrevuela el libro constantemente: la creación. Por ejemplo, aquella vez que, para impresionar a una chica, Jarvis Cocker se colgó por el exterior de la ventana del apartamento de su amiga, intentando reproducir un truco que vio en una fiesta en el que un tipo salió por una ventana para entrar inmediatamente por la ventana de al lado. Sólo que en este caso Cocker se cae de unos cuantos pisos de altura y acaba pasando una buena temporada en el hospital para recuperarse, durante la cual tiene una revelación relacionada con, por supuesto, la creación. O aquella vez que, entrevistando a Leonard Cohen, le pregunta sobre el secreto para escribir una canción pero Cohen le responde que hay una regla no escrita que dice que no se puede desvelar el sagrado secreto de la creación. Cocker escribe un libro sobre la creación sin desvelar ningún secreto porque tiene en cuenta tanto las palabras de Cohen como las de David Lynch, que lo primero que hizo cuando fue a psiconalizarse por primera vez fue preguntarle al psicoanalista si el psicoanálisis podría afectar a su potencia creativa y, cuando el psicoanalista le dijo que, sinceramente, sí podía influir en eso, David Lynch se levantó y se fue para nunca más volver.

Leyendo otra de las anécdotas del libro me acordé de Nilo Gallego, conocido por su trabajo en el mundo de la performance pero que comenzó como batería de grupos de rock. Jarvis Cocker cuenta que presenció la actuación de un grupo que tenía como cantante a un tipo (no da nombres) que, imitando al cantante de The Who, Roger Daltrey, se puso a mover el micro como si fuese el lazo de un vaquero en un rodeo, cogiéndolo por el cable y volteándolo por encima de su cabeza, cada vez más peligrosamente cerca del público, hasta el punto de que los miembros de su banda tuvieron que agacharse para no ser golpeados por ese objeto que se movía en el aire durante un tiempo a todas luces excesivo porque, básicamente, el cantante no lo había ensayado y no tenía ni idea de cómo salir dignamente de la performance en la que se había metido. Eso mismo hacía Nilo Gallego cuando lo vi por primera vez en una de las ediciones de las Noches Salvajes que organizaba La Porta: voltear un micro sobre su cabeza y cada vez más cerca de las nuestras, en el mismo hall del CCCB que en unos días recibirá la visita de Jarvis Cocker, pero en el año 2007, en el centro de un linóleo blanco rodeado de público por los cuatro costados mientras por los altavoces retumbaba el viento que hacía sonar al micro. Tuve la oportunidad de comentárselo al propio Nilo Gallego hace unos días, en Terrassa, durante el festival TNT, en el que él participaba, y me dijo que sí, que efectivamente era un homenaje a Roger Daltrey, que él fue mod y le encantaba The Who. Y que él no para de hacer homenajes de ese tipo en su trabajo pero que a veces parece que los homenajes a los artistas del rock o del pop no son lo suficientemente prestigiosos para el mundo del arte moderno. No sé por qué, me dijo.

No quedan entradas para la sesión de Jarvis Cocker en el Kosmopolis pero sí quedan aún para muchas otras actividades del festival, que este año aborda tres ejes temáticos, la literatura oceánica, la cultura contemporánea marroquí (el artista, pintor y escultor, además de escritor, Mahi Binebine será entrevistado por su traductor al catalán Manuel Forcano) y la libertad de expresión (el miércoles Salman Rushdie participará por videoconferencia), a través de diálogos, coloquios, recitales, performances, instalaciones y conciertos. Aún quedan entradas para ver a Enrique Vila-Matas y Rodrigo Fresán dialogando a partir de Moby Dick de Herman Melville y Dama de Porto Pim de Antonio Tabucchi, también para el itinerario poético de Marc Caellas y Estaban Feune de Colombi, que llevará al público hasta la desembocadura del Besòs, o para ruido ê (the film), un documental-musical dirigido por la artista Silvia Zayas, a partir de una investigación sobre las rayas eléctricas Torpedo torpedo (una especie que se encuentra en abundancia en áreas submarinas urbanas del Mediterráneo catalán), un proyecto que no entiende de disciplinas porque lo “fílmico funciona como coartada para tejer redes de trabajo con científicos, buceadores y artistas en torno a cuestiones de percepción, vulnerabilidad y resistencia” y del que algunos recordarán el avance que pudimos ver en la penúltima edición del festival Sâlmon.

Imagen de ruido ê (the film), la película de Silvia Zayas

Rubén Ramos Nogueira

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Imaginar recuerdos

El arranque del Festival TNT propició una jornada memorable en la que pudimos asistir a  las performances Ruido (Ça  Marche), Algo de Amor (Las Huecas) y All Together (Michikazu Matsune).

El pasado jueves (28/9) se estrenó la última edición del Festival Terrassa Nuevas Tendencias (TNT), evento de cuatro días que acoge decenas de obras y artistas nacionales e internacionales, que apuestan por una escena singular, dando a ver una gran diversidad de formatos escénicos y temáticas. A continuación, compartimos un breve resumen de algunas de las apuestas que pudimos disfrutar en su primer día.

En Ruido, pieza presentada en el Teatro Principal de Terrassa, la compañía Ça Marche juega con un variado repertorio audiovisual para dar paso a la abstracción sonora y a una perspectiva cáustica en torno a las imágenes. En ese escenario, la relación entre lo que se ve y lo que se escucha es continuamente desafiada, evidenciando la artesanía del quehacer ficcional, mientras desacraliza nuestro vínculo con el medio cinematográfico. A través de efectos folley realizados en directo, la compañía desplaza la tradicional subordinación de los sonidos a las imágenes, mostrando cómo los ruidos nos atraviesan, nos enredan y nos constituyen. Al provocar la disyunción entre el plano visual y el sonoro, Ruido genera un corto circuito en el régimen de visibilidad a que nuestras percepciones están sometidas. Ver no siempre es creer: ahora la visión ha dejado de ser el modo privilegiado de conocer el mundo.

Así, aislando las escenas de sus contextos y mostrando los artificios de la espectacularidad fílmica, Ça Marche tritura nuestras memorias proyectadas en pantalla, generando otras narrativas, llenas de una intensa carga emocional. Aquí, Ruído parece indagar: ¿cómo es posible que nuestros sentimientos sean tan manipulables, a punto de emocionarnos con efectos tan simples y evidentes? O sea, si un sonido es un fenómeno físico, resultante de la propagación de ondas mecánicas que viajan por el espacio, ¿cómo puede ser que tales vibraciones puedan hacernos sonreír, llorar, sentir miedo o repulsa? El ruido no se propaga en el vacío, al parecer, tenemos una inagotable capacidad para atribuir sentido a los sonidos. En Ruido, Ça Marche nos hace recordar que el silencio como tal, no existe: por mucho que intentemos guardarlo, simplemente, no podemos. Al final, escuchar y distinguir el mundo sonoro que nos rodea surge por sustracción y nos reenvía al desafío de oír nuestras propias pulsaciones. 

La amistad radical como forma de resistencia a la ofensiva neoliberal. O quizás: ¿cómo afrontar un escenario que neutraliza la potencia del sentido comunitario y empobrece la experiencia social? Ese es el punto de partida para Algo de Amor, conferencia performativa del colectivo Las Huecas presentado en el auditorio del Museo Nacional de la Ciencia y la Técnica de Cataluña (MNACTEC). De entrada, asistimos a una sesión de tatuaje colectiva en la que las performers, una tras otra, se estiran en una camilla para recibir los trazos definitivos de una tatuadora. Al lado y al mismo tiempo, la investigadora Marta Echaves lee su tratado en el micrófono. Un texto inspirador en el que dispara con sagacidad contra nuestras ficciones colectivas, denunciando al mercado de las subjetividades, al consumismo de las experiencias, a la dominación y aprisionamiento de los afectos y, sin una pizca de ingenuidad, no obvia que la amistad tampoco nos conduce a ninguna salvación mesiánica.  

Y así, acompañamos a ese extraño y a la vez, ordinario ritual de un grabado en la piel, mientras oímos la voz de Marta articulando formas de rebeldía a través de la teatralización como modo de exponer la irrealidrad del realismo capitalista. Hasta que, surgen equivociones, equivococioones, equivacaciones y la ponencia, inesperadamente, se convierte en un delirio de palabras cambiadas, en un contenido, pero creciente, empuje hacía la ficción y sus mundos posibles. Aquí se abre una grieta y se suspenden las convenciones. Ahora, entre pelucas, risas y sangre, ya nada es como era. En fin, Algo de Amor es tan delicado como gamberro, tan profundo como vulgar, tan gracioso como enternecedor.

Llamar como acto de presentificación, nombrar como modo de traer al momento actual aquellos que de alguna forma nos han marcado. El espectáculo como una reserva de memorias, vínculos e historias. El teatro como lugar donde las ausencias son palpables. En All Together, pieza presentada en el Teatro Alegría, el coreógrafo Michikazu Matsune propone una distendida ceremonia de rememoración y evocación de una multitud de personas: familiares, amigos, amantes, desconocidos, gente que no sabemos por dónde andan y algunos que ya han dejado de vivir. Mediante un bienhumorado y sencillo engranaje dramatúrgico, Michikazu desdobla una escrita fina, donde explora el paso del tiempo y la cuestión compleja de expresar la multiplicidad del cuerpo como archivo de historias. Ser uno es ser muchos. 

La obra nos brinda algunos momentos inolvidables, como el reenactment del solo inicial de Frans Poelstra, his dramaturge and Bach (2004), pieza de Frans Poelstra y Robert Steijn, en la que Frans baila desnudo, de espaldas al público, dando a ver partes íntimas de su cuerpo, como su ano, testículos, etc., y saludando al público de forma desprendida e hilarante. En otra situación, Michikazu se detiene a comer una hamburguesa, para en seguida moverse por el espacio, haciendo bailar en su interior los restos del bocadillo ya masticados. De forma sutil y metafórica, la escena me hizo pensar en la antropofagia practicada por algunos de los pueblos originarios de Brasil. En su sistema de creencias, ellos devoraban aquellos a que admiraban, creyendo que así asimilaban sus cualidades. A través del acto de devorar, incorporamos a los otros y les llevamos adónde vamos. Poco a poco, en All Together vemos como el escenario vacío se va poblando de gestos, anécdotas, bailes e historias, diseñando una cadena de relaciones intersubjetivas. Y así, a partir de la articulación de nuestras memorias afectivas, rastreamos aquellos que nos constituyen, aquellos que permanecen en nosotros. Durante la pieza, creo que no fui el único a preguntarme ¿Cómo se recordarán de nosotros aquellos que conocemos?

Puestas así en conjunto, las tres piezas, tan diferentes entre sí, provocan una tempestad de asociaciones y contrastes. Un diluvio de sensaciones efímeras e indelebles. Dicho de otro modo: imaginar es no olvidarse.

João Lima

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Sobre The Garden of Delights de Philippe Quesne

Las gradas desprenden el calor del día, las cigarras cantan alto desde los árboles y jardines de los alrededores, hay gente que busca su asiento y dibuja un recorrido colorido sobre el plano. Un autobús blanco y ligero sobre el escenario: dentro, los personajes hablan, se mueven y miran hacia nosotres. 

Philippe Quesne ha adaptado para el festival Athens Epidaurus su montaje The garden of Delights¹. Adapta las particularidades del espacio donde se representa, el teatro romano Odeón de Herodes Ático, haciéndolas sutilmente partícipes. Los sonidos del entorno y la arquitectura del teatro forman parte de la pieza. El canto de las cigarras se escucha cada vez más próximo.

El autobús gana presencia, se escucha una voz que habla desde dentro, amplificada. Esta sensación se mantiene durante todo el acto: el estar muy próxima a algo que ocurre a muchos metros. La distancia se deshace. 

El situarse en una posición de observación y percepción muy atenta es algo que se da gracias al cuidado del sonido. Las voces hablan desde cerca, a cada gesto se le da su espacio sonoro: el golpe, el baile, encender un motor. También la gestualidad o la codificación de cada uno de los personajes nos permite permanecer en ese estado de proximidad: entablar una relación con elles al encontrarte con sus gestos recurrentes.

Durante varios minutos sigo con la mirada al actor de andar lánguido, vestido de negro, con una melena que le acaricia la espalda a cada movimiento. Repite un movimiento: coloca la piedra que hay junto a la silla, apoya su pie sobre ella, escucha y mira alrededor, vuelve a colocarla, busca otra piedra de forma diferente, vuelve a repetir estos gestos.

En una entrevista, Quesne dice que al hacer teatro busca provocar en el espectador una observación profunda, minuciosa. Hacerle partícipe. Activa la puesta en escena como un espacio para el estudio antropológico de algo que ha inventado. Propone una observación no desde la frialdad o la lejanía, sino desde una intimidad que despliega sobre el escenario para abrirla hacia el espectador, dándole múltiples caminos para seguir la obra desde las diferentes modos de ser y de estar de los personajes, y de las maneras de relacionarse entre elles.

Levantan una tela de plástico muy fina y casi transparente. La hacen girar a la vez. Entran en el autobús, cantan una melodía. Miran algo muy fijamente con extrañamiento y sorpresa, se acercan a ello, lo rodean, lo reconocen. 

En The Garden of Delights, como ocurre en otras piezas de Quesne, hay una potencia fuerte del conjunto, del a la vez. Aunque cada uno de los actores contiene un estar muy definido, son muchos los momentos en los que la unidad se hace presente y es ese encuentro el que da una temporalidad más fuerte. Moverse a la vez, juntes, para activar algo. Quesne propone un presente extendido, un régimen espacio-temporal en el que la narrativa no se enmarca dentro de un orden dramático lineal situándonos así en otro estado perceptivo.

En un artículo sobre lo amateur y la estética DIY en el trabajo de Quesne², la autora cuenta que en su teatro cada obra suele comenzar con las últimas imágenes de la anterior pieza, dando lugar así a una poética circular, que habla consigo misma y recicla imágenes. 

Hay un ensanchamiento de recursos y medios. Veo en youtube una entrevista a Quesne en la que dice que muchos de los objetos y elementos escenográficos que aparecen en sus montajes, como máquinas de humo, coches o ramas de árbol, las reutiliza de una obra a otra. Ahora veo clips de otros trabajos: La Mélancolie des Dragons, La Nuit des Taupes, Cosmic Drama y pienso en les integrantes de la compañía rodeándose de algunos objetos e imágenes que ya conocen de otras piezas.

Al recordar The Garden of Delights, casi dos meses después de haberla visto, las imágenes que más recuerdo tienen una forma muy definida. Una conversación mediante gestos, un andar concreto, el sombrero gris azulado, bailan alrededor de las sillas, hay arena sobre las maletas. Quesne te sitúa, a través del montaje, la luz y el sonido, en una modalidad perceptiva que comienza antes de que empiece la obra y continúa ahora al recordarla -la presencia del autobús, viajan adentro-. Construye imágenes dialécticas que se mantienen en el tiempo. 

Vera Martín Zelich

¹ The Garden of Delights es una epopeya retrofuturista que nos lleva de viaje a los mundos venideros. Philippe Quesne se ha inspirado libremente en El Jardín de las Delicias, el famoso tríptico de El Bosco, conocido por sus alegorías fantásticas y otras figuras quiméricas que navegan entre el infierno y el paraíso.” 
https://dramatico.mcu.es/evento/the-garden-of-delights/

² Déchery, Chloé. Amateurism and the “DIY” aesthetic: Grand Magasin and Philippe Quesne. Contemporary French Theatre.

 

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