Mi tren llega a la estación de Pamplona/Iruña con cinco minutos de adelanto. Hace mucho calor, casi 30 grados. Aparece un taxi. El taxista se baja del coche y grita mi nombre al viento. Soy yo. Me meto en el taxi y le digo que voy a Puerto Príncipe, un albergue juvenil que el taxista dice que es para deportistas. ¿Eres deportista? No, no estoy aquí en calidad de deportista, no. Entonces debes de ser periodista. Dudo. Debo de serlo, sí, entre las mil y otras cosas que soy y que hago para ganarme la vida. Se me debe de estar poniendo cara de periodista. El viernes, en la librería de viejo que hay en el Carrer dels Àngels de Barcelona, la propietaria me preguntó lo mismo mientras me enseñaba unos antiguos números de la maravillosa revista Party. Tú debes de ser periodista, ¿no? La revista, editada en Barcelona en el año 1977, llevaba por subtítulo Revista del espectáculo. En portada, una chica desnuda, en grande, acompañada siempre por un desnudo masculino, en pequeño. La propietaria de la librería me dijo que creía que se trataba de una tapadera de revista gay, con cierto disimulo necesario debido a la época en la que fue editada. Yo, que he comenzado a leerla, creo que ahí hay algo más. En cualquier caso la revista habla de artistas del espectáculo. Por muchos nombres bonitos y conceptuales que inventemos, por muchas vueltas que le deis, amigas y amigos, me temo que eso es lo que somos y llevamos siendo, por lo menos, desde el 77 hasta hace un minuto: artistas del espectáculo.
Soy un artista del espectáculo disfrazado de periodista en el Festival de danza contemporánea de Navarra, el DNA. Acepto mi condición de periodista e intento comportarme como tal. Me dirijo al encuentro de los artistas del espectáculo. Pero ¿qué se espera de un periodista? ¿Qué tipo de periodista soy? ¿Tipo película de Robert Redford o tipo George Orwell? ¿Cómo debo interpretar mi papel? Periodismo es publicar todo lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás son relaciones públicas. Eso dicen que dejó dicho Orwell.
En el albergue donde se alojan los artistas del espectáculo del festival (y los periodistas), Andrés García de la Riva, el coordinador de comunicación del DNA, que también trabaja para el Gobierno de Navarra, me presenta a la nueva directora del festival, Isabel Ferreira (la dirección ejecutiva es de Fernando Pérez, director general de Cultura del Gobierno de Navarra, antes en la Alhóndiga de Bilbao y mucho antes director en la época dorada del Festival BAD, también de Bilbao). Ya que nos ponemos con el organigrama, allí mismo también me presentan a Eduardo Bonito, coordinador de residencias (y ex director del Festival Panorama de Rio de Janeiro), y a Rosa García Loire, de producción. También están por ahí los músicos congoleños que actuaron el jueves con Faustin Linyekula en el Teatro Gayarre y que luego dieron un concierto inicialmente no previsto que Eduardo Bonito me cuenta que se llenó de gente. Luego me enteraré de que estos artistas del espectáculo son músicos famosos en el Congo, músicos que se han reunido para la ocasión. Eduardo Bonito, al final de la noche, me contará que tocan Ndombolo, un estilo que sería el punk de allí pero con un mensaje en las antípodas del No future británico, de la época de cuando se editaba la revista Party (de hecho, en esa revista hablan del punk como de un fenómeno ajeno, de unos locos europeos del norte, como de otro planeta). En el albergue, un navarro interesado por la música africana espera a los músicos. Les ha convencido (con algo de dinero) para grabarles en un estudio en Barañáin, a unos minutos de Iruña. El estudio está en un local que visitaré también al final de la noche, cuando nuestros caminos vuelvan a cruzarse. Un local autogestionado que alquilaron hace poco entre más de una veintena de personas cuando cerró el gaztetxe (centro social ocupado) local y en el que, además de celebrar fiestas, trabajan en él otros artistas del espectáculo. Las grabaciones de esos músicos congoleños acabarán seguramente como bases para pinchar en fiestas nocturnas. Recuérdenlo si están por Navarra y escuchan unas bases africanas. Es posible que se cocieran ayer por la noche en Barañáin.
Pero volvamos al albergue. Son las 18:30. Andrés nos lleva en coche a Isabel Ferreira y a mí a Barañáin. A las 19:00 se presenta ahí Oskara plazara, que es una película de Pablo Iraburu e Iñaki Alforja en la que, de vez en cuando, se salen de la pantalla algunos de los artistas del espectáculo que también aparecen en la película y bailan ante las imágenes. A algunos del público no les acaba de gustar eso. Algunos se pensaban que iban a ver Oskara, el espectáculo de danza que se llama también como la película que documenta el proceso de creación de la pieza. Una señora está muy emocionada. Otros pensaban que iban a ver la película. Otros no entienden euskera y cuando aparecen los bailarines dicen que les impiden leer los subtítulos. No es el caso de la directora del festival, que antes de dedicarse a esto y emigrar a Rio de Janeiro (donde entró en contacto con los artistas del espectáculo, variante danza) era profesora de euskera. El auditorio, inmenso, presenta una buena entrada. Oskara es un espectáculo de danza de Kukai Dantza, una compañía guipuzcoana dirigida por Jon Maya, que invitó hace un par de años a Marcos Morau, de La Veronal, a crear algo sobre la identidad cultural vasca con bailarines de la compañía: Alain Maya, Eneko Gil, Ibon Huarte, Marxel Rodríguez y Urko Mitxelena. Invitaron también a un pastor cantante que lleva viviendo toda su vida en la casa donde nació y que canta como Dios: Erramun Martikorena. Los bailarines son vascos y de la danza contemporánea ortodoxa (llamémosle así). Es decir, son artistas del espectáculo, como nosotros, pero no nos conocemos de nada porque no frecuentamos los mismos lugares y nos ignoramos discretamente. Conocen su tradición: la de lo que se ha venido en llamar danza contemporánea y, más allá, la tradición de las danzas vascas. En el proceso de creación que refleja el documental, Marcos Morau, que es el coreógrafo más reconocido de su generación en el ámbito de la llamada danza contemporánea, pero que es del mismo pueblito valenciano que Pablo Gisbert (de El conde de Torrefiel) y muy amigo de él (y por eso, y porque lo vale, se lo lleva a sus procesos creativos para que firme la dramaturgia y, en este caso, hasta parte de la música, junto a Xabier Erkizia), los vuelve a todos locos (excepto, quizá, al pastor-cantante, al que da la impresión de que sería necesaria una guerra nuclear para desplazarle cinco centímetros de su centro), a veces trabajando con los intérpretes como si fueran marionetas (y ellos entregándose a sus deseos) y dejándoles dos días a las responsables del diseño del vestuario para que, trabajando a destajo, tengan a punto para el estreno un vestuario donde me da la impresión de que la identidad vasca se traslada hacia una identidad más bien queer. Pero todos le quieren. Y me lo creo, porque lo conozco y parece buena gente. Y también me creo que lo que dicen las de vestuario en la película debe de ser cierto. Dicen que Marcos Morau sólo toma decisiones definitivas dos días antes del estreno. Y eso es una locura para ellas, claro. Pero los artistas del espectáculo que no son simples obreros postfordistas entenderán que eso es lo natural. Lo extraño sería tener el vestuario antes de empezar la creación, aunque a un buen artista del espectáculo nada debería asustarle, como muchos de ustedes habrán comprobado (en sus carnes) cuando las estructuras convencionales de los centros culturales establecidos te piden la sinopsis del espectáculo un año antes de que lo crees. En fin, me quedé con ganas de ver la pieza. Al acabar, en el ambiente relajado de la barra del bar, ante el mismo comentario repetido una y otra vez, Jon Maya repite infinitamente la misma cantinela. Lo de que los bailarines entren en escena durante la proyección de la película, este formato, responde a una estrategia y a una creencia, la de que en muchos lugares no iban a admitir programar un espectáculo de danza contemporánea. En otros sitios más proclives a la danza contemporánea, según él, no les valdría solo con un documental. De esta manera, esta estrategia híbrida le permite llevar Oskara a sitios donde jamás hubiese podido llegar. Todos asienten invariablemente al escuchar esta historia, contrastando la astucia de la estrategia. Como cualquier artista del espectáculo sabrá, para estar en el candelero no es suficiente con ejercitarse en el arte: hay que dominar el maquiavélico arte de la estrategia.
A lo largo de la noche de ayer, Isabel Ferreira insistía en una idea: lo que le interesa es que el festival sea un lugar de encuentro. Y añadía: lo que me interesa es esto, tomarnos cañas juntos. Una opinión que he oído repetida mil veces en estos últimos años. Pero últimamente también oigo muchas voces críticas sobre esta opinión: un festival, otro festival más. Muchos recursos concentrados en unos pocos días. La festivalitis no sirve de nada, me decían recientemente dos directores de sendos festivales. ¿Qué hay del día a día, de esos proyectos más pequeños pero sostenidos en el tiempo? ¿Qué hay de las necesidades de los artistas del espectáculo? (Quizá en Navarra se viva mejor, quizá estén mejor cubiertas estas necesidades, quién sabe, quizá hay que observar con más detalle el cambio político que está actuando ya allí a nivel cultural, donde dicen padecer un retraso de décadas de política conservadora: en eso coincidían ayer algunas de las gentes que conocí). ¿Pero qué hay de las necesidades del público? Si las cosas raras se ven una vez al año, camufladas dentro de los festivales, ¿cómo van a dejar de ser vistas alguna vez como cosas raras? No sé si son preguntas de periodista o de soldado raso, de ciudadano. En Barcelona llueven las críticas a un nuevo festival de danza que el Ayuntamiento de Barcelona quiere crear apresuradamente de la nada con un presupuesto de 800.000€, parecido al que maneja el Mercat de les Flors durante un año. De hecho, su ex director, Cesc Casadesús, y actual director del Festival Grec será el director de este nuevo festival, sin pasar ningún concurso previo, en un alarde de buenas prácticas (pero esa es otra historia que da para un hilo aparte). Mientras tanto, en Barcelona el tejido cultural de base está en riesgo de extinción y no dejan de cerrar proyectos de la ciudad que llevan malviviendo años.
Pero volvamos al DNA. Han pasado por el festival unos 30 artistas del espectáculo. Repito: lo que más valora Isabel Ferreira (quien sí ha ganado un concurso público para dirigir este festival) es el encuentro entre ellos. De ahí el especial interés en señalar las residencias que se dan durante el festival, como la del brasileño Eduardo Fukushima, que lleva unas semanas en un teatro de Lesaka, un lugar del que todo el mundo habla maravillas. Isabel me cuenta que hay más de 30 teatros repartidos por Navarra. Imaginad todo lo que se podría hacer con ellos (yo ya imaginé en su día todo lo que se podría hacer con la cantidad de teatros que hay repartidos por la geografía catalana o madrileña o…). Si todo va bien me trasladaré a Lesaka mañana para conocerlos a los tres: a Fukushima, a Lesaka y a su teatro. Pero eso será después de comer en la librería Katakrak con los vales de comida del festival que los artistas congoleños pusieron amablemente a disposición de este fingido periodista, a medianoche, más preocupados por conseguir una botella de whisky que les hiciese más leve la espera hasta las 3 de la mañana, hora a la que iniciaban el viaje de regreso a su país, donde ya no los iban a necesitar. Como decía otro artista del espectáculo, Sylvester Stallone, en la escena final de Rambo II, viviré día a día.