No past, no present, forever darkness

Estamos en 1994. Sentimos cierta resaca política y económica, social. Recién pasaron las olimpiadas. Recién pasó algo que hoy ciertamente plantea bastantes dudas de base, la celebración del quinto centenario del “descubrimiento” de América. Estamos en el inicio de una crisis.

La mayoría de los aficionados a la música electrónica en España consumen sonido mákina.

Muchos se desplazan a lo largo de una ruta en el paisaje dunar de la costa valenciana, haciendo sonar sus casettes y las emisoras de radio en R5, Seat Pandas, Ford Fiesta. El sonido Valencia se consume en movimiento, circulando en una línea, a un lado el mar, al otro lado un extenso paraje natural. Los ruteros paran en los parkings de Barraca, de Chocolate. El espacio está configurado a partir de los cuerpos, los químicos y los decibelios, a partir del paisaje de la carretera de El Saler, de la temporalidad expandida de los turnos de 72 horas, y del borrado de lo normativo.

En 1994, dos músicos y un periodista musical interesados en sonidos como el house, el techno de Detroit o el trance que se oyen más allá de los Pirineos (ellos son Sergio Caballero, Enric Palau y Ricard Robles) inauguran un festival de electrónica para músicas avanzadas, esas “ligadas a los nuevos descubrimientos tecnológicos”.

Estamos en 2017. Más que resaca política, hoy tenemos sobredosis de todo. La crisis ha sido fuerte, la ilusión breve. Seguimos oyendo música, existe youtube.

Hemos pasado el día en Sónar Día, que desde 2013 está en la Fira de Montjuic. Se llega a través de la escenografía nacionalista, colonialista que se preparó alrededor de la exposición internacional de 1929. El display monumental a base de columnas, escaleras y fuentes que desciende desde el Museo Nacional de Cataluña se combina con el edificio que da origen al movimiento moderno: el pabellón de Barcelona del arquitecto Mies van der Rohe.

Ya dentro del extraño recinto ferial, el espacio abierto acoge lo más icónico de la sesión de día, el escenario exterior, el SónarVillage. Sobretodo, me fascina el césped artificial. Leo por ahí (en Playground) que desde el principio la colocación del césped dio lugar a un ambiente más relajado, el de un tiempo pre–fiesta, pero también, de forma simultánea, un espacio de descanso after–hours. La extensión verde es irónica desde 1997. La pradera artificial es un sintético irresistible que anuncia a gritos el carácter de rave bajo control y de consumo fácil que es el festival. La efectividad de ese gesto arquitectónico, la única acción de diseño clara, es radical.

Sobre la superficie verde, cuerpos poco vestidos, mucha piel, ropa rara, gente sentada, gente en circulación. Gente guapa, gente normal, sudor. Bad Gyal va vestida y desnuda como ARQA el día anterior.

Hemos cenado como hemos podido y hemos llegado al Sónar Noche, en un autobús junto a otros asistentes. Al entrar, enorme frontera de chequeo de pulseras. Los seguratas miran qué llevamos en las bolsas, bolsos y riñoneras, y luego, eso, nuestras pulseras. Es una frontera de personas, vallas y mesas. Desde la bienvenida volvemos a comprobar que aquí estamos de nuevo en ausencia de cualquier gesto voluntario por la belleza. La belleza está en que queremos entrar ya, y podemos. Todo es pragmático en este festival, y el resto es casualidad, vemos justo pasar a esa chica de plateado que es nuestra amiga.

Entramos con nuestras pulseras cashless cargadas de euros electrónicos para comprar cervezas o botellas de agua. Nos esperan 4 espacios longitudinales, en la siguiente secuencia: interior, exterior, interior, exterior. Suelo de hormigón, estructura de hormigón, bóvedas de cemento. Los coches de coche. Luces violeta, una referencia naif a alguna película futurista. Transporte fluido con música y sin sentido. A un lado el SónarClub. Es el mayor escenario, al entrar ya está atronando.

El Sónar Noche es también en la Fira, la Fira Gran Vía: infraestructura gigantesca, 240.000 metros cuadrados, al borde de Barcelona con l’Hospitalet de Llobregat, años 90. Tiene una fachada rara de ondas blancas. Es de un arquitecto japonés muy conocido, Toyo Ito.

Voy a suponer que en el Sónar Noche tiene lugar una condición de metafísica infraestructural. Ito decía en los 90 que el cuerpo aspira a un espacio geométrico transparente y euclidiano. Pienso en una genealogía de arquitecturas modernas que fabrican un interior artificial. Un interior sintético donde no existe lo externo. La orientación, la ubicación o cualquier otra cosa dan igual. Ciudades electrónicas, producidas a través del control de la luz y del aire, y por grupos de personas o por la concentración acentuada de información. El Sónar es una ciudad tecnológica no formal donde se disponen las condiciones del habitar para un placer sónicoquímico.

El Sónar Noche se puede utilizar, claro, de muchas maneras. Muchísimas personas caminan dentro de este macroedificio de hormigón, en grandes grupos guiados por los horarios de los conciertos. Decenas de personas están sentadas en el suelo. También ocupan las mesas para comer, las colas de los baños. Hay personas que intentan acercarse a los escenarios y ver al DJ. Otras bailamos esta noche a las afueras de cada escenario. Hay cuatro, todos con lo mismo: los trusses y la pantalla de fondo. Sólo el SónarCar se configura como un espacio delimitado dentro del recinto mayor de la Fira. Es un interior circular dibujado por una cortina roja que arropa una mágica sesión de 6 horas. Probablemente todos piensen en David Lynch. El delirio surreal de los cuerpos ordenados accediendo rítmicamente en paralelo a la cortina del Car probablemente apoye esta idea. Pero también pienso que mucho más cerca, al lado del Sónar Día, hay una cortina roja, la del Pabellón Barcelona, que caracteriza la imagen petrificrada de la modernidad.

Toda la noche me invade una sensación de tranquilidad. Chill. Una sensación de estar bien, de estar en el cuerpo y en el lugar, un tiempo contenido en ese espacio en la música y de estar bien con los otros con los que estoy.

Tengo un flashback y es de 1969. Uno de los más importantes exponentes de la arquitectura radical, Archizoom, presenta una nueva metrópolis utópica. Una ciudad que se caracteriza por la disposición de una retícula infraestructural de posibilidad tecnológica. Una ciudad interior, climatizada, homogénea, extensible y no formal. Se llama Non–Stop City. Dentro de la retícula, los humanos y no humanos habitan. Islas de vegetación. La ambición de Non–Stop City era la de ser tan grande como el mercado. Una vida artificial de consumo acelerado. De repente, aparece junto a los radicales italianos el arquitecto Rem Koolhaas, que está presentando su proyecto de fin de grado. Tengo claro que está contestando a Non–Stop City. Ha dibujado una ciudad contenida entre muros, arrasando con el centro de Londres. Se llama Exodus. Unos prisioneros voluntarios habitan un interior intencionalmente perverso, un interior magnético en el que deshacerse de placer.

Dentro del Sónar estamos prisioneros de la arquitectura brutalista, homogénea y ambiental. El Sónar es una excepción a los espacios sobrediseñados de nuestra contemporaneidad. Se me aparece como una Non–Stop city habitada por los usuarios ansiosos por entrar en Exodus. Habitantes posmodernos que sienten el cuerpo y circulan dentro de esas paredes de hormigón, controlados y consumiendo a través de una pulsera, que nos da acceso a la música, la bebida y la comida. Ciudadanos de una rave legal donde las normas se relajan. Aunque bueno, es bastante normal poder comprar una pastilla al lado del baño, para un ciudadano contemporáneo en una metrópoli capitalista.

El Sónar es un condensador, quizá. Un complejo, un distrito o incluso una ciudad entera, de condiciones del habitar intensificadas, que podría presagiar una arquitectura y urbanismo del futuro distópico. Un sitio de arquitectura mínima a la vez que maxima. De intensificación de la tecnificación y del efecto. De desaparición del diseño.

El Sónar es un espacio de contradicción. Un dispositivo capitalista de consumo acelerado, lleno de cuerpos en busca de placer, que se han despedido de la búsqueda de cualquier finalidad u objetivo político. Pero es también un reducto apasionante que encierra un colapso de experiencias no centradas en la mirada. Un lugar donde lo visual no necesita de actualización, donde no es necesario el cambio y la novedad. Un espacio descomunal para estar en el cuerpo y con cuerpos, uno de los pocos productos occidentales que plantean un tiempo no productivo, de conexión corporal y abandono normativo, sin futuro. El Sónar es la materialización pragmática de las ideas expuestas por una genealogía de arquitecturas radicales donde la arquitectura no tenía representación, sino escala; no tenía imagen, sino información. Quizá esté domesticado dentro del sistema capitalista en el que estamos, pero el Sónar no deja de ser una rave: un ritual de enajenamiento mental y encarnamiento en lo físico. Por ello, la arquitectura puede ser una sola cosa, un plano horizontal para deambular en un estado más allá. Es la excepción de un espacio–tiempo vivido desde el cuerpo que dura hasta que no sea posible más.

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La danza

Este artículo de Oihana Altube Lorea se escribió para el primer número de la nueva etapa de la revista Ajoblanco. Finalmente, por problemas de espacio, no pudo incluirse en la revista por lo que hemos decidido publicarlo aquí. Más información sobre la colaboración de Teatron y Ajoblanco aquí.

La danza, en realidad, de raro, no tiene nada. Basta con acercarnos un poco a la historia evolutiva de nuestra carnalidad para apreciar que danzar (algo así como poner nuestros cuerpos en relación directa con/junto al mundo) es algo que nos ha acompañado siempre. Basta con empezar a comprendernos como seres intrínsecamente coreográficos para comprender que la danza, en realidad, ya la tenemos adherida en piel, célula y hueso: cuerpo.

Habitar un cuerpo y empujar con él, de raro, no tiene nada. Tampoco tiene nada de raro sentirse en peso, desplazarse en espacio, y vivirse en tiempo. O desear, aplastar, hacerse pequeño, pensarse en pasado, imaginar mundos, percibir el frío, soñar con océanos y acariciar el cielo. Succionar, morder, torsionar, contraer, relajar, deslizar, detener, iniciar, oscilar, alumbrar, saltar, embestir… tampoco tienen nada de raro.

En realidad, si algo apesta a raro en todo esto, yo, me atrevería a extender el brazo, apretar suavemente la mano en puño y dirigir el dedo índice, hasta dar con el sistema del capital (cartesiano y patriarcal por igual) que nos rodea. Justamente como el responsable de que aquello que, en potencia, se escabulle de sus normas y sentidos, la danza, se nos aparezca (en su ser ordinario, y en su manifestación extraordinaria) como algo sospechosamente raro.

Tal vez, la única excentricidad de la danza sea exactamente eso: su capacidad esencial de sortear y subvertir las hegemonías políticas, económicas, sexuales, raciales, científicas, afectivas, filosóficas, clasistas y demás. Convirtiéndola así en esa partisana marginal, a la que no se sabe dónde colocar, ni cómo gobernar.

Pero, insisto: la danza, en realidad, de raro, no tiene nada.

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Breve panorámica mexicana

Este artículo de Anabella Pareja Robinson se escribió para el primer número de la nueva etapa de la revista Ajoblanco. Finalmente, por problemas de espacio, no pudo incluirse en la revista por lo que hemos decidido publicarlo aquí. Más información sobre la colaboración de Teatron y Ajoblanco aquí.

Hace unos días escuché una frase que describe muy bien mi sensación sobre lo que está pasando aquí: “En México, hace muchos años que la verdad está secuestrada”, y no dejo de pensar cómo, en esta situación, no se van a ver afectadas las artes escénicas, ni tampoco cómo se podrían obviar preguntas como: ¿De qué hablar? ¿En qué espacios? ¿Con qué recursos?

Si bien no nos hemos caracterizado por contar con muchos festivales de artes vivas, de esos pocos algunos están en pausa, como Transversales, que nos acercaba al trabajo de artistas internacionales y grandes referentes. Afortunadamente desde el año pasado en la Ciudad de México apareció un ciclo de coreografía, Otras Corporalidades, que da lugar a artistas nacionales a presentar sus piezas, abriendo un espacio de reflexión sobre nuestro quehacer. Mientras que hay otros que se siguen consolidando año con año como el Festival Cuatro X Cuatro, que hasta el 2015 era producido por Nadia Vera, víctima del multihomicidio de la colonia Narvarte.

A pesar de todo hay muchos colectivos e individuos que han logrado convertir las preguntas en movimiento y por eso suenan Las lagartijas tiradas al sol, Rubén Ortiz, Stéphanie Janaina, Olígor y Microscopía, Tania Solomonoff, La Mecedora, Úumbal, Colectivo Macramé, Teatro Ojo, los AM; dando lugar a piezas que denuncian, que retratan nuestra democracia, que hacen hincapié en la idea de comunidad; que insisten en nuestra memoria, que investigan nuevas formas de enunciación del cuerpo y aquellos que se preguntan cómo hacer política sin tener que hablar de política; pues hay que tener mucho cuidado de no ser literal y no hay que olvidarse de que el arte es político cuando se compromete consigo mismo.

México es un territorio lleno de espacios escénicos pero carecemos de público y esa es responsabilidad nuestra. Hay poca difusión y casi ningún medio dedica sus páginas a reflexionar sobre nuestra escena, y mientras digo esto, hojeo una de las pocas revistas que sí lo hacen, La Tempestad, y me encuentro en una de sus páginas con una cita: “Si no fuera por la guerra, parecería que este país está en paz.” Definitivamente hace falta seguir investigando cómo se pueden entrenar cuerpos sensibles.

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Sandra Gómez: «Relaciono el latido del corazón con la pulsación de la música techno»

Hablar de música es como bailar arquitectura.

Frank Zappa

Domingo 30 de octubre de 2016, Teatro Pradillo, Sandra Gómez (Valencia, 1975) estrena en Madrid Heartbeat. La función es a las 19h y no a las 21h como de costumbre, la obra dura tres horas, así, creemos, pueden venir más personas sin que les preocupe acabar tarde la semana. Sandra ha presentado viernes y sábado No soy yo, ha ido bien de público, y muchos prometen repetir con Heartbeat, pero al final no somos más de diez personas esperando a que empiece. Los espectadores nos sentamos espaciados, hay alrededor de treinta butacas libres iluminadas por luz de público, que poco a poco se apaga, hasta que se intuye un teatro entero vacío, vibran los bajos, y Sandra sale a bailar.

Pienso mucho en los espectadores antes de ir a ver una obra, en las pequeñas liturgias previas. En cómo alguien se viste, se desplaza, a veces gasta dinero, y compromete un tiempo de su vida para compartir el trabajo de otros. En el momento en el que todo es posible, porque no sabes lo que te vas a encontrar. Pero sobre todo en cómo repetimos una y otra vez los mismos gestos, costumbres o ilusiones, para por si acaso pasa algo, y que muy pocas ocurre, puede que de ahí el «loco empeño». Sabíamos de Heartbeat, Sandra nos había contando, pero no había pasado a través de nosotras. Y según ese todo posible iba tomando forma, me salí a la puerta del teatro y llamé a varias personas invitándolas a que vinieran a Pradillo, la sensación era que estaba pasando eso por lo que seguimos saliendo de casa.

Por supuesto, no vino nadie más, pero desde entonces he aprovechado la mínima ocasión para hablar con entusiasmo de Heartbeat. Quizás por eso Óscar Dasí, actual director de La Caldera, me llamó hace un par de semanas por si me apetecía escribir algo sobre la obra. Pero tras mi experiencia con Heartbeat, escribir sobre ella sería como hablar de música o bailar arquitectura. No me gusta instigar a nadie a que vaya al teatro, a veces es mejor recomendar la mermelada de cidro, darse un baño en el mar o simplemente no hacer nada; pero en el caso de Heartbeat, como introducción a esta entrevista, vuelvo a hacer lo mismo que aquel domingo para sugerir que si alguien quiere salir de casa este fin de semana en Barcelona, pruebe a pasarse por La Caldera, igual acontece algo importante. Si no, siempre puede irse a bailar después al Sónar, ganas no le van a faltar.

¿Qué te pasa durante las tres horas de Heartbeat?

Pues que bailo, que me divierto, que sudo, que me desconcentro, que me canso, que me quito las zapatillas y los pantalones, que me vuelvo a concentrar, que confío, que me abandono, que bailo popping, y twerking, que me dejo llevar por la música y que paso de ella, que miro al espectador y me acerco a él, que me suelto el pelo, que me pierdo, que pienso en como están mis rodillas, que me acerco a la pared y la sobo, que corro, que bajo al suelo y que siento la textura del suelo, que el espectador sale y yo pienso si volverá a entrar o no, que escucho la música, que siento la música, que me sereno, que salto y seguro que me pasa alguna cosa más.

En tu trabajo como coreógrafa y bailarina, ¿cuál es la relación entre sonido y cuerpo o música y danza?

El sonido me interesa y está siempre presente de maneras diferentes en cada pieza, en Heartbeat está presente el sonido del latido de mi corazón en dos momentos diferentes (al principio y al final). Relaciono el latido del corazón con la pulsación de la música techno.

Por otro lado me gusta bailar musicones o que estén de fondo porque elevan la temperatura, dotan a la acción de cierta emotividad y crean un vinculo directo con el espectador.

Heartbeat es un ejercicio de resistencia, tanto para ti como para el espectador, ¿dónde están los límites? Y, ¿qué ocurre cuando se superan?

No tengo claro que llegue a ningún límite, a un nivel físico más bien me lo tomo como un ejercicio de resistencia pero también de gestión energética y pienso que si durara cuatro horas pues trabajaría en función de cómo gestionar las cuatro horas. Pero lo que sí me ha resultado revelador ha sido el ejercicio de concentración que supone estar tres horas sumergida en una cosa, las resistencias que me creo o los pensamientos que emergen  para auto boicotearme, entonces siempre aparece otro pensamiento que me ayuda a seguir adelante. En cuanto al espectador, como no tiene la obligación de permanecer ya que le doy la opción de salir y entrar como quiera,  le paso el testigo para que se  gestione él también su tiempo.

¿Existe algún vínculo en la obra con la fiesta valenciana, ciudad donde creciste y trabajas?

Claro que sí, aunque no haya un referente explicito eso está ahí y todo mi pasado  discotequero de algún modo está presente.

Heartbeat es un trabajo que podría ser el baile de una noche, o una práctica de danza sostenida, en el que lo más difícil para el espectador que se queda es no levantarse a bailar, quizás por las convenciones o el formato de obra que has conformado, ¿cómo llegas a dicho formato?

El formato fue lo primero que me planteé, quería salir del típico solo de 50 min. o 1 hora de duración. Así que pensé si 2 o 3 horas. Dos horas aún es un formato reconocido y “cómodo” para el espectador, con tres horas ya pasamos a otro lugar.

Si en The love thing piece te dedicabas a dar vueltas a un centro, en Heartbeat tu cuerpo parece el centro desde el que emana todo, ¿qué ha cambiado?

Pues el punto de partida, en The love thing piece era el espacio y en Heartbeat es el tiempo.

Óscar Dasí, quien fue coordinador de la desaparecida La Porta, dirige ahora La Caldera. ¿Cómo percibes La Caldera en esta nueva etapa?

Conozco la Caldera desde marzo de este año. Estuve allí de residencia artística durante dos semanas con Exhausting Hug, un nuevo proyecto que estamos desarrollando Santiago Ribelles y yo y, la verdad, nos lo pusieron todo muy fácil. Se veía un centro con mucha actividad y variada: clases, residencias, encuentros y dirigida a un público muy amplio también. El tiempo que estuve allí vi un centro activo y con mucha vida.

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Dance Exhibition as Retrospective, as Pilgrimage: A Review of «Work/Travail/Arbeid»

Retrospectives in dance and choreography are fashionable now, partly because of the increasing numbers of visual arts institutions presenting dance. While the exodus of dance from the stage to the gallery is related to economic concerns for both artists and institutions, the presentation modes of retrospectives have more to do with increasing the vantage points from which dance and dance artists’ trajectories can be viewed. Since the museums invite well-established figures, retrospectives for choreographers can move beyond simply canonizing them. They offer these artists opportunities to develop new channels of receiving dance and choreography in expanded time and space. While I am brutally simplifying the complexity of discussions around this trend, experimentation with presenting dance was very much informing Belgian choreographer Anne Teresa De Keersmaeker’s Work/Travail/Arbeid, presented at MoMA’s Marron Atrium for five days between March 29th and April 2nd, 2017.

Work/Travail/Arbeid, based on the choreographer’s 2013 piece Vortex Temporum, is not a retrospective per se, yet ATDK mentioned seeing it in that way in her lecture at the Graduate Center on 30 March. Vortex Temporum, which was also presented in New York last October at BAM, is a stage performance based on Gerard Grisey’s composition by the same name. Work/Travail/Arbeid emerged when ATDK was invited by the WIELS Contemporary Arts Center to showcase her work. Dismantling Vortex Temporum into hourly cycles, Work/Travail/Arbeid shows different layers of the choreography and musical composition in the duration of gallery hours.

Grisey’s Vortex Temporum (1996), an exceptional piece of contemporary music, is a forty-minute score for piano, flute, clarinet, violin, viola, and cello. ATDK’s choreography to the score investigates the choreographic counterparts of the various temporalities and tonalities that Grisey experiments with. Although the movement does not mimic or describe the sound directly, the choreographer assigns one dancer/movement score to each musician/instrument, in order to investigate closely how Grisey’s composition combines the idiosyncratic rhythms and timbres of the sextet. Such close correspondence with music is ATDK’s artistic signature. Her Fase: Four Movements to the Music of Steve Reich is the definitive example of this relationship, which she developed as early as 1982 when she was a student at the Tisch school in New York. Grisey’s experiments with spectralism, a compositional approach that uses divergent harmonies based on mathematics and computation, align with ATDK’s interest in sacred geometry and ritualistic spatial patterns. What bridges the two are the elemental gestures embodied by the unique movement qualities of the members of Rosas, ATDK’s company.

Work/Travail/Arbeid layers several music-movement combinations, extracting different instruments and movement scores from the original compositions each hour, such that different details from the same compositions become available for closer scrutiny. Although seeing Vortex Temporum’s choreography in the museum offers a performance experience in itself, Work/Arbeid/Travail gains an analytical valence as one stays with the piece for longer. This is the exuberant opportunity that ATDK galvanizes in the visual art context: the luxury to see the “work” over and over in one go, witnessing different layers of it, from multiple vertical or horizontal points in space. The pedagogical value of this is incomparable to any other attempt to increase dance literacy.

In my reading, the “work” in the title referred to the working of a performer/performance as well as the effort involved in navigating the complexity of other bodies and noises in the space, both on the performers’ and the audience’s part. From WIELS to Centre Pompidou to Tate Modern, Work/Arbeid/Travail took different shapes in relation to visitors and the available space. At MoMA, it was challenging to focus on these pared-down choreographies on a Saturday afternoon, with the irregular flows of museum visitors and various noises from the upper and lower levels flooding the dubious acoustics of the atrium. An atrium is a reservoir, not a vortex, and for quite a while my sight was arrested by anyone but the dancers. Attuning oneself to ATDK’s work takes some work in any case; here, it required deliberate labor. Once I accepted staying with this sense of cacophony—racing strollers, hyperactive children, countless selfies, endless gossip—I started to view the dancers as big human erasers. They moved in big sweeping circles in their white costumes, almost as if they were clearing this visual mess. With sound, it took more time to take in. Maybe in time I began to take in the work synaesthetically, as it is intended in the choreography, or maybe the combination of all the layers and the ensemble at the final hour presided over the disorder. Perhaps, for the audience, it wasn’t only a learning experience of this particular score (or ATDK’s choreographic principles), but learning, through repetition, how to watch any choreography in such a context.

Dancers are trained to negotiate sudden and random changes in space, mass, and movement. Rosas dancers seemed to be in a trance, even as they were simultaneously highly aware of the hurdles around them. The musicians, however, must have had to learn to move along the interlacing circles on the floor and to avoid bumping into the audience members sitting inside those paths. Technically everyone is free to move around, but there were some audience members who took the invitation to take a closer look a bit too literally—adamantly rooting themselves at the centre of the action, presumably because they saw something others didn’t. Or perhaps there was some narcissism involved, a desire to be visible to others in the audience. Unlike other “performance art” shows, however, ATDK’s choreography is never about banking on the “experience” of proximity to the charismatic performers, though Rosas has a huge roster of them. Bringing a black-box piece into the midst of visitors offers them the chance to see and listen to it more closely, yet the geometric ideas ATDK is working with demands that the audience actively experiment with how they position themselves as viewers, within each cycle as well as across them. Watching the last quarter of a cycle with four dancers from the passageways on the third floor, for instance, delivered the sense of “working in the fields together” that ATDK was talking about in her lecture. The difference between sitting and standing in the same spot was vast. Unquestionably, we had to work our body to gain a sense of Work.

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What better intervention at MoMA—a marketplace of art and a tourist spot—than a swarm of movements that don’t have anything to do with aesthetics? The morning of the last day was a sort of pilgrimage: similar faces in the audience from the days before, smiling knowingly, habituated to sitting or standing for long durations, focusing, clearing the space, warning the newcomers about the lines they were encroaching. Were we drawn there again to “retro-spect” the piece? Watching the dancers in their collective motion, or in motions of collectivity like walking and running together, in synchrony and in sequence, trained us to watch them as a collective ourselves. For better or worse, watching Work/Travail/Arbeid essentially meant watching and tuning in to other bodies; bodies graceful, untrained, disoriented, supple, firm, generous, curious, hesitant, open, energetic, fatigued, calm.

These different senses of collectivity form an interesting counterpoint to Vortex Temporum’s dramaturgical resonances. The black-box piece, which ends in the darker and prolonged notes of the musical composition, gave me the impression of something collapsing or drowning, sinking deeper into a vortex. I could not help but feel the political reality we inhabit as a backdrop. But Work/Travail/Arbeid still “works” and breathes when the force that held all the musical and choreographic elements together is removed. The ending of each cycle is a release of energy, rather than its exhaustion. It heralds the renewal to come, very uncathartically, but very connected to the cyclical nature of life. I would even say, risking a cliché, that Work/Travail/Arbeid reveals the feminine energy that informed the original choreography, with its evocations of agricultural rituals, lunar phases, and “touching” relations between bodies that are rarely in direct contact. It evokes the femininity that one can always find subtly placed at the core of ATDK’s work.

Work/Travail/Arbeid establishes a new protocol in how choreography can be presented as an exhibition and retrospective. It was an absolute privilege for New Yorkers to watch these two pieces within months of one another, and those who couldn’t enjoy the opportunity are in for a treat with another ATDK piece no later than next season, when ATDK will be sculpting movement to John Coltrane’s A Love Supreme in collaboration with the Spanish dancer and choreographer, Salva Sanchis. Legendary music thus meets legendary choreography.

*Artículo publicado originalmente el 7 de mayo de 2017 en The Advocate.

**El 18 de abril de 2017 Eylül Fidan retransmitió para Emisiones Cacatúa en The Last Minute Show #38 una conferencia de Anne Teresa De Keersmaeker en The Graduate Center New York sobre Work/Travail/Arbeid.

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El don de la diferencia

 

Este fin de semana he pensado que:

1

Hay un sector del público madrileño, que se desenvuelve con soltura en las redes sociales -altavoz de nuestros días-, que hace frente común en contra de algunas propuestas que se salen de lo habitual en los escenarios de Madrid. Y he pensado en lo fácil que es, después de tirar la primera piedra, que caiga una tormenta de pedrisco. Sería absurdo confundir el cacareo de las redes sociales con el conjunto, si acaso existe algo parecido, del público de Madrid.

2

Me explico, por partes: este fin de semana Rodrigo García ha presentado 4 en Madrid, dentro de la programación del Festival de Otoño a Primavera y el mismo jueves, después del estreno, varias voces “de las autorizadas” tiraban la primera piedra. Los argumentos, resumiéndolos, serían: Rodrigo García hace siempre lo mismo, utiliza los mismos recursos y escribe los mismos textos, ya no es capaz de provocar a nadie, ni siquiera a los nostálgicos de sus orígenes, y cae, una vez más, en la elefantiasis vacua del arte contemporáneo.

Cuando leí el texto de 4, publicado por la Uña Rota, editorial que ha editado todos los textos de García, lo primero que pensé fue que quitando dos o tres momentos en los que Rodrigo vuelve a un tono reconocible, similar al de otros de sus textos, en donde desvela las miserias de nuestra sociedad llevando con ironía las cosas al extremo, Rodrigo había escrito 4 en un estilo más cercano al poema, algo más abstracto y, tal vez, más oscuro y desesperanzado. En definitiva, con una rápida lectura de este texto y la comparación con otros anteriores, nos damos cuenta de que Rodrigo ha intentado ir, sin perder la particularidad de su voz, por otros derroteros. En principio no es nada bueno ni nada malo, es lo que tocaba, lo que ha salido, la edad…

Cuando el sábado fui a los Teatros del Canal a ver 4, pude comprobar que se trataba, sin lugar a dudas, de un montaje de Rodrigo. En 4 Rodrigo García vuelve a poner en funcionamiento la maquinaria empleada en sus últimas propuestas. Su universo. ¿Y es que acaso no se le pide a un artista, a un escritor, que sea capaz de desarrollar un estilo reconocible, que se distancie de otros y cuando un joven presenta una obra donde se huelen las referencias sin pasar por su tamiz personal, acaso no se dice que todavía no tiene un estilo propio, que, quizá, apunte maneras, pero que aún está sin cuajar?

En este momento se me disparan dos pensamientos que, de alguna manera, son contradictorios entre sí. Uno: por un lado Rodrigo ha vuelto a hacer lo que se esperaba de él. Dos: sí, ha hecho lo que se esperaba de él, pero también ha tenido la lucidez o la necesidad de probar un tono diferente. Es decir, dentro de los márgenes de su propuesta hay algo que no habíamos oído antes así. Nos puede gustar más o nos puede gustar menos, pero Rodrigo sigue apostando. La repetición, sí, la diferencia, por supuesto, también.

Estos últimos días he leído textos que critican a Rodrigo por una cosa y por la contraria: por hacer siempre lo mismo, pero también por no hacer lo que de él se espera. ¿En qué quedamos? Entonces he pensado, mirando como la luz de la mañana cae sobre la albahaca de mi balcón y escucho el rechinar de mis dientes los unos contra los otros, que en verdad lo que se critica es que haya propuestas que se salgan del teatro dramático en la ciudad de Madrid. De qué otro modo se podría explicar este pequeño frente común que critica las propuestas de Rodrigo y aplaude con fervor, sin critica alguna, a los mismos directores que, una y otra vez, hacen los mismos montajes, sin cambiar un ápice, y se repiten una y otra vez en la cartelera de Madrid; directores, por otro lado, con una apuesta más laxa y menos personal. ¿O tal vez se esté criticando tener una voz personal? Pareciera que un sector del público de Madrid, aquel que tiene una parte del bombo y del platillo, detesta a los artistas que con coherencia llevan años construyendo una línea solvente y particular (con sus altibajos, como todo) y que vemos cada dos años por los escenarios de la ciudad y, en cambio, premia a aquellos que, como un calco los unos de los otros, se repiten hasta el empacho en la cartelera madrileña. Es más fácil hacer frente común contra “el raro”, contra “lo raro”. Recogiendo el título de una famosa antología poética de principios de los ochenta, de un verso de Machado: el problema de las voces y de los ecos.

Pues bien, para ir zanjando y avanzar, algunos de esos que están hartos de los recursos del teatro de Rodrigo García pareciera que aún no se han dado cuenta de cuáles son y de cómo funcionan. Escribir, como he leído, que Rodrigo fomenta la sexualización de la infancia por una escena en donde se maquilla y se viste a dos niñas con tacones y vestidos ajustados, es haber comprendido más bien poco de los mecanismos que se ponen en juego en su teatro. Hay piezas que exigen de nosotros un punto de descodificación que va más allá de reconocer a los buenos y a los malos. Y hay un teatro más allá del “repertorio”.

3

He recordado un texto que escribió hace años Rodrigo García sobre José Monleón. Que se llama Un chico potente y que, como muchos no lo conoceréis, lo transcribo entero. Dice así:

“Como no estoy para tareas titánicas, ni me entusiasma mostrarme iluso, he optado por, en vez de definir a José Monleón, redefinirlo como me viene en gana. Le he asignado, para empezar, la etiqueta de jovencito loco, de chaval prometedor. Ya se sabe: un tipo impulsivo, impertinente a veces, lleno de ideas utópicas y conmovedoras ganas de cambiar el mundo.

Tiene años por delante y seguro se le pasará. Ya le pondrán en vereda, ya entenderá que hay que claudicar las más de las veces, que la realidad es implacable.

Cuando, juntos, nos metimos Monleón y yo en un buen fregado en Delfos, delante de los dueños y legítimos herederos de todo lo helénico, cuando nos tiraron sillas al escenario y nos “esperaron fuera” como hacen los chicos de barrio, me di cuenta que este hombre tenía, a pesar de su extrema juventud, las ideas muy claras y los huevos bien puestos. Corría el año 2001. Era verano y hacía demasiado calor. Presentábamos en Grecia el mito de Faetón totalmente del revés: la ambición, la impotencia, la velocidad, el descalabro, los huesos quebrados sonaban en nuestra obra After Sun dentro de sacos de piel humana de actualidad de telediario: se citaban a Aznar y Maradona. A Bush y al Ché. A Rocky Balboa y a dos conejos vivos, que zarandeábamos de lo lindo en escena. Y, por si fuera poco, abandonábamos encima de una plancha ardiendo, delante de las narices de todo este mundo callado, una montaña de hamburguesa de queso y kétchup, hasta verlas convertidas en putos pedazos de carbón, ofensivas señas de identidad de una cultura que mueve a risa o al suicidio.

Hubo hostias de las buenas esa noche del estreno en Grecia; Monleón dijo que se hacia cargo de todo y de todos, y me parece que en Delfos, con 40 grados a la sombra, hizo 12 rounds como hacía tiempo que no peleaba.

Es difícil tener ideales.

Más difícil es conservarlos a lo largo del tiempo.

Y más difícil todavía ponerlos en tela de juicio, mirarse uno en el espejo cada día y cuestionarlo todo.

Este ejercicio de lúcida y lúdica debilidad es patrimonio exclusivo de los fuertes de espíritu.

Monleón es un chico fuerte y puede darse ese lujo.”

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He parado para comer y ahora continuaré escribiendo.

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El domingo, antes de ir a ver MDLX de la compañía italiana MOTUS a las Naves de Matadero, me enteré de que había empezado a circular un manifiesto en busca de apoyos, titulado Defendiendo lo de todos. El manifiesto es un nuevo capítulo del culebrón Naves Matadero, CIAV, y quiere mostrar, una vez más, su disconformidad con el proyecto. El mensaje que acompaña al manifiesto empieza diciendo: “en el mes de febrero de 2017 tuvieron lugar las últimas funciones de teatro de texto contemporáneo en las Naves del Español, Matadero Madrid”. Obviando que las Naves de Matadero ya no pertenecen a la dirección artística del Teatro Español, que hubo dos concursos públicos diferentes y se eligió una dirección artística diferente, con líneas de actuación diferentes, para cada uno de los centros[1]. Y continúa: “un grupo de profesionales (…) hemos puesto en marcha un manifiesto dirigido al Ayto. de Madrid con la esperanza de que esta dolorosa situación creada pueda tener algún tipo de solución” (…) “Solo nos guía la voluntad de no perder espacios de trabajo alrededor de proyectos teatrales arriesgados y que habían conseguido un seguimiento incuestionable.” El manifiesto empieza diciendo que “el ser humano parece abocado a la eterna lucha de defender “lo suyo” en contra de lo “del otro”, a temer perder su pequeña parcela de poder y seguridad si alguien osa aproximarse demasiado”.

Luego hacen un alegato a favor de la cultura que “ha sido, es, un puente imprescindible de respeto y entendimiento”. Y continúa: “esta estupenda iniciativa [dotar a la ciudad de un centro -CIAV- donde se podrá dar cabida a nuevas formas de expresión e investigación] viene acompañada a su vez de una terrible noticia: la desaparición de dos espacios de exhibición de las artes escénicas” (…) “Y nuestra pregunta es: ¿Por qué? ¿Por qué se ha tenido que restar oferta cultural a Madrid? ¿Por qué este paso atrás?” (…) “No estamos defendiendo desde este manifiesto “lo nuestro” en contra de “lo de nadie”. Estamos defendiendo “lo de todos”, la suma de posibilidades que repercutirá en beneficio de los madrileños y madrileñas que decidan que la cultura pueda ser la mejor de las alternativas. Por tanto, (…) solicitamos al Ayuntamiento de Madrid y a sus responsables que reconsideren esta penosa situación, que reparen este daño profundo a nuestra profesión y a la ciudadanía”

Llegados a este punto cada uno tendrá forjada su opinión y como yo mismo di la mía meses atrás, no ahondaré en el tema. Sólo me pregunto, ¿qué es este nuevo manifiesto si no una nueva lucha por defender, usando su misma dialéctica, “lo de unos” frente a “lo de otros”, una lucha por seguir defiendo “su pequeña parcela de poder y seguridad”?

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Accedo a la Sala Fernando Arrabal por el vestíbulo intervenido por Aitor Saraiba con El muro de los Sueños y las Pesadillas, una intervención que, según leemos en la web de Naves Matadero “es el resultado de varias semanas de talleres con niños del distrito de Arganzuela usuarios de CEPI (Centro de Participación e integración de Inmigrantes), CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado) y Cruz Roja”. La sala no está llena, pero faltan pocas butacas por completar para que así sea. Si esto fuera una crónica de sociedad, de esas que se estilaban antes en los periódicos de provincias, ahora escribiría que por allí estaba Carme Portaceli, Rita Maestre, Santiago Eraso, etcétera.

MOTUS es una compañía italiana, fundada en los noventa por Enrico Casagrande y Daniela Nicolò, que habíamos podido ver al menos dos veces antes en Madrid. Una en el año 2009, dentro del Festival Escena Contemporánea, Como un perro sin dueño. Otra en el 2013, dentro del Festival de Otoño a Primavera, Alexis, una tragedia griega. Ambas en Teatro Pradillo. Esta vez presentaban MDLX una obra de teatro contemporáneo, con texto, tanto texto que gran parte de su dramaturgia está basada en la novela de J. Eugenides Middlesex, que obtuvo el premio Pulitzer en el año 2003. Editada en España por Anagrama. No sé qué pensarán los que preparan el manifiesto Defendiendo lo de todos de esta obra de teatro de texto contemporáneo.

En MDLX se nos cuenta la historia autobiográfica, con recursos que desdibujan los límites entre la realidad y la ficción, de un “ser andrógino” que cuestiona las barreras entre géneros. La parte biográfica de la pieza es la vida de su intérprete, Silvia Calderoni, y la ficción aparece cuando, de manera sutil, su vida se entremezcla con la novela de J. Eugenides. El trabajo que hace Calderoni sobrepasa cualquier tipo de adjetivo.

Calderoni sale del patio de butacas y ocupa el escenario. Está sola en escena, el fondo, blanco, y al fondo a la izquierda una pantalla en forma de círculo, como un espejo, donde se proyectarán videos de su infancia y el circuito de video cerrado que ella misma maneja. Delante del fondo una mesa larga, que ocupa casi toda la parte trasera del escenario, en donde hay dos micrófonos, una cámara de vídeo, una mesa de sonido, un ordenador, dos flexos y otros aparatos que servirán para iluminar el escenario en determinados momentos. Delante de la mesa, en el suelo, a modo de alfombra, un gran triángulo plateado. La pieza está estructurada gracias a una playlist de más de veinte canciones que Calderoni va pinchando y que invitan, acompañando la interpretación y el texto, a realizar un viaje tan emocional como reflexivo. Una dramaturgia muy bien armada, puntada a puntada, chapó.

Hay un momento de la obra, cuando se nos cuenta que fue al médico y descubrió su informe en una carpeta, la cogió y fue al diccionario para entender diferentes términos como hermafrodita que le indicaban que visitase otras palabras hasta que, saltando de definición en definición, acabó por cerrarlo en la palabra “monstruo”, que resume la cortedad de miras con la que el ser humano se enfrenta a todo aquello que no encaja en sus esquemas, que es raro o se sale de la norma.

Si fuese de esos que al final del año realizan listas de los mejores montajes que han visto, a día de hoy, a pesar de que aún queden seis meses para terminar el año, ya habría apuntado esta pieza. Pero como esas listas me parecen una soberana estupidez, no lo he hecho. Es algo, en definitiva, que merece la pena ser visto y que, de algún modo, justifica estos primeros meses del nacimiento del CIAV a la espera de conocer la programación completa de la próxima temporada.

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En estas cosas, y en otras que tienen el mismo poco interés, he pensado este fin de semana después de ver dos piezas diferentes, pero que, desgraciadamente, se salen de lo habitual en los escenarios de Madrid. No hay ninguna valentía en criticar lo que ya está en los márgenes, al menos en Madrid, en comportarse con un matón de colegio frente al rarito o el empollón.

Visto y sentido el panorama lo único que me queda pedir es que haya un cierto sector del público que siga poniéndose en contra de Rodrigo: eso significará que Rodrigo sigue llenando el patio de butacas de los teatros de Madrid, a pesar de la final de Champions. Y que el CIAV siga trayendo obras como la de MOTUS: eso significará que, por fin, en los escenarios de Madrid se ha abierto una ventana permanente desde las instituciones públicas, más allá de contados ciclos y festivales, por donde se cuelan otras realidades escénicas, con o sin texto, capaces de generar el debate y limpiar nuestra mirada de prejuicios, tanto los de género como los culturales. Solo así podremos ver en la diferencia un don y no una amenaza.

[1] El proyecto de dirección de Naves Matadero puede leerse aquí: http://blog.mataderomadrid.org/conoce-el-proyecto-de-mateo-feijo-para-naves-matadero-centro-internacional-de-artes-vivas/

El del Teatro Español, acá: http://www.madrid-destino.com/images/Carme_Portaceli/Proyecto-Carmen-Portaceli-2.pdf?platform=hootsuite

 

 

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Isabel Ferreira: «En Navarra partimos de un contexto que ha generado la precariedad de la escena y la diáspora»

Pamplona entra en el mapa. Ciudad de provincias, foral, altanera y telúrica políticamente, llevaba más de dos decenios sufriendo la labor de zapa de ese subgénero teatral llamado UPN. Incluso la Escuela de Teatro, la conocida ENT, tuvo durante muchos años que sustituir a la ausente política escénica del Ayuntamiento y del Gobierno de Navarra. Por allí, en los noventa y principios del XXI pasaron todos mientras el Gayarre seguía folklórico, en Trévelez con Arniches o en plan “un día Café Quijano y otro una buena ensalada de nombres que ante todo suenen”. La cultura era oficial o no era. O constitucionalista o terrorista… Este era el eje cartesiano utilizado para solventar la cultura en Navarra durante muchos años. Y claro, constitucionalista era una cultura de Catedral, café en Florida y todo lo que no sea bien pensante, por favor, que se quede al sur de la Ribera.

¿Y la danza, cómo salía de bien parada dentro de este ecosistema? Como mucho cada tres años se llamaba a Julio Bocca. ¿Y la contemporaneidad escénica?… Tan sólo el festival Inmediaciones ha sido estos últimos años un pequeño oasis de una semana…Un oasis frágil y que esperemos tenga continuación.

A parte de esto, nada. Misa de siete, la Pamplonesa y poco más. El acto cultural más importante en Pamplona en los últimos decenios fue cuando abrieron El Corte Inglés, bueno luego abrieron otro enfrente.

Por todo esto, y por el potencial cultural de esta ciudad foral, ya de por sí, el DNA es una muy buena noticia. Ya se verá la continuidad y los derroteros que va cogiendo este bisoño festival que este año cumple su segundo año y nueva dirección. Tienen un trabajo ímprobo de reconstrucción y restitución del éxodo creativo que ha sufrido Navarra en los últimos veinte años. Por todo esto, entrevistamos a Isabel Ferreira, para escucharla un poco,  aunque sea en escrito, para seguir viendo a qué resuena todo este despliegue de voluntad y euros. Rezamos a Santa Maria la Real, a San Francisco Javier si hace falta.

Segunda edición, primera dirigida por ti. La anterior fue en octubre de 2016. ¿Cuándo te incorporaste a la dirección? Parecen tiempos cortos ¿ha sido un poco locura o se ha tenido el tiempo necesario?

Comencé a trabajar en el DNA 2017 a principios de febrero. Conseguimos crear equipo a mediados de marzo. Hemos, por tanto, intentando hacer en tres meses lo que normalmente llevaría siete u ocho, pero es tanta la ilusión de poder participar en estos momentos felices de cambio en la cultura navarra que incluso creo que he conseguido disfrutar con toda esta locura.

Me imagino que sois conscientes de la envergadura del festival con respecto a los festivales de danza contemporánea existentes en España… Sorprende la apuesta, 104.00 0 euros de presupuesto, apuesta por la eco-política, la comunidad y el futuro, artistas como Gilles Jobin, Graham, Fukushima, Cloud Gate, Clarice Lima, Societat, etc. ¿qué crees que ha pasado para que las autoridades en Navarra hayan entendido lo necesario de esta apuesta? 

Lo que ha pasado es la llegada en 2015 de un gobierno de cambio que ha hecho una apuesta firme en pro del arte contemporáneo y de la danza tras una sequía cultural prolongadísima que nos ha parecido eterna. Ahora se necesita que el camino iniciado se vaya consolidando y consiga mantenerse en el tiempo.

¿Podrías decirnos las tres líneas fundamentales que intentan plasmarse en la programación?

La eco-política y la comunidad son los dos campos de pensamiento vertebradores del proyecto de festival que presenté en la convocatoria a la dirección artística, por tanto, la idea es que estén presentes también en próximas ediciones.

En relación a la idea de comunidad, pienso que tan importante como tener buenas obras en el programa, es tener espacios de encuentro en donde poder conversar, aprender, colaborar y conspirar juntos. Un festival es una de las muchas acciones que se pueden llevar a cabo para activar la cultura y el pensamiento contemporáneo. Pero poco avanzamos si no aprovechamos los momentos del festival para crear redes de trabajo y afecto que sigan activas y productivas durante el resto del año.

Por el lado de la ecopolítica, me interesa mucho la relación de la danza con la naturaleza y el paisaje, y sus posibles reverberaciones en la construcción de una actitud responsable frente a las urgencias medioambientales. Transoceánica de las navarras Carmen Larraz y Uxue Montero, Árboles de Clarice Lima, Extraños Mares Arden de la también navarra Laida Azkona y de Txalo Toloza, o Rice de Cloud Gate Dance Theatre de Taiwán son algunas de las obras que recorren diferentes paisajes en continua transformación a causa de la intervención humana.

Por último, por estas y otras obras de la programación, planea la idea de “Futuro” como llamamiento a la acción en el presente como en More more more… Future de la Cia. Faustin Linyekula de R.D. del Congo. El futuro en relación a la danza, también estuvo presente en las conversaciones del programa público de actividades. ¿Cual es la danza del futuro? ¿Hacia dónde va?. ¿Cual es su espacio dentro del mundo de la economía cultural?

Laboratorios, Masterclass, residencias, talleres, charlas, Se ve una preocupación manifiesta por el encuentro. Pero vayamos por partes:

Residencia, ¿qué parámetros se han seguido? ¿Qué tipo de residencias cree el festival en el gran abanico de modalidades que existen que son las que pueden funcionar en DNA?

Creo que el programa de residencias es una herramienta eficaz para la formación no sólo de las artistas sino también del público. Tengo mucho interés en continuar aprovechando la Red de Teatros y Casas de Cultura que tiene Navarra, para promover residencias con artistas que puedan integrarse en la vida de la ciudad o del pueblo creando un diálogo con su entorno a través de la convivencia, de los talleres que se organizan, etc.

Encuentro Iberoamericano: La relación con Iberoamérica, sobretodo Brasil, me imagino que por temas de tu labor anterior, son grandes. ¿Podrías explicarnos en qué consiste este encuentro brevemente y si no es pedir demasiado un brevísimo mapeo de la danza en Iberoamérica: ¿es Brasil el epicentro? ¿Qué otros países crees que están pujando trayectorias relevantes?

Sí claro, he estado 13 años viviendo en Brasil, he trabajado algún tiempo en la coordinación de la Red Sudamericana de Danza, y realizado proyectos como el South_South que tenía como objetivo ofrecer una visión general de los principales contextos de intercambio para la danza contemporánea en Sudamérica. En el DNA 2017 hay artistas de Brasil, Uruguay y  Chile, es lógico que siga teniendo un interés especial en continuar tendiendo puentes con las artes del cuerpo sudamericanas.

Hacer un mapeo y ser brevísima se me hace un poco difícil J Lo que destacaría es  que en los últimos años ha habido en Sudamérica un aumento muy expresivo de la colaboración entre artistas, gestores e instituciones de los diferentes países, y de la movilización del sector. Al mismo tiempo se ha producido un mayor interés por parte de los gobiernos en el fomento de la danza contemporánea. En esta última década se han desarrollado por primera vez en algunos países de la región planes de desarrollo de la danza que incluían propuestas de creación de instituciones específicas de fomento a la danza contemporánea,  formación universitaria, creación de recursos para producción y circulación nacional e internacional, y legislación con propuestas de impulso a leyes como las de mecenazgo, etc.

Desgraciadamente, estos avances dependen de la continuidad de los gobiernos y sus políticas culturales. En Brasil, por ejemplo, tras el golpe de estado contra Dilma, se está producido un desmantelamiento de la cultura a todos los niveles.  Es muy triste comprobar como se puede destruir tan rápidamente aquello que había costado tantos años de esfuerzo e ilusión colectiva. Políticas de fomento a la danza contemporánea como la de São Paulo, que tan buenos frutos ha dado y que ha sido un ejemplo de buenas prácticas a nivel internacional, han sido eliminadas de la noche a la mañana.

En Pamplona, a parte del festival Inmediaciones y actividades estivales en las murallas parecía un poco desierta en cuanto la atención a la danza contemporánea, veo que hay masterclasses, encuentros…  ¿Qué panorama profesional activo hay en torno a la danza en Pamplona y por ende en Navarra? ¿Ha sufrido Navarra, como otros territorios en España, el éxodo de la gente que se quería dedicar profesionalmente a la danza contemporánea?

En Navarra partimos de un contexto, el del arte contemporáneo navarro en general, y la danza en particular, con un largo histórico de carencia de políticas públicas de formación y promoción; no existe en Navarra ningún tipo de de formación universitaria relacionada con las artes; no hay programas de  investigación; tampoco  programas de formación de público.

Este contexto ha generado la precariedad de la escena artística navarra y la diáspora de sus artistas, productores, programadores, etc. También ha generado la falta de visibilidad social del arte contemporáneo, su desconocimiento y hasta un cierto rechazo de la sociedad navarra que entiende las artes contemporáneas como elitistas y herméticas.

No hay una escena profesional activa en torno de la danza en Navarra. Lo que hay son algunas personas que han intentando resistir de manera admirable en este ambiente hostil.

Público, palabra espinosa. El festival además quiere expandirse por el territorio (Lesaka, Aoiz, Altasua, Noain, Tudela…). ¿Cómo enfrenta el festival la relación con un público que muchas veces va a descubrir trabajos con los que hasta ahora no han tendido relación? Parece que habéis implementado una política de precios ¿podrías explicarnos un poco?

El DNA es un festival de danza de Navarra y, por tanto, nace con el deseo de articularse por todo su territorio. Estamos en el inicio de una nueva etapa, tendremos que reflexionar sobre cuales pueden ser las buenas prácticas que consigan atraer la atención y el interés de las personas. Cómo combinar la innovación y la experimentación con la accesibilidad a un una diversidad lo más amplia posible de público? Que intereses tenemos en común?, Como ir al encuentro de la gente?

Por cierto, ¿qué ha pasado con el ciclo apoyado por la Red de Teatros «Territorio danza»?

“Territorio Danza” fue el nombre que se le dio en el primer DNA de 2016 al programa de presentaciones que se realizaron por diversas localidades navarras. En DNA 2017, no hemos usado ese término específico aunque seguimos teniendo el apoyo de la Red Navarra de Teatros y el interés llevar las artes del movimiento por la geografía navarra.

Por último, ¿qué relaciones con otros festivales y espacios están siendo vitales para la vida presente y futura de DNA tanto a nivel nacional como internacional?

No ha habido mucho tiempo para establecer conexiones con otros festivales y espacios pero hemos continuado la colaboración con el Centro de Arte Contemporáneo de Huarte, con el Auditorio de Barañáin, y su programa de residencias Periferia, y con la Red Navarra de Teatros. Ha sido muy interesante y productiva la relación con el espacio de residencias de Graner con el que hemos realizado el Encuentro de Expansión Artísticas. Para próximas ediciones pretendo ampliar las conexiones con redes y plataformas de festivales de arte en espacios públicos, y con espacios de creación de nuestros vecinos a ambos lados del Pirineo.

Extra: ha pasado la primera semana ¿qué dos o tres momentos se te han quedado grabados de todo lo que ya ha pasado?

Quizás destacaría los momentos inesperados que se han producido, los momentos en que la magia del encuentro ha tomado forma. La performance de Titulo em Suspensão del brasileño Eduardo Fukushima en la quietud zen del entorno de la estela de Oteiza en Agiña (Lesaka), rodeada de cromlechs y con las montañas del Pirineo vasco y el Cantábrico al fondo. La acción de la uruguaya Amalia Herrera en el Río Arga a su paso por las huertas pamplonesas de Aranzadi, o la actuación también fuera de programa, de los músicos congoleños de More more more… future en las murallas renacentistas de Pamplona.

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Los paisajes del Bloom

Y  alguna vez ocurre.

Cesare Pavese

Al girar la esquina azul del restaurante Mer du Nord, su olor a sopa de pescado y navajas, en el número 34 de la calle Sainte-Catherine, los hornos de la pastelería Charli hacen, quizás, los mejores cruasanes que haya probado. Mientras tanto, el Kunsten Festival des Arts 2017 se despliega durante mayo por Bruselas. Una ciudad que se abre entera para celebrar y ser celebrada en teatros, galerías, centros de arte, librerías o escuelas a través de performances, exposiciones, workshops, obras de teatro, de danza, conferencias… Al comerse un croissant de Charli cualquiera puede pensar que, aunque compartan nombre y forma con otros aparentes, su naturaleza no es la misma, o por lo menos la diferencia de grado es tal, que cuestionan casi todos cruasanes que se haya tragado antes. Como para saber cómo es algo, primero tenemos que saber a qué no se parece, sobra la comparación de muchas realidades con la voluptuosa programación regular de los teatros belgas o el Kunstenfestivaldesarts, una fiesta que horada, siembra, ensambla y posibilita preguntas que, de momento, sólo podemos hacernos por Ryanair.

Si como quien dice “no se puede hablar del contacto entre la imagen y lo real sin hablar de una especie de incendio”, el cartel del Kunsten, alejándose de los juegos de seducción que solemos consumir, de la puesta en valor de lo que anuncia, la imagen que puede verse por toda Bruselas está compuesta por cada número de los veintitrés días que dura el festival, el mes y el año. Negro sobre blanco, no necesita vender nada. Que son las obras, parece que nos dice. Como si para saber qué es el festival realmente, tuviéramos que acercar la cara a los trabajos para soplar, por si acaso despertamos las llamas. Luego, claro, serán las obras, donde “cada ojo negocie consigo mismo”. En todo caso, una austeridad sintética en tiempos de Instagram de un festival que consigue índices de ocupación y diversidad de públicos por los que suspiraría cualquier institución. Pero también, puede que un ejercicio de coherencia con las voluntades que han confeccionado una programación que Christophe Salgmuylder, su director, defiende en parte como respuesta a las palabras de un tipo el día de su toma de posesión del poder, que no de nuestra capacidad de imaginar y producir otros posibles.

Palabras que pretenden definir un mundo, lo que sus límites (nos) encierra, en el que si fuera por cómo lo representan y relatan, sólo nos quedaría hacer lo mismo que al entrar en la primera sala de The Absent Museum, la exposición que acompaña al festival en Wiels, donde nos recibe la obra Pixel-Collage de Thomas Hirschhorn, y ver las imágenes de cuerpos mutilados en atentados: cerrar los ojos. O, como hacían los vigilantes del museo: mirar el móvil. ¿Cómo abrir los ojos de nuevo? ¿Cómo levantar la mirada de las simulaciones? ¿Hacia dónde? ¿Por qué intentarlo? Es decir, ¿en qué clase de mundos queremos hacernos estas preguntas? Lo que es casi lo mismo: ¿qué mundos queremos representar y contarnos? Cuestiones siempre latentes a toda práctica o contexto dedicado a la producción de significado, de subjetividad, el gran arma, y que el Kunstenfestivaldesarts 2017 ha querido lanzar desde trabajos centrados en la experiencia sensorial, la empatía, la voz o las fronteras con el otro, campos abiertos donde poder recuperar el sentido, pero de una forma que recuerda a otras palabras, las que rescataba Laurence Rassel para presentar el noveno número de la revista Concreta:

Importa cómo las historias cuentan historias
Importa cómo los pensamientos piensan pensamientos
Importa cómo los mundos mundan los mundos

(Donna Haraway con Marilyn Strathern)

Historias, pensamientos y mundos que, cuando se activan como unívocamente políticos, pueden caer en la trampa de relatos que no dan más de sí, retóricas sin porosidad, y que al seguir insistiendo en ellas, creadores y públicos, productores y consumidores, no hagamos más que alimentar una máquina que ha demostrado que así continuará inmune su curso. Pienso, por ejemplo, en Faust de Anne Imhof, recién premiada con el León de Oro de la Bienal de Venecia. En que empeñados en representar a enemigos reconocibles de relatos pasados, campos cerrados, no conseguimos señalar la peligrosidad del mundo de hoy. Peligroso a todas las dimensiones, peligroso por su volatilidad, porque el enemigo se parece demasiado a cualquiera, pero sobre todo peligroso porque no permite identificar al peor de ellos, nosotros mismos, cuando somos incapaces para plantear nuevas soluciones, y llegar al “Bloom”, a eso que Tiqqun llamaba el “punto de partida de otra politización posible”, según Amador Fernández-Savater, “veneno y antídoto.  El fondo donde se puede tomar de nuevo impulso”. Y para ello, siguiendo con Amador, haya que “despolitizarse para politizarse. En ese desplazamiento, en esta experiencia de autotransformación que hace vacilar la definición y el estatuto de la política, ¿cómo orientarse? ¿Cómo persistir en la propia brecha y fabricar desde ella una nueva piel, una nueva sensibilidad que responda ya a otras solicitaciones de lo real?”.

Solicitaciones o emergencias que podrían empezar a formularse desde el enunciado que Paz Rojo, Diego Agulló, Bruno Levorin, Cristian Duarte y Tarina Quelho compartían hace unas semanas en un encuentro en Brasil: “Así no, ¿pero cómo?”. Un reto que por lo menos hoy asumimos en su primera cláusula, pero cuya pregunta final no encuentra la manera de afirmarse ante la gran negativa, tan violenta como desafectada, que ocupa todas las facetas de la vida; aunque puede que lo interesante sea instalarse en el desplazamiento al que nos obliga, un continuo mundar de mundos, para por si acaso, alguna vez ocurre. La escena a veces, potenciada por su naturaleza, anverso y reverso de casi todo lo que puede ser, refleja o proyecta aquellos problemas que habitan las obras o nos hace mirarlas en busca de soluciones. Gerhard Richter, une pièce pour le théâtre de Mårten Spångberg, no fue por casualidad el tema de debate de la segunda semana del Kunstenfestivaldesarts.

Gerhard Richter, une pièce pour le théâtre. Imagen: Anne van Aerschot.

Hace unos días, en la presentación de Movimientos Cósmicos de El Conde de Torrefiel en el Reina Sofía, uno de sus textos contaba la historia de un futuro donde los espectadores necesitarían de obras en las que no pasara nada, teatros o cámaras anecoicas en los que se “clausuraría” la representación en respuesta a una demanda de silencio y vacío. Las personas se sentarían un tiempo, y de vuelta para la vida o lo que haya. Como casi toda ciencia ficción, anuncia y revela alguna fuga del presente. Y es que esta historia podría ser el paroxismo de una serie de prácticas que ya están en juego en muchos trabajos actuales en los que se percibe cierta sensación de vaciado. No de un espacio físico, sino temporal, para lo que la escena, por la especial importancia el presente en su engranaje, es un lugar idóneo, ya que a partir de ella se pueden crear otros tiempos. Por un lado una reacción lógica a las formas de vida de hoy, que de seguir así, cada vez será mayor, hasta que acabemos en aquel futuro que describía El Conde de Torrefiel. Por otro lado, como toda negación, es una oportunidad para decidir qué se quiere afirmar, cómo queremos llenar después de haber vaciado.

Cuando nos enfrentamos a una obra de un artista con largo recorrido, con discursos y prácticas con alta capacidad de afectación, también tenemos que relacionarnos con la tendencia de su marca, con nuestras expectativas. En el caso de Spångberg, del spangbergianism, uno de los think tanks de la coreografía actual, más. Así, al ir a ver un nuevo trabajo suyo, al intentar comprender hacia dónde se dirige ahora, si está en una época más azul o rosa, podemos esperar ver a María Jesús con su acordeón o desprendiéndose de él, que es lo que distingue un “estilo” de una “aventura”, ya que “el estilo es sobre todo cuestión de identidad, una identidad que conquistar, valorizar o conservar. Por el contrario, la aventura empieza cuando se arriesga precisamente la identidad”, según Amador. Gerhard Richter… es contundente, clara, sin concesiones en su planteamiento, y parece que afina y afianza lo que Spångberg venía desarrollando. Aunque es una pieza en la que da la sensación de que Spångberg se dirige a sí mismo, valorizando y conservando su discurso, su “estilo”, no por ello deja de seducirnos, y sigue poniendo en movimiento cuestiones clave.

Al entrar en el KVS, “The Brussels City Theatre”, con 130 años y todas las entradas vendidas, vemos sobre el escenario a modo de linóleo una gran superficie cuadrada de alfombras de piel de vaca con algunas tazas con restos esparcidas. A la izquierda una mesa de cristal con grandes velas encima. Cuelgan dos lámparas como de Zara Home, del mismo material que la superficie elevada que hace de fondo de escena. Convenciones en marcha, como en Francia, queda definido el espacio de la representación, pero quedando éste abierto a otros paisajes a la derecha con una gran proyección de un bosque quieto, o no.

Y es que quizás, en la obra, durante sus casi tres horas, lo que veamos sea un paisaje tras otro, naturalezas vivas o no, o más bien la posibilidad que desaparece frente a cada uno de esos paisajes, casi parafraseando la obra de El Conde de Torrefiel, que con acierto estaba programada el mismo fin de semana, casi como un homenaje velado a Gertrude Stein. Paisajes que se construyen y destruyen a partir de nueve bailarinas excelsas, que moviéndose con lentitud, creando otros tiempos, entran y salen vestidas como de Desigual, se paran, miran, vuelen a bailar, a veces solas, normalmente en cuerpos de dos o más, mientras entre silencios alguien en supuesto diálogo, aunque mirando siempre a público, enuncia textos que se van repitiendo una y otra vez, como los temas musicales que se escuchan en algún lugar a lo lejos. Paisajes en los que después de todo, impera la danza, la danza es lo que se impone en Gerhard Richter… Siguiendo los postulados del spangbergianism, los bailarines convierten la obra una “celebración de la danza” que se emancipa hasta de Spångberg, la coreografía, o el coreógrafo que nos creamos en la cabeza, siéndonos devuelta en todo su potencial.

Así el público, poco a poco, se acompasa con la letanía de la obra, y se produce uno de los fenómenos más interesantes que pueden provocarse en un escenario: el aburrimiento, o lo que Spångberg considera que puede devenir en “pérdida”. Un aburrimiento, una pérdida, que cuando consigue hacerte marchar, no físicamente como hizo con gran parte del público, y luego volver a lo que está pasando, supone la superación del horizonte de sucesos que plantea la obra; el cual, cuando es trascendido, y no es caprichoso, te devuelve a la escena transformado. Ya no se ven las cosas igual, también ellas, como antes del viaje, han cambiado. Una sucesión que alguna vez ocurre, y que Spångberg resume en palabras de Barthes así: “you fall in love, you fall out of love, you recover from love and you fall in love again”.

La pieza nos invita a negociar con la pérdida, el aburrimiento, la negación y la falta, algo que simplemente con el ritmo y las formas actuales pocas veces podemos permitirnos, y que seguramente no hacemos más a menudo porque se pondrían en cuestión los paisajes en los que ésta se desarrolla, como hace consigo misma, y la máquina teatral, Gerhard Richter, une pièce pour le théâtre. Un trabajo inundado por la sensación de que todavía no hay nuevas formas, cómos, o Spångberg no las ha encontrado, o algunos no sabemos producirlas a partir de su propuesta, aunque en el programa de mano se nos invite a hacerlo. En un escenario en el que se presenta un mundo intercambiable, estetizado, sin calados, donde no importa decir esto o aquello, que suene una u otra música, hay una frase de los diálogos que todavía me resuena: “War is over”. Pero, ¿qué guerra?  Porque el mundo que nos presenta Spångberg tiene algo de derrota. Como si de la falta no consiguiera hacer emerger el deseo, o se diera por perdida la necesidad de afirmar otras posibilidades. Pero es precisamente ahí, en el paisaje devastado por la negación, donde se presenta la oportunidad para construir otras formas, mundar otros mundos. Una batalla nada beligerante, que se gana jugando a la afirmación, y que no terminará nunca porque siempre está a punto de empezar, a la espera de librarse en otros campos por inventarse, allí donde alguna vez ocurre. Si no, siempre nos quedarán los cruasanes de Charli.

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DNA (segunda parte): Eduardo Fukushima

Desde Pamplona, a las nueve y media de la mañana emprendo el viaje a Lesaka, a una hora de Pamplona en dirección a Irún. Acompañado de una improvisada fotógrafa, armada con un móvil, que me hará de guía, cuyos orígenes familiares se remontan a estas tierras a donde nos dirigimos, conduzco un coche que el festival DNA ha puesto a mi disposición para que vaya al encuentro del coreógrafo brasileño Eduardo Fukushima y su equipo, que llevan unas semanas de residencia en la Casa de cultura de ese hermoso pueblo navarro, invitados por el festival, rodeado de bellos paisajes y salvaje naturaleza, en un enclave mágico famoso por las brujas que lo poblaban antaño. Atravesamos el espectacular paisaje circulando suavemente por las carreteras navarras. Al cruzar un túnel, en un espectacular giro dramático que no sé a quién agradecer, aparecen las brumas, la lluvia y las nubes bajas que ocultan parte de los verdísimos montes. Ya en Lesaka, después de aparcar el coche, cruzamos un puente sobre el riachuelo que atraviesa el pueblo y penetramos en la Casa de cultura empujando la puerta.

Embalse de Domiko en Lesaka

La puerta que da acceso al teatro donde trabajan Fukushima y los suyos también está abierta, como nos cuentan luego que lo ha estado durante los días que llevan viviendo en Lesaka, para que cualquiera pudiese entrar a ver lo que allí se está tramando (aunque desafortunadamente nadie del pueblo parece haber hecho uso de esa posibilidad, quizá aún no sea tarde para que algún maestro de Lesaka decida llevar allí a sus alumnos). El domingo 21 de mayo, el segundo día del festival, Fukushima presentó su pieza Homem Torto en el Baluarte de Pamplona. Ahora trabaja junto a su equipo en un proceso creativo llamado Titulo em suspensão que presentará al público, dentro de la programación del DNA, el sábado que viene, en este mismo espacio de Lesaka.

Fotos: Oihane Chamorro

Titulo em suspensão tiene su origen en una invitación del artista colombiano Mateo López para acompañar una escultura interactiva expuesta en la Galería Luisa Strina de Sao Paulo, el año pasado. Allí Fukushima comenzó este trabajo apoyándose en el paralelismo entre el color del suelo y el del cielo de Sao Paulo, con la ayuda de la voz de Júlia Rocha, quien le acompaña en esta residencia como asistente coreográfica. El trabajo siguió desarrollándose luego en Alemania, junto al músico francés Rodolphe Alexis, quien ahora también acompaña a Fukushima en esta residencia. En Alemania, el equipo realizó grabaciones sonoras de la voz de Júlia Rocha y de sonidos provenientes de la naturaleza que rodeaba el espacio de residencia. Esos son los materiales sonoros que Rodolphe Alexis utiliza ahora como materia prima para la composición musical, un paisaje sonoro que acompaña el nuevo rumbo de este trabajo, cohesionado e imbricado con el movimiento de Fukushima pero compuesto siempre un paso por detrás de la coreografía y a su servicio. Paradójicamente, como resalta Fukushima en un momento de nuestra charla, ha tenido que viajar a Europa desde su Brasil natal, un país de exuberantes paisajes, para encontrarse con la naturaleza. Por partida doble: primero en Alemania y luego en este selvático enclave navarro. Claro que, aunque brasileño, Fukushima, como tantos otros compatriotas de orígenes japoneses, nació en São Paulo, una megalópolis donde encontrarse con la naturaleza no es precisamente algo sencillo. Es más fácil encontrarse con un helicóptero.

Después de recibirnos y saludarnos afectuosamente en la entrada del teatro junto a Carolina Goulart, quien se encarga de la producción, Fukushima nos pide diez minutos para prepararse y vuelve al teatro. Cuando Júlia Rocha nos invite a entrar Fukushima ya estará en el suelo del escenario, en un costado, vestido para actuar, con una enorme peluca, metido en su papel, en actitud recogida y contemplativa. Júlia nos invita a acompañarle en el escenario, donde también se encuentra la mesa de sonido y luces, y nos propone sentarnos tranquilamente donde mejor nos parezca. No hay sillas. No hay cojines. Deambulamos por un escenario desnudo con suelo negro, elegimos un lugar, nos sentamos en el suelo y nos ponemos tan cómodos como las espartanas condiciones lo permiten. Esa austeridad no es casual, Eduardo Fukushima nos contará más tarde que ha pensado en el papel del público y en las condiciones de contemplación y escucha. Nos invita a que hagamos uso de nuestra libertad y a que nos creemos nuestro propio espacio cómodo a partir de una situación que, a priori, no es la más idónea para esa comodidad. A mi acompañante y a mí, la verdad, no nos importa tirarnos por el suelo. Más bien, nos apetece.

La luz ilumina el espacio central. Cuatro altavoces que rodean el escenario comienzan a introducirnos en una banda sonora sugerente que sabe a naturaleza sin ocultar su artificio, la intervención humana, la composición. El tratamiento del sonido es cuadrofónico, no estéreo. Los cuatro altavoces no están aquí por capricho sino para aprovechar una composición acusmática en cuatro pistas. Se agradece, en esta disposición espacial, por lo coherente de la propuesta, por la sutileza de su elaboración, por el movimiento que genera el desplazamiento virtual de la fuente de sonido por el espacio y por lo poco habitual que es encontrarse en escena con este tipo de tratamientos sonoros que van más allá del habitual y estándar estéreo. Poco a poco, mientras una luz tenue ayuda a que nos abramos a la escucha de este delicado trabajo sonoro, también nos acostumbramos al ambiente de penumbra que reina en el vientre de un teatro que sabemos en mitad de un espacio exterior mágico. Y comenzamos a abrir nuestra mirada a los pequeños movimientos con los que parece que Fukushima despierta de su letargo.

Fukushima viste algo que recuerda a un kimono pero que no acaba de ser ni eso ni el hábito de un monje, aunque el cuello con el que en algún momento llegará a taparse parte de la cara me trae esa analogía como el recuerdo invertido de una capucha. Poco a poco aparecerán de sus mangas unos delgados palos. Esos palos, que Fukushima ha mandado fabricar para la ocasión, serán prácticamente los únicos objetos visibles que se permitirá en escena. Sutilmente se convertirán en protagonistas que irán modificando su significado, y el significado de los movimientos y la presencia de Fukushima, a medida que se desarrolle la pieza. A diferencia de sus trabajos anteriores, esta vez, en escena, el coreógrafo no es él mismo, no es autobiográfico, sino que marca distancias y se aleja de sí mismo (algo que el vestuario, la peluca y, quizá los palos, contribuyen a remarcar) para emprender un viaje, sosegado y contemplativo (hasta que estalla en un frenesí tembloroso y sonoro), más bien quizás con la mirada puesta en el exterior. Un viaje que a veces tiene el aroma de reducción de ciertas técnicas orientales en las que Fukushima se ha educado.

Pero lo curioso es cómo la calidad de movimiento y las herramientas y recursos de Fukushima, brasileño, de 33 años, a pesar de desconocerse mútuamente, me recordó en numerosas ocasiones (no de una manera literal) a diferentes trabajos que desarrollaron hace más o menos diez años, en diferentes momentos, un puñado de coreógrafos en Barcelona más o menos relacionados entre sí: desde Rosa Muñoz a Carmelo Salazar pasando por Sergi Fäustino o Carme Torrent. Un tipo de coreografía que hace tiempo que ya no es habitual ver ni en Barcelona ni en el resto del Estado español, porque la nueva hornada de coreógrafos ahora están en otras cosas o quizá porque la mayoría de esos coreógrafos han desaparecido prácticamente de escena, en unos últimos años ciertamente movidos. Igual que Fukushima tuvo que venir a Europa para encontrarse con la naturaleza, yo tuve que ver ayer el trabajo de un brasileño para encontrarme con el recuerdo de cierto tipo de creaciones que, quizás, a través de ciertas remotas conexiones y algunos referentes comunes, siga desarrollándose en otras partes del mundo.

Este trabajo (que, como Fukushima mismo nos dijo, no acabará de fijarse plenamente hasta que se presente una veintena de veces) es un trabajo de esos en los que, si uno entra y conecta, permite agudizar la mirada, el oído y el resto de nuestros sentidos y, por eso, al salir de nuevo a eso que llamamos realidad, eso que nos espera ahí fuera, quizá suframos la ilusión de que todo es nuevo y diferente a como lo habíamos dejado antes. Y quizá, si nosotros ya no somos los mismos, eso no sea ninguna ilusión.

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La escena es un lugar biológico

Cuando el verano pasado vi que finalmente no iba a subir a Barcelona a ver el último trabajo de Juan Domínguez, Entre lo que ya no está y lo que todavía no está, estuve buscando alguna reseña en internet para ver de qué iba. Tenía curiosidad. El autor llevaba tiempo desarrollando proyectos con grupos de gente que en el caso de la Serie era el propio público, y ahora de repente volvía a ponerse en escena, solo, frente al público, con una especie de monólogo. Es un artista que tiene la capacidad de pasar por formatos distintos y en muchos casos las opciones no dejan de sorprender, como aquel dúo estupendo con Amalia Fernández o esa colaboración delirante con Los Torreznos. ¿Quién iba a decir que Juan iba a hacer una obra con Los Torreznos? Por no hablar de procesos como el que desarrolló con La Ribot y Juan Loriente para al final terminar no saliendo nadie a escena, o el megaproyecto de la Serie Clean room. Y ahora volvía a estar solo en escena. Desde luego no creía que fuera solo un capricho o una casualidad. Es admirable encontrar en alguien que pasa los cincuenta esta capacidad de reinventarse, mirar para atrás, dar un salto mortal, hacer un quiebre y terminar bailando lo que sea…, como dice en su último trabajo, Juan what?

Finalmente encontré una reseña de Quim Pujol, donde sin embargo no contaba nada de la obra, en su lugar desarrollaba algunas ideas que, como él decía, seguramente no tenían mucho que ver con la obra. No recuerdo de qué iban, estaban interesante, pero en aquel momento no es eso lo que buscaba, así que me quedé con el gesto, el de Quim, que ya había conocido en otra versión más vistosa lanzando una botella al mar que contenía la crítica de una obra de Sergi Faustino, y sobre todo mi propio gesto cuando pensaba encontrar uno de esos comentarios tan finos de Quim y me encontré con nada. Sí recuerdo, sin embargo, el comienzo de su texto valorando la trayectoria en general de Juan Domínguez y con lo que concuerdo absolutamente. Me gustó leer esa presentación escrita de forma tan clara y tan rotunda. Intuía de todos modos, por lo que había leído de la obra y por cómo viene trabajando Juan, que cualquier reseña iba a tener que lidiar con esa especie de nada o tiempo en suspensión sobre el que seguramente giraba la pieza. Aún así seguí buscando y encontré otra reseña, menos elegante que la de Quim, que trataba de contar mal que bien lo que pasaba en escena. No me dijo mucho, pero me sirvió, así que traté de ver la obra en la siguiente ocasión que tuve, que fue en Escenas do cambio, en Santiago de Compostela.

A raíz de la presentación en Santiago escribí un texto, que me pidió el propio Juan. Era una suerte de disección de esa especie de nada, que le pasé luego a Fernando Gandasegui y este me dijo de publicarla en Teatron. Yo no veía ese texto en este medio, no tanto por una cuestión de contenido, sino sobre todo de forma. Escribir para un medio u otro, a partir de un contexto u otro, o simplemente como respuesta a una persona u otra, te coloca en lugares distintos desde los que tratas de dar sentido y forma a lo que estás haciendo. Le di algunas excusas a Fernando, pero no fue hasta que me puse a revisar lo que había escrito con el propósito de preparar algo para Teatron que me di cuenta por qué no lo veía ahí, y me puse a escribir este otro texto que estás leyendo, que comienza con ese gesto que se te queda cuando entras a un sitio buscando algo y te encuentras con nada. Por algún motivo este gesto se me vino a la cabeza releyendo aquel texto y me pareció que era la imagen justa para empezar esta reseña. Entras a donde pensabas que había algo y te encuentras con que está vacío. No es cualquier tipo de vacío, es un vacío cuidadosamente construido. Se te queda una cara rara, una mezcla de decepción y sorpresa, que según cómo te lo tomes te coloca en otro lugar. Puede ser un regalo, y también una decepción.

Juan lleva tiempo dándole vueltas a esto del secreto. Toda obra tiene algo de secreto. Yo no creo que desvelar lo que ocurre en una obra destripe de ningún modo un trabajo. Saber que al final de su última obra te termina invitando a tomar un helado, te puede dar una pista de algo, o ni siquiera eso. Es cierto que te puede confundir sin piensas que sabiendo eso ya sabes lo que es la pieza, pero si crees eso quizá lo mejor es que ni vayas a verla. Un secreto consiste en algo que no se puede contar, pero no por fidelidad a alguna causa o persona, sino porque no hay manera de contarlo. Si supieras cómo contarlo ya no sería secreto, porque un secreto lo hace uno mismo y también le hace a uno, es parte de quien lo guarda y lo cuida, pero guardarlo por obediencia o mandato no es guardar nada sino simplemente obedecer. O como decía otro, para qué hacer obras si las podemos contar. Por eso toda obra que de verdad esconde algo es siempre un secreto. A veces ni siquiera lo notas cuando estás viendo la obra, y te viene tiempo después una cierta sensación, o no te viene nunca. O crees que has entendido algo cuando la estabas viendo y después te das cuenta que no entendiste nada, o que no había nada que entender, por lo menos para ti en ese momento. El sentido de una obra no es algo estable, a pesar de que esa estabilidad convertida en forma de autoridad ha sido lo que ha buscado la historia y la crítica y por contagio el medio en general, cuando todos sabemos que el sentido de algo depende de mil factores que están en movimiento, y de lo que menos depende es de la trama, golpe de efecto o sorpresa que pueda esconder el trabajo, porque esto al fin y al cabo es la parte fija de la pieza, la que menos cambia. Tomarse un helado con un grupo de personas es lo mismo ahora, hace veinte años o dentro de medio siglo, pero el sentido que puede tener tomarse ese helado como parte de una obra en un momento u otro puede variar mucho. Esto se podría decir para cualquier expresión artística, pero en el caso del teatro, las escénicas, las artes vivas o como lo queramos llamar, es todavía más evidente, aunque esa misma evidencia lo haya transformado en algo tan inoperante como un tópico, aquel de que cada representación es distinta.

Hace no mucho leí un pasaje de un libro de Koselleck donde refiriéndose al mundo de las logias masónicas del siglo XVIII decía que el secreto de la fraternidad era el arcanum. Afirmar que el secreto de una obra es también un arcanum puede sonar a lugar común dentro de la tradición romántica del arte, distinto sería si dijéramos que la fraternidad es el secreto de una obra. Esto está a punto de convertirse también en un lugar común, pero de un romanticismo de cuño más reciente, el de la época de los afectos, las políticas sin política, el procomún y el capitalismo emocional. El problema no son los tópicos, de los que alguien por otro lado dijo que son una verdad repetida mil veces, sino la historia. La historia de los tópicos y de las obras y de los que hacen las obras y de los que ven las obras. Y la historia no es un secreto, es básicamente una putada, pero una putada que no queda más remedio que asumir, porque o bien te haces cargo de ella o ella se hace cargo de ti, que es lo que inevitablemente va a terminar pasando, pero mientras tanto estamos ahí. Es una putada y es también una oportunidad, una maravillosa oportunidad, o si no maravillosa, al fin y al cabo la única oportunidad que tenemos, en otras palabras, como se dice en algún momento en Entre lo que todavía no está, “nada se ha terminado, tenemos que continuar”. La pregunta es en todo caso cómo, cómo continuar, en esto consiste a un nivel muy esencial, pero también por ello decisivo, lo de las escénicas, en decidir cómo te colocas en escena, cómo te diriges al público, si le hablas directamente o pasas de él, cómo le miras y cómo dejas que te miren, cómo sales vestido, si te mueves o te quedas quieto.

Así salía, por ejemplo, Juan Domínguez hace quince años:

 

 

 

 

 

Así sale ahora:

 

 

 

 

 

La primera imagen es de Todos los buenos espías tienen mi edad, otro solo de tipo autobiográfico, una de sus primeras obras, que quince años después todavía continúa haciendo. Esta obra, a la que André Lepecki le dedicó un capítulo de su libro Agotar la danza, se convierte en un referente de algo que en algún momento vamos a empezar a identificar como danza conceptual, un término tan desafortunado como aquel otro que saldría poco después de teatro posdramático. La repercusión de esta obra, salvando todas las escalas, sería comparable al trabajo de Jerôme Bel, The show must go on, en el que el propio Juan Domínguez participó más o menos por aquellos años, y que aún hoy se sigue haciendo con distintos elencos de cada ciudad. La utilidad que términos como danza conceptual o teatro posdramático tuvieron en su momento se volvió rápidamente en su contra, porque estaban tratando de definir lo que pasaba a finales de los años noventa con perspectivas de los años sesenta, y así no había manera de ver para dónde iban las cosas, sí quizá de donde venían, pero no hacía donde iban, que era para lo que en realidad se estaban utilizando, y en ese sentido hay que reconocer que el francés lo tuvo más claro, aunque es verdad que el pasado que tenían a sus espaldas uno y otro era muy diferente. Lo cierto es que aquel trabajo de Jerôme Bel, como algunos otros que ha hecho recientemente, tienen más que ver con esta última producción de Juan Domínguez que con aquella otra de sus comienzos. Pero como digo el tiempo pasa para todo y para todos, el tiempo nos hace y lo hacemos. Es por eso que tampoco se ve hoy The show must go on como se vio en aquel momento con el horizonte de fondo de la “danza conceptual”, como tampoco verá del mismo modo la gente que tenga todavía la oportunidad de asistir a esa joyita que fue Todos los buenos espías tienen mi edad y los que la vieron en el momento de su estreno pensando en el salto mortal que suponía ese trabajo en relación al ámbito de la danza contemporánea del que provenía el autor.

En aquel texto que tenía escrito me dedicaba a analizar las diferencias entre una y otra obra, trazar el camino que iba de una imagen a la otra, qué cosas habían cambiado, cuáles seguían iguales, dónde estábamos antes y dónde estamos ahora. Pero como decía antes, para un medio “interactivo” -como se suele decir- como este, incluso si esa interactividad se quede a menudo en una proyección imaginaria, pensé que prefería plantear preguntas más que tratar de dar respuestas. Cualquier texto es una suerte de diálogo con no sé sabe quién, que al final en algún punto es siempre uno mismo. Sin embargo, ese “no sé sabe quién”, que no por imaginario resulta menos real, es distinto según para dónde escribes, aunque Susan Suntag le dijera una vez a Juan Domínguez, según nos cuenta en algún momento de la obra, que no escribía porque hubiera público, sino porque existía la literatura. Convertir al público en un elemento más de un sistema de comunicación fue solo un modo histórico, característico del horizonte intelectual del Estructuralismo de los años sesenta y setenta, de tratar de resolver la incógnita que el arte, como la política, nunca va a tener resuelta, la incógnita de los otros, del para quién o para qué. Al final lo cierto es que cualquier cosa puede terminar saliendo en cualquier medio y presentándose a no sé sabe quién, más aún desde que tenemos internet, pero esto no evita lo anterior, el hecho de que uno salga a escena de una manera u otra dependiendo de cómo se imagina el lugar al que va y la gente frente a la que se va a colocar. La empresa está llamada al fracaso, o como decía mi amigo Agamben, ser contemporáneo es asistir a una cita a lo que solo se puede faltar, que luego algún gamberro cambió por follar. Y a la cita de la escena, que es finalmente la cita con la historia, con un presente, un grupo de gente y una situación concreta, no tenemos más remedio que salir a faltar, faltar en relación a tu propio horizonte histórico, el marco en el que trabajas, las reglas de producción que te convierten en un producto más, si realmente queremos estar donde queremos estar, en un lugar que aún no conocemos porque está por hacerse, y no donde ese mismo contexto, situación y convención nos obliga a colocarnos. La historia ya la conocemos, tenemos la suerte de poder leer en el siglo XX como si fuera un libro abierto. Esta es la lectura, por ejemplo, que hacía Benjamin condensada en un dibujo de Paul Klee:

 

 

 

 

 

 

Esta historia, como digo, ya la conocemos, al menos en algunas de sus versiones ya contadas. Si alguien quiere leer el texto que acompaña al dibujo lo encuentras fácilmente en internet, es como el padre nuestro del siglo XX, es la novena tesis sobre filosofía de la historia de Benjamin, escritas poco antes de suicidarse en España temiendo que iba a caer en manos de los nazis. Asumir este escenario no significa ser contemporáneo, por más que citar a Benjamin se haya convertido más que en una moda en un destino, significa simplemente asumir un pasado como algo ya hecho y que se va a repetir de forma inevitable. Ser contemporáneo supone, sin embargo, volver a ese escenario y cagarla un poco, por ejemplo así:

 

 

 

 

 

 

Benjamin es una de las referencias de una larga serie de amigos reales e inventados, pasados y presentes, a los que Juan Domínguez va echando mano a lo largo de su obra y a los que agradece al final nombrándolos uno a uno el haber estado ahí en algún momento de su vida. Le faltó citar, si acaso, a Juana de Arco. En el caso de la cita del Ángel de Klee ya no se trata de un ángel, sino de un actor, él mismo, que mira al público, que es el pasado, del que se aleja el intérprete atrapado por la corriente del progreso, pero este ángel ya no ve solamente las ruinas y desolación que deja la tormenta del tiempo, también ve a su vecina o al perro de su vecina, ve risas, ve gente gozando, ve una monocicleta rosa y muchas cosas más que van quedando medio olvidadas en el tiempo. La obra supone una mirada atrás, como también la había en Todos los buenos espías, supone también la construcción de un lugar presente, escénico, y una cierta proyección hacia al futuro. Estos tres elementos están inevitablemente entrelazados, cada uno depende del otro. Si en Todos los espías el público era el futuro (de una idea, de un proyecto o de una obra), en esta última el público ocupa el lugar de un pasado que congela al artista en una imagen, un nombre o una identidad. La construcción de un escenario implica no solamente arrojar un presente a un umbral de inestabilidad, sino también un modo de asumir lo que ya pasó y en cierta forma de abrirse a lo que pueda pasar. Entre una y cosa otra tenemos el presente, un presente más incierto, frágil, detenido y desconocido en este último trabajo, menos conceptual, pero paradójicamente más filosófico en sentido etimológico, con más amor por un saber que es en definitiva un saber vivir como espacio de desconocimiento y reinvención frente a los demás, un espacio para amar, como dirá en algún momento de una obra, más cercana en ciertos momentos que aquella otra del 2002, aunque infinitamente más lejano y oscura en otros. Tiene algo de la lejanía de la muerte, del que está dejando de estar, que es la lejanía que impone la escena, un espacio de muertos, o al menos de ausencias que la obra, como el Ángel de Benjamin, trata de revivir, de hacer presentes.

Lo que ha pasado entre una obra y otra, por un lado, es evidente, son los 14 años que separan el dejar de ser joven para empezar a ser viejo. Pero esta es solo la parte biológica, la más evidente, solo aparentemente más fácil de entender, en cierto modo la más universal. Falta la otra, la más difícil, el lado histórico. Una y otra, sin embargo, no van por separado. La escena es un lugar biológico, pero es por ello también el punto ciego de la historia, la fisura que se abre entre lo ya fue y lo que todavía no es, un lugar delicado. Esa fisura es una oportunidad, es el momento en el que hay que jugársela, puede ser la parte más divertida, también la más jodida, de ahí viene lo de ser un fisurado, que es alguien que se quedó atrapado en la fisura, el único momento que finalmente cuenta. Lo demás ya está hecho o está por hacerse. El problema es que es también el momento menos visible, y por ello el más secreto. Estas dos obras implican modos distintos de hacerse cargo de esa fisura, de ese momento entre medias. Juan Domínguez tiene la virtud de haber ido tocando a lo largo de sus obras notas claves de la escena, y esta del momento fugaz que se abre entro lo que ya no está y lo que todavía no está es, sin duda, una de ellas. En el 2002 construyó un mecanismo que funcionaba de forma automática, lo que luego se iba a divulgar con el término de dispositivo. Esa obra era un verdadero dispositivo, un aparato de lectura en el que el intérprete, identificado entonces con la figura del bailarín, a pesar de, o más bien justamente, por estar vestido con traje y corbata (más interesante es entender que todavía siga identificado con esa figura), cuya “coreografía” se limita a estar sentado en una mesa frente al público pasando textos que se proyectan sobre una pantalla. Al final de la obra se levanta y se pone una máscara con el aspecto que tendría cuando llegara a los sesenta años. Pero la coreografía no acaba ahí evidentemente, esta consiste en el viaje del público a través de palabras que hablan y se presentan como cosas, sensaciones, aventuras e ideas, espacios y tiempos durante los meses previos a la obra, describiendo una línea temporal que de forma imprecisa va avanzando hasta el momento justo en el que entraría el público y empezaría la obra real. El público lee los textos y leyéndolos se hace presente. Es un viaje interior a través de una situación presente, un momento íntimo de lectura compartida. Viaja con el artista a lo largo del proceso, recorre ese tiempo pasado, se encuentra imaginariamente con él, que funciona como una suerte de operador, presente y ausente al mismo tiempo, una función más del dispositivo. De hecho es una de esas obras que fácilmente podrían funcionar en plan de franquicia, o como se suele decir, performance delegada (apunta la idea, Juan). Algo mucho más difícil de hacer con esta última, y que de llegar a hacerse iría transformándose en obras muy distintas dependiendo de quién fuera el intérprete (un experimento que por otro lado podría ser interesante: distintas personas colocándose Entre lo que ya no está y lo que todavía no está), pero no serían distintas obras porque el helado estuviera mejor o peor; el secreto no está en que un grupo de personas se tomen un helado juntos, sino en un cuerpo que se pone en relación, que se abre, juega, se esconde, se acerca y se aleja, se expone, te seduce, se protege, se ríe, probablemente disfruta y sobre todo está, está con el público, para terminar haciendo nada o casi nada, una nada cuidadosamente construida, hilvanada de actitudes, emociones y tiempos que se van modulando.

El interior de la obra, ese espacio entre medias, es como uno de esos vacíos que uno siente cuando entra en un lugar buscando algo y se encuentra con que no hay nada o casi nada, y sin embargo no deja de encontrar algo, quizá simplemente a uno mismo o a nadie, o un tiempo muerto, o a otros que ya pasaron por allí, o un pasado que no conocía o una oportunidad que no se esperaba, o vete tú a saber qué, para eso va uno al teatro, para encontrarse en medio de algo que no sabes lo que es, o al menos algo distinto de lo que podrías haber esperado, distinto no por sorprendente, espectacular o extraordinario (eso es justamente lo que nos han enseñado a esperar), sino porque es nada, al menos nada que se pueda contar fácilmente, una nada difusa, el secreto que unos cuantos deciden que sea secreto, como la experiencia compartida de un grupo de niños degustando en silencio el helado con su tío, y por eso es secreto, porque quieren que lo sea. Esta voluntad de guardar algo, de cuidar un momento, es el comienzo de una historia cuyo único sentido es tener algo que viviste y te unió a otras personas, algo especial no por diferente sino porque fue lo que fue, algo que no se puede contar fácilmente, algo que cuidar, la forma más básica de inventar algo, el barro de la fraternidad; pero por otro lado, y abusando de Koselleck, diría que ese secreto protege también la promesa de felicidad de un sistema de producción que antes se llamaba capitalista y que ahora que hasta los afectos son capitalistas ya no sabemos cómo seguir llamando, y que ha terminado sustituyendo el presente de la historia por la historia de un presente previsto antes de que pueda tener lugar, como si fuera un producto más de esa historia que es también un secreto vivido por cada uno de forma distinta. Por eso también Benjamin decía que había que utilizar el propio ensueño en el que nos sumerge el capitalismo para despertar de ese mismo sueño convertido en pesadilla. Pero como dije al comienzo, prefiero cortar aquí este recorrido y retomar la pregunta inicial para que cada cual encuentre, si acaso, alguna respuesta. Alguien dijo que el teatro era como una brújula para ver dónde estábamos. Si esto es verdad y reconstruimos mentalmente la obra del 2002, la ponemos junto a esta última y nos preguntamos qué ha pasado en esos quince años, qué cosas han cambiado, cuáles siguen igual, qué nos ha pasado, dónde estábamos y dónde estamos, qué podríamos responder.

ENCUENTRA LAS DIFERENCIAS

Ayer vi de nuevo la obra en Madrid. Es raro volver a ver una obra de la que te has llevado una determinada impresión, y percibirla igual y al mismo tiempo tan distinta. Es como estar delante de unos hermanos gemelos, iguales y totalmente diferentes. Ayer Entre lo que ya no está y todavía no está había más silencio y más vacío y más ausencia, había más falta, falta de faltar, de no estar o no llegar a tiempo o haberse ido ya. Había menos risas y más ceremonia, quizá también más muerte. El teatro, y en esto da lo mismo el antiguo y el moderno, el dramático y el escénico, tiene una carga de rito que es uno de sus elementos más poderosos. Ayer se me mezcló la imagen del público haciendo cola para recibir el helado con la de los feligreses yendo a comulgar, aunque ya no fuera por fe en un dios trascendental, sino en un momento compartido que se consume en lo que tarda uno en comerse un helado. Ah, y sí estaba Juan de Arco al final. Se apareció.

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