L’elefante indiano non teme le zanzare
Malatesta
Prolegómeno
Llevábamos años sin ver los trabajos escénicos de Liddell en Madrid. Desde el 2014, exactamente. Tan sólo en el 2017 pudimos disfrutar de su instalación fotográfica “Via Lucis” en el CDN dentro del Festival El lugar sin Límites. Madrid no sabe nada del Ciclo de las Resurrecciones (tres obras realizadas en 2014 y 2015); y nada de su “Decameron” o su “Orgullo de la nada” ambas realizadas en 2016.
Su decisión, tomada en 2014 y que englobaba el no venir a ningún teatro de España se basaba en el poco respeto y profesionalidad con el que se la trataba aquí, algo que se había hecho patente trabajando fuera de España y que le había hecho sentirse “lesionada”. Bien, yo creo que también hubo una pequeña desafección con parte de un público fiel que la seguía desde sus inicios y que Liddell no llegó a comprender o no quería más bien lidiar. Algo que por otro lado me parece comprensible: ese afán del que conoce por desdeñar al que se despega es harto paleto y poco aguantable, la verdad. Pero también esconde un viraje de las obras de Liddell en su trilogía china que eran poco entendibles por un espectador que no sabía bien encajar la “fórmula” en las obras de Liddell, aunque entendiese las necesidades de “internacionalizarse” de una compañía que venía bregando con la precariedad y la exclusión de toda programación en España durante más de veinte años. Hubo cierto público al que le costó aceptar el rito escénico que ahora se da en sus obras con gente “fan” que le ríe las gracias que exactamente están allí puesta para eso mismo. Aquella trilogía fue, creo, confusamente digerida por Madrid. Si bien amplió el público de Liddell también aquello enturbió la comprensión de su obra por parte de un sector del público madrileño.
Pero ahora, en este nuevo Madrid de presidentas idas, de directores que renuncian y de cartelera profusa llegaba su última trilogía, la “Trilogía del infinito”: «Esta breve tragedia de la carne» de 2015, «¿Qué haré yo con esta espada?» de 2016, «Génesis 6, 6-7» de 2017. Ya hemos podido ver las dos primeras. Hoy veremos “Genesis 6, 6-7”.
Comenzó el asunto para este espectador que escribe, el 23 de mayo, día en que Liddell estrenaba “Esta breve tragedia de la carne”. Periodistas, programadores, gente del teatro, alboroto, Remón en una sala, Rigola con su Pasolini de Cunill en otra, El Conde de Torrefiel llegando para su estreno del sábado, los eternos Oligor también preparándose… Y gente en el bar hablando de las alucinaciones octogenarias desde Tabarnia, de la maravilla que ha hecho Mónica Valenciano, del encuentro de programadores del mismo Matadero (que parece han trabajado en consonancia con Teatros del Canal para que asistiesen a este pseudo-Radicals que montó Rigola). Actividad de la sociedad “gentrificada” del teatro moderno, “ya en Madrid vemos lo que ven en otras capitales europeas”, parecían decir los rostros de los asiduos espectadores de la programación de este año de Teatros del Canal… Uno se pregunta a qué precio y con qué continuidad, pero bueno, Canal bullía y uno pensaba: distracciones, distracciones de lo verdaderamente importante que no era otra cosa que lo que pasó en la Sala Verde de Teatros del Canal: el estreno en nuestro país de “Esta breve tragedia de la carne”.
Frontispicio
Y así entré en ese frontispicio de 50 minutos, metrónomo de imágenes, bautismo de Liddell convertido en acto amoroso a su Romeo.
Aparece en escena un monje zurbariano sin rostro y con lentitud de ritual dispara tres flechas al infinito cielo del teatro, apuntando quizá a la “diabla”. Momento inaugural de la decisión que Liddell abre con esta “Trilogía del infinito”. Hay imágenes que son síntesis y frontispicio en la creación de un artista o del mismo devenir del arte en el ser humano. Contaba Andres Malraux el momento rompedor, revolucionario, de aquel escultor del medievo que por primera vez se atrevió a tallar la cara de Cristo, o de aquel escultor del románico que por primera vez esculpió a una virgen sonriendo… A partir de entonces ya nada fue lo mismo. Algo de esto hay en esta imagen de arquero apuntando a la transcendencia en el comienzo de la obra. Por un lado, define el acto volitivo y definitorio de Liddell frente al teatro semejante a aquel primero libro de Ernst Bloch en el que sostenía frente a la verdad científica que la lluvia no caía del cielo a la tierra, sino que caía hacia el cielo. Y por otro, esta imagen es síntesis del momento de cambio en el teatro de Liddell en el que la “imagen” cobra una posición e importancia diferente en el lenguaje de esta creadora.
Liddell, con silencio expectante, manifiesta en esta imagen varios conceptos y decisiones que estarán presentes en (por ahora) las dos primeras partes de la Trilogía: la importancia de componer a partir y en base a imágenes; y la indagación en esta trilogía de un teatro de la trascendencia frente a un teatro de la razón. Algo que se convertirá en misa negra “lautreamontiana” en «¿Qué haré yo con esta espada?» pero que en “Esta breve tragedia de la carne”, pieza donde casi es inexistente la palabra hablada o escrita y predomina la imagen, vuela con mayor ingravidez y luminosidad.
Parecen sobrevolar en esta pieza dos motores principales. Uno manifiesto y proveniente de la poesía: Emily Dickinson. Y otro escénico: Romeo Castellucci. Con el universo de la Dickinson (soledad, determinación hecha palabra y deseo que quiere sobrevivir ahogado bajo el reino del puritanismo colonial calvinista), Liddell comienza a trabajar sobre un imaginario propio, con imágenes que son apariciones alucinadas con las que Liddell decide ir trabajando, con imágenes que en un comienzo no tienen significado pero con las que se decide jugar con su materia, hacerlas espacio en el teatro: unas abejas con apicultores con síndrome de down, unos puritanos mutilados, un pene escultórico y dorado que Liddell engulle con su clítoris y con dolor en la segunda escena de la obra, la imagen del hombre elefante corporeizada en el actor Fabian Augusto, dos planetas negros que arden y dos gemelas rubias vestidas en rojo Kubrick que mesuran y retuercen el espacio (Paola Cabello Schoenmakers, Sarah Cabello Schoenmakers).
Las imágenes se van construyendo, conversando, habitando el escenario en una luz clara y renacentista que continuará en la siguiente pieza «¿Qué haré yo con esta espada?» y que con modestia y sin alaracas va introduciendo Marquerie y David Benito.
Comentario detallado merecen los dos planetas negros que dominan colgados del techo en la escena. Su perímetro se enciende en escena y durante mucho tiempo sus llamas van goteando la grasa que los ilumina sobre dos sábanas que en la parte final de la pieza serán colgados como estandarte de dos países inversos. Uno de ellos, el que en sábana queda transformado en circunferencia plena y negra, será icono, símbolo de la segunda pieza de la obra: «¿Qué haré yo con esta espada?».
Pero estos dos planetas negros, estos dos universos que son espejo inverso el uno del otro, enlazan con otro de los elementos de esta obra: Romeo y Julieta. Una historia de amor en la que entra en juego el alma solitaria de Liddell, y por ende de Dickinson, pero que en esta pieza (no como en otras más autobiográficas de Liddell a través de sus textos) queda en penumbra y no identificada. Y que incluso Liddell, en un movimiento solipsista y oscurecedor, entrelaza con el hombre elefante o acaba transformando a Romeo y Julieta en dos de los apicultores que se declaran amor furtivo en escena. Toda una deformación esta de ir mezclando la figura de Romeo y Julieta con dos actores a lo Pippo del Bono (de quien fue fan Liddell declarada), que me imagino es polisémica pero que por la manera de deformar a la inversa de la Liddell, por el tiempo en que está creada la pieza y por el final de la misma, retrotraen en todo momento a Castellucci.
Si obviamos la deformación escénica a la que somete Liddell las figuras y los temas que introduce en sus obras se nos apercibe esta pieza fundadora de la «Trilogía del Infinito» como un canto de respeto y amor al trabajo y los postulados teatrales basados en la belleza y el espíritu del italiano.
Ese final con Liddell dentro de una cabina inundada de abejas me retrotrajo a la pieza presentada en Avignon en el año 2009: “Inferno”. Este final es en sí un oximorón de aquel en que en la Corte de los Papas veíamos a niños jugar dentro de una cabina aislada e ignorante de la torva de cuerpos innumerables y condenados que rodaban por escena sin cesar. El final de Liddell es opuesto: uno de los momentos más oscuros de Castellucci se convierte posiblemente en una de las imágenes más luminosas de todo el teatro de Liddell, una Liddell aislada buscando la belleza, feliz, salvada de la condenación por el acto poético. Así comienza la trilogía, con una salvación. Estupefacto y maravillado estaba yo en mi butaca ante tal acto soteriológico de la bruja negra del teatro hispano. Acto seguido sobre la cabina se proyectaron unas palabras que eran otra vuelta de tuerca, otro oxímoron, otro espejo invertido para con el trabajo de Castellucci. Si Castellucci comenzaba su “Infierno” de Dante (otra de las figuras clave en las dos obras ya estrenadas por Liddell en Madrid: Dante y su Infierno -perdonen la cita continua pero el trabajo de Liddell campa hoy en la acumulación referencial-) con unas breves palabras: “Je m’apelle Romeo Castellucci”, Liddell terminará su pieza con estas otras: “Mr. Merrick, you are not the Elephant Man, you are Romeo”.
El final de la obra fue contestado con un respetuoso pero no entregado aplauso. El público, variopinto y plural (las tres obras llevan con el cartel de “no hay entradas” desde hace meses) parecía un tanto contrariado: ritmo lento, sin aspavientos, sin violencia, sin palabra, luminosos… Queda en mi memoria una obra para ir masticando durante largos días, abierta y fundacional; y aventuro que en ella podré encontrar muchas de las claves que me permitan entender el teatro de Liddell que nos viene.
El cielo estrellado inverso de: «Qué haré yo con esta espada»
Así, masticando abejas en estómagos puritanos llegamos al sábado en el que ya en la sala grande de Teatros del Canal llegaba el momento más esperado de Liddell en Madrid, el estreno de «¿Qué haré yo con esta espada?». Confabulación mística, la obra comenzó 15 minutos antes que la sempiterna final de la Champions madridista. Una obra que duró, con tres intermedios y aplausos finales, cinco horas y pico y en la que Madrid se entregó a la densidad escénica de una Liddell excesiva y mística.
Pero antes de entrar en este obrón lleno de meandros y lagunas estigias quepa un agradecimiento a la editorial la Uña Rota y a sus dos últimas publicaciones: “Trilogía del infinito” y “Una costilla sobre la mesa” (libro último de poesía de Liddell).
Es un verdadero regalo poder estar enfrentándose como espectador a una obra tan compleja como «¿Qué haré yo con esta espada?» y al mismo tiempo poder leer en un libro perfectamente editado y concebido un texto que desborda la escena de tal manera. El libro contiene muchísimos más textos que la pieza escénica, un diario extenso que no está en la pieza, por ejemplo, que dan muchas más pistas del universo de donde nace esta pieza y de las elecciones escénicas que Liddell ha ido haciendo. Además, me reitero, está muy bien editado (cuerpo, separatas, concepción, portada, materiales, puntuación, sangrías, etc.). Algo que es complicado y muchas veces pasa desapercibido.
Campus Stellae
Hablábamos de la importancia que ha tomado la imagen en la creación de esta creadora. No quiere decir que antes no se trabajasen imágenes en su teatro, sino que ahora operan de manera diferente y hacen mutar el lenguaje escénico de Liddell en muchos momentos. Ese tratamiento de la imagen, que relacionábamos con Castellucci en la anterior pieza sigue aquí presente, mezclada con el universo del cineasta Kōji Wakamatsu (antecesor gore de Kitano en el cine japonés), pero enraizándose aún más en el mundo pictórico gótico y renacentista del italiano. No es baladí el suelo elegido de esta obra, ese suelo en el que va a trascurrir estas cinco horas de misa negra donde los santos serán los asesinos, donde el escarnio será adoración, donde la ley será simple mediocridad cobarde. La quincena de actores y bailarines pisarán, accionarán, botarán, gemirán, se correrán y sangrarán sobre un suelo que no es otro que un campo estrellado invertido. Un campo estrellado que no está en las bóvedas de nuestras iglesias sino sobre el que se pisa y se funda un mundo nuevo, una religión como en España se fundó la religión católica, apostólica y romana sobre el campo estrellado de Santiago.
Sobre ese campo estrellado comenzará la adoración de la mítica, el infinito, la belleza, el alma y sus santos negros.
Pablo Caruana