La industria barcelonesa del entretenimiento

A veces, en un ataque de melancolía irremediable, entro en uno de los clásicos locales de la noche barcelonesa no tanto para solazarme como para disfrutar de la alegría por el mal ajeno que me procura la visión del alborozo industrializado. A la afligida sospecha de que podría ser mi avanzada edad lo que hace que los lugares de entretenimiento me parezcan tristes se opone el hecho objetivo de la monotonía indescriptible de la vida nocturna internacional. En realidad, todo el mecanismo con el que se hoy se crea y se transmite la alegría parece tanto más simplificado y transparente toda vez que la naturaleza humana, para divertirse, se ve obligada a recurrir a un material de entretenimiento externo. Es como si, grosera y uniformizada, esta industria de la diversión creara incluso en las grandes ciudades del mundo el tipo estándar de noctámbulo, con unas necesidades rigurosamente tipificadas y sumamente simples que hay que satisfacer conforme a unas reglas extremadamente sencillas. Sobre las ocho de la noche, pues, la imagen que ofrece un bar de Barcelona, París, Berlín o Praga es muy parecida, y yo pienso en Joseph Roth y en esto que escribió hace casi cien años en un texto titulado La industria berlinesa del entretenimiento que me apropio y tuneo para iniciar de alguna manera estar crónica de mi paso por el Antic Teatre el pasado sábado.

Como digo, es sábado por la noche. Hay más gente en el bar que en el teatro. Lo normal. Nos hemos vuelto muy cómodos. Cuesta apostar por un creador desconocido, una obra poco publicitada o una propuesta sobre la que no sabes casi nada de antemano ¡Hacen falta espectadores curiosos! El odio a la música empieza puntual. Una joven performer, Almudena Vernhes, activa cuatro metrónomos mientras un menos joven músico, David Fernández, se desnuda y se sienta frente a un clavicémbalo. Leemos en pantalla textos sobre unas supuestas bestias musicales que vivieron en Berlín en el siglo XVIII que convertían el acto de interpretar música en una suerte de deporte de fuerza. Al rato el músico empieza a moverse alrededor, encima, debajo del instrumento. Lo levanta, lo desplaza, lo cambia de lugar. Se funde con él en una danza que lo lleva al límite de la resistencia física.

Recuerdo algunas de las frases proyectadas:

La cultura es un adorno moral.

El arte una forma de vanidad con prestigio.

Osama Bin Haydn.

Johan Sebastian Ternera

En la segunda parte, el músico toca distintas piezas de Bach, Couperin o Pachelbel mientras la performer, tras presentar formalmente el tema, ejecuta unas acciones de sadismo sobre el cuerpo del intérprete. Le golpea latigazos, le quema el pelo, le ahoga con una bolsa de plástico o estira con fuerza una soga atada a su cuello. Llegados a este punto parte del público no puede soportarlo más y se levanta, violentado. Se van rápidos, casi corren, como si no pudieran aguantar ni un segundo más la rudeza, la virulencia, la tosquedad de un montaje que no puede gustar ni satisfacer los deseos más ocultos. Dolor, placer, sadomasoquismo, virtuosismo y la figura de Angélica Liddell sobrevolando la atmósfera y regalándonos unos momentos de dulzura vía teléfono.

Termina la pieza.

Leo en alguna red social lo que publicó María Velasco sobre el día que el filósofo Santiago Alba Rico fue al Teatro Español a ver La Espuma de los días, y lo que les dijo: «Has actualizado a Boris Vian desde su propia entraña: has escrito una bofetada existencialista contra el capitalismo y el liberalismo (…) No debes fiarte de nadie que te diga que tu obra le ha encantado. No puede encantar: no debe encantar. Debe producir urticaria; después que cada uno se la rasque como pueda”.

Me parece que David Fernández logra algo parecido en El odio a la música. Aunque más que urticaria, te quedas con algunos morados en la piel después de la hondonada de hostias recibidas. Una sarta de golpes contra la autocomplacencia, el ego o la vanidad en la creación contemporánea, de los que toca huir por los caminos de la risa protectora o regresando a la “realidad” conocida de las calles del centro de Barcelona.

Unos día después busco información sobre David en su web y me topo con este post publicado pocas horas antes de la tercera función, la del sábado.

“Es jodidamente duro atravesarte Europa por carretera y pasarte meses preparando una pieza en la que lo das todo, además del ingente esfuerzo de todo el equipo del Antic Teatre, y que luego vengan a verte 8 personas por día. Guau. Se me había olvidado el secarral que es el teatro alternativo en España. Joder… vengo de tocar en Alemania en salas sinfónicas repletas, y llegas aquí a una sala de 70 personas y no viene ni el tato. Pero aún me quedan fuerzas y rabia para resistir, es lo que hay.

Se me olvidó dar las gracias a Sanja, joder!! Ella es la que lo lleva todo en el Antic Teatre!! Aunque nunca sé si odia a los artistas tanto como aparenta, o ese odio es solo un amor revenido y contenido. Además me trajo un bombero al estreno. Hay una escena en la que me queman el pelo. Así que ni corta ni perezosa trajo a un maromo super majo, “hola soy Jordi”, que se sentó en primera fila. “Estaré aquí con una toalla húmeda, si te ves desbordado grita Jordi y yo saldré a apagarlo, estoy acostumbrado”. Pobre bombero, supongo que en su puta vida se había visto en semejante percal ¿Qué pensaría cuando vio arder mi cabeza en llamas? Hubiera pagado por ver la conversación al día siguiente con sus compañeros: Tíos, ayer estuve en un teatro y había un tío que le prendían fuego el pelo y la cabeza le ardía mientras tocaba el piano. Lo dejo.

Hoy vamos a por la tercera función, va por ti Angélica!!!”

En otra entrada anterior David se pregunta si es lícito usar las cartas que intercambió con Angélica Liddell hace más de diez años. Me he hecho la misma pregunta alguna vez antes de escribir un libro y me he respondido que sí, que a pesar de los daños colaterales debo asumir mi barranco. La vida y el arte mezclados, ése es el desafío, sospecho, de algunos artistas, como David Fernández, madrileño, afincado en Berlín, violoncelista, compositor, creador escénico, diletante…

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Cruce de disciplinas contra el secuestro de los saberes expertos

A estas alturas de la película un festival, una feria o un encuentro profesional centrado en la creación artística interdisciplinar no debería ser nada extraordinario pero me temo que aún lo es, y mucho. La tercera edición de 948 Merkatua, una iniciativa del Gobierno de Navarra, celebrada durante el 20 al 22 de noviembre en Pamplona, ha sido un poco todo eso: festival, feria y encuentro profesional dedicado a la creación artística interdisciplinar. Durante tres días, por las mañanas, los profesionales acreditados han asistido a charlas, conferencias y talleres en el centro de arte Baluarte, en las que han participado como ponentes una muestra representativa de profesionales del circuito de las artes contemporáneas que comparten esa falta de prejuicios sobre la pureza disciplinaria, gente que cree que, adentrados ya en el siglo XXI, lo que toca es abrazar la creación, sin más adjetivos, provenga de la disciplina que provenga, e incluso, ya que la inercia actual ofrece una considerable resistencia ante los cambios, incentivar activamente la mezcla y el mestizaje de disciplinas, algo que se da de manera natural en cualquier ámbito creativo desde hace décadas pero que aún dista mucho de haber conseguido normalizarse en los circuitos oficiales, siempre dispuestos a dividirlo todo en categorías que tengan una tradición de, como mínimo, medio siglo.

Además de estas actividades para profesionales, 948 Merkatua ha presentado durante estos días una programación de exhibiciones artísticas gratuitas abiertas al público general, en Baluarte y en algunos otros espacios de la ciudad de Pamplona, con especial atención a la creación navarra pero abierta también a artistas de cualquier procedencia. Estuve en 948 Merkatua durante un día y medio. Esto es solo un breve repaso de algunas de las propuestas que me encontré.

Entre esa creación contemporánea navarra lo primero que encontramos es a Lorea Alfaro y su No lo banalices, una intervención en Baluarte presidida por una enorme pantalla de vídeo en la que observamos a la propia artista, en un primer plano de su cara, mirando hacia el visitante, en silencio, mientras sus manos, en las que observamos sus uñas pintadas a dos colores, se mueven componiendo una coreografía alrededor de su rostro. En el vídeo vemos, detrás de ella, otra pantalla donde se proyectan otras imágenes, mientras que delante de la pantalla desde donde se nos muestra Lorea Alfaro, en el suelo de la sala, encontramos más imágenes femeninas impresas a gran tamaño, como también son imágenes las que cuelgan en las paredes de cristal del edificio de Baluarte, justo a nuestra espalda, imágenes al trasluz que podríamos confundir con cualquier publicidad en la que se utilizan rostros humanos y que tienen la particularidad de estar impresas en un material que, cuando refleja la luz, no muestra las imágenes, sino un color azul. El vídeo con el rostro y las manos de Lorea Alfaro, en loop, muestra su potencia, no en un primer vistazo, sino después de una paciente contemplación, como si solo entonces cobrase significado la frase del título de la obra.

Pasa algo parecido con la obra de Jaime de los Ríos, Moving Pictures, en la que, a primera vista, observamos un enorme lienzo que parece una obra pictórica abstracta pero que, si nos fijamos un poco, si aguardamos pacientemente unos instantes, comprobamos que no es una pintura sino una proyección. Lo que habíamos creído pigmentos estáticos se mueven casi imperceptiblemente componiendo nuevas formas y transformándose en otros colores. Jaime de los Ríos trabaja con algoritmos inspirados en comportamientos que recuerdan a las olas del mar y a otros fenómenos naturales. El resultado es una forma sintética que da espacio al espectador para que proyecte sobre ella sus prejuicios (si es de los que va con prisas) o sus ilusiones (si observa con paciencia).

The Quivering of the Reed, de Abelardo Gil-Fournier, también dialoga con la Naturaleza y con la ilusión. Un foco proyecta su luz contra una planta que se mueve rotando sobre sí misma. Su sombra se proyecta a su vez contra una pantalla. Por el lado opuesto se proyectan sobre esa pantalla unos subtítulos con un texto que sugiere al espectador que se está moviendo por el curso de un río. Y, realmente, lo que vemos en la pantalla parece eso: los juncos, la vegetación de la orilla de un río por el que circulamos plácidamente.

En Canción para 22º 33′ N 91º 22′ O Fermín Jiménez Landa se fija en una isla del Golfo de México en la que se supone que hay petróleo. Pero, si creemos lo que el texto que cuelga de la pared nos cuenta, lo bueno de la historia es que esa isla, a pesar de estar documentada en mapas desde hace muchos años, no parece existir. Cuando el Gobierno mexicano decidió ir en pos de la isla, para explotar sus recursos naturales, no encontró ni rastro en las coordenadas previstas ni en ningunas otras. Se barajaron varias hipótesis: que los mapas estaban equivocados, que un maremoto se la llevó, que la CIA la destruyó… Sin poner en duda ninguna de esas explicaciones lo que hace Fermín Jiménez Landa es fletar una pequeña embarcación con un grupo de músicos locales para dirigirse a las coordenadas de la isla e interpretar su himno, compuesto por una compositora mexicana, en el lugar donde debiera encontrase la isla fantasma. A través de tres pantallas de vídeo, colgadas entre una estructura metálica, accedemos a la documentación de esa bizarra experiencia.

En Post-Kosmos, de Peru Galbete y Paula Olaz, entramos en la Sala Luneta de Baluarte y nos sentamos en sillas que miran hacia una dirección donde no hay ningún escenario. Las luces se apagan y comienza a sonar lo que parece una pieza sonora enlatada en la que se entremezclan los sonidos sintéticos, la música y una voz femenina que nos habla como si fuese una partícula atómica que llevase en este mundo desde el inicio del universo conocido. Su relato nos conduce a cuestiones metafísicas y nos advierte de que el desarrollo humano basado en la lógica científica nos ha dado tanto como nos ha quitado. Pienso que el padrino de la música concreta Michel Chion estaría contento. Algunas décadas después de lo que él había previsto aquí estamos, un numeroso público de todas las edades, en silencio, escuchando una obra que él hubiera llamado acusmática. Pero cuando se encienden las luces observamos que no era exactamente así. Al fondo vemos a una mujer, la voz femenina, y a un hombre, que toca un instrumento. Como para que no nos quedemos con la duda, ellos dos interpretan un último tema musical iluminados por la luz de la sala.

Ya de noche, en la sala de conciertos Zentral, la canadiense Myriam Bleau propone una performance audiovisual en la que una proyección que ocupa todo el escenario nos da la bienvenida avisándonos de que deberíamos conectar nuestros móviles a una red inalámbrica para, a continuación, desde nuestro navegador, conectarnos a la web eternitybekind.com (el título de su espectáculo), solo accesible si previamente nos hemos conectado a la red. Myriam Bleau aparece en el escenario bailando música electrónica con un traje, unas luces y unas proyecciones de estética futurista pero enseguida advertimos que ella realmente no está sino que parece que esté gracias a la ilusión de las imágenes proyectadas que le permiten desdoblarse en un juego de espejos. Mientras dura su actuación, las pantallas de nuestros móviles muestran diversos mensajes, que a veces parpadean con flashes sobre un fondo de pantalla negro y otras veces muestran imágenes de paisajes tratados digitalmente. La intervención es breve pero el artefacto muestra un camino que ofrece infinitas posibilidades por recorrer.

La noche acaba con A Taste of Nature, planteada como una jam entre la chelista Björt Rùnars y la artista visual Alba G. Corral. Björt Rùnars se sitúa en el centro del escenario con su violonchelo, cuyo sonido procesa con pedales. Alba G. Corral, en un lateral del escenario, se encarga de generar los visuales que se proyectan en pantalla, en diálogo con la música, iluminando a Björt Rùnars y su violonchelo y rodeándola de formas geométricas, explosiones de luz cálida, constelaciones caprichosas y líquidos que parecen derramarse mientras Björt Rùnars, con sus instrumentos y, en ocasiones, con su voz genera una música contemplativa que a veces da la impresión de que es un eco de sus orígenes islandeses y otras está a punto de incitarnos a bailar.

Al día siguiente me despido del encuentro, en Baluarte, con la performance Me gusta lo que haces pero…, del diseñador de vestuario Alberto Sinpatrón, quien se acompaña de un bailarín. Al fondo, Alberto trabaja con sus máquinas de coser en la confección del vestuario de su compañero utilizando un tejido que, en la distancia, recuerda a la tela sintética de las tiendas de campaña. Mientras tanto pincha música bailable de diferentes estilos y algunas grabaciones, algunas extraídas de viejos programas de televisión españoles, manipuladas en directo por él, en las que oímos hablar de, quizá, los aspectos más truculentos que rodean al mercado del arte a través de las voces del filósofo Aranguren comentando el ambiente de una exposición, a Almódovar y McNamara en La edad de oro respondiendo a las preguntas de Paloma Chamorro sobre a quién querrían parecerse en el futuro (ese futuro que nosotros ya habitamos) y a quién creen que irremediablemente se parecerán (nosotros, ahora, ya sabemos la respuesta) o a Francisco Umbral recordándole a Mercedes Milà que él ha venido a su programa a hablar de su libro. Su compañero baila todo eso, a veces casi como si se tratase de algo folklórico, otras como si participase en una impro de danza contemporánea y otras ya casi como si estuviese en un after desfasado, permitiéndose de vez en cuando ciertos descansos en los que se sienta en alguna silla libre no ocupada por el público, un público que les rodeamos casi como en un cuadrilátero. A medida que Alberto Sinpatrón avanza en su trabajo va vistiendo a su compañero hasta que su vestimenta se convierte en algo tan abigarrado que parece imposible que vaya a poder seguir bailando. Todo muy concreto pero claramente lleno de significado. Ya al final, el propio Alberto Sinpatrón invita al público a que sujete con fuerza unos cordeles anudados en el vestido del bailarín que, pese a todo, a pesar de que el público le constriñe sin piedad (lo cual no deja de ser absolutamente metafórico), seguirá moviéndose haciendo uso de su restringida libertad hasta el final.

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Nuestra vieja amiga Kultur

El Conde de Torrefiel estrenó su última pieza, Kultur, en Austria, en mayo, fuera de territorio español, como ya viene siendo habitual en unos de los creadores españoles del circuito de las artes en vivo con más éxito internacional. En septiembre, Kultur se vio en Zürich y, por fin, a la tercera va la vencida, el 22 de noviembre la pudimos ver en Girona, en el Centre Cultural de la Mercè, dentro del festival Temporada Alta. Las entradas se agotaron para los tres días.

Kultur, de El Conde de Torrefiel. Foto: @restosdeescenas.

Desde que los descubrí hace algo más de ocho años, un estreno de El Conde de Torrefiel siempre me hace especial ilusión. Hace ocho años, por esta época, El Conde de Torrefiel presentaba Observen cómo el cansancio derrota al pensamiento en el Festival Sismo, en la nave 14 del Matadero de Madrid. El 15M acababa de pasar y a ellos prácticamente no los conocía nadie. El festival Sismo los incluyó en su programación porque uno de sus directores, Pablo Caruana, había visto en Barcelona un vídeo suyo comisionado por La Porta. La Porta (para quien no lo recuerde) era una estructura barcelonesa (cerró hace unos años) cuyo archivo (que debe de guardar joyas) acaba de reabrir La Poderosa, quien ahora ocupa lo que antes fue la sede de La Porta. Ese vídeo de El Conde lo vimos en un ciclo de La Porta que se llamaba Sobrenatural. Se lo encargaron a ellos por sugerencia de la coreógrafa y bailarina Rosa Muñoz, que había participado en la edición anterior de ese mismo ciclo y debía pasar el testigo al siguiente participante. Recuerdo todo esto por entender de dónde vienen las cosas y también para constatar que bastantes años después, a diferencia de otros artistas que despertaron mi pasión por aquellos años, El Conde de Torrefiel aún sigue manteniendo encendida la llamita de esa pasión, además de una actividad ininterrumpida. Nada de esto es fácil. Pero creo que me acuerdo de Observen, de aquella pieza que les dio a conocer (aunque no era su primera pieza), porque, en cierta medida, Kultur se le parece bastante.

Si en Observen presenciábamos un partido de baloncesto de calle, tres contra tres en una sola canasta, mientras por los altavoces (en versiones posteriores también utilizaron auriculares para el público) un par de personas nos contaban una serie de movidas (se me queda corto cualquier otro sustantivo), en Kultur presenciamos el cásting de una película porno mientras una voz femenina nos cuenta una historia sobre una escritora que está intentando escribir una novela. En los dos casos lo que presenciamos es, de verdad, lo que vemos, no su representación. El partido de baloncesto era de verdad, era real, eran unos tipos jugando a baloncesto, y, ahora, el sexo que dos actores porno practican ante el público es de verdad, es real, son una pareja, hombre y mujer, follando.

Muchas de las piezas de El Conde se han caracterizado por la proyección de textos que el público debe leer durante toda la pieza mientras presencia ciertas acciones. Cuando los textos de El Conde se escuchan, en vez de leerse, el tono suele tender siempre hacia un tono neutro, impersonal, sin emoción. Es marca de la casa. Y es lo que pasa en Kultur. La voz que escuchamos por los auriculares nos habla sin delatar ningún tipo de emoción, de una forma aséptica, puramente funcional, un poco como suelen ser también los escenarios de sus piezas, con ese estilo neutro que, al final, acaba convirtiéndose en una estética particular, propia y reconocible. Quizá ayude a entrar en un estado hipnótico, un poco trance, el estado en el que, mientras vemos lo que El Conde quiere que veamos (una pareja follando, en este caso), nos permita recibir un mensaje.

Y, ya que hablamos en esos términos tan peliagudos, ¿cuál es ese mensaje? Me atrevo a decir que el mensaje siempre es el mismo. No me veo capaz de describirlo sin traicionarlo pero sí creo entrever que El Conde de Torrefiel está todo el rato hablando de lo mismo. A mí me interesa lo que dice, aunque no necesariamente lo comparta, y me interesa tanto lo que dice como cómo lo dice, incluyendo la parte no verbal del asunto: las imágenes que utiliza, las decisiones estéticas, la música (en esta ocasión la recordaremos por los cantos gregorianos) e incluso el tono de voz que utiliza. Sumergirme en una nueva pieza de El Conde de Torrefiel es reconocer algo que siempre es igual pero siempre es diferente, como irse de viaje con una amiga.

Esta vez, nuestra amiga habla de lo de siempre pero es que es una amiga que siempre habla de lo que le está pasando ahora. Y lo que le pasa ahora tiene que ver con los que nos pasa a muchos ahora, no solo a ella. Nuestra amiga escribe novelas aunque sea incapaz de vivir de ellas. Nuestra amiga tiene cierto éxito pero espera que el éxito no le venga por el empujón extra que ella siente que le da ahora mismo ser una mujer que escribe cuando el feminismo es tendencia. Nuestra amiga necesita aburrirse un poco para que nazca algo que valga la pena. A nuestra amiga le gusta muchísimo el sexo. Nuestra amiga tiene una mente abierta que le permite comprender que no todo el mundo busca lo mismo que ella pero que, en el fondo, eso da igual. Nuestra amiga es consciente de que hay otras realidades en el mundo existiendo simultáneamente. A nuestra amiga le suele dar por fijarse en lo más bizarro de esas realidades, ya la conocemos. Y cuando le preguntamos por qué se fija en lo que se fija nuestra amiga suele contestar siempre lo mismo: porque mola. Pero es que, para nuestra amiga, follar o jugar a baloncesto es lo mismo, lo cual no le quita méritos a follar, ni a jugar a baloncesto.

Si ya era difícil ver a El Conde de Torrefiel en los escenarios catalanes y españoles, en este caso los viejos tabús y las nuevas políticas de lo correcto seguramente lo pongan aún más difícil y, ojalá me equivoque, en el caso de Kultur, se amplíe esta dificultad a Europa y el resto de países donde El Conde de Torrefiel ha ido mostrando su trabajo en los últimos años. Pero puede que sea ahora precisamente cuando estos pequeños detalles tengan más sentido que nunca.

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Cambio de aires

Inauguración de la exposición Canvi d’aires, de nyamnyam. Foto: Centre Cultural Casa Elizalde

Elegir entre el arte y la vida no es nada sencillo. En las últimas décadas la cuestión ha dado mucho que hablar. Pero, a veces, la frontera entre la vida y la creación artística se difumina de tal manera que parece como si no hubiese ninguna necesidad de elegir. Ese diría que es el caso de la pareja formada por Ariadna Rodríguez e Iñaki Álvarez, los nyamnyam, pareja profesional, artística y sentimental, que hace dos semanas inauguraron la exposición Canvi d’aires en la Casa Elizalde de Barcelona. Diría que los nyamnyam tienen ese nombre (definitivamente en minúsculas) porque hace unos años, en lo más crudo de lo que hemos dado en llamar “la crisis”, Iñaki Álvarez se vio en la necesidad de reinventarse profesionalmente, dado que el arte ya no le daba para comer. Lo que hizo Iñaki en aquel entonces fue redactar una lista de lo que sabía hacer, desde cocinar a pintar paredes, y ofrecerla a su lista de contactos. Una de las cosas que Iñaki sabe hacer muy bien es cocinar. La gente necesita comer y, con esta vida loca que llevamos en el siglo XXI, algunos no tienen tiempo ni para prepararse algo tan fundamental y básico como su propia comida. Iñaki comenzó a cocinar para gente que no tenía tiempo o costumbre de hacerlo. Entre el domingo por la tarde y el lunes por la mañana repartía en bici a domicilio la comida que un grupo cada vez más numeroso de gente le encargaba durante la semana. Esa comida, riquísima, equilibrada, elaborada con productos de proximidad y, hasta donde era capaz de conseguirlo, con productos ecológicos, la envasaba al vacío para que quienes la recibiesen solo tuviesen que calentarla al baño maría (o, en su defecto, en un microondas), en su lugar de trabajo o en sus casas, y la ofrecía por un precio inferior al más barato de los menús de mediodía. Ese proyecto alimenticio (en todos sus sentidos) fue la base del Espai nyamnyam, que tuvo su sede durante unos años en una antigua fábrica del Poblenou, en la propia casa de Iñaki y Ariadna. En esa casa, los nyamnyam, montaron uno de los centros artísticos más interesantes y revulsivos de una ciudad tan repleta de instituciones y proyectos culturales como Barcelona. En esa casa ofrecieron residencias a artistas y creadores sin importar la disciplina que tratasen. Muchos de ellos ahora son nombres conocidos. Otros lo serán en el futuro. Otros jamás serán conocidos. Pero todos tuvieron su lugar, a todos se le dedicó la misma atención y todos comieron de lo que allí se cocinaba. Lo mismo puede decirse del público que se acercó por el nyamnyam a compartir comida y experiencias con los anfitriones y sus invitados. El nyamnyam tuvo una actividad enorme, continua, con presentaciones públicas en un entorno privado e íntimo, el de su propia casa, siempre alrededor de la comida. En no pocas ocasiones el nyamnyam expandió su actividad a otros lugares, en colaboración con otras gentes y otros espacios. La voz se fue corriendo poco a poco y los nyamnyam acabaron siendo una de las salsas que nunca faltaban en determinados saraos artístico-culturales, como mínimo, dando de comer a los asistentes a esos eventos. Mientras desarrollaban esa incesante actividad, tuvieron hijos que crecieron en esa misma casa. También desarrollaron en paralelo sus propias intervenciones artísticas, a veces firmadas por Ariadna Rodríguez, a veces por Iñaki Álvarez y a veces como nyamnyam. Los niños fueron creciendo sin que ello fuera obstáculo para el desarrollo de sus actividades (diría que al contrario, incluso, se fueron integrando y contaminando de ellas, y al revés). Las necesidades, por supuesto, fueron creciendo también a medida que crecían los hijos. La crianza de los niños se convirtió en un tema central. Los niños se unieron a la Tribu Sugurú, un proyecto de crianza al aire libre creado y gestionado por madres y padres como ellos. Consiguieron que el Ayuntamiento les cediese un local en la playa de la Barceloneta. Allí se reunían cada día los niños, acompañados por alguno de los padres y madres, como punto de partida de la aventura que cada día construían a partir de su deseo y sus inquietudes.

Foto: Centre Cultural Casa Elizalde

Pasaron casi seis años. Llegó el momento en que, según la ley, la hija mayor de los nyamnyam debía escolarizarse obligatoriamente en una escuela reglada pero los padres no acababan de encontrar plaza en una escuela pública donde el proyecto educativo estuviese a la altura de sus expectativas. El contrato de alquiler de la casa de los nyamnyam llegaba a su fin. Pasó lo que pasa en Barcelona (y en Madrid y en otras ciudades españolas): el precio del alquiler subió hasta un precio imposible de pagar. Los ingresos de la pareja no subieron en consonancia (como en tantos y tantos casos), a pesar de que no paraban de trabajar, en muchos casos en aras del bien común, lo cual sería de justicia que quien se dedica a administrar el dinero público para fomentar el arte o la cultura contemporáneas recompensase de alguna manera similar a como se recompensan otras actividades de instituciones artístico-culturales que gastan más en aire acondicionado en un año que lo que necesitan varios centenares de artistas de la ciudad para vivir toda una vida. Llegados a este punto, los nyamnyam se volvieron a encontrar como al principio. Pero esta vez cogieron la maleta, se llevaron a los niños y se fueron de viaje a Colombia. Entre otras cosas, para pensar qué hacer con su vida. Por supuesto, sin dejar de trabajar. Entre otras cosas, porque no podían permitírselo. Los humanos, mientras pensamos, necesitamos seguir comiendo. Pasaron medio año viajando por Colombia. Conocieron a gentes diversas, grabaron las conversaciones que mantuvieron con ellos. En todas partes los nyamnyam seguían con lo suyo: la comida, el aire libre, la crianza, el arte, la vida. Cuando volvieron decidieron que su lugar, al menos de momento, ya no podía ser Barcelona y ya no podía ser una ciudad. Por varias razones pero sobre todo me atrevo a aventurar una: se está convirtiendo en un lugar invivible para alguien que quiere crear como quiere vivir y que quiere vivir como quiere crear. Encontraron una masía del siglo XVI en Mieres, un pueblo de 190 habitantes de la Garrotxa, que se alquilaba más o menos por el mismo precio que su piso de Poblenou. La única diferencia es que en esa masía cabe tanta gente como en todo el bloque de pisos en el que vivían antes. Y allí tienen no uno sino dos hangares donde podrían llegar a liarla mucho más parda que donde vivían antes, además de un huerto y un espacio exterior considerable, rodeados de montañas, bosques, praderas y ríos. Por si fuera poco, el proyecto educativo de la escuela pública de ese pueblo coincidía en gran medida con sus ideas sobre lo que debería ser la educación infantil. Ahora solo necesitan lo de siempre: un poco de dinero. Mientras tanto, han inaugurado una exposición en la que se entremezcla su vida con el resto de proyectos artísticos que han ido elaborando durante estos años, como un todo continuo, de la misma manera que viven y crean, sin darle mayor importancia. En esa exposición hay de todo: objetos, un programa de actividades, comida y un vídeo que dura tres horas pero que no es necesario ver desde el principio. A ese vídeo uno puede asomarse como a una ventana desde la que uno observa la vida, siempre cambiante, siempre en movimiento. De todo esto va Canvi d’aires, una exposición que es como asomarse por la ventana para observar, a través de otros que no son ellos (sin mirarse el ombligo), el universo de una pareja con un pasado reciente repleto de ideas y de actividad y en la que podemos intuir un futuro que quizá no sea más que un todo fluido con su pasado y con su presente, como la película en la que a algunos pioneros del cine les hubiese gustado vivir. O sea, como la vida misma.

Foto: Centre Cultural Casa Elizalde

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Sinestesias generales

Amaranta Velarde en Apariciones Sonoras. Foto: María Alperi.

El domingo de las últimas elecciones generales, a la hora a la que cerraban los colegios electorales, no se me ocurrió mejor manera de esperar los resultados que ir al Antic Teatre para ver la última de las cuatro funciones de Apariciones Sonoras, de Amaranta Velarde, una de las creadoras escénicas más singulares de este país (y da igual de qué país estemos hablando), tanto en solitario como en sus colaboraciones con Cris Blanco, Ola Maciejewska o El Conde de Torrefiel. Amaranta Velarde es asturiana, se formó en Rotterdam, trabajó en Holanda siete años y se vino a Barcelona hace ya ocho años, donde ha estado ligada durante varios años al espacio de La Poderosa, como parte del colectivo ARTAS, y donde hemos tenido la suerte de verla estrenar sus primeros trabajos propios: Lo Natural, Hacia una estética de la buena voluntad y Mix-en-scene. Amaranta Velarde es, sobre todo, bailarina y coreógrafa pero también es evidente que hace tiempo que se interesa por la música. Además de disfrutar de sus sesiones como DJ Amarantis en algunas ocasiones señaladas, en Mix-en-scene la vimos aproximarse a lo musical, en escena, en una de las múltiples capas que construían esa pieza (otra de ellas eran los audiovisuales en directo de Alba G. Corral). Apariciones Sonoras continúa en esa línea de interés por lo sonoro y, más concretamente, nos introduce en un universo inspirado en el fenómeno de la sinestesia. Si las personas sinestésicas, por ejemplo, ven colores cuando escuchan determinados sonidos o, al revés, escuchan sonidos cuando ven determinados colores, en Apariciones Sonoras los objetos, los cuerpos, suenan al percibirlos o al tocarlos. Al menos, podríamos decir que este es el punto de partida de la pieza. Luego me imagino a Amaranta Velarde trabajando con Juan Cristóbal Saavedra, con quien ha colaborado en el diseño sonoro, con Cris Blanco, que ha sido su asistente en esta pieza, y con Dani Miracle en las luces, explorando algunas de las infinitas posibilidades que sugiere ese primer punto de partida y puedo vislumbrar el placer de descubrir qué pasaría si las mantas, unos altavoces o una botella de agua tuviesen la capacidad de hacernos escuchar determinados sonidos. Y casi puedo imaginarlo ya de una manera sinestésica, quizá sugestionado e influido definitivamente por el delicado trabajo de Amaranta Velarde. Su presencia escénica transmite a veces un carácter misterioso, intrigante, contemplativo, otras veces cómico e incluso dramático, pero siempre, durante toda la pieza, está conectada con el sonido que escuchamos, objetos sonoros más o menos concretos, sintéticos, electrónicos o musicales en su sentido más clásico, que a veces dan la impresión de surgir realmente del contacto de su cuerpo con los objetos que la rodean y otras veces de unas interacciones telepáticas o incluso telequinésicas.

Amaranta Velarde en Apariciones Sonoras. Foto: María Alperi.

Aunque también nos lleva a momentos de exaltación, de subidón, momentos en los que aparece su versión más bailable, robótica, poseída, como en una ceremonia chamánica, o de cultura de club, en general predomina una sensibilidad reposada, tranquila. Mención a parte se merece el momento en el que, con muy pocos medios, con una presencia muy contenida y, al mismo tiempo, con un gesto contundente, lo que nos envuelve es una música que podría pertenecer a la banda sonora de una película de misterio, algo que flota en el ambiente y que ni siquiera parece surgir del contacto, visual o táctil, con un determinado objeto sino que forma parte del mismo aire que respiramos. La música, el sonido, no deja de ser eso: una vibración del aire que recibimos en forma de ondas a través de unas antenas (nuestros oídos), una vibración que nuestro cerebro convierte en una señal eléctrica que somos capaces de reconocer, asimilar e interpretar, aunque algunos cerebros, como los sinestésicos, la interpreten de una manera que a algunos les parezca algo extravagante (por cierto, que he leído que, hasta los cuatro meses de edad, muchos investigadores dicen que todos somos sinestésicos). Pero, si te paras a pensarlo detenidamente, no deja de ser algo verdaderamente mágico. Así que si hay gente que escucha colores estoy dispuesto a aceptar el universo que propone Amaranta Velarde en Apariciones Sonoras como algo perfectamente plausible, en sus dos acepciones (como si esa palabra también perteneciese al universo de la sinestesia). El universo de posibilidades sinestésicas infinitas al que me transportó Amaranta Velarde, amplificado por la proximidad que da verlo en primera fila en la pequeña sala del Antic, me pareció infinitamente más interesante que el que me esperaba a la salida, en plena noche electoral. Pero también me permitió soportarlo mucho mejor y acostarme con una sonrisa en los labios mientras escuchaba imágenes con los ojos cerrados.

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Héroes en un momento histórico

“Cómo lograr que cada persona tenga un público”, escribía Henry Miller a Anaïs Nin en 1940, desde Atlanta. Y, en la misma carta, un poco antes: “Sigo pensando en el tema; el de las reservas (como las que tienen las aves a expensas del gobierno) para escritores y otros artistas. En escritores que enseñen a armar una plana tipográfica y un linotipo, como parte de su entrenamiento. Aquí y allá islotes en los que no sólo se pueda conseguir comida y alojamiento, sino también medios técnicos para publicar los preciosos manuscritos que cada uno quiera imprimir por sí mismo. (…) En resumen, lo que quiero es poner a fin a este asunto de la mendicidad, darles una situación de reconocimiento, como la tienen los demás trabajadores. Hay tantos lugares que podrían utilizarse, con arreglos mínimos, para esos fines…”. Como, por ejemplo, un viejo cine en medio de la ciudad.

Xavi Manubens en Under Construction. Foto: Tristán Pérez-Martín. La Caldera.

Hace dos semanas fui, una vez más, a La Caldera, un jueves, a la hora a la que cenan los hijos pequeños de mis amigos. Fui a ver dos solos, unidos en el mismo programa: Xavi Manubens presentaba Under Construction y Anabella Pareja Robinson La Forma (de la que ya escribí en este artículo), dentro de la cuarta edición del ciclo Corpografies, que continuó este fin de semana pasado con Olga Mesa y seguirá las próximas semanas con Lisa Nelson, Georgia Vardarou y Sergi Fäustino. Éramos unas cuarenta personas. Al final de la sesión nos invitaron a unos vinos y un pica-pica a base de queso, olivas y embutido, que me supo a gloria, porque se nos pasó la hora de la cena. Desde entonces pienso de vez en cuando en lo que presencié en esa sesión. Pero, a pesar de varios esfuerzos, he sido completamente incapaz de escribir ni una línea sobre ella. Este es mi último intento.

Anabella Pareja Robinson en La Forma. Foto: Tristán Pérez-Martín. La Caldera.

Esta mañana he leído lo siguiente en una entrevista a Cornelius Castoriadis, en un viejo ejemplar de la revista Ajoblanco de noviembre de 1993: “El hombre contemporáneo es como un niño un poco tonto, que se siente infeliz pero que desea compensar esa infelicidad con un Lego, un videojuego o las Tortugas Ninja. El consumo, el ocio, son dispersión, búsqueda de olvido, como decía Pascal. La gente mira la televisión hasta quedarse dormida y mañana será otro día. Es este olvido el que está en la apatía, el embrutecimiento que se vive hoy. Nadie quiere saber que es mortal, que se va a morir, que no existe el más allá y que no hay ninguna retribución ni recompensa por lo que nos pasa en esta vida. Uno se olvida de todo esto mirando la televisión. Pero esto no significa solamente una sociedad del espectáculo sino una sociedad del olvido, del olvido de la muerte, de la constatación que la vida no tiene más sentido que aquel que uno fue capaz de darle.” Cornelius Castoriadis murió cuatro años después, a finales de 1997.

El lunes pasado fui a ver una peli del festival In-Edit, a la sala 5 de los cines Aribau, una sala inmensamente grande. La cola para entrar daba la vuelta a la manzana. La sala estaba repleta de gente. La peli que vi fue Berlin Bouncers. Me pareció un intento de blanquear la imagen de los porteros de discoteca que solo consiguió que me cayesen aún peor. Los tipos se creían imprescindibles para mantener el equilibrio de público que supuestamente dotaba de atractivo el local para el que trabajaban. Ellos eran los responsables de aumentar el atractivo de sus locales, seleccionando quién era digno de entrar y quién no. El único trabajo que se le conoce al conseller de Interior de la Generalitat, el jefe de los Mossos d’Esquadra, el conseller Buch, es el de portero de discoteca, la discoteca Titus de Badalona.

Ayer, en la misma revista Ajoblanco del 93, leí un artículo de Enrique Vila-Matas en la que hablaba de los que solían quedarse fuera de las discotecas porque los porteros no les dejaban entrar: “Nosotros, como mínimo, somos tan importantes como la Historia con mayúscula, que a fin de cuentas es un invento, dicen que de los vencedores. Yo prefiero a los derrotados, como tantos de nosotros. Y no olvido que hay una dignidad en el perdedor que nunca puede tener el que ha ganado.”

En cierto modo, Anabella Pareja Robinson y Xavi Manubens me parecen unos héroes. No son los únicos, por supuesto, hay muchos más héroes ahí fuera. Todos podemos convertirnos en héroes.

“El verdadero héroe se divierte solo”, dijo Baudelaire.

Ya que voy a batir mi récord personal de citas, voy a añadir otra más, Vila-Matas citando a Onetti en el mismo artículo del 93: “Dicho de otro modo, en palabras de Onetti: Los ojos de una camarera siempre son más importantes que, por ejemplo, la batalla de Waterloo. Es más, cualquier hecho histórico carece de la más mínima importancia si lo comparamos con nuestra historia personal.”

En La Caldera, viendo a Anabella Pareja Robinson y a Xavi Manubens sentí que estaba presenciando un momento histórico, no como las decenas de momentos históricos que me dicen, los porteros de discoteca, que estamos viviendo constantemente, últimamente.

“La mayoría de la población parece estar conforme con este ocio, este onanismo televisivo, este confort mínimo y sólo se verifican algunas reacciones puntuales o corporativistas que no tienen mayores consecuencias para el sistema. Parece que no hubiera ningún proyecto, ningún deseo colectivo que no sea la salvaguarda del statu quo”. Eso decía Castoriadis (supongo que mientras alguien quemaba contenedores en algún lugar del planeta).

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Mutantes en Canal

Los Bárbaros estrenaron Mutantes en los Teatros del Canal con nueve jóvenes de Madrid, de entre dieciséis y diecisiete años, reclamando lo suyo en escena y poniendo todo en duda, cagándose en el sistema, mientras sus primos hermanos catalanes la liaban parda en las manis de Barcelona, para sorpresa de sus mayores, que pensaban que los conocían. Me encuentro, cada vez más (porque yo también voy cumpliendo años), con adultos que, a medida que envejecen, se dedican a teorizar, a pontificar, a explicar y a moralizar sobre los adolescentes, como si los conociesen, como si los conociesen de verdad, como si fuesen uno de ellos, como si pudiesen introducirse en sus mentes para leer sus pensamientos más íntimos. Me encuentro con adultos que creen que los adolescentes no tienen secretos para ellos, adultos que lo saben todo sobre los adolescentes, adultos sin memoria, por supuesto, que parece que se hayan olvidado de cuando ellos mismos eran unos adolescentes y sus padres, o los adultos que los rodeaban, creían conocerlos. En la mayoría de los casos, los adultos no tienen ni idea de lo que les pasa por la cabeza a los adolescentes. En caso de que un cerebro adulto consiga acceder a algún retazo de esa información, la información que un adolescente suele ocultar a sus ojos, podemos estar seguros de que, casi siempre, el adulto la va a malinterpretar. Pero el mundo de los adultos, en vez de aceptar el desconcierto que le produce el mundo de los adolescentes (que no es más que la materia prima del próximo mundo adulto) para intentar trabajárselo con humildad en pos de un mínimo acercamiento a ese siempre desconocido mundo adolescente, lo que hace es intentar regular el mundo adolescente, decirles qué es lo que tienen que hacer, dirigirlos sin escucharlos, tratándolos casi como seres inferiores, esos que en una democracia capitalista no suelen tener derecho a voto, básicamente seres de tres tipos: animales, vegetales o menores de edad.

En Mutantes, en cambio, esos jóvenes ocupan la escena y toman la palabra. Lo que dicen sus voces, pero también sus cuerpos y todo el sistema de señales que emiten durante toda la pieza a través de las imágenes, la palabra escrita en cartones e incluso el vestuario, se va acumulando durante más de una hora hasta que todo acaba, un poco antes de que la cosa, quizá, comenzase a desbordarse ya sin remedio, que es, quién sabe, lo que les pasó a sus primos hermanos catalanes durante los mismos días que, en Madrid, pudo verse Mutantes en escena. Quizá, si eres muy joven, si aún no has perdido la energía primigenia, si te sientes mal pero el mundo no parece escucharte al final sales a incendiar las calles y a romperlo todo. Los nueve jóvenes que vimos en escena en Mutantes estaban bastante cabreados con muchas cosas creadas por el mundo de los adultos que les afectan directamente porque las sufren cada día. Les enfada ver cómo nos estamos suicidando como especie cargándonos el planeta (un planeta que seguirá sin nosotros cuando hayamos desaparecido de la faz de la Tierra), les enfada la injusticia en cualquiera de sus variantes (contra las mujeres, contra lo raro, contra los que piensan diferente), les enfada en qué hemos convertido aquella promesa de libertad que fue en su día Internet y les enfada que les obliguemos a recibir una educación tan burda y poco inteligente. Entre otras cosas. El cabreo que llevan encima (y no me extraña) es enorme. Y no es un cabreo abstracto, es un cabreo contra los adultos, así que lo que hacen es echarnos una bronca que, a pesar de respetar ciertas educadas formas, reúne más violencia que cualquiera de los monólogos de Angélica Liddell de los últimos quince años (de esos plagados de insultos hacia el público). Pero lo que conmueve es que da la impresión de que, a pesar de todo, estos jóvenes creadores (sí, creadores, sus palabras no se las dicta nadie) aún conservan cierto deseo vital que implica cierta esperanza. Por supuesto, yo tampoco podría jurar que sé de verdad lo que se les pasa por la cabeza, pero diría que, aunque hemos perdido infinitas batallas, por abajo vienen refuerzos. La batalla continúa.

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El archivo que se desplaza para llamar la atención sobre algo aún más importante

Desde el año 2000 hasta finales de 2012 existió en el Mercat de les Flors un centro de documentación abierto al público. Manel Alcobé, el responsable del archivo, se encargó de ordenar el fondo documental que se había ido acumulando desde la inauguración del Mercat, en 1983, con el estreno de La tragedia de Carmen, de Peter Brook, de la cual aún se conserva un único cartel en ese archivo, ahora cerrado al público. El archivo cerró debido a los recortes que se produjeron a raíz de lo que hemos dado en llamar “la crisis”. Pero antes de eso, Manel Alcobé se encargó de limpiar, desempolvar y ordenar el fondo documental acumulado, que incluía vídeos de las piezas que formaron parte de la programación del Mercat pero también registros de los años sesenta y setenta, además de programas de mano, carteles y diversas publicaciones. En ese archivo también se almacenaban los vídeos de piezas que diversos creadores enviaron al Mercat durante ese periodo pero que nunca llegaron a incluirse en su programación. Todo este material, unos 4.000 documentos, según su archivero, fue catalogado y archivado junto a una ficha descriptiva, para lo que fue necesario que el responsable del archivo visionase cada uno de los vídeos que allí se custodiaban. El archivo estuvo al servicio de las necesidades del equipo del Mercat de les Flors pero también fue utilizado por sus vecinos del Institut del Teatre y por numerosos investigadores y estudiosos de las artes escénicas contemporáneas y otras disciplinas. Pero el archivo cerró porque cuando llegaron los recortes la dirección consideró que no era una prioridad mantenerlo y ahora todos esos vídeos y el resto de documentación reposan en el primer piso del Mercat, en un espacio relativamente pequeño que quizá resucite en otra vida.

Mientras tanto, Quim Bigas, un coreógrafo nacido un año después de la inauguración del Mercat de les Flors, veinte años antes de que el Mercat se convirtiese en la casa de la danza (recordemos que en sus inicios, y hasta principios de los años 2000, el Mercat estuvo al servicio de las artes escénicas contemporáneas, no solo de la danza), se ha tomado la molestia de bucear en ese archivo clausurado para, centrando su investigación en los solos de danza que allí se encuentran, unos 360, y más en concreto, los que no utilizan ni escenografía ni objetos, 38 en total, crear una pieza de danza que homenajee y resucite algo de la energía almacenada en ese archivo. Ese gesto es lo más destacable de esta pieza, Desplaçament variable, estrenada la semana pasada en la sala Maria Aurèlia Capmany del Mercat de les Flors, con Søren Linding Urup, Aina Alegre, Sílvia Sant Funk y Ángela López en escena. Como queriendo subrayar el gesto, al inicio de la pieza, las luces se apagan y se vuelven a encender para acto seguido repartir al público el programa de mano, un programa en el que se sitúa al espectador. Vamos a ver una pieza de danza documental que toma como punto de partida el registro audiovisual de un centro de danza. Vamos a ver a tres intérpretes que narrarán con sus cuerpos el desplazamiento de los solos escogidos, con sus diferentes gramáticas corporales, reviviendo aceleradamente y de un modo fragmentario el contenido de un archivo al que actualmente no se puede acceder. Si le damos la vuelta al programa de mano podemos ver el listado de piezas escogidas, un amplio abanico que incluye creadoras locales, como una de las intérpretes que intervienen en la pieza, Silvia Sant Funk, compañeras suyas, como Bea Fernández (ambas, fundadoras del espacio de creación barcelonés La Poderosa), del resto del estado, como Mónica Valenciano, La Ribot o Élida Dorta e internacionales, como Eszter Salomon o Susanne Linke. Los solos, en esta pieza, se convierten en tríos, a veces al unísono y en otras ocasiones como si se desplegasen desde diferentes puntos de vista temporales y espaciales. No es una reproducción literal, es un trabajo que parte del código fuente original para componer otra cosa. El archivo está presente en los cuerpos de las intérpretes, por supuesto, pero también se hace referencia a él con otros recursos escénicos, como las dos telas que las intérpretes van izando poco a poco durante el transcurso de la pieza, casi como banderas, en los laterales, en las que, sin que podamos llegar a descodificar del todo su contenido, se alude al formato de las fichas que, en su momento, redactaba Manel Alcobé, el responsable del archivo, para catalogar los documentos. De vez en cuando, Ángela López aparece en el espacio escénico y desaparece hasta que volvemos a advertir su presencia en los lugares más insospechados, en el techo o en las escaleras que dan a él, guiando nuestra mirada hacia el espacio que vio nacer el archivo madre de todo esto mientras, de vez en cuando, pega en alguna pared lo que parecen ser etiquetas identificativas que catalogan lo que ya son pedazos de historia, en su mayoría, oculta a nuestros ojos. Al salir de ver la pieza nos encontraremos ese tipo de etiquetas en los lugares más insospechados: sobre una mesa, en una puerta o encima de un urinario, en los baños del edificio del Mercat.

El viernes no hubo función debido a la huelga general en Catalunya. Debido a ese paro nos quedamos con las ganas de presenciar la charla, anunciada para después de la función, entre Quim Bigas y la coreógrafa Ana Buitrago, ligada durante muchos años a La Porta, organización barcelonesa dedicada a la danza que estuvo en activo veinte años, desde 1992 hasta un año después del cierre del archivo del Mercat de les Flors, y cuyo archivo, sin catalogar, reposa en estos momentos en el actual emplazamiento de La Poderosa. La Poderosa, Premi Ciutat de Barcelona en el año 2015, se vio obligada a trasladarse desde su antiguo emplazamiento, en el carrer Riereta 18, al actual, en el carrer Sant Germà 5, cuando un inversor compró el antiguo edificio del Raval, el popularmente conocido como Can Seixanta. Pero pronto deberá volver a emigrar, quizá esta vez ya fuera de la ciudad, por la misma razón que la vez anterior: la especulación inmobiliaria. Quizá lo de menos, en este caso, sea preguntarse qué es lo que pasará con su archivo sino si quedará alguien en activo en Barcelona para consultar algún tipo de archivo, suponiendo que quede alguno abierto.

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No nos apoyarán en nuestra puta vida

No somos grandes empresas. No somos un colectivo o una asociación con representatividad en los órganos de decisión y por eso nuestra voz no está legitimada por la institución. No tenemos un mercado ni un circuito estable de distribución porque no hacemos productos comerciales. No pedimos préstamos a los bancos. No tenemos un convenio que regule nuestros derechos laborales porque no somos jefes ni empleados. No pensamos en productos sino en procesos. No tenemos ideas preconcebidas de lo que es el teatro o las artes escénicas, sino que las practicamos. No queremos promocionarnos, sino que estamos participando. No somos jóvenes dando el primer paso y tampoco hemos celebrado el 25 aniversario de nuestras compañías…

Pero tenemos ideas, proyectos, inteligencia, creatividad, metodología, conexiones formación, capacidad, habilidades, somos espectadores, somos ciudadanía, somos fuerza, somos realidad cultural, somos diversidad y no queremos seguir soportando el marco ideológico que nos imponen para poder desarrollar nuestro trabajo.

Nos hemos hecho autónomos, hemos buscado gestores, hemos invertido en la oficina un tiempo precioso que antes dedicábamos a la creación. Somos especialistas en diseño gráfico, en redactar proyectos, alegaciones, en descifrar el lenguaje administrativo, en hacer clipping de prensa, en actualizar bases de datos de circuitos y programadores, en pedir favores a amigos y familiares para sacar adelante nuestros proyectos. Hemos ido adaptándonos a lo que la institución nos pedía para seguir siendo visibles, para seguir existiendo y para tener derechos. Hemos esperado, hemos confiado, lo hemos intentado, pero no ha funcionado. Hoy la orden de ayudas al fomento de las artes escénicas del Institut Valencià de Cultura (Generalitat Valenciana) y la comisión de valoración que las concede se definen dentro del mismo marco ideológico. Un marco que nos está asfixiando porque limita lo que se puede hacer en escena y dicta cómo debe hacerse.

No podemos más. Las instituciones culturales descargan las obligaciones que le son propias, como administradoras de recursos públicos, sobre nosotros, los artistas: el fomento de públicos, la política lingüística, el acceso a los mercados, los planes de explotación de los espectáculos… Estos espacios deben construirse desde mucho antes, desde la educación, desde las políticas activas, con acción de gobierno, desde la responsabilidad de los que pueden crear ese contexto. Y no sobre las espaldas de los que recibimos ayudas públicas, como si el trabajo de los artistas fuese una herramienta más al servicio de estas políticas y no al contrario.

Ahora nos preguntamos: ¿Por qué son estas instituciones y sus convocatorias las que deciden qué piezas debemos hacer los artistas? ¿No restringe esto el acceso del público a trabajos y artistas que están siendo invisibilizados sistemáticamente? ¿Por qué esa falta de apoyo a quien no se adhiere a los criterios marcados? Nosotros somos diversidad, somos materia sin forma concreta, sin jerarquías, somos escena de género inclasificable, nos estamos redefiniendo constantemente y ese es nuestro hábitat y nuestro lenguaje.

Frente al trabajo del director como único valor puntuable, nosotros trabajamos las autorías diversas. Frente al idioma local como único puntuable, nosotros trabajamos los lenguajes escénicos diversos. Frente a la visión crítica de la realidad, nosotros trabajamos el sentido crítico individual. Frente a las formas únicas y los significados cerrados, nosotros trabajamos el cuestionamiento de todo y la apertura de posibilidades.

Al final todo apela a un problema de pérdida de diversidad y estamos en peligro de extinción. Si la idea de lo que es el teatro y la escena sólo se muestra desde un lugar, la idea que la gente se hará de las artes escénicas será sólo una: sesgada, parcial y reducida.

La brecha cada vez es mayor y se ve en todas partes: en la poca financiación cuando estamos empezando y en la ausencia absoluta cuando no nos ajustamos a la norma. La precarización de nuestros proyectos no nos deja respirar, destruye la posibilidad de trabajar dignamente, de proyectarnos dentro y fuera de nuestra comunidad, de legitimarnos en el estatus profesional que nos corresponde y que a pesar de todo y de todos estamos ocupando. Lo que nos preocupa no es que no nos hayan dado dinero ahora, lo que nos preocupa es que el modelo actual jamás va a reconocer que existimos. Lo que nos estamos jugando no es si vamos a hacer o no el próximo espectáculo, sino si vamos a poder desarrollar una carrera artística en Valencia como creadores contemporáneos independientes.

Colectivo Secreto

Te invitamos a que te adhieras a este manifiesto en este enlace.

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Es que es un trance

Estoy explicando en voz alta lo que hice el domingo, con la resaca post-elecciones municipales y una sensación hipnótica difusa. A veces así no aparece un texto sino una descarga de imágenes, creo que es cuando mejor se escribe, en una especie de flow sin domesticar, pensar-sentir. 

El no-lugar contenido en un espacio, en un teatro. Matices de negro y grises. Puntos de luz. Piezas de metal. Palos, tablas de madera. Cubo de basura. Alguien que repite palabras. Poner en escena a Beckett es parecido a una aporía, no hay puesta en escena de Beckett. La lectura de su obra es una letanía de un mundo en decadencia, sin esperanzas, nihilismo fino y elegancia frente al desmoronamiento de un sistema. Marc Vives y La fiesta (concierto), en el Antic Teatre, no diría que es una puesta en escena, no sé si performance o instalación, no sé si es muy interesante categorizar o trazar líneas de cruce y delimitación. Es algo que ocurre. Al final se acaba hablando de literatura, que sinceramente tampoco sé muy bien dónde empieza y dónde termina. En muchos momentos no oigo nada de lo que dice, me río pero no sé si me hace gracia algo o es risa nerviosa, un acto reflejo para dejar ir la intensidad. La sensación que tengo es de algo agridulce o tragicómico, a ratos insoportable. Es por aquí por donde aparece Beckett en realidad, con una sensación sutil de su presencia. Páramo lúgubre desolador crudo. 

No sé si Violeta o yo decimos: es que es un trance. Es una especie de declaración de amor en forma de espiral. Con nuestras caras muy serias. A posteriori pienso: si no te hace gracia de qué te ríes, no te rías. En general la gente se ríe. Bueno pues tú no, no te rías si no te hace gracia. Me hace sonreír, es diferente. Me hace sentir bien, es diferente. Cómo puedo hablar de un hipotético trance beckettiano que se desborda de la literatura sin dejar de serlo, como los ritmos que Beckett crea a través de sus personajes obsesivos y sus repeticiones, ese trance está aquí en este lugar. El lugar arrasado de su post-guerra se reproduce de forma inquietante. Decía cómo puedo hipotetizar un artilugio semiótico llamado trance beckettiano, colocarlo aquí y hacerlo con total impunidad para-académica. Estoy en una ciudad alemana elegante leyendo sobre el trance – antropología, filosofía, lingüística, literatura y materiales new age, ese nuevo paradigma espiritual, nuestras nuevas escrituras – y no se aparta de mi cabeza una elaboración que quería intentar escribir pero que se corta y vuelve y se corta como algo demasiado difícil de hacer en serio, como todo lo que importa de verdad supongo.

El lugar oscuro y vacío está lleno de una energía, un noumenon donde el punto omega de salvación es el cuerpo y la voz. Y qué haces con eso. Las rigideces del entramado metálico que lo rodea todo y los estados teopáticos del éxtasis aquí son paradójicamente algo blando, debe haber una palabra mucho mejor, pienso en soft tender smooth cosas así que suenan demasiado cerca en castellano. Tocable. Algo así. Un sentido accesible desde lo primario que proviene de y deriva en algo que se acerca a una mística, la del precariado, el brillo no-muerto en los ojos, la resistencia, el panorama de unos jardines decadentes donde aún se hacen fiestas con sándwiches del Mercadona, repulsivos y adorables.

La existencia beckettiana se llena de conductas rituales que provienen de viejos mitos, parodiados y deformados, especialmente a través de la repetición y lo obsesivo. Pero lo interesante es el esfuerzo en la creación de mitos nuevos. Esa búsqueda de sentido y significado obsesiva de Krapp con sus cintas crea de hecho un mito personal, a través del cual se puede dar sentido a la vida y recuperar la pérdida originaria. El teatro entonces se acerca más a la música y deja un poco atrás la mímesis y lo referencial, se centra en el gesto y las palabras dejan de funcionar tal y como las conocemos. 

Dentro de la dramaturgia se dan intentos herméticos de impotencia, en una entropía determinista, y la transformación parece que no llega. Pero rompiendo la estructura dramática, y desde fuera, sentadas en las gradas o en el suelo, yo te miro pero no te veo desde fuera, las miradas se cruzan unas con otras, es una mirada silenciosa de reconocimiento. Este apuntar en la obra de Beckett hacia la transformación de la visión humana es la cualidad de ese trance sobre el que intentaba elaborar. En esta fiesta y concierto se participa de un trance que se salta los pasos teresianos de quietud, unión y éxtasis, se salta el cuerpo sin órganos. Es un trance de creación de nuevos mitos internos para todas, las que nos reconocemos en esa mirada silenciosa. Es una experiencia del cuerpo y es una experiencia del espíritu en la forma de volumen y pulsaciones, en un plano de intensidad raso y abierto. 

Hay una intuición de podernos ver como un “y aun así”, sobrellevar con hedonismo el haber entendido el dolor natural de las cosas. Poder acceder a un conocimiento detrás de todas las imágenes y todos los textos. Y claramente ese debe ser un no-lugar con brillos y oscuridades en proporciones asimétricas en cambio continuo. Pues ahí es.

Alba Mayol

Algunas notas 

[…] el teatro no surgiría del trance mismo sino de aquella parte del trance que es mimesis y no convulsión sagrada, es decir, si se prefiere, del ilins que menciona Roger Caillois.

Esto hace que podamos preguntarnos si acaso el teatro no vuelve a sus orígenes – en la medida, precisamente, en que es rechazo y denuncia de toda civilización, en otras palabras, de todo universo de reglas – y, si no al culto de posesión propiamente dicho, por lo menos al trance sin dioses.

Bastide, R. El sueño, el trance y la locura. Amorrortu Editores 2001

Ilinx. – Un último tipo de juego reúne a aquellos que se basan en la búsqueda del vértigo y que consisten en un intento de destruir por un instante la estabilidad de la percepción y de infligir en la conciencia lúcida una especie de pánico voluptuoso. En cualquier caso, se trata de acceder a un tipo de espasmo, trance o aturdimiento que aniquila la realidad con absoluta brusquedad.

Caillois, R. Les jeux et les hommes (Le masque et le vertige). Gallimard 1958 (mi traducción)

Tengo que mencionar un libro que me alegro se cruzase en mi camino:

Burkman, K. H. (Ed.). Myth and Ritual in the Plays of Samuel Beckett. Associated University Press 1987

Y también esto:

We don’t just look, we sense ourselves alive. 

Massumi, B. The Thinking-Feeling of What Happens. Inflexions 1.1 May 2008

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