Kuku Kanta. Vista general
¿Puede una exposición ensayar formas de cohabitación? ¿De dónde sacamos el arrojo para imaginar un espacio físico y mental que nos acoja en comunidad a pesar de sabernos tan distintos? Ideamos la exposición prefigurando un deseo colectivo que pacifique y colme a todos por igual sin reparar en que nos encontramos en un terreno parcelado. Hacemos lo posible por obviar que el consenso que sustenta esa ilusión supone un destierro, y que en ese vivir juntos estamos definiendo los parámetros de una segregación voluntaria que trasciende la arquitectura, desborda “las fronteras materiales, y fluye enloquecida como el mercurio, con una resistencia suave y líquida”.1
Nos situamos aparte, pero esa desarticulación no anula la gravedad que nos empuja a encontrarnos. Tampoco la necesidad de compartir. ¿Qué nos arrejunta?
Son muchos los textos literarios en que los animales adoptan el habla humana. Cuando eso sucede, usan palabras grandes y sus voces se vuelven profundas. En La asamblea de los pájaros, un heterogéneo grupo de aves entre las que se cuentan el jilguero y la perdiz, la tórtola y el halcón, el pato y la abubilla enamorada, emprenden una larga y extenuante búsqueda a través de los Siete Valles para encontrar a Simurg, su rey. ¿Cómo es posible que existamos sin una voz que ordene y mande?, se preguntan. ¿Cómo es posible que nos dejen volar a nuestro antojo, sin márgenes ni caminos? Así que durante años se emplean a fondo en esa búsqueda impenitente. Con su coloquio interpelan a cuantos encuentran. Recogen sus historias y nos las trasladan en forma de parábola. No tardamos en darnos cuenta de que ese viaje, el simple hecho de avanzar juntos, es el fin en sí mismo, que no existe tal Simurg, el rey de los pájaros, ni nada que se le parezca, sino una vía de aprendizaje que cristaliza en la narración.
Ander Lauzirika
Estamos tan acostumbrados a la prosa del mundo que el relato místico y parco en detalles que nos trasladan las aves, no hace sino interrogarnos sobre las técnicas con las que componemos la geografía física y humana. Su diálogo se despliega ante nosotros sin contexto, y estamos tan habituados a ver con ojos de pájaro que ese vacío visual y la precariedad de sus descripciones nos presentan un paisaje minimizado, reducido al orden toponímico. Una mecanización de la visión más próxima al régimen de vigilancia y escucha selectiva de un ejército de drones que a la silueta de una bandada surcando el aire. Lo cierto es que estamos tan convencidos de la habilidad descriptiva de la técnica y de la ubicuidad que nos confieren nuestros dispositivos que a menudo confundimos ver con tocar y decir con hacer.
Y en ocasiones decir es hacer, así que tuvo que pasar mucho mucho mucho tiempo hasta que mediante la descripción se hiciera la montaña y con ella el paisaje. Y como sucede con los pájaros, también esa temprana composición literaria que narra una ascensión al Mont Ventoux nació de la adversidad y del deseo de explorar el margen, lo desconocido. No suban —advierte el pastor a los aventureros—; yo lo hice, pasé muchas fatigas y poco o nada encontré en su cima.
Conducimos por la autopista, bordeamos un pantano, vemos los campos, un bosque monumental, paisajes protegidos o explotados y describimos: los residuos de una fábrica frenética —todo es fábrica—, una mezcla nerviosa de cuerpos y organismos desechados, una orografía que se recompone, y compartimos. Y en esa esquemática representación ya no reside una necesidad de ver, sino el deseo de ornamentar, y es un ornamento que se desplaza, sin página, sin edificio, sin plaza.
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La exposición es a veces como un huerto cercado. Un vergel recoleto en el que se nos permite campar a nuestras anchas por un tiempo limitado. Pienso en esas fotos que muestran los coquetos huertos que los soldados mimaban entre trincheras durante la Primera Guerra Mundial, o en los parterres que crecían ordenados y frondosos durante la segunda. El hambre o el placer empujaban a unos y otros a cultivar un poco de ese orden antiguo frente al miedo, puede que como acto de resistencia o como una sutil forma de rebelión.
A menudo crecen en los márgenes del jardín algunas hierbas raras; no se las espera, y en un abrir y cerrar de ojos se han adueñado de esa maceta que alguien olvidó. Son sumamente habilidosas y sus semillas viajan hasta los lugares más recónditos. Se multiplican. Uno debe poseer talento y gracia suficientes para saber cuándo hay que dejar que echen raíces y cuándo es conveniente apartarlas: una exposición también es un espacio de piques, y el invitado que no esperábamos puede ser de gran ayuda para poner en crisis el ecosistema que tan pacientemente hemos ordenado. Llegados a cierto punto, es conveniente dejar que el jardín se transforme libremente, pues nuestro gobierno es limitado y es justo que las flores y los tallos se mezclen a su antojo.
Guillermo Orjales
Puede que la caprichosa comparación entre un jardín y una exposición sea algo más que una metáfora encontrada al paso. Tal vez arroje algo de luz sobre cuestiones un tanto opacas, pues por todos es sabido que el parque y el museo son ámbitos de representación de la esfera pública y, cuando la representamos, es nuestro deber interrogarnos sobre los bienes que acumulamos y sobre los valores que perpetuamos en nuestros jardines en beneficio de los poderes fácticos. Cabe recordar que al margen de nuestras modestas motivaciones, siempre habrá alguien dispuesto a separar el trigo del grano y a actuar basándose únicamente en sus intereses. “Ahora la ciudad ha decidido abrazar los jardines comunitarios, en especial en aquellos lugares en los que la clase trabajadora ha sido efectivamente expulsada”.2 Sin la presencia de esas comunidades, el jardín deviene una nueva conquista de la “economía de la experiencia”.
Con nuestros jardines contribuimos desinteresadamente a generar un espacio de deseo, pues en él se manifiesta un capital simbólico que florece en el “vínculo entre la jardinería (y las metáforas de arraigo) y los incómodos desplazamientos de la modernidad, el apartamiento de las conexiones profundas —incluso inconscientes— con el lugar y la comunidad”.3
Llegados a este punto, cabe apuntar la diferencia entre el sitio y el lugar, y el papel que desempeñan las comunidades en su definición. Así como el sitio puede abstraerse de la geografía y las formas de vida circundantes, en los lugares los elementos del paisaje y la sociedad que los habita desempeñan una función vertebral en su definición conceptual y formal. Un lugar es siempre un sitio, pero un sitio no es necesariamente un lugar. El accidente forma parte del lugar. La materialidad de la luz, el agua y otros fenómenos cobran allí un valor descriptivo. En el sitio uno tiende a abstraerse, a buscar abrigo. En los lugares uno se encuentra a merced de lo imprevisto, pues lo adverso siempre encuentra el modo de rozarlo. Con todo, en el lugar, las comunidades arraigan; en los sitios, deambulan por un tiempo limitado.4
Si la exposición es un lugar ¿puede esta ensayar formas de arraigo?
Si la descripción es una forma de arraigo ¿cómo podemos describir un jardín sin usar el rastrillo?
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En ocasiones el tejido urbano y sus barrios, así como el jardín o la exposición, se desarrollan siguiendo los patrones de un sistema emergente, es decir, rechazando el dictado de una única forma de inteligencia. Esta forma de crecimiento genera múltiples soluciones para un mismo problema y la única forma de proceder es combinarlas mediante el ensayo y el error. Los problemas constituyen la base organizativa de todo sistema emergente, pero paradójicamente no podemos resolverlos sin generar nuevos y relucientes errores. Ahora, cuando las formas de trabajo y sociabilidad han decidido prescindir de nuestra corporeidad y nos vemos forzados a mutar en entidades abstractas, móviles y dolorosamente reemplazables, la territorialización se revela como una forma de oposición a un proceso que niega nuestra fisicidad. En los pueblos y en la ciudad, nuestra presencia parece decida a reducirse a una coyuntura: la necesidad de desplazarnos. Y a pesar de eso, a menudo olvidamos que algo tan cotidiano como nuestra movilidad se ciñe a la trazabilidad de nuestros desplazamientos. Que la coreografía que ejecutamos cuando abandonamos nuestros cuartos y avanzamos por las calles obedece a una partitura dispuesta para ser ejecutada.
Con todo existe una humilde forma de alegría en nuestra desaparición. Esa atomización acompaña una transformación de los afectos, una necesidad de renegociar con nuestra identidad, puede que incluso una voluntad de desubjetivización. Nuestra comunidad a menudo es afrentada por una fuerza sin forma que nos retrae y al poco nos diluye. Estamos acompañados, pero a la vez se nos impone una distancia, y desde ese no-tocarnos componemos un diálogo —en parte soliloquio— que pretende resolver una cuestión de vital importancia: ante este empeño por cancelar nuestra presencia, ¿cómo podemos reaparecer? ¿Qué trazas anuncian que seguimos dentro de un cuerpo?
Agnés Pe
Como el tejido urbano, el jardín o la exposición, también las formas inestables en las que hemos mutado ocupan el espacio y aparecen rechazando el dictado de una forma superior: la “lucha molecular” parece surgir por accidente, se disemina a través de mensajes sin un receptor definido albergando la esperanza de ser interceptados.5
Y a pesar de todo siempre volvemos a la ciudad, y sospecho que lo hacemos con la esperanza de intervenir en esa especie de descripción colectiva que registra el modo en que deseamos, una y otra vez. Esa descripción sin página, sin edificio y sin plaza puede que sea la forma más llana de construir un lugar, hecho de imagen y palabras; así es como reaparecemos describiendo y siendo descritos.
Volvemos porque queremos ser partícipes de alguna transformación. Qué duda cabe de que la descripción más fiel es también un acto de transformación? La descripción propone una abolición de la relación nominal entre las cosas; nombrar las cosas es la forma más rápida de cercenarlas, de prefabricar su apariencia, su tacto. Cuando las describimos estamos armando algo nuevo, imperfecto, puede que incluso monstruoso. Digo monstruoso porque la descripción es un acto profundamente íntimo, subjetivo y bicéfalo por naturaleza, algo que sintetiza precariamente en medio de la visión o la voz y la lectura o la escucha.
Describir es hacer, y aunque a menudo nos avergüenza la descripción por cursi, no deberíamos olvidar que “el mundo hay que volverlo a describir continuamente porque nunca es el de antes, aunque solo sea porque antes no estábamos nosotros”.6 Es una forma humilde y antibiográfica de expresar nuestra posición en el mundo sin tutelar la mirada. De registrar sin desmenuzar.
Esto es trabajar desde la duda y la incertidumbre, y admitámoslo, no hay nada que nos avergüence más que la duda. Con todo, no podemos hacer nada sino exigirnos esa posición débil e imperfecta, que es también una apertura al disenso y al diálogo. Que no ofrece un testigo sobre nuestra bondad, pues mostrarnos como seres ejemplares es también la forma más fácil y tramposa de generar conformidad, ¿no?
Sorteamos con mayor o menor suerte la tentación de explotarnos los unos a los otros, de fagocitarnos, de hacer de la complicidad y el apego ese salvoconducto que acaba convirtiendo la amistad en institución, el encuentro en un evento y el deseo de compartir en un proyecto. Si pienso en aquellos que tengo cerca, si nos imagino como conjunto, no tardo en advertir que ya no es suficiente con alzar la voz, deberíamos ser capaces de tolerar nuestros silencios.
He guardado unas palabras de la abubilla enamorada —¿os acordáis de ella?— para terminar este texto. Mientras escucha los ruegos de sus fatigadas compañeras, extenuadas tras horas y horas de mecánico y ansioso vuelo, les advierte de forma un tanto proverbial:
Pon el pie en el camino, cierra el pico, calla.
Arde también tú, si todos arden en el camino.7
Marc Navarro
Este texto fue escrito a partir de la exposición Canta Cucu, celebrada en Bastero Kulturgunea, Andoain, en el marco del programa Harriak, del 5 de octubre al 10 de noviembre de 2018. La exposición fue comisariada por Raúl Domínguez y en ella se incluía el trabajo de los artistas Agnés Pe, Ander Lauzirika y Guillermo Orjales.
1 Sonter, Jill, Hacia una arquitectura menor, Bartlebooth, Vigo, 2018.
2 Rosler, Marta, Clase cultural. Arte y gentrificación, Caja Negra Editora, Buenos Aires, 2017.
3 Ibíd.
4 Javier Mozas, Javier Arregui y Luis Peña, “Luis Peña, arquitecto del lugar”, Tecnología y Arquitectura, núm. 9, Vitoria, 1990.
5 “Molecular struggles are struggles that emerge accidentally and spread further through what is accidental to the accidentals. No master heads the molecular organization”. Gerald Raunig, Factories of Knowledge Industries of Creativity, p.154, Semiotext(e), Los Ángeles, 2013.
6 Wisława Szymborska, Correo literario, p. 52, trad. Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz, Nórdica Libros, Madrid, 2018.
7 Farid ud-Din Attar, El lenguaje de los pájaros, p.134, versión de Clara Janés y Said Garby, Alianza, Madrid, 2015.