Mi Punto de Vista (primera parte)

He pasado 24 horas en Pamplona. Sin que yo lo preguntara, tres personas distintas me han dicho tres veces que en Pamplona nunca pasa nada. Las escuchaba y pensaba: seguro que exageran. A una media de una vez cada ocho horas, esas mismas personas me han dicho que, cuando llega la semana del Punto de Vista, el festival internacional de cine documental de Navarra, lo dejan todo, incluso algunas se piden fiesta en sus trabajos. Porque en Pamplona nunca pasará nada pero el Punto de Vista parece que es todo un acontecimiento. No solo para Pamplona. Llevo años siguiendo el festival a distancia. Muchos de los cineastas que me interesan han pasado por aquí. Hace poco estuvo a punto de desaparecer pero se salvó y me alegré desde la distancia. En 24 horas he visto unas cuantas cosas en el festival pero me voy con ganas de ver muchas más.

Os lo cuento al revés. Lo último que hice el miércoles, antes de volverme de Pamplona, fue comer en una estupenda y preciosa librería de la calle Mayor, Katakrak, con una interesante selección de libros dividida en dos plantas, donde puedes tomarte algo y disfrutar de un delicioso menú a base de lo que ellos llaman cocina de pobre, preparada con cariño y con alimentos cercanos. El martes por la noche estuve allí pero me quedé con las ganas de probar su cocina. Y estuve allí porque, cada noche, durante el festival, el Séptimo Vicio, el programa de Radio 3 dedicado al cine, graba en Katakrak el programa que emitirán al día siguiente, con la presencia de invitados que participan en el festival, como Aleksandr Balagura, que presentó Le battement d’ailes d’un papillon la mañana del martes, y un grupo de música diferente cada día, como Kokoshka. Tolentino y sus secuaces, realizaron el programa sentados en las mismas mesas donde comí ayer, en medio de un maravilloso follón de gentes que llenaban el local, donde apenas había sitio para moverse.


Sigo hacia atrás. Llegué a Katakrak excitado por una intensa mañana de miércoles. Lo último que había visto, en la sede del festival, en Baluarte, fue una película de la sección oficial, emocionante y estimulante neuronal a partes iguales: Converso, del pamplonica David Arratibel, un cineasta que prácticamente se estrena con esta película. Alguien que, como él mismo confesaba esa misma mañana, ha crecido con las películas que ha ido viendo en el festival durante esta última década pero nunca se le pasó por la cabeza que acabaría presentando allí su propia película. Converso parte de una necesidad: entender la repentina conversión de toda su familia al catolicismo, una conversión inesperada y paulatina que, en el momento en que se produce, deja a David Arratibel algo así como bastante mosqueado. La cosa comienza con el novio de su hermana, Raúl del Toro, un músico organista a quien su hermana, María, conoce recibiendo clases de música de él, a pesar de que ella le supera en edad. En una serie de entrevistas en las que, como le oí contar al propio director, cuidó hasta el último detalle técnico (incluso en detrimento de la calidad técnica de la película, lo cual no es para nada una contradicción) para preservar al máximo la intimidad de la conversación, Raúl del Toro, luego la hermana de David, María, la madre, Pilar Aranburo, y su hermana pequeña, Paula Tellechea, en conversación con David, cuentan poco a poco esta extraña historia con todos sus detalles, algunos de los cuales jamás habían comentado entre ellos. Me gustaría señalar este hecho, porque es clave. Hasta el momento de rodar nunca se habían sincerado. Si no fuese así, aunque los hechos relatados fuesen los mismos, la película sería otra, seguramente menos emocionante, menos auténtica, menos verdad, sea lo que sea la autenticidad y la verdad, no encuentro otra manera de expresar eso que hace que una historia como esta te reviente en la cabeza y te dispare, no solo la cabeza, también el corazón y el estómago, en mil direcciones. También me parece importante saber que el director rodó prometiéndoles a todos los implicados que, en caso de que algo de lo rodado les molestase hacerlo público y no quisiesen que viese la luz, destruiría el material. Como nos contó antes de la proyección, si no lo hubiese hecho así nunca más hubiese podido volver los viernes a comer con su madre. Dos detalles que me parecen igual de importantes.

No sé hasta dónde es conveniente desvelar la historia porque gran parte del efecto que produce la película me parece que proviene de la sorpresa con la que descubrimos que no se trata de la historia que esperamos, que no se trata de la típica historia de apariciones o de beatas. No, es gente sencilla pero inteligente y sensible, que, dándose perfecta cuenta de que lo que les está pasando puede ser visto como algo muy freaky, por utilizar su propia expresión, deciden en un momento clave de su vida aceptarlo y asomarse a ese abismo, a un abismo espiritual que, como ellos mismos señalan, está en las antípodas del mundo en el que vivimos. Y, sin perder en ningún momento el sentido del humor, su vida cambia por completo y toman consciencia de la existencia de Dios. Del Dios cristiano, católico por más señas, no del dios de alguna espiritualidad new age. No, del Dios tradicional por estos pagos, el más rancio, espero que me perdonen la expresión porque está escrita desde el más absoluto respeto. Y, lo peor (según unos) o lo maravilloso (según otros) es que, encima, se vuelve contagioso y se produce una reacción en cadena no forzada. Primero Raúl, luego la atea María, no sin ciertas convulsiones, luego la madre, Pilar, y finalmente Paula, la hija pequeña, sin que medie ningún intento de evangelización por parte de su familia, cosa que, hasta la realización de la película, el director no tenía muy claro y parece ser una de las razones de su mosqueo, que se disipa al comentar esta cuestión con su propia hermana, ante la cámara.

Hacia el final de la película, hay un detalle que acabó de doblegar el último resquicio de resistencia intelectual que me quedaba. Y es que, David, que no sabe música, se propone ensayar con su familia una difícil y maravillosa pieza sacra vocal a capella del compositor renacentista Tomás Luis de Victoria, hasta que acaban dominándola y ejecutándola entre los cinco protagonistas, lo que me imagino que les habrá costado lo suyo, sobre todo al director. David, en su intento de comprender lo inefable, no solo rueda un documental con sus seres queridos desde el mayor de los respetos sino que se moja y se mete hasta las trancas, dejándonos con el interrogante de si será el próximo en caer. Solo puedo deciros que, después de volver de comer en Katakrak, me lo encontré a él y su hermana y al acercarme para felicitarle acabó despidiéndose con un “Con Dios”, dicho con una enorme sonrisa en los labios, que, por un momento, me hizo dudar.

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