Comienzo estas líneas en el mismo sitio en el que terminé de escribir mi anterior crónica para Teatron. Aquella en la que te enumeraba un sinfín de paisajes que se habían dado cita sobre el escenario del Antic Teatre y que yo intentaba rescatar de mi memoria como un homenaje a los veinte años de la sala. Y si esa vez el sitio desde donde escribía me pareció la peor elección posible, esta vez opino todo lo contrario. Y es que esta vez, no se me ocurre mejor sitio para hablar de Desert, la última pieza de la compañía catalana Atresbandes, que desde esta mesa de la primera sala de la Biblioteca Nacional de Catalunya. Desde el silencio que proporcionan estas enormes bóvedas de piedra, y que solo se ve roto por el ruido sordo de la calefacción o por unos pasos lejanos que se pierden ligeros al fondo, entre la cordillera de estanterías que separan esta cueva en dos.
Y es que la nueva pieza de Atresbandes es un viaje de noventa minutos al interior del silencio. O si lo ves desde otra perspectiva, es un viaje a nuestro silencio interior. Al interior de la memoria sónica que nos constituye. De tu memoria y la mía.
Pero contraria a la idea que comúnmente se tiene de los silencios del desierto, como el de Atacama, estos, lejos de ser unos silencios sepulcrales donde no se oye nada, están plagados de un sinfín pequeños sonidos que has de aprender a escuchar. Una sinfonía de frecuencias a la que si les prestas atención puede que incluso te dejen sordo. El sonido del viento sobre la tierra dura, por ejemplo. O el crujir de las piedras que se parten cuando baja la temperatura por la noche. O el vibrar del suelo que dejan los camiones que pasan a varias decenas de kilómetros de ti. O el tremor de tu propio cuerpo, de pie, en medio de unos de los sitios más solitarios e inhóspitos del planeta.
Y de eso, creo intuir, va el último viaje que Atresbandes propone en el Teatre Lliure de Gràcia. De un viaje hacia un silencio interior repleto de pequeños gestos sonoros que
nos empujan a mirarnos hacia dentro.
Una travesía en la que más que convidarte a contemplar unas escenas que se suceden frente a ti, se te invita a entrar en el paisaje y escuchar atentamente cómo vas pasando
a través de el. A introducirte en esos paisajes sonoros para atravesarlos, para dejarte atravesar, por el simple placer de escuchar y escucharte a ti mismo. Como cuando tapas tus oídos con tus manos y ejerces presión sobre ellos para reconocer cómo de
distinta suena tu voz. Para escuchar tu propia respiración o el crujir de tu mandíbula.
Para sentir el bombeo de tu corazón.
Pero que mis palabras no te lleven a engaño. No te hablo de una sesión de meditación
en la que el sonido de tu respiración te servirá para centrarte cuanto tu mente se
disperse. Desert es todo lo contrario.
Y es que a través del potente collage sonoro, obra de Sammy Metcalfe, la invitación de
la pieza es a divagar y a perderte. A dejarte ir en un juego que, a base de frecuencias,
acoples, trozos de canciones, danzas tribales y potentes bajos que golpean tu pecho
con violencia, consiste en introducirte en esa jungla sónica para emprender una travesía sin rumbo hacia el interior de tu memoria. Hacia el interior de tus recuerdos y de todas las travesías sonoras anteriores que te conforman. De todas las frecuencias que te han atravesado, que te han hecho vibrar.
Pero, has de estar atenta. Porque frenar y escucharte, lejos de ser una situación confortable, se puede transformar en una travesía muy dura, agobiante y poco
amable. Como cuando te introduces en una cámara anecoica, en una de esos
laboratorios sonoros totalmente insonorizados, y descubres que el silencio es tan
gigante, tan insoportable, que se acaba transformando en un pitido incesante sobre
tus oídos que te enloquece, te marea y te hace perder el equilibrio. Y caes.
Y es que nadie dijo que atravesar el desierto fuera cómodo y fácil.
Pero el silencio de este desierto también lo es visual y gestual. Porque en esta pieza
todo es mínimo y esta medido. Pero mínimo no es sinónimo de pequeño o poco
importante. Porque, aunque en muchos momentos de la pieza las performers parece
que estén haciendo poco o nada o incluso estén dándonos la espalda de manera
deliberada para empastarse con el fondo, su presencia y su manera de moverse
marcan el tempo del puzle sonoro que gobierna la pieza. Transformando, a ratos, la
milimetrada coreografía de pequeños gestos en un claro contrapunto a lo que la banda
sonora propone. Como si más que personas los intérpretes fueran metrónomos de
carne y hueso. Metrónomos que, como pasa con los de madera y metal, no puedes
dejar de sentir su presencia aunque los hayas perdido de vista decenas de compases
atrás.
Y las manos.
Las manos de Rubén Ametllé abrazando a Amaranta Velarde. Con toda la firmeza y la
delicadeza del desierto más duro que se vuelve refugio.
Esas manos.
Que tengas un buen viaje.
Txalo Toloza-Fernández