Asistí al Teatre Lliure para ver la pieza One song de la artista visual belga Miet Warlop. Para quienes no la conozcan, Warlop es una de las cabezas más visibles de la escena contemporánea en Europa. Se sitúa en el cruce entre performance, artes visuales y teatro. Creadora desde 2004, trabaja con tiempos no-lineales que nos devuelven al ahora, infinitos imposibles, fuertes conexiones entre vida y muerte como espacio para lo vivo, experiencias de transición y movimientos de materia, transfiguración del cuerpo y el objeto, humor e ilusiones. La traducción de todas estas cuestiones a las formas escénicas, de fuerte carácter visual y performativo, anunciaría un cambio de guión dentro del contexto europeo. Si las hijas de un dadaísmo muy tardío seguían en pie dominando los experimentos de los dosmiles, parece que una especie de post-surrealismo fantástico le está quitando el lugar. Y creo que sí, que en Europa todavía estamos rodeando los principios de las vanguardias históricas. No digo que sea algo horrible, sólo es una observación. Miet Warolp es una artista que para mí, dentro de la estructura oficial del Arte, puede representar este cambio (fuera de la estructura hace mucho tiempo que la cosa ya cambió. Tanto, que ya volvió a cambiar). Si atendemos a sus trabajos veremos que abren la puerta a un cuerpo fantástico, dejando atrás posturas meta-referenciales o al menos en el límite de ellas, introducen plásticas extrañas en relación casi onírica y producen imágenes a medio camino entre lo real y lo ilusorio, más cerca del monstruo que del fantasma.
En el escenario de One song vemos un ambiente entre el gimansio y los juegos olímpicos, con cinco estaciones vinculadas a una actividad física. Cada estación la ocupa un músico que deberá tocar la misma canción durante una hora mientras realiza un ejercicio físico específico: la violinista hace equilibrios sobre potro, el cantante corre sobre cinta de correr, el pianista salta delante de una escalera sueca o el bajista toca su instrumento a base de abdominales. Al fondo, una grada de madera aloja cinco aficionados de esta extraña maratón, que jalean, abuchean, celebran, se pegan o vitorean, en perfecto unísono con la canción infinita que interpreta la banda-deportista. Dos figuras más: Un comentarista con megáfono retransmite en directo un relato que parece próximo al partido de fútbol, mientras que una animadora con falda y pompones, baila y anima a la afición. Y esta situación dura sesenta minutos, con juegos formales, coreográficos y musicales como slow-motions, pausas, aceleraciones, acumulaciones, interrupciones y desvíos. Sesenta minutos de tremenda intensidad musical, visual y coreográfica: hay acción y hay actividad. La performance funciona, el dispositivo se estira de forma elástica hasta sus últimas consecuencias y con todo, una puede sentir una especie de euforia colectivizada, una excitación extraña.
Cuando vi el inicio del show, no pude evitar pensar en esa desagradable tentativa actual de mezclar danza y deporte (tomo como gran referencia esa esperpéntica producción del TNC a manos del Cesc Gelabert y con el sponsor del Barça en 2015. Foot-Ball, le llamaron). Digo desagradable porque no me parece suficiente la presunción de que, aplicando las reglas del movimiento de la danza al movimiento del deporte, éste termine por desarticular sus lógicas de competencia y capitalismo (no, el deporte no se practica con deportividad ni inclusión, el deporte es una actividad históricamente cis-masculina y heterosexualizada, y la misma actividad de lo deportivo se ha construido alrededor de estos principios políticos y sí, los equipos de futbol femenino y LGTBI pueden revertir esta situación). Además, la actividad de la Danza, a pesar de ser una actividad predominantemente femenina, también es capitalista, neoliberal y precarizadora, porque el punto de vista sobre el que se ha construido la danza académico-oficial también ha sido masculina (la relación espectador-hombre ha sido una relación de poder histórica que ha manipulado los cuerpos y las maneras de moverse). La relación danza-deporte no es una tendencia actual de la Danza Contemporánea europea sino que empezó antes. A finales de los 90 y los principios de los 2000 la danza-performance tomó herramientas del mundo del deporte para hablar de juego, azar, reglas, dispositivos y anti-dispositivos. Podemos tomar como ejemplo la obra Project del coreógrafo conceptual francés Xavier Le Roy (2003), en el que los cambios de ropa y de performatividad de dos supuestos equipos de futbol distorsionan la regla de grupos y el objetivo del juego, no sabemos quien juega contra quien. Como dice Roberto Fratini, una de la personas que me ha enseñando más cosas, la danza es una actividad cualitativa mientras que el deporte es una actividad cuantitativa (muchas no estarán de acuerdo, pero necesitamos de este tipo de radicalidad para colocar cada cosa en su sitio, porque la actividad física también encierra luchas históricas y jerarquías de privilegio y opresión). Lo cualitativo en la Danza para mí no tiene que ver con la capacidad de levantar una pierna o la resistencia en un triple giro. Lo cualitativo en la danza es la capacidad de ornamentación que tiene tu cuerpo cuando baila. Por lo tanto, la estrategia de lo ornamental es la única posible para desarticular la noción de deporte cuantitativo si es que esa fuera la tesis de investigación que se quiere abordar. En consecuencia, pienso en diferentes tentativas artísticas que desactivan de forma real la hegemonía cis-heterosexual del mundo del deporte, dejando a la misma actividad deportiva sin función capitalista, sin acumulación de puntos, sin competición entre equipos y protagonizada por otros cuerpos ornamentales. Ejemplo de ello es la modalidad Futbaile, un partido de fútbol donde prima la pirouette al gol y que se hizo viral en twitter en 2018, o también el Básquet de las excluidas, proyecto de la artista trans brasileña Lyn Diniz en el que se ocupó durante varias jornadas una pista de básquet pública en La Latina de Madrid en 2016. En esas jornadas las personas ocupaban la pista para travestirse, para cantar, para bailar y mientras todo eso ocurría, paralelamente se jugaba al básquet, pero se jugaba mal. Lo importante era lo ornamental. Este tipo de estrategias me parecen más punzantes, ya que atacan el corazón de ambos, deporte y práctica artística, para empezar a trenzar un nueva historia de los cuerpos.
Y todos estos previos me parecen importantes para pensar One song de Warlop. Aquí, la relación performanace-deporte enfatiza los aspectos de capitalismo y espectacularidad que dominan ambos mundos. En esta pieza, se hace un show del show. El ornamento está presente durante todo el espectáculo, en los caprichos formales de la interpretación musical (caprichos en esta ocasión como algo positivo, aquello que nutre y dispara el acto performativo). Y es a través de esta ornamentalidad coreográfica que se construye el acto deportivo, un acto performativo y realizativo y que junto a la interpretación musical coloca a los músicos entre la Task Performance y el Endurance Art. Si sumamos a esta imagen la afición hooligan, el comentarista y la animadora podemos ver, efectivamente, una micro-sociedad. Pero no es una micro-sociedad sin apellido, a secas, neutralizada o universalista como acusan las críticas de prensa en Francia y Bélgica. Estamos hablando de una representación occidental u occidentalizada de lo que es una sociedad del espectáculo. Esta representación será cis, será heterosexual y será blanca. Este dato es importante, porque el teatro europeo tiene el vicio de pensar que habla en nombre de todas. No digo que la obra de Warlop tenga directamente esa pretensión pero la crítica, que también da forma a la obra, apunta hacia una esencialidad y universalidad de lo humano en tiempos contemporáneos. Una obra de teatro europea puede representar las preguntas europeas, pero estas no son universales. Tampoco, las imágenes y estéticas que se desprenden del trabajo, son la esencia de nada. Y las europeas tenemos que empezar a colocarnos en nuestro lugar y aceptar que las críticas que hacemos hacia nuestro propio sistema de representación (como creo que activa la obra de Warlop) son críticas suaves, cómodas y contemplativas. One song es una pieza entre el dolor y la euforia que habla de las preocupaciones de una sociedad blanca cis-heterosexualizada. Unas preocupaciones a mi parecer suavizadas teniendo en cuenta la responsabilidad histórica de este grupo social. Puede que el final termine por resolver algo. Todo acaba con un himno inventado ante una bandera inventada. Todos los performers, en pie y con la mano en el corazón cantan, medio bien medio mal, su himno nacional. Y con el fascismo hemos topado. Este final aclara muchas cosas, es una posición. Los himnos son una estrategia de inclusión y exclusión de los cuerpos en una sociedad, si te sabes el himno eres de las nuestras. El himno no es una experiencia comunitaria a través de un elemento cultural, el himno es el encargado de recordarnos que somos propiedad del Estado y que así le representamos. Yo no dejo de ver una sociedad fanática que habita este concierto heroico-deportivo con coreografía hooligan y una experiencia frenético-colectiva. ¿A quién se le permite semejante frenesí en el espacio público? ¿Cuáles son los cuerpos que pueden activar esta performance? ¿Para quién es esta narrativa tecno-heroica? ¿Qué grupos sociales tienen derecho a pensar sobre sí mismos en un teatro y qué grupos no? Sí que creo que la obra esconde críticas a la organización social, a las posibilidades de encuentro y desencuentro entre los sujetos, a la exigencia de una performatividad extrema para satisfacer una expectativa. Pero en cualquier caso no puedo evitar sentir distancia. Me parece una obra de gran valor performativo pero con crítica tímida y que tiende a la universalidad del relato.
He sido educada y me he guardado para el final aquello que más me ha revuelto el estómago: la animadora. ¿Será una travesti-travesti o quizás un hombre cisgay con falda y peluca? Preferí no preguntar en el momento e ilusionarme ante el auge de cuotas de representación que están capitalizando las compañías de teatro europeo lideradas por directores cis. No es mi intención activar ningún tipo de estrategia policial pero hay que ser responsable y un cuerpo travesti no puede ser representado por una persona disfrazada. Porque no es lo mismo salir del teatro en bragas que salir del teatro en boxers. Y como no podía ser de otra manera, las espectadoras de Teatro Contemporáneo en Catalunya tienden a la transfobia, las mismas que sueltan una solemne carcajada cada vez que la animadora se pone o se quita la peluca o cuando feminiza sus movimientos al bailar. La performatividad travesti da risa. Los programas de mediación de los teatros, también.
Sara Manubens
Los programas de mediación dan mucha risa. Alguien tenía que decirlo. Gracias.
te amo
Gracias Sara.
Me toca mucho tu crítica, pienso que se da mucho espacio al trabajo de Warlop, y que hay que revisarlo mogollón. Se nos presenta, a demás, con cierto interés culturizante, cuando me parece que quien programa no está sabiendo mirar más cerca. Me preocupa esta desconexión entre instituciones y territorio… y el tono fachilla de la Miet también.