Obra pública. Este es el título de la última producción pública del Institut Valencià de Cultura (IVC) dirigida por Vicente Arlandis y Paula Miralles, quienes forman el colectivo Taller Placer. Decía Castellucci que el título de las obras es importante porque te puede guiar como un faro durante el proceso. En este caso es toda una declaración de intenciones, pues la palabra obra tiene esas dos connotaciones claras: el producto final de un proceso creativo; o el hecho de obrar, de operar, de actuar, de hacer o construir. La RAE en su octava acepción dice: “Trabajo que cuesta, o tiempo que requiere, la ejecución de algo”. Sin duda, esto describe muy bien Obra pública: por una parte, el tiempo de ejecución de las acciones que se realizan en escena (y fuera de ella), por otra, el concepto del trabajo y, más concretamente, del trabajo dentro del teatro. “Pública” porque tiene acceso libre a la ciudadanía y también porque ha sido realizada con recursos del Estado.
Dicho esto, me remito a los hechos. Pasados unos minutos las 20 horas, en el hall del teatro Rialto ubicado en la Plaza del Ayuntamiento, bajan por las escaleras de mármol todo el elenco y sus dos directores. Se paran y ante la mirada del público, Héctor Arnau entona un cant de batre —cánticos vinculados al territorio valenciano relacionados con el trabajo en el campo—. Es la segunda referencia al trabajo y la pieza acaba de comenzar. La letra, es una versión que habla sobre la propia obra como una “performance pública”. Tras los primeros versos, los melismas continúan afuera, ahora sí, acompañados por el coro que forman el resto del elenco. En la calle, en el espacio público, espectadores e intérpretes nos plantamos frente a la fachada del teatro donde se despliega una lona. La lona es la imagen que muchas personas que llevamos gafas reconocemos porque nos la han puesto en la óptica para calcular nuestra miopía: una carretera entre campos verdes que fuga hacia el centro de la imagen y al fondo un globo aerostático. La palabra teatro proviene del griego y significa lugar desde el cual mirar o contemplar. ¿Acaso nos están invitando a entrar al Rialto, el cual acoge espectáculos muy convencionales, para mirar con la graduación necesaria una pieza de artes vivas?
Tras este inicio, entramos al teatro y en escena aparecen los actores y las actrices que limpian el suelo del escenario con mopas. Van vestidos completamente de negro y unos guantes de seguridad, como vestiría cualquier trabajador del teatro, es decir, cualquier operador de un teatro: los técnicos de luces, de sonido, los regidores, trabajadores de mantenimiento, etc. Tercera referencia al trabajo. Porque los actores y actrices no son trabajadores. Porque no sé bien si están limpiando de verdad o hacen que limpian. A esto volveré después. En cualquier caso, están vaciando el espacio ya vacío. Vaciándolo de polvo, pero también vaciando el teatro de todo excedente, dejando lo esencial: unas personas que hacen y otras que miran qué se hace. A unos que llamamos intérpretes y otros que llamamos espectadores. Porque en diferentes momentos de la pieza se intenta exponer el dispositivo escénico como tecnología que permite generar un tipo de ficción.
En seguida, el escenario vacío se llena de los primeros objetos que formarán parte de un excelso catálogo a posteriori. Se trata de unas pelotas de parque infantil de bolas de color rojo que caen de manera accidentada. Todo el elenco se dispone a recoger las bolas. Ahora no dudo, las están recogiendo sin hacer como que las recogen. Toman del suelo todas y cada una de ellas hasta llenar una bolsa de plástico que al levantarla descubre el agujero que tiene en el fondo, volviendo a caer todas de nuevo. Por si fueran pocas, caen desde tramoya un centenar más de color verde. Importa poco la acción, lo que interesa es el tiempo que demora realizar la acción. La cantidad de segundos que conlleva recoger cientos de pelotas esparcidas por el suelo. Un tiempo compartido entre actores y público. No es un tiempo que pertenezca a la ficción. Es un tiempo cotidiano. Un tiempo que desvela el paso del tiempo.
Como decía Bob Marley: No tengo miedo de la energía atómica, porque ninguno de ellos puede parar el tiempo
Después de los primeros minutos en los que aparenta no pasar nada, salvo el tiempo, aparece Héctor Arnau que, con un micrófono, nos narra un sueño. Su trabajo, dice, o mejor, la búsqueda de trabajo, es el protagonista del sueño, mientras que el consejo de sus amigos dentro del sueño es que debería apostar por un empleo estable, como por ejemplo hacerse funcionario. Esa parece ser la máxima aspiración laboral a la que puede anhelar un trabajador cultural que se dedica a escribir o a traducir, como él mismo nos cuenta.
Podría parecer que el conflicto está en la búsqueda de trabajo, pero después, a lo largo de la obra, Hipólito Patón, Arantxa Pastor, Gloria March, Aris Spentsas, David Mallols, Lucía Jaén y Rosana Sánchez también nos narran otros sueños, en los que el trabajo y el entorno laboral se ponen en el centro de cada relato. Los sueños dejan de ser sueños y entonces te das cuenta de que se tratan de pesadillas. El trabajo ya no se trata de la negación del ocio a través de su interrupción — en esa dialéctica de la Antigua Roma que diferenciaba el ocio y el negocio—. Como dice Remedios Zafra, el trabajo se cuela por tu ventana, del ordenador o del smartphone, a cualquier hora del día y cualquier día de la semana. El trabajo posfordista se ha colado en nuestros sueños. El trabajo es protagonista incluso mientras dormimos.
Como dice La Zowi: Hago lo que me gusta, a tiempo completo. No tengo tiempo, pero soy la puta del momento.
Poco a poco, las entradas y salidas de las intérpretes marcan un leitmotiv durante toda la obra. Lo onírico se cuela en escena y cada vez más objetos, vestuario, atrezzo y escenografía van apareciendo en el escenario. Los primeros son diferentes maquetas de teatro, quizá realizadas en un pasado por escenógrafos para el mismo espacio teatral que nos encontramos. Estas maquetas nos muestran el teatro dentro del teatro. Pero también el trabajo dentro del teatro, cuando un intérprete corta la acción y dice que la casa ha decidido premiar a los trabajadores y hacerles una obra de teatro. La casa es como los trabajadores del Institut Valencià de Cultura denominan cotidianamente a la institución que los emplea. El teatro de marionetas que vemos es un teatro minimal donde los personajes son bayetas: aparecen en escena y se lamentan —¿lamentan su función o su trabajo?— hasta quedar unas amontonadas encima de las otras, hechas un trapo. El público, es decir, las trabajadoras de la casa, aplauden. La casa, o sea, el empleador, las mantiene activas laboralmente pero también las entretiene.
Los y las intérpretes continúan con su coreografía posmoderna de inspiración raineriana marcada por la acción: entrar a escena con un objeto, colocarlo y salir. De esta manera se nos recuerda que están trabajando. Que no hay ninguna metáfora en sus actos. Sin embargo, sí que hay un collage en los escenarios y los vestuarios imposibles que se muestran en escena a la vez: telones, redes de pescar, bandas de fallera con la bandera de España, photocalls, cinta de colores, pelucas, diferentes maletas, sombreros, armas medievales, chaquetas de capitán, túnicas, cajas de cartón, flightcases, un hula hoop, etc. Todo el catálogo de objetos utilizados en la pieza, entre vestuario y escenografía, se puede leer en el flyer que se reparte al inicio de la obra. Todos ellos pertenecientes a obras de producciones pasadas de la casa. Es decir, a obras públicas del Institut Valencià de Cultura, antes llamado Culturarts, antes Teatres de la Generalitat, antes Centro Dramático y en algún momento… quizá tuvo algún nombre más que se menciona en Obra pública y no recuerdo.
Toda esta utilería ha sido sacada de sus almacenes. En un momento dado, el IVC empleaba un utilero, Toni Carpi, que se dedicaba a guardar, conservar y catalogar estos materiales y a quien se homenajea en un momento posterior de la obra. Pero, según lees el flyer, hay sospechas de que mucho de lo mostrado en Obra pública no estaba catalogado. Aun así, este catálogo permite al espectador pensar en el tipo de obras que se han presentado en ese mismo escenario en tiempos pretéritos. Abre un archivo, genera una ecología y permite nuevas lecturas. Este tipo de planteamiento, próximo al reenactment, ya lo habíamos visto en H, obra también firmada por Arlandis y Miralles en colaboración con Rosana&Aris.
A lo largo de la obra se componen y descomponen escenas divertidas, estúpidas, contemplativas, ridículas, satíricas y aparecen todo tipo de personajes (el personaje es atribuido apenas por el atuendo de quien lo viste): papas, doncellas, cirujanos, templarios, un grupo de aladinos sefardíes, un desnudo, un pirata cojo, una fallera, una escena de gángsters traperos, dos duendes vestidas con camisetas serigrafiadas con la cara de Marx… Porque en el teatro cabe todo. Cabe todo cuando creas un marco para ello y el espectador ya tiene la vista graduada.
Con Marx me quedo para hablar de un momento clave en la pieza. El momento donde todo lo contado hasta aquí se sintetiza. El momento en el que escuchamos la voz amplificada de los dos regidores de la obra dictando instrucciones en directo a cada intérprete: “ahora la chica joven entra por la izquierda y coloca un escudo templario hacia el centro del escenario”, “el pirata cojo cuelga el cuadro en el photocall”, etc. Los regidores son Miralles y Arlandis, suena a empresa de construcción, es cierto. Porque son los directores. Es decir, los patrones que dirigen a sus trabajadoras y trabajadores, que vemos trabajar como operarios en una fábrica bajo las órdenes de un superior. Trabajadores que colocan objetos en escena para que la obra se produzca. Trabajadores que necesitan del tiempo como unidad de medida de su fuerza de trabajo a cambio de una renta. Pero, atención spoiler (quizá la alerta llega un poco tarde), Miralles y Arlandis, ahora Paula y Vicente, también se colocan en escena a trabajar, porque sus propias voces, las voces que a todos subordinan, les ponen a ellos a trabajar también.
¿Se autoexplotan? Sólo en apariencia porque, en el fondo, es una obra pública y Paula y Vicente también son trabajadores temporales de la casa. Porque no hay fetichismo marxista ya que aquí la mercancía y quien la produce son la misma cosa. Porque los espectadores y los trabajadores del escenario comparten un espacio y un tiempo y sin esta condición no hay obra pública ni privada posible. El tiempo del ocio y del negocio de ambos agentes se funden. Porque justo en el momento que estás elucubrando teorías sobre el régimen económico del trabajo creativo y posfordista aparece de manera sorprendente una convención teatral en una obra nada convencional. Un telón negro que baja para recordarnos que sólo estamos en el teatro y que es el momento de aplaudir a las trabajadoras de esta obra pública.
Me dejo un par de momentos fundamentales de la pieza. Seguramente sean los más teatrales, en los que se rompe la cuarta pared, aparecen personajes con texto y en los que las actrices demuestran sus dotes interpretativas. Son esos instantes en los que algún espectador habitual del Rialto habrá pensado que, por fin, están haciendo su trabajo y que entonces habrá valido la pena pagar el precio de la entrada. Pero, lo dejo aquí para quien vaya a verla, habitual o no. Ya he contado suficiente y tampoco puedo desvelar más de una pieza en la que no dejan de ocurrir cosas todo el tiempo. Más de hora y media de tiempo de trabajo. Las trabajadoras se han ganado un merecido descanso.
Javier J Hedrosa