¿Qué dicen, qué son, qué hacen? ¿Qué es lo que va a pasar? «deader than dead» de Ligia Lewis comienza y acaba en penumbra y ocurre, casi, a medianoche. Casi a oscuras hay una luz muy lunar, a la vez clarísima y tenue, que acaricia el espacio, todo, el suelo de tatami fosforito, flúor sobre flúor, y los cuerpos, que se empiezan, tenebrosos, a mover: «Out, out, brief candle! / Life’s but a walking shadow».
¿Qué dicen? Están murmurando, uno aquí y uno allá, esto y lo otro. Retahílas y ensimismamientos, a veces cesuras («Off!»), nada declamado pero todo insistido, como en un conjuro. Es evidente que se está cargando una energía, pero no te imaginas para qué. Se invoca a Macbeth, «Mañana, y mañana, y mañana», la vida contada con furia por un idiota significando nada. Algo magnífico pero modesto, muy clásico y no se sabe si ingenuo. Se hablan entre sí pero como por accidente, parecen más juntamente solos que acompañándose.
¿Qué son? Hay ambigüedad en su presencia, que es lo contrario a contradicción. Están explorando y reconociendo, como si tampoco lo supieran bien. Todo está ensombrecido. Hay una torpeza como abrupta, una automanipulación en pantomima, muy funny, que parece insinuar: esta persona se ha encontrado su cuerpo, es un medio, un vehículo, un lenguaje poético que no es tan simple controlar. Incluso: un automóvil tozudo con sus propias decisiones, que tú le vas a rebufo y buena suerte y puedes fracasar. Uniformadas sólo por la peluca, las siluetas en escena son revealing sin descocar, sobriamente sexys; reconozco en la primera intérprete a un negro altísimo y guapísimo que me había cruzado hacía unas horas en el vestíbulo del Hotel Mediodía (su salón un refugio discreto para tramar en el Madriz con zeta). Metamorfosis sinuosa de músculo y sonrisas nada más empezar.
Suenan, tan barrocos, los Sones de Santa Genoveva, matrona de París, de Marin Marais. Pienso en que la iglesia que le advocaron nunca lo llegó a ser, transformada por la Revolución en Panteón de Ilustres, donde hoy hace casi un año dieron cenotafio a Joséphine Baker. Entra muy poca luz, los ventanales parecen saeteras, y el edificio es bastante horrendo, como la estatua a Voltaire. Parece que realezas, santas, guillotinas, horripilancia, panteones, música de viola y clavicémbalo, luz fluorescente a medianoche y vedettes bisexuales negras espiando contra los nazis algo tendrán que ver. «Tous les matins du monde sont sans retour», decía –y titulaba– Marais en su biopic. Todas las mañanas. Ahí tienes «All our yesterdays» de Shakespeare, es decir, que el pasado y el olvido y la gloria y el recuerdo y el sentido son una decisión corporal: aquí de cuerpos oscuros y ambiguos que seducen hacia la complicidad.
Te pones solemne y dices: veo cuerpos como objetos y como herramienta de medición, aplicada sobre sí mismos y entre sí, y por suelos y paredes. Me vienen ecos de otros trabajos (Deep Space de James Batchelor), pero aquí hay algo más sutil, aquí hay la falla, hay la fisura no tratada de suturar entre el deseo de mover y el efecto del movimiento: levantar las cartas de los formatos y maneras prefabricadas con los que la espontaneidad resulta ser mentira. Algo falla: está «Off!» y no deja de fallar, aunque triunfe (porque va a triunfar).
¿Qué hacen? Hay mucha presentación y satisfacción, hay belleza. Exhibición, pose, tournée y regalía, mucha bobada majestuosa y una ironía secuaz. Tiniebla orgullosamente hortera, wigs-off, descarada pero no deshecha, chic, gustosa de mirar y difícil de describir. Veo el Floss y el Nae Nae y quizá el Gwara Gwara, bailes con nombre, células de danza, paquetes, coreo-moléculas, palabras, coreos listas para el microondas, unidades mínimas de información cinética (si hay «fonemas» y hay «lexemas», ¿diremos «coreonemas» alguna vez?). Bailes del Fortnite, de Tik Tok, coreos on repeat, el baile como virus y como basura, como tráfico de contrabando, como fómite y vector de riesgo, infección homologada que se puede utilizar y que utilizan para bailar.
Me da un ataque limpio de risa. Une bailarine zanca el escenario en cuclillas, ordeñando ubres imaginarias, «Milking the cow!» anuncia un poco para sí y un poco para el público. Recuerdo a B-boy Silver, estrella valenciana del break patrio, arquetipo del flipao en el mejorcísimo sentido, añadiendo efectos sonoros a sus pasos, «fuuush», «poh…», «shhha» y a veces, incluso, descripciones («¡powermove!», «freestyle…») o juicios («¡Vende todo, vende todo!», «El Madrid me debería pagar por esto»). Decir lo que se baila, comunicar por partida doble: hacer y clamar, como un pokémon su nombre o un personaje de shonen sus técnicas, es decir, didáctica simultánea de la propia acción. Audiodescripción. Una falla y una distancia: esto es lo que hay y esto es lo que estoy haciendo y tú lo estás viendo. Más autoironía y más descaro y más barullo compinche de asumidas torpeza e imprevisibilidad.
¿Qué es lo que va a pasar? Una pieza a la vez austera y festiva. Hay mucha celebración. Cuadro tras cuadro: sincro, portés, house, raves, abrazos a las paredes y amor al descontrol. Es muy ligera y se acaba, como si hubiera pasado lo que tenía que pasar. El conjuro ha funcionado, se te ha pegado el neón, te brilla la piel y qué bien. Nos vamos del patio suaves, suaves, pianissimo el corazón, a la noche cerrada y brillante que afuera continua.
Miguel Ballarín