Decía leyendo a Ibsen uno de sus más fervientes versados, George Bernard Shaw, que preguntarle a un autor sobre su obra, es mayormente estéril, puesto que posiblemente proyectará su intención inicial, y no su resultado. Preguntarle a Àlex Rigola acerca del significado de la caja de madera que resguarda el Vania de Chéjov, nos remitirá inevitablemente a la voluntad de proximidad entre actores y público, acaso una conexión fruto de ese acercamiento. Hacerlo más de medio año después de su estreno, poco puede aportar de nuevo a toda la literatura crítica redactada al respecto, excepto quizá la sensación claustrofóbica de un espacio interior enrarecido por el calor húmedo del verano en Barcelona. Hay una evidente destreza técnica en la caja de Rigola, una navegación casi mecánica, que parece ha sido creada para hacernos sentir de una manera determinada –inserte aquí el vínculo actor-audiencia que nos proponía Rigola—. Sería tentador quedarnos con esa lectura, pero como toda caja su interior está destinado a la experiencia, abierto a la posibilidad.
La caja en cuestión es una caja vacía, ocho metros de largo por seis de ancho. Madera despojada de todo costumbrismo, de todo artificio, limpia de decorado. Para llenar el vacío de la caja al actor le corresponde representar esas ideas invisibles y ausentes, encauzadas por la fe y la imaginación del espectador. Se debe prescindir de la representación para que surja algo diferente y nazca algo más puro que la realidad. Recordamos la caja que ya vimos en Who is me: Pasolini, pero esta vez se ha ensanchado, pasamos de 25 espectadores a 60. En la intimidad del espacio, nos reconocemos como una suerte de comunidad secreta, en la que, a la luz de los focos, descubrimos las miradas de complicidad de la pareja de al lado, que se convierten en secundarios de la trama. Experimentando con la materialidad de la caja a modo de pieza escultórica, esta vez Rigola ha querido guillotinarle el techo, quizá también para ventilar un poco la idea del proyecto.
Un camino de post-it’s con árboles dibujados (una nube sobre una línea, geometría elemental), nos guía hasta la caja. Leí en algún lugar que recuerda a las cajas de transporte y embalaje de obras de arte. La vulnerabilidad de la madera encarnada es honesta, y a la vez impersonal. Los personajes exponen sus sentimientos, interpelan al público con sus declaraciones más íntimas, les hablan buscando con sus ojos atisbos de comprensión. La idea de una caja con soportes metálicos a modo de andamios remite a la provisionalidad, la deriva en la que los personajes navegan. Amenaza una cierta claustrofobia, sazonada por el vaivén de los actores, que entran y salen del espacio a través de una apertura permanentemente abierta. La bóveda invisible, ese techo inexistente, contribuye a diluir la sensación de encierro.
A Rigola le gustan los rituales. Prueba de ello que repita por segunda vez esa liturgia con la que los actores reciben al público invitándoles a entrar, sonriendo, lanzando globos, bromeando. Ya lo había puesto en práctica en el Ivanov del Lliure de Montjuïc, su primer Chéjov. Acomodada la audiencia en su sitio, los actores empiezan a contar anécdotas entre risas, cómplices. El público escucha el preludio atento, quizá impaciente, saboreando el que cree aperitivo de la función. ¿Cuánto tiempo hará que nos conocemos, Gonzalo? Pregunta Luis Bermejo. Nos conocimos actuando hará unos once años… Entonces eras un hombre joven, guapo. Has envejecido. Sin contar que ahora bebes. Rigola es un homo ludens. Entre juegos nos la ha metido. Sin esperarlo, ya estamos de pleno dentro del teatro de Chéjov. Para ello ha querido conservar el nombre de los personajes, nombres en forma de conjuros que invocan las emociones vividas de los actores, afirman al intérprete como persona y no como representación, depurando la esencia de la obra y desnudándola aún más de pretensiones costumbristas. La realidad entra en contacto con la ficción, al principio idénticas, poco a poco, cobran entidades diferenciadas, pero nunca han dejado de constituir una unidad. Louis Malle ya utiliza este recurso en su film Vania en la calle 42, la cámara va siguiendo los actores por la calle, ligados a su cotidianidad, hasta que llegan al teatro, donde en una transición imperceptible se encuentran de pronto hablando en palabras de Chéjov.
Diversamente admirable como director escénico, Àlex Rigola es uno de los dramaturgos más arriesgados de nuestros días. A través de su compañía Heartbreak Hotel, creada en 2013, el director barcelonés pretende investigar nuevas formas de narración escénica, y hacerlo, según dice, confrontando al espectador con los valores de su tiempo. Vemos en el tránsito de dos de sus últimas obras chejovianas, Ivanov y Vania, el tormento de cuando te das cuenta que la vida no ha sido lo que esperabas que fuera en la juventud. Obras en las que parece que Rigola se esfuerza en llegar a sí mismo, en entender su etapa vital. Rigola mutila la versión chejoviana de Vania y suprime gran parte del elenco, reduciendo la obra a una versión condensada y minimalista con tan solo cuatro personajes: Àstrov, Elena, Vània y Sonia, ahora convertidos en unos soberbios Gonzalo Cunill, Ariadna Gil, Luis Bermejo y Irene Escolar.
Vania es una historia desoladora, de tedio vital, de personajes hastiados con el rumbo de su vida. Gonzalo, médico rural, es un personaje cínico, cuyos sentimientos se han encallecido al son de los años. Su única semilla de sensibilidad, una comprometida devoción por la conservación de los bosques y la plantación de árboles, que se convertirá en un poderoso arrebato ecológico, se ve eclipsado por una recién nacida fijación hacia la bella Ariadna, tan intensa como pasajera. A su turno Ariadna, lamenta haber desperdiciado sus años de juventud en un matrimonio sin amor, e invierte sus días en lo que parece una rutina fatua, sin ambición ni porvenir, al servicio de su marido, el profesor (representado en escena por un dibujo del personaje de Tintín, Tornasol). Luis se arrepiente de haber dedicado su vida y sus ingresos al profesor, movido por una cegada devoción hacia el que creía era un genio, ahora un impostor. Patetismo en escena que queda suavizado a través de uno sus gestos de payaso triste, cuando descompuesto por la imagen de Ariadna haciendo manitas con Gonzalo, se come una flor. La desgracia lo lleva al abismo, y está a punto de acometer un suicidio. Lo frenan las tiernas palabras de Irene, o quizá una cobardía que le hace decantarse por el hastío antes que la muerte. Irene es juventud, pasión y esperanza, esperanza por un porvenir que queda truncado como su amor no correspondido por Gonzalo. A cada momento, el espectador va identificándose con alguno de los personajes, de acuerdo a su propia experiencia vital.
Y la obra, acaba como empezó, con esa mezcla de realidad y ficción. Irene y Luis dialogan sentados acerca de su futuro. No hay esperanza. Continuarán trabajando, pagando facturas, porque esa es su obligación y deben resignarse a cumplirla. El llanto de una Irene descompuesta, con los ojos hinchados y las mejillas encarnadas, se alarga hasta el momento en que se cierra la obra y los actores saludan cogidos de las manos, aún entonces se le escapan algunos sollozos. No sabemos si llora aún enternecida por el desconsuelo de la escena, o se ha emocionado con los aplausos al finalizar la función.
Laura Anglès