Dormir como el sol

El mediodía es ese tiempo sin esquinas que revela un lugar de tensión temporal en el que el cuerpo se desliza entre el deseo de sombra, la embriaguez solar y la necesidad de caer, rendirse y dormir. Toda la luz del mediodía es segunda parte de la trilogía sobre el sol que el artista Julián Pacomio estrenó el pasado 26 de marzo en Teatros del Canal en Madrid. La obra recoge toda la sintomatología asociada al imaginario popular de la siesta y continúa la línea de investigación que inició en Apocalipsis entre amigos o el día simplemente (2021), que se centraba en el amanecer. 

Mientras que la primera performance celebraba el comienzo del día con una energía sostenida y festiva, esta nueva propuesta, concebida e interpretada en colaboración con Bibi Dória y Bruno Brandolino, se articula en torno a la idea de dejarse caer a plena luz, donde emerge un cuerpo en estado de incomodidad y vigilia. Si bien esta segunda parte podría ser una suerte de after que continúa con la fiesta, es más bien un episodio sobre el reposo forzado, un retorno al campo, al trabajo, sudor, a lo popular y al imaginario telúrico del artista. 

La pieza recoge distintas afectaciones y testimonios en torno al ideario de la siesta, como es el caso de la denominada siesta del carnero, de la que recupera una gran parte de su iconografía. Se plantea como una ceremonia solar, y trata de ser un ejercicio que desde su propio título se vuelve imposible: el de contener toda la luz cenital en un lugar cerrado, fabricarla e invocarla como uno de los demonios que aparecen en la obra. Porque eso es, en parte, lo que el sol significa a su hora más alta, desazón y malestar.

En escena hay tres imágenes que acompañan la acción, todas vinculadas al relato de la historia del arte occidental y que constituyen el imaginario popular que cose la obra. La única que se encuentra en vertical, y que enmarca la acción, es Los cosechadores (1565) de Pieter Brueghel el Viejo. Esta pintura forma parte de una serie dedicada a los meses del año, y representa a un grupo de labradores faenando y descansando durante julio y agosto, tiempo correspondiente para la siega. La imagen nos da la primera pista de la obra, comprender lo que le pasa al cuerpo durante el descanso diurno asociado comúnmente con los trabajadores del campo. El suelo del escenario acoge a otras dos imágenes fundamentales que activan el ritual escénico. Por un lado, una obra de Lucio Fontana, perteneciente a su serie Concetto spaziale en la que el artista laceraba el lienzo abriéndolo como si se tratase de una herida. Estas incisiones, lejos de ser meros gestos violentos, fueron planteadas como portales hacia otra dimensión, tal y como lo desarrolló en sus manifiestos sobre el espacialismo. A su lado está El aquelarre (ca. 1798) de Francisco de Goya, encargada por los duques de Osuna para decorar su casa de campo en el palacio de El Capricho (Madrid), y se presenta en la escena como una figura de invocación al dios Pan que emerge durante el sueño de la siesta.

Las imágenes mencionadas funcionan como puertas o umbrales, son cartas mágicas que conjuran y abren otros planos. Actúan como signos y presagios que permiten al espectador adivinar el porvenir estratégico de la siesta. La entrada a este portal se revela al inicio de la obra en el texto que aparece proyectado en el panel superior del escenario. El relato recorre distintas definiciones de lo sublime, desde las formulaciones filosóficas de Edmund Burke, Michel Montaigne, y Paul B. Preciado, entre otros, hasta los paisajes sonoros de Caterina Barbieri, con la intención de predisponernos a un estado afectivo propicio para dejarnos afectar por la embriaguez de esta siesta.

A continuación, el texto se teatraliza y los intérpretes comienzan a narrar historias autoficcionales sobre los estados del sueño en plena hora del mediodía. El sonido y la luz, excelentemente ejecutada por parte de Santiago Rodríguez Tricot y Víctor Colmenero Mir, cambian y la atmósfera se oscurece poco a poco. La penumbra acompaña a la desaparición del relato y el peso del espacio permuta. Gradualmente, los cuerpos en escena son poseídos, se convierten en vampiros o demonios solares. La sangre comienza a cubrirlos. Aparecen nuevos personajes con vestuarios marcados, figuras míticas que emergen: una lamia, un muflón, el dios Pan. Los intérpretes se transforman en criaturas deformadas por la luz, cuerpos enajenados, habitados por el mito. Se devoran entre sí como si solo al consumir al otro pudieran sobrevivir. Se amalgaman, arrastran sus formas, se estiran en un todo, y caen rendidos. El deseo de desaparecer bajo el sol busca el retorno a un estado inorgánico, a cierto aniquilamiento propio. El sudor se mezcla con la sangre en un banquete de carne, siesta, rito y herida.

Cuando finalmente caen exhaustos, comienza una negociación infinita con el sol, mientas una de las intérpretes traza un círculo de sal alrededor de todos. Es un gesto de protección, una forma de atravesar el tiempo suspendido del mediodía, ese momento que no pertenece ni a la mañana ni a la tarde. Dentro del círculo quedan a salvo y la obra se cierra en el cenit del sol, mientras en el nadir descansan los cuerpos. La vigilia de la siesta concluye.

Toda la luz del mediodía culmina como una investigación escénica sobre los estados liminales del cuerpo y el tiempo, articulada a través de un complejo entramado de referencias visuales, filosóficas y populares. La pieza no solo amplía el campo de investigación iniciada en la primera performance de la trilogía, sino que profundiza en las implicaciones simbólicas y físicas de la siesta como territorio de suspensión, vulnerabilidad y resistencia. En su diálogo constante con la historia cultural y el imaginario telúrico propio, la obra propone una poética del agotamiento que, lejos de clausurarse en el gesto ritual, abre un espacio de reflexión sobre el cuerpo contemporáneo atravesado por el trabajo, el deseo y la luz como manifestación de poder. Así, el mediodía, lejos de ser un mero intervalo temporal, se configura como un tiempo descentrado, donde no gobierna un antes ni un después; un instante en el que el cuerpo se reconfigura en una pausa que obtura el horizonte, y la escena se transforma en un espacio de invocación y tránsito.

Paula Noya de Blas

Fotografías de Aline Belfort

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