Sobre Pequeño Payasiyo, de Víctor Colmenero

Hace ya algún tiempo asistí a la presentación de Pequeño Payasiyo, un proyecto en el que Víctor Colmenero ha estado trabajando en el último año en contextos como la escuela de la cía Societas Raffaello Sanzio de Claudia y Romeo Castellucci en Cesena, y presentado en lugares como el festival Surge Madrid 2023. En este caso, Pequeño Payasiyo sucede en la invitación de La Poderosa en el ciclo In-prescindibles #53 que tuvo lugar en Fabra i Coats en abril del 2024.

La tardanza en comenzar a escribir sobre este trabajo (siete meses de por medio desde su estreno) se debe principalmente a mi precaria gestión del tiempo. En los últimos meses he priorizado mi agenda académica sobre cualquier otra actividad relacionada con la escritura. Sin embargo, esta tardanza me ha hecho darme cuenta de lo necesario que es tomar distancia para poder hablar de una pieza sin el yugo de la inmediatez al que se someten los trabajos escénicos en su recorrido. Los tiempos de producción y programación de las piezas nos obligan a recortar las distancias entre lo visto y lo sentido, generando a veces juicios automáticos o basados únicamente en las lógicas que se proponen desde la institución. Así, impulsados por el temor de que un trabajo escénico —ya de por sí efímero y vulnerable a las exigencias temporales actuales— desaparezca rápidamente, no permitimos que el poso de la obra sea quien nos hable. Priorizamos lo inmediato como lugar de reflexión sobre lo que hemos visto.

Esta distancia temporal también me ha hecho pensar en cómo relacionarnos con una pieza desde los afectos que ya tenemos hacia el creador. En este caso, Víctor es uno de mis mejores amigos, y estoy seguro de que si hubiera escrito sobre Pequeño Payasiyo inmediatamente después de asistir a su presentación, el texto habría estado colonizado por la emoción incontenible de ver a un amigo hacer un trabajo bien hecho. Dicho esto, y dejando ya de justificarme por haber tardado tanto en escribir, pasaré a hablar de la pieza. En este caso, haré una crónica que contiene spoilers, así que si no has visto la pieza, igual es mejor que esperes para leerme.

Como decía, la muestra en la que se inscribe la actuación de Víctor es el In-prescindibles #53 que se desarrolló en las aulas de Fabra i Coats. Tras finalizar la tercera presentación del ciclo, se nos invita a bajar al hall, para esperar a que Víctor se prepare para su presentación. Este intermedio ya forma parte de la pieza, aunque los que estamos allí, preocupados solo por nuestro aperitivo y una entretenida conversación, no lo sabemos aún. Algunos sucesos que comienzan a glitchear la situación, como un parpadeo rítmico de las luces, un apagón o la abrupta interrupción causada por lo que parece ser un fallo en el equipo de sonido, sirven como prólogo de lo que va a acontecer.

Por las escaleras metálicas comienza a asomarse el extremo de una vara adornada en su punta con un cepillo rojo, como si fuera una gigantesca escobilla del váter. La escalera se deja rozar sonoramente por la vara, y ese sonido, como última interrupción de nuestra apacible pausa, nos indica el comienzo de la performance. La vara, sostenida por Víctor, trata de reconocer el espacio que la rodea, chocando con escalones y barandillas, y generando con el estruendo de estos impactos una excitación de los elementos que se ponen en su camino. Aunque Víctor sujeta la vara, él no es quien dirige sus trayectorias; parece limitarse a facilitar que esta escobilla pueda ir mapeando el espacio que recorre. El personaje-escobilla es abrupto y torpe, y en el movimiento de su existir provoca ruido, tira cosas a su paso, desorganiza la precaria estabilidad del espacio que, como público, habíamos ocupado arbitrariamente.

El hall es un sitio grande y espacioso, y la escobilla-Víctor quiere recorrerlo. Las trayectorias de la vara comienzan a amplificarse, obligándonos con violencia a reorganizarnos por miedo a ser interceptados o golpeados. El espacio escénico se vuelve así dinámico y orgánico, nos convertimos en una especie de escenografía viviente que delimita y rompe una y otra vez el lugar de la representación. Esta reorganización sucede entre risas nerviosas: primero por la incomodidad de vernos avasallados por este personaje, y luego, por ver al otro espectador sufrir la misma incomodidad. Lo cómico de la situación se desvela como una identificación del ridículo en el otro: me hace gracia lo que le está pasando al de enfrente, y eso me hace caer en la cuenta de que yo también estoy pasando lo mismo. A la vez que miro, también soy mirado. La escobilla te obliga a agacharte, a dar un paso atrás, a chocarte con el otro. La torpeza y las risas convierten este lugar un espacio interactivo, un lugar de naturaleza electromagnética, sensible a cualquier chispazo que la vara pueda ocasionar.

Este campo electromagnético se hace mucho más evidente cuando la escobilla se detiene en algún lugar y, como por arte de magia, comienza a sonar el fragmento de una canción, un ruido o un efecto sonoro. La escobilla-vara-Víctor funciona como una antena de radio, capaz de sintonizar las frecuencias que tal o cual elemento están emitiendo hasta ahora de forma invisible. De esta forma, se consolida a través de esta acción una topografía de lo oculto y una lógica del desvelamiento; lo que podríamos llamar una epifanía del misterio. No es tan relevante el qué está oculto, sino lo que está por descubrir, la posibilidad del espacio a ser redescubierto. Haciendo un símil, se podría decir que las figuras que encarnan esta lógica del descubrimiento son el médium, el chamán, o el magnetista. 

La escobilla se detiene ante una viga y suena una tormenta. La escobilla se detiene encima de la cabeza de una espectadora y hace sonar un fragmento de una canción de Shakira. La escobilla se detiene frente a una columna y suena una interferencia. El desvelamiento de lo sonoro genera una nueva lógica espacial, en la que múltiples escenarios que están aconteciendo al mismo tiempo ahora se hacen presentes. La sintonización de esta antena desafía la asunción de una dramaturgia secuencial y acumulativa, y propone un espacio multiverso intensivo. Nuestras atenciones no están ya en desvelar la narración posible de la acumulación de estos sonidos, sino en la aceptación de otras posibilidades espacio-temporales que habitar, en la asunción de un caos irremediable. Hemos pasado del deseo de inteligibilidad a la aceptación de la ausencia de significados.

Hasta este momento, mientras esperábamos la aparición del Payasiyo, no habíamos percibido que el espacio y su coreografía nos habían transformado a nosotros mismos en payasiyos: torpes, vulnerables, presentes ante los ojos del otro. La experiencia compartida de este espacio caótico y multiverso ha disuelto nuestras identidades individuales, llevándonos a una nueva forma de otredad, una en forma de onda colectiva, por ahora, difícil de desvelar.

Una vez que hemos aceptado la pérdida de sentido, agotando cualquier posibilidad de inteligibilidad, nos encontramos al borde de un precipicio nihilista, donde parece que «todo vale». Es precisamente en este momento, en medio de este vacío de significado, cuando ocurre algo inesperado que no desvelaré aquí: una interferencia con lo real, un instante de extrañeza que rompe la dinámica establecida, creando una ruptura en el flujo de lo que parecía ser. Víctor aprovecha esa interrupción para ponerse la máscara. Y este acto de enmascararse se convierte en el catalizador de nuestras identidades previamente diluidas; como si, al encarnar al Payasiyo, Víctor pudiera absorber nuestra torpeza y vulnerabilidad, y devolvernos nuestra esencia en una forma amplificada y visible, que ahora podemos reconocer y compartir.

Es aquí donde la máscara toma un papel fundamental. En este caso, Víctor ha trabajado la máscara con una goma látex flúor llena de terminaciones que vibran con su movimiento, como un dispositivo gomoso con tentáculos vibrantes, hecho a partir de juguetes conseguidos en un bazar. La elección de este material para la máscara no es simplemente una decisión estética; responde a la intención de dotar a la máscara de una agencia propia, convirtiéndola en un canal de comunicación entre el payaso y el espectador. La goma flexible y los apéndices que la componen responden a esa relación de sensibilidad orgánica y vibrante que se ha ido componiendo a lo largo de la pieza. A diferencia de la máscara rígida de la Commedia dell’arte, que propone un arquetipo fijo y estable, esta nueva máscara tiene la capacidad de descomponer el personaje para convertirse en un «devenir vibrante», en una posibilidad abierta de cualquier identidad, capaz de fluir y transformarse con cada movimiento.

Para mí, este juego de identidades que se desarrolla durante toda la pieza, donde el espectador es el otro, el otro es el Payasiyo, y el Payasiyo somos todos nosotros, culmina en el momento en el que Víctor se sube a la escalera para alcanzar un micrófono que está colgado arriba. Se dirige al micrófono y comienza a practicar la tensión que se produce entre emitir y no emitir sonido. Esta resistencia va a más, hasta que finalmente puede articular la sílaba «má». Subiendo cada vez más de intensidad, Víctor repite esta sílaba, como si consiguiera, a través de producir este sonido, quebrar la imposibilidad de comunicarse. La lucha entre el cuerpo y la palabra provoca esta herida entre el prelenguaje  y el lenguaje, el estallido del bebé que comienza a hablar y que es arrebatado inmediatamente por las fuerzas de la cultura del regazo de la naturaleza. «Ma, ma, ma, ma». Las ondas desveladas que estaban presentes en el paisaje de la pieza se han transformado aquí en acción mecánica y voz, para ser actualizadas y convertidas en un payaso totémico que ahora nos representa. Poco a poco, Víctor desciende las escaleras mientras sigue repitiendo insistentemente este sonido. Una vez abajo, los acordes de un piano comienzan a sonar. Los que estamos presentes reconocemos la canción y Víctor comienza a cantar.

«Mama, just killed a man
Put a gun against his head, pulled my trigger, now he’s dead
Mama, life had just begun
But now I’ve gone and thrown it all away
Mama, ooh, didn’t mean to make you cry
If I’m not back again this time tomorrow
Carry on, carry on as if nothing really matters»

Con la canción de Queen culmina este viaje de representaciones y transformaciones. La canción nos devuelve al plano simbólico, donde la letra que reconocemos expresa la ironía trágica de una identidad inocente, que se disuelve para dar paso a la racionalidad exigida por el sistema, aparentemente más adulta y productiva. En este punto, donde todo parece recuperar cierto sentido, la pieza llega a su final. Sin embargo, nos deja con una sensación de posibilidad que ha sido instituida por la risa y el humor, una apertura que, aunque debilitada, es más efectiva que cualquier dogma rígido.

Se podría resumir el trayecto de la pieza como el viaje que comienza desde el espacio orgánico y dinámico, desde la naturaleza electromagnética multidimensional, desde el caos violento sin lógica racional, desde la inconexa construcción del sentido dramatúrgico, desde la risa nerviosa y el chispazo fugaz, hacia la racionalidad fija del lenguaje, hacia el espacio escénico y la división entre público y performer, hacia el tarareo de la canción reconocida, hacia la realidad estable de la inteligibilidad. Este viaje que es cíclico, y que continúa aún hoy meses después de haber terminado la función, no se hace presente en la obra para transformarnos, sino para evidenciar una realidad instituyente que en la vida cotidiana permanece oculta.

Una de las cosas en las que me ha hecho pensar el trabajo de Víctor es cómo el modo de producción y ensayo puede afectar al resultado de la pieza. Podríamos pensar que, para plantear un escenario de lo caótico e ininteligible, bastaría solo con disponer muchos materiales de forma azarosa, dejando que estos se relacionen en la pieza de manera improvisada. Sin embargo, creo que, de ser así, la pieza, en su autonomía durante la representación, habría encontrado un orden propio que habría debilitado la experiencia de caos. Por ello, pienso que el trabajo meticuloso de coreografía y ensayo en Pequeño Payasiyo provee a la pieza de las estructuras necesarias para que ella, en su deseo de autonomía, se libere y provoque una experiencia de caos controlado. Víctor no compone con el deseo de provocar un efecto concreto, sino que delimita el espacio en el que el humor pueda o no pueda darse, dejando así un espacio para que la pieza sea lo que tenga que ser. Me parece interesante pensar en esta contradicción que a veces se da entre los deseos del creador y la naturaleza autónoma de los trabajos. Me invita a reflexionar sobre cómo trabajar en negativo, siempre considerando la rebeldía autónoma de la pieza más que el deseo de afirmación de los modos de trabajo durante el tiempo de la representación.

Es una pena cómo de momento no hemos tenido la oportunidad de encontrarnos más con el Payasiyo. Como siempre, imagino la dificultad que tienen algunos espacios para programar piezas que desafían las lógicas de una categorización programática, y cómo los trabajos que desbordan los límites de las disciplinas estables ponen en peligro la rentabilidad a la que estamos sometidas. Pero si necesitáis categorías, ahí las tenéis: Pequeño Payasiyo es un trabajo coreográfico, es una dramaturgia contemporánea, es una pieza de arte sonoro, es un happening y una instalación, es teatro de objetos, es teatro infantil y es performance. Pero, sobre todo, Pequeño Payasiyo es un trabajo bien hecho, honesto e irreprochable, que demuestra que, para generar pensamiento dentro de las escénicas contemporáneas, no hace falta tomarse muy en serio a uno mismo, sino hacer mucho más el payaso.

Jose

Imágenes de Ana Erdozain y Mila Ercoli

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