Madrid está difícil, eso se sabe y es algo sobre lo que no me quiero extender, desde que vivo en esta ciudad he visto desaparecer muchos teatros y a otros tantos he visto cambiar el rumbo de su dirección artística y perderse por caminos muy parecidos unos a otros. Como resultado de esto la oferta escénica en esta ciudad es cada vez menor y cada vez más uniforme. Sobreviven algunas instituciones y aparecen de vez en cuando algunos lugares que nos dan alegrías.
Durante los últimos cuatro años el festival Domingo, en la Casa Encendida, ha sido uno de esos lugares. Desde que nació, el ciclo que comisaría Fernando Gandasegui trae a la capital propuestas que rara vez pueden verse por aquí. Este año Domingo sucedió entre el 28 de mayo y el 8 de junio y fue un compendio de artistas experimentadas y nuevas creadoras, de imaginarios y formas de hacer y de pensar particulares, casi siempre difíciles de clasificar, ni falta que hace.
Me propuse el ejercicio de ver todo el festival y ahora me propongo el de contar lo que vi, teniendo en cuenta que la diversidad de las propuestas me ha obligado a lidiar con mis limitaciones como espectadora. Vaya por delante esta afirmación como prueba de que esta edición de Domingo ha sido intensa y heterogénea.
Celda Sonora, Candela Capitán
El festival abrió con la presentación del último trabajo de Candela Capitán, Celda Sonora. Una pieza de dos horas de duración durante la que estaba permitido entrar y salir de la sala, posibilidad que solo aprovechó un puñado de espectadores.
Durante la performance, tres ejecutantes se desplazaban de forma aparentemente aleatoria por el patio de la Casa Encendida realizando movimientos lentos, siguiendo trayectorias rectas que ocasionalmente modificaban con giros bruscos, manteniendo la mirada fija en el punto al que se dirigían, haciendo que el público se desplazara para dejarles el camino libre. Esto último no era una imposición que se desprendiera de la pieza, pero fue como reaccionó el público presente ese día, un público muy joven al que se veía atento a la propuesta e inicialmente intrigado por el lenguaje. En algunos momentos, ya sea por la presencia de un muro o por alguna regla preestablecida, las trayectorias se detenían y las ejecutantes realizaban una serie limitada de movimientos pequeños y repetitivos. El vestuario, fabricado con licra semitransparente blanca, dejaba ver por debajo una ropa interior negra que se enredaba en el cuerpo de las intérpretes. Botas de tacón con unos apliques de piel que recordaban a pezuñas y un cencerro que cada performer llevaba atado al cuello completaban la referencia bovina y traían a la escena la imagen de ganado, de grupo de seres controlados y manipulados para su explotación.
El sonido que emitían los cencerros, que sobre todo se oía cuando alguien cambiaba la dirección de su recorrido o se obstinaba en repetir un movimiento, era la única música de la pieza. Todo esto retransmitido en directo por Instagram desde móviles que las propias performers llevaban en una mano, dificultando o al menos condicionando muchos de sus movimientos. La retransmisión funcionaba, diría yo, casi exclusivamente a nivel simbólico, ya que durante la mayoría del tiempo, quien hubiera intentado asistir a la performance por este medio, habría visto poco más que el techo de la Casa Encendida. En ocasiones las performers parecían utilizar los cencerros para establecer diálogos rudimentarios, pero la comunicación nunca llegaba a ser posible: los cuerpos eran libres de emitir sonido, pero solo un sonido casi imposible de modular, con lo que estos diálogos rudimentarios en seguida se transformaban en intercambio de gritos (de tañidos).
El cencerro y el algoritmo de la red social aparecían como dos elementos de control situados en extremos opuestos del eje analógico-digital. Los dos condicionaban, limitaban y, sobre todo, delataban las acciones de quienes los llevaban, impidiéndoles dejar de cumplir las reglas que tenían que obedecer. Un último detalle interesante a comentar es que, mientras que el cencerro estaba atado al cuerpo de las intérpretes, el teléfono lo llevaban voluntariamente, a pesar de que no había nada que les impidiera desprenderse de él en algún momento del camino.
Masterpiece, Luisa Fernanda Alfonso
Durante la segunda jornada del festival, por primera vez en Madrid, la bailarina y coreógrafa colombiana Luisa Fernanda Alfonso presentó Masterpiece, un trabajo intenso con el que revisa la performatividad del mariachi y de las danzas de carácter, subdivisión específica de la danza clásica consistente en la representación estilizada de bailes tradicionales adaptados para el ballet. Trabajando a partir de lenguajes altamente codificados, la creadora se pregunta cómo reencontrarse con arquetipos que parecen superados, anticuados o incluso incómodos en nuestra visión actual del mundo, pero que no por eso dejan de resultar carismáticos y fascinantes.
Con la colaboración musical de Peter Rubel, enfundada en un vestuario en blanco y negro difícil de clasificar en términos de género y subida a un cajón flamenco, comienza Luisa a reinterpretar y deconstruir canciones mexicanas y colombianas. En escena un montón de altavoces que se utilizarán como material escultórico y escenografía, mientras que otros servirán de acompañantes, coristas y personajes.
A partir de estos elementos se articula un trabajo que se mantiene siempre cercano al paroxismo, al exceso, y que resuena de muchas formas inesperadas con el presente veloz, hiperproductivo y de autoexplotación en el que vivimos. En inglés existe el término entertainer que se traduce como animador o como artista, pero que en realidad es una fusión de esos dos conceptos. Un entertainer es un artista que se debe a su público en un sentido muy específico, absoluto, que tiene sobre su público un poder: lo convoca, consigue venderle cosas, es objeto de su admiración, pero que, a la vez, es su esclavo: de ese artista se exige siempre el máximo rendimiento, el virtuosismo, no se le permite ahorrar ningún empeño para conseguir la aprobación de su público, para mantenerlo atento y maravillado. El trabajo de Luisa Fernanda hace una interesante reflexión sobre ese fenómeno: en Masterpiece es constante y evidente el esfuerzo de un cuerpo que amplifica cada gesto hasta el agotamiento.
Soy el cuerpo extraño que mira, Marta Azparren y Óscar G. Villegas
Soy el cuerpo extraño que mira es una performance audiovisual con edición y música en directo. Una película que se produce in situ a través de la combinación de fragmentos de películas, preexistentes o creadas a propósito, con palabras, acciones y composición sonora emitidas desde afuera de la pantalla.
Diario de fábrica es un proyecto en el que Marta Azparren rastrea la huella del trabajo industrial en la actividad artística. Soy el cuerpo extraño que mira es una parte de ese proyecto. Aquí se relacionan las visiones que sobre el trabajo fabril ofrecen Rosellini en su película Europa ’51 y Simone Weill en sus escritos recopilados en el volumen La condición obrera. En ambos casos una persona que no pertenece a la clase obrera (Irene Girard, protagonista de Europa ’51, y Simone Weill) ingresa a trabajar a una fábrica. Según se nos cuenta, Girard lo hará durante una jornada y Weill durante 156 días. Al hacerlo se convertirán en el ojo externo capaz de detectar el horror en lo que para los trabajadores habituales es la costumbre. La impresión que causará la fábrica en estas dos personas (una persona y un personaje) nos llegará por diferentes vías: la de Girard se expresará en una mirada sobre la que la artista se detendrá y llamará nuestra atención, la de Weill aparecerá cuando se citen fragmentos del diario que escribió durante el tiempo que pasó trabajando en este sitio.
En pantalla se suceden y superponen distintos materiales: escenas de la película de Rosellini, secuencias en las que una mujer parecida a Simone Weill (me pareció entender que era su sobrina) pasea por Roma, un reportaje que Rosellini hizo a algunos obreros en huelga, e imágenes de trabajadoras de fábricas ya retiradas que nos muestran los movimientos cuya repetición llevaban a cabo durante su jornada laboral. En algunos casos también podemos ver la marca que estos movimientos dejaron en sus cuerpos. Resulta llamativo el contraste que se produce entre el relato mayormente negativo que se hace de la vida en la fábrica y los testimonios que escuchamos de las trabajadoras jubiladas que son en general alegres, incluso nostálgicos, en los que más de una dice que el trabajo le gustaba realmente. Entre las diferentes capas que aparecen en pantalla y la composición sonora la palabra y las acciones establecen puentes y vínculos, algunos temporales y otros que permanecerán. Mientras los materiales aparecen la voz de Marta nos va orientando por el laberinto visual que ha creado, a veces nos detenemos para observar más detenidamente alguna imagen y desplegar la red de símbolos que se desprende de ella, otras vemos abrirse a los lados caminos por los que damos un par de pasos para luego volver a la senda principal: aparecen ideas que solo se enuncian, pero no se desarrollan, como si se nos dejara ver el principio de otras investigaciones, el principio de otras piezas que podrían haber surgido de la misma raíz de la que surgió la que estamos viendo.
El trabajo de Marta Azparren produce la impresión de estar con alguien que comparte contigo sus obsesiones, de hacer un recorrido guiado por un imaginario y por el andamiaje que lo soporta, de ver desplegarse ante ti una colección de objetos aparentemente inconexos mientras alguien te explica qué es lo que todos esos objetos tienen en común y te ayuda a ver la historia que cuentan.
Fotografías: La Casa Encendida / Estudio Perplejo
Texto: María Cecilia Guelfi
felicitaciones por el trabajo tan profesional y dedicación de los exponentes de la danza contemporánea flamenca, mariachis. Qué gran acercamiento al entendimiento de la humanidad