Ser unos bárbaros es estar persiguiendo algo escurridizo

Antes de esta Obra imposible, estrenada en Conde Duque a principios de mayo, la compañía Los Bárbaros estrenó Obra inacabada (en La Abadía, en 2021) y Obra infinita (en el María Guerrero, en 2023). Lo imposible, lo inacabado y lo infinito son tres maneras de ser inabarcable, o quizá, con más precisión, alguna cosa inaprensible que trataremos de atrapar ahora escribiendo. Quizá la compañía busca lo mismo con sus obras: dar caza a algo escurridizo. O un momento: no dar caza, sino estar persiguiéndolo.

Al principio de Obra imposible no se habla. El escenario está sumido en una especie de penumbra −vamos, en una penumbra grisácea y polvorienta− y distinguimos unos burros −los muebles; más tarde aparecerán los animales− llenos de ropa colgada. Da la sensación de que estamos a las puertas del fin de un mundo, o recién cruzado ese umbral. Si nos es tan fácil identificar ese ambiente agotado es porque en la vida cotidiana lo tenemos muy presente. Sin ir más lejos, toda esa acumulación de ropa que sin duda habrá tenido utilidad en el pasado, y que ahora da la sensación de estar ahí por si sirve de algo en algún momento, toda esa ropa acumulada parece los restos de un tiempo cuyo momento de esplendor ya ha pasado.

No es la única fuente de desasosiego apocalíptico. La acción, al empezar, consiste en un sonido sordo, de fondo, que en combinación con la luz provoca una sensación parecida a estar dentro de un aparato que se ha estropeado y que, sin llegar a romperse del todo, funciona mal. Llevo desde que he empezado a escribir haciendo comparaciones (“da la sensación de”, “se parece a”), pero eso quiere decir que la transmisión de un ambiente determinado ha sido aquí muy eficaz, y que todo el mundo está dispuesto a reconocer los signos de agotamiento allí donde los encuentre.

Durante un rato muy largo ese sonido va invadiéndolo todo, denso como la penumbra, que como la penumbra permite el desarrollo de los sentidos aunque no sea de manera parcial, y se ve interrumpido por ráfagas de piezas musicales que nos llegan de tan lejos que parecen psicofonías, efecto reforzado por el anacronismo de sus géneros (pasodobles o marchas militares, hasta llegar a La Internacional). Suenan como salidas de un tocadiscos antiguo, como traídas por el viento desde muy lejos o desde hace años.

Los dos personajes que van a desarrollar la obra aparecen al cabo de un rato y su primera acción, en el extremo izquierdo (derecho para el público, no sé si hay una convención escénica propia para referirse a esto), consiste en quedarse mirando hacia la platea. Entonces pasa la primera cosa divertida, que es que la mujer empieza a sacar de un bolso inagotable, inacabable, como el de Mary Poppins, más y más bufandas de equipos de fútbol, una cantidad asombrosa de bufandas que se va enrollando muy seria alrededor del cuello hasta quedar casi sepultada. Esto dura muchísimo y se hace con toda seriedad. El hombre que está a su lado no se inmuta.

Cuando ya nos hemos habituado al recogimiento de la luz baja y los sonidos sordos, la obra cambia de tercio, porque la baja actividad y la clausura del mundo pueden llegar a disfrutarse, la obra cambia de tercio, y los personajes se dirigen a una mesa con un par de butacas en un lateral del escenario. Todo el mutismo de la primera parte se transforma ahora en una cháchara ágil; nos enteramos de que tienen un programa de radio y asistimos a su grabación o emisión, que incluye las intervenciones de algunos oyentes. La conversación es rápida y entretenida, con un aire algo absurdo al principio, cuando parecen no poder abandonar los circunloquios para decir las cosas. Esta parte hace reír al público abiertamente, porque aquí se cuentan unas historias desatinadas y porque la acción de los personajes roza lo caricaturesco, remedando una llaneza a veces enternecedora. El hombre resulta más ingenuo; iremos asistiendo al progresivo hartazgo de la mujer frente a una situación que ella, acabaremos por darnos cuenta, también advierte tan disparatada como se ve desde las butacas. Ahora es como si la situación de fin de mundo hubiese sido afrontada por estos dos representantes de una raza humana arrasada, y esta hubiera sido su manera de hacerlo. ¿Se puede mantener mucho tiempo una farsa?

El decorado ya he dicho que es muy sencillo, pero todos los elementos, en su modestia, acaban por revelar su encanto. Por ejemplo, qué bonito el chirrido de la antena, al ser accionada manualmente. ¡Cómo inunda el escenario y el patio de butacas con la compañía que le hace al humano que acaba de desengañarse!

Finalmente hay una resolución, después del desaliento del principio y la loca solución que se han buscado en medio para combatirlo, y asistimos a una arenga en contra de muchas costumbres y rasgos que caracterizan a nuestro mundo y nuestro tiempo, la mayor parte de los cuales relacionados con el egoísmo y con la convicción de que tenemos derecho a todo, contra la “envidia verde”, contra “los influencers” y “servir coño”, y contra un montón de cosas que son un asco y que no tienen ni la décima parte de la gracia que se les supone. ¿Parece ingenua esa soflama? ¿Y qué? Ya no nos cabe un gramo más de cinismo y de ironía.

Lo cierto es que la obra, sobre todo al principio, resulta un poco desconcertante, por su sencillez monacal. Ahora que lo estoy escribiendo, percibo que no es sólo lo sencillo de la puesta en escena y −aparentemente− de su premisa lo que resulta monacal, sino que en conjunto inspira una actitud amante de lo esencial y en busca de lo verdadero.

Por último, apunto aquí una imagen muy bonita. Una de las personas que llama a la radio menciona un pájaro que, al llevarlo entre las manos, “pesa como cuatro espigas”. La imagen es preciosa. ¿Puede que las cuatro espigas que adornan más tarde el mantel de un picnic que se monta en el escenario sean esas mismas cuatro espigas sentidas al sostener el pájaro? Obra imposible está llena de rimas ocultas.

 

Obra imposible
En escena: Rocío Bello y Jesús Barranco
Conde Duque

Bárbara Mingo Costales

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