Tal vez el teatro sea el lugar más adecuado para jugar con los fantasmas. Tal vez porque está lleno de fantasmas, sus paredes huelen a fantasma, en los telones de los teatros hay fantasmas que han encontrado su casita, las lámparas de los teatros dan calor a los fantasmas. Los fantasmas en los teatros hablan en un lenguaje parecido a los sonidos con los que hablan entre sí las ballenas que a la vez son sonidos parecidos a cuando cantamos, pensando que nadie nos escucha, una canción muy bajito entre las paredes de nuestra cabeza. Esto no convierte al teatro en el hogar de los muertos. Ni hace del teatro una cosa muerta. Al contrario, el teatro es resurrección. En el teatro los fantasmas no están muertos. En el teatro se vuelve a la vida. Una sola palabra. Un solo gesto. Una bocanada de aire. Una luz. Un muerto. En el teatro son cosa vivísima.
El teatro es una puerta entre realidades y hay realidades visibles y sobre todo hay realidades invisibles que están ahí esperando a que alguien las convoque, las nombre, las cuide, las llene de mimos. Es un buen lugar para las despedidas porque en el teatro las despedidas nunca tienen el peso de lo definitivo, sino que las despedidas en el teatro responden a la misma definición que la palabra bienvenida. Hay siempre un canal abierto, por donde corre el agua que va a regar los campos, entre lo visible y lo que no, que fluye a la vez para arriba y para abajo y hace remolinos y corrientes que aún no sabemos bien la palabra con la que referirnos al tipo de movimiento con el que se mueven.
Tal vez por eso Helga Bedau, cuando le diagnosticaron un cáncer en la cabeza del páncreas, inoperable debido a su avanzado estado, escribió a la actriz suiza Ursina Lardi con el deseo de volver a actuar en una obra de teatro: para quedarse por allí pegada entre nosotros. Eso es en lo que he estado pensando desde que el viernes vi Everywoman dirigida por Milo Rau en el Centro Dramático Nacional. Y resulta que la obra, hablando de detalles, devenires particulares y maneras de pensar la vida de Helga y de Ursina, y como no hay obra, ni libro, ni cuadro o película, que pueda dar cuenta de una vida, aún no se ha inventado un imposible así; está hablando de cada uno de nosotros. Que estando allí juntos respiramos los mismos fantasmas, que estando allí estamos en el mismo anhelo, con las mismas ansias. Es otro viaje que se hace en el teatro, igual que se hace en la poesía, de lo más concreto a lo más todo. Siendo igual de entelequia lo más concreto y lo más todo igual que lo son los pronombres yo y nosotros.
La creencia en el teatro no es dogma, sino pacto compartido. Y por eso encuentro y por eso pequeña comunidad efímera y por eso es realmente complicado pensar el teatro, ese lugar adecuado para jugar con los fantasmas, en ausencia de la política. Los fantasmas son relatos y los relatos son políticas que desean convertirse en acciones. En un momento de Everywoman, Ursina dice que nunca en la historia del mundo el conocimiento y la acción han estado tan separados. Y eso, añado yo ahora, nos está llevando a la extinción. Estamos viendo y viviendo las consecuencias del calentamiento global y un cambio climático aceleradísimo por la acción del ser humano, pero actuamos de espaldas a lo que sabemos. Cerramos los ojos. En el teatro, en cambio, los ojos se abren. Y se abren de manera muy especial, porque se abren viendo más allá de lo que se ve. (Esto no es metafísica, es imaginación y la imaginación es el cuerpo del pensamiento y cualquier cuerpo está más cerca del mundo que de la idea.)
Helga Bedau murió en enero de 2023 y aunque resulte sencillo, porque es algo que hemos escuchado muchas veces, asumir e incluso sentir que Helga estaba allí en el recuerdo y en el homenaje durante la obra, no es a eso a lo que me refiero. Helga estaba en nosotros antes de que conociésemos su historia. Antes incluso de ver la obra. Lo que posibilitó la obra es que Helga se descubriese en nosotros o, lo que es lo mismo, que nosotros nos descubriésemos en la historia de Helga y en las dudas y preguntas de Ursina. Cuando Helga, en el video con el que dialoga Ursina durante la función, con el video y los casetes, pregunta cuánto cobra una actriz cada función porque necesita 6.000 euros para que el coche fúnebre lleve su cuerpo de Alemania a Grecia para ser enterrada cerca de la casa de su hijo, fui yo quien sentí lo estúpido que es el mundo. Me descubrí en el deseo de Helga. Da igual que alguien quiera pensar que se trata solo de un capricho. No debería hacer falta ni un solo euro para que uno esté muerto en el lugar donde quiera. Y no digo que, si uno quiere realizar un viaje, vivo o muerto, no deba pagar porque alguien le lleve. Ya veremos cuánto. Sino al desarraigo de este modo de vivir, de esta sociedad de soledades inoculadas con el virus del consumo, que no deja que vivamos en aquellos lugares donde nos gustaría morir. Si lo pensamos bien, esto es muy triste. Realmente triste. Una tristeza de cansancio y hartazgo. Una tristeza apenas sin remedio, excepto si la compartimos y se hace menos pesada y se transforma al saber que para morir bien hay que tener buena vida. Tener buena vida, hacer buena vida, y la buena vida siempre son cuidados en común, es lo más cerca que uno puede estar de Dios algún día. Es lo único que puede ayudarnos en la certeza del más absoluto de los olvidos, eso que es solo cuestión de tiempo.
Son esos los fantasmas de los que están llenos los teatros, los fantasmas curiosos que nos alimentan con más curiosidad. Que nos descubren. Que nos hacen conversar. Para eso me vale el teatro y por eso Helga estaba allí antes de que conociésemos su historia y lo seguirá estando a pesar de que la olvidemos. No hay muchos más lugares así en la Tierra a los que se vaya con ganas de alegría, de sobrellevar la pena y de conocimiento. De cercanía. De ver, preguntar, emocionarse, pensar en compañía. Al final la obra acaba con una lluvia sobre el escenario, mientras Ursina toca una de Bach en el piano, para que los fantasmas que andaban desperdigados por el teatro, flotando en el aire como polvo, tocasen el suelo y fuesen otra vez cuerpo en el mundo. Nueva pregunta.
Javier Hernando Herráez