Ya en el título, la pieza más reciente de la coreógrafa belga Miet Warlop presenta las reglas del juego: una sola canción se producirá y se escuchará a lo largo de toda la performance. Tocada en directo durante la disputa de un partido inusual, tal música será a la vez el motor y el resultado de la actuación de un grupo de músicos-atletas. Entre banderas, uniformes y una parafernalia de aparatos de gimnasio, en la escena todo remite a una recontextualización de las prácticas deportivas masivas.
Aquí, Warlop dedica una mirada decodificadora a los rituales deportivos, exponiendo a través de su dispositivo escénico, una estricta división de las funciones sociales. Hinchas y locutora observan en las gradas, una animadora baila frenéticamente alrededor de la cancha, mientras en el terreno competitivo, los performers demuestran sus habilidades por medio de un gran tour de force de resistencia física. Dada la repercusión de los eventos deportivos en la actualidad, en la que jugadores y equipos parecen asumir atributos sobrenaturales, llegando a destronar a los astros del cine y de la música para surgir como auténticos pop-stars, no sorprende que aquí la performance en sí misma sea un partido. O mejor, que el partido se convierta en un enérgico concierto de rock.
Lo que vemos es una coreografía concebida como una organización social, cuyo principio de coordinación mecánica regula las relaciones interpersonales con la precisión de las agujas de un reloj. Andrew Hewitt ha mostrado como las dinámicas de las configuraciones performativas, derivan de un contexto político y social más amplio, para luego afirmar que “la coreografía no es simplemente otra de las cosas que ‘hacemos’ a los cuerpos, sino una reflexión sobre – y una actualización de – cómo los cuerpos ‘hacen’ cosas y sobre el trabajo que realiza la obra de arte” (Hewitt, 2008). A través de un circuito cerrado de acciones repetidas, los jugadores comparten un esquema relacional de interdependencia, en el que los cuerpos se convierten en instrumentos al servicio de la vibración sonora.
Atrapados en su propio juego, el equipo de performers implica su motricidad y potencia de actuar para enseñarnos una miscelánea de técnicas singulares. En este entramado, es mediante el esfuerzo físico de cada una que suena la música. Y así, la labor colectiva abre paso a una creciente producción de energía. Al parecer, la física mecánica no dispone de una definición exacta de energía, pero se sabe que es su existencia la que posibilita la ejecución del trabajo. En otros términos, energía es la capacidad de realizar trabajo y, por consiguiente, el movimiento de la energía está ligado al mantenimiento de la economía. En definitiva, la energía está en el centro de la gestión de la fuerza de trabajo.
Por eso, en One Song, la obsesiva correspondencia entre los movimientos corporales y la fabricación sonora en un insistente carrusel se asemeja a una cadena de producción industrial. Un bucle de repeticiones y diferencias en la cinta transportadora de la hiper productividad postfordista. Si pensamos en las condiciones cambiantes del trabajo en un mundo de creciente capitalismo global, donde la producción de valor se da por medio de la precarización de la fuerza y de la energía vital, parece ser que Warlop está desafiando la propia noción de rendimiento (cuya traducción al inglés sería precisamente el término “performance”).
La circularidad de las acciones repetidas desprende las nociones de empeño, vigor y sacrificio, acabando por dibujar un aparato disciplinario. Algunas veces nos parece estar viendo a hámsteres en un parque de juegos, o quizás a bailarinas de juguete encerradas en una caja de música. Convertidos en autómatas, los participantes de esta extraña competición comparten un tiempo acelerado, regido por las pulsaciones de un metrónomo. En ese esquema que somete a todos a una temporalidad-turbo ajena, Warlop señala la desapropiación del tiempo en la constitución de nuestras subjetividades. Además, nos recuerda el rol de los humanos en la cadena del determinismo histórico y nuestra impotencia para escapar a ese rol.
Sobre eso, dos momentos del partido-espectáculo son muy elocuentes: el primero es la disputa entre dos jugadores por el control de los BPM (beats por minuto) del metrónomo. El siguiente se trata del cambio de funciones entre los competidores, una vez que ya están exhaustos. Tal como piezas en un tablero, ellos permutan sus puestos pero la estructura del juego sigue intacta. Tic Tac, la prueba no puede parar, no hay tiempo a perder. En esa línea de montaje, Sísifo canta y toca los tambores.
Progresivamente, el dinamismo persistente de las acciones, al reanudar una y otra vez la misma, siempre la misma canción, genera un torbellino de energía, una gran abundancia de intensidad centrífuga. No obstante, aquí el esfuerzo no engendra ninguna materia tangible, ningún producto palpable. Sino más bien, si seguimos la lógica utilitarista que rige nuestra época, estaríamos delante de un “derroche improductivo”.
De hecho, la pieza invierte todo su despliegue en una especie de “eficacia ineficiente”. Un proceso en el que la quema de calorías y la fabricación de endorfinas no tienen otra finalidad, ni están al servicio de nada más, sino que son mero residuos, resultantes del consumo de esa misma fuerza. En otras palabras: lo que vemos y oímos surge como la pura producción de energía. Si el potencial humano reside en su capacidad de movilización y en las dinámicas de sus energías vitales, One Song asume el dispendio de esa energía corporal como un valor en sí mismo.
No es casualidad que el escritor Georges Bataille incluya justamente el deporte y las artes (entre otras actividades humanas), en la categoría de dispendios innecesarios, o sea, actividades cuya finalidad radica exclusivamente en sí misma. Para Bataille, frente a los cálculos utilitarios de la modernidad, el exceso improductivo sería un acto de insubordinación. Así pues, es reivindicando la noción de dépense que él ataca a la racionalidad que aspira a reducir la potencia humana a la producción, consumo y conservación de los medios. Según él, tales derroches sin contrapartida, serían alternativas radicales para superar a esa rigidez utilitarista (Bataille, 2011).
Efectivamente, el sentido de pérdida o gasto es opuesto al principio de equilibrio económico y, en el mismo sentido, sería contrario a la noción de lucro o de plusvalía. El motor del tiempo y de la historia parece decir que toda energía debería dedicarse al trabajo de producción útil. Pero, ¿bajo qué fundamento sería posible medir o rankear los grados de utilidad? Y, del mismo modo ¿por qué limitar la complejidad de la vida a las exigencias de rentabilidad y eficiencia? Es así que la dépense revela la arbitrariedad de la idea de utilidad y se insurge contra su dominación, para afirmar que la vida no admite reservas y sólo cobra sentido al liberarse de toda prestación de cuentas.
Es curioso notar que recientemente vimos a otra pieza que también ponía en interacción las esferas de lo coreográfico, lo deportivo y el musical. Así como One Song, Mágica y Elástica, de Cuqui Jerez, tenía su punto de partida en el juego, para enseguida aventurarse en un delirio deportivo. Ahora bien, mientras en la pieza de Warlop el esfuerzo y el tiempo son concebidos de forma mecánica y acelerada, en Mágica y Elástica entrevemos una experiencia temporal extendida y toda una dilatación de las dinámicas coreográficas. Pese a sus singularidades, ambas piezas tienen en común un refinado sentido del humor, además de una presencia sonora capaz de abrir brechas en el formalismo escénico.
En ese punto, cabe destacar la participación musical en el engranaje coreográfico de One Song. Desde la coordinación rítmica de las canciones de trabajo, pasando por los himnos de las peñas futbolistas, hasta el trance de los cantos religiosos y los bailes pogo del punk, se conoce el papel cohesionador de la música. Todo es cuestión de ritmo. Ya sea a fin de sincronizar el movimiento físico de las personas, como para hacernos sentir integrantes de un colectivo o impulsarnos a trascender los límites de nuestra existencia ordinaria, parece ser que anhelamos integrarnos a una armonía o pulsación mayor.
Precisamente, la apuesta de la coreógrafa belga es por una disposición performativa coral, en la que los gestos colectivos, aunque dispares o polifónicos, constituyen una única canción. Pero, además de promover el vínculo colectivo, la música va más allá, abriendo líneas de deriva en la rigidez de la estructura de base. En efecto, durante esa vorágine atlético-musical, donde las repeticiones y el derroche de energía conducen al inevitable agotamiento, el sonido instituye una experiencia subjetiva que emancipa el sujeto de la aniquilación corporal. Resulta que, en esos vaivenes, los estados de excitación escapan a las medidas y, finalmente, permiten que la música sea encarnada.
João Lima
One Song – Miet Warlop, visto en el Teatre Lliure, 06/04/23
Bibliografía:
Georges BATAILLE, La notion de dépense, Éditions Lignes, 2011.
Andrew HEWITT, Social Choreography – Ideology as Performance in Dance and Everyday Movement, Duke University Press, 2005.
Andrew HEWITT, Choreography is a way of thinking about the relationship of aesthetics to politics, entrevistado por Goran Sergej Pristaš, 2008. Obtenido en https://thefuturecrash.files.wordpress.com/2008/07/andrew_hewitt.pdf
http://www.tea-tron.com/mambo/blog/2022/09/30/sueno-artificial/
(Artículo, João Lima, “Sueño Artificial”, a partir de Mágica y Elástica de Cuqui Jerez, Teatron, 30 septiembre 2022)