Fundido a oscuro, silencio en la sala, texto en la pantalla: el psicoanálisis ha de actualizarse, y autocriticarse, y politizarse, o morir. Sencillo. Y cierto. Foco cenital sobre un atril, y una figura, con ligera pero indudable cifosis de filósofo, cruza desde bambalina la penumbra hacia la luz. Es un monstruo que nos va a hablar, proclama. Lleva varios anillos de plata. Le escucho y, a lo que dice, me viene a la mente algo muy particular.
En 1756, el insigne dramaturgo David Garrick invita al no menos legendario Jean Georges Noverre a representar en Londres su exitosísima chinoiserie. Vicisitudes diplomáticas aparte, y retrasándose un año entero la cuestión, Noverre cae enfermo al llegar, y convalece en casa de su amigo, siendo que Garrick resultaba custodiar probablemente la biblioteca sobre pantomima y arte de escena más rica de Europa. Porque entonces surgía en la Francia pre-ilustrada la expresión «comme un maître à danser», el maestro de danza como epíteto de lo arruinado y decadente. Y porque no hay duda de que cuando, más tarde, los sans-culottes danzaran una carmañola alrededor de la guillotina al grito de «¡Aquí bailamos!» no se referían al minuet. El ballet había quedado obsoleto, era una disciplina anacrónica que afrontaba un ultimátum: renovarse, revitalizarse, autoexaminarse y purgarse, o perecer.
Noverre, el profético y romántico Noverre, supo exactamente cómo lo iba a hacer, y todo comenzaría por importar a la coreografía las decisiones de su aliado dramaturgo. Digamos dos. Primero, el intérprete se había de quitar la máscara, literal y figuradamente; fuera prosopones: su cara sería el canal empático para un público a cuya emoción se apela, cuya humanidad se invoca por encima de su clase social. La égalité a la vuelta de la esquina. Y segundo, en la que seguramente sea la acción estética más decisiva, prominente y crucial para la historia cultural moderna de la civilización occidental: alumbrar el escenario y sumir al público en la oscuridad.
Madrid Destino nos ha dado las gracias y recomendado que apaguemos los móviles, porque la representación iba a comenzar. No es ya Preciado, sino la plétora multiforme y simbionte de mutantes, el caleidoscopio electrizante de identidades que ha tomado el escenario y convierte la lectura en un cadáver exquisito de cadencias, carismas y dicciones, quienes hilvanan el argumento con una múltiple voz «completamente fabricada y absolutamente biológica». Esa voz, desvergonzadamente enmascarada, anuncia que la nuestra también lo está, como si dijera: «quitaos la máscara, es decir, asumid que la lleváis». Al final de Testo Yonqui se lee: «Vosotros, todos, sois también el monstruo». Hace eco Víctor Hugo: «Vosotros sois la quimera y yo soy la realidad». Fuera prosopones: somos igual de artificiales, y de naturales, que los monstruos que nos van a hablar.
Pero da sosiego escuchar esto bajo la capa de invisibilidad del patio de butacas (sólo vulnerada cuando alguien mira el móvil sin bajarle el brillo a la pantalla). El mismo sosiego que pierde un boomer al que se le enuncia su identidad cisheterosexual. Se ponen de los nervios. No por ser cis y hetero, que lo suelen ser a mucha honra. No. Es por tener identidad, descubrirse particular, «salir del armario de la norma». En palabras de este multicuerpo parlante tan exacto como solemne: «Todos tenemos identidad. O, mejor dicho, nadie tiene identidad». La normalidad no es secreta sino discreta, como los masones.
El passing es andar el mundo a oscuras subiendo al escenario a los demás, y ya si eso abuchear. En Testo Yonqui también: «Opacidad performativa (ocultar el carácter construido de tu género». Identidad tienen los demás, son artificiales, yo no, soy natural, la mía es invisible, porque Noverre ha apagado la luz: yo veo sin que me vean, identifico siendo opaco, y por eso soy normal. Pero todas vivimos en jaulas, ya sean de oro o de latón. Un palacio es una cárcel de mármol, y estés donde estés oyes el aviso en tercera persona de Madrid Destino, auténtico Leviatán: cuidado con no ser invisible, muchas gracias.
Desde este escenario los monstruos nos demuestran que ser trans es más fácil y feliz que ir al colegio, que no hay más violencia en desafiar un rol de género que la que otra gente, a veces con buena intención, ejerce sobre ti para prevenir exactamente esa misma violencia que ya te están haciendo sufrir. Pero no se puede apuntar y disparar identidad hacia los demás sin sentir el retroceso de ese disparo semiótico. Eso es la normalidad: el moratón en el hombro que deja la culata de un arma que dispara identidad. ¡Uno que se puede disimular apagando la luz de sala! El psicoanálisis es una de estas armas, encasquillada y obsoleta. La diferencia sexual binaria y naturalizada es pólvora mojada, el patriarcado una escopeta de feria, un sistema oxidado y evidentemente deficiente, inidóneo, subóptimo e impreferible, como sabemos perfectamente a quienes nos atraviesa familiar y profesionalmente, o sea, casi cada ser humano vivo, lo quiera o no confesar.
La monstruosidad policéfala, polisomática y polisémica que ha tomado el cuartel del Conde Duque nos llama a sentir «la rueca» que por dentro y por fuera nos da vuelta tras vuelta fabricándonos como normales, tallando en nuestra carne y nuestro deseo un fenotipo conveniente, como si la rueda que torturó a Santa Catalina por atreverse a ser algo más libre y feliz de lo que le tocaba nunca hubiera dejado de girar. Pero cuenta el milagro que, al tocar su cuerpo la rueda, esa terrible arma identitaria y disciplinaria de castigo y disuasión reventó en cien pedazos. Dan ganas de decir: fabriquemos nosotres el milagro, desmontemos los suplicios infelices e inútiles cuyo único lugar es (y habrá que verlo) un museo de historia o del horror. La identidad es un proceso agenciable, una rueda que se puede quebrar para «proliferar prácticas y formas de vida» mutantes y múltiples, para seguir haciendo un universo siempre vivo y plural.
Friedrich Schiller, que quizá fue el pensador moderno más radical de la teoría de género occidental, era extremista al respecto: cualquier género es inmediatamente obsoleto, ninguno vale, porque darle forma a algo es mutilarlo y ocultarlo bajo una máscara anacrónica que como mucho se le parece. Por eso el verso de Novalis: «Allí donde hay niños existe una Edad de Oro». Los románticos alemanes sabían que lo sublime y lo vivo es siempre algo nuevo y sin forma aún o nunca. Cemento sin fraguar. Sólo es infinito lo que no está terminado: llamo desde aquí a que nunca pongan la última piedra de la Sagrada Familia. Judith Butler, siendo menos simplista y más efectiva, en un simposio de 2014 en Alcalá de Henares, puntualizaba:
«La teoría de la performatividad de género, como yo la entendía, nunca prescribió qué performances de género eran correctas, o más subversivas, y cuáles eran incorrectas y reaccionarias. La cuestión era precisamente relajar la presión coercitiva de las normas de género sobre la vida –que no es lo mismo que trascender todas las normas– con el fin de vivir una vida más vivible».
Y da que pensar que esos idealistas europeos que cambiaron la razón por el sentimiento se pusieran frenéticamente a pensar el cuerpo y el género justo cuando la revolución industrial amenazaba con sustituir el organismo por la máquina (el autómata, el androide y el ginoide, Frankenstein…) y que ahora lo hagamos también, justo cuando padecemos «la robotización semiótico-informática de las técnicas de producción de subjetividad». Ser algo distinto y nuevo ha de ser viable y sano.
Pero sobre gustos sí hay algo escrito, y Freud decía de los niños que eran «perversos polimorfos» (se hacen gozar de muchas maneras no normales). Eso veo en escena: cuerpos sin género que los atrape o con uno que han atrapado por gusto y propia voluntad (han eclipsado un fenotipo por otro más bello y feliz), almas doradas y pervertidas, de mil formas, colores y texturas, que están radicalmente vivas y que son infinitas. Lo digo en sentido estrictamente literal: su mera existencia se siente –elles mismes lo dicen– un paso en el vacío que crea su propio adoquín, que insinúa el camino hacia otro mundo al que dan ganas de llegar.
En fin, que varios panteones paganos compartían el mitema de la deidad que puede ver el futuro pero cambia de forma para que nadie la logre atrapar. En el griego era Proteo. Significa que si crees haberlo atrapado has tenido que fallar, como en su momento Schiller y ahora este monstruo condeducal insisten. O que el precio de la presciencia es no poderla comunicar, como le pasa a Casandra. Pero no por ello hay que cejar, sino que hay que extender la mano para tocar a Proteo y que se transforme y se aleje y luego tratar de volverlo a tocar. Por tanto hay que ser proteínas: abolir el género sabiendo que siempre se va a fracasar y sabiendo que siempre lo vamos a volver a intentar.
Decía Mónica Valenciano «Los límites hay que acariciarlos»; digo yo: quiero un cuerpo capaz de acariciar dioses mutantes. Dicen elles (¡cantan!): «Mis genitales / no son mis credenciales / Su monstruo ya está aquí». Aplausos y flores.
Mar Valyra