Antes de entrar en la sala, en el hall de La Mutant te dan unos auriculares. Una auxiliar de sala comprueba que todos funcionan. Entramos en silencio, con las orejas tapadas y mucha expectación.
El público se sienta formando un semicírculo alrededor de la cosa. O, mejor dicho, alrededor de Blob, que suena a cosa gelatinosa, ondulada, blanda, grande y extraña. Este es el título de la pieza de María Jerez, estrenada en 2016 en La Casa Encendida. Yo no sé si Blob es ese ser que protagoniza la pieza. En cualquier caso, Blob es una pieza que cabalga entre lo escénico y la instalación. Pero tampoco es una instalación al uso. Porque Blob está viva, es activada por la misma María y sin esta copresencia entre lo humano y el objeto sería imposible su realización. Se trata de la convivencia con lo otro. Aunque en Blob la presencia humana esté en forma de ausencia.
En La Cosa (1982) un grupo de investigadores se ve sorprendido por un ente extraño. Esa cosa, difícil de describir por los científicos blancos, es colonizada por su manera de ver el mundo y por la dominación absoluta del otro.
La primera imagen es una especie de tegumento plateado brillante que tapa al resto de órganos, los cuales permanecen ocultos al principio de la obra. La tela plateada se va deslizando poco a poco, destapando lo que se encuentra debajo. Entonces, se descubre toda esa maraña de telas de todo tipo que, a su vez, esconde otras cosas. Este es el inicio de la obra, que parafraseando a la poeta y performer María Salgado, equivale a la subida de telón de una obra teatral convencional.
Tras estos primeros compases se descubre esa entidad difícil de describir con una sola palabra. Este enjambre de textiles dibuja un paisaje de rojos, dorados, azules, satinados, beiges y ocres; en un combinado de tejidos rasgados, lisos, de lino, paños, con lentejuelas o de gasa. Una vez desvelada la primera capa apenas puedes capturar una imagen panorámica de esa mezcolanza de hebras y filamentos. De otra manera, te puedes perder en cada centímetro de tela, en cada pliego, en la manera en como unas telas forman parte de otras como una serie de injertos que no sabes cuál penetra en cuál, ni dónde se encuentra el origen de ninguno de ellos.
La música que suena por los auriculares se la podría denominar banda sonora —este mismo término utiliza María Jerez—, porque, en seguida, nos remite al cine clásico de los años 50’ y 60’. Cine de suspense y de ciencia ficción, especialmente, generando una extrañeza de nuevo: mientras a través de la vista percibimos algo difícil de nombrar, a través del oído pronto identificamos algo que no se corresponde con lo que vemos.
No obstante, a lo largo de la pieza, en lo sonoro ocurre también un viaje transformador. Se trata de este proceso de desidentificación en el que, al inicio, el espectador cree poder poner nombre a aquello que escucha, incluso con referencias concretas de películas—para mí había una melodía que recordaba a Vértigo, por ejemplo— pero que poco a poco se va diluyendo y transformando en algo que no podemos nombrar. Para mí este es el éxito de Blob, que pone en crisis aquello que entendemos por conocimiento. Esa especie de comprensión absoluta de los fenómenos que nos rodean.
De pronto, los tejidos comienzan a moverse paulatinamente o, ¿se estaban moviendo desde el inicio? Resbalan lentamente los unos sobre los otros. Unos se esconden por debajo de otros. Mientras, otras telas emergen como también emergen volúmenes redondeados. De repente, brota humo sin saber de dónde. Se escuchan sonidos y ruidos provenientes de escena y no de los cascos. Estos rugidos y onomatopeyas parecen dar voz a esa cosa que adquiere agencia propia a lo largo de la obra y, a su vez, que va creciendo en tamaño y altura. Blob nunca es igual porque está en constante cambio. Y quien mira atónito no sabe qué mueve a qué, dónde se origina el movimiento o, si más bien, se trata de un organismo maquínico que funciona de manera simultánea en todas direcciones, unas necesarias para con las otras.
Y es que, María responde con este trabajo a una de sus primeras preguntas como creadora: cuál es el lugar del espectador. Desde luego que nos deja desnudos y nos coloca en un lugar de incertidumbre. Porque como espectadores de mirada colonizada necesitamos poner nombre a las cosas. Subordinarlas bajo nuestro sesgo que está legitimado por una epistemología concreta. Saber qué está ocurriendo para sentirnos a salvo. En Blob crees no estarlo porque a unos pocos centímetros de tus ojos y rozando tus orejas percibes estímulos inaprensibles. En frente de ti se encuentra lo otro. Aquello a lo que nunca podrás tener un acceso absoluto ni, mucho menos, un control o un dominio.
Sin embargo, en algún momento de la obra recuerdo cambiar el chip. Colocarme a la misma altura que eso otro, sin querer juzgarlo ni atraparlo por el yugo del logocentrismo blanco, del cual también me siento vasallo. Cuando aceptas esto es cuando emerge lo sensible. Porque ya no hay nada que entender, es una cuestión de copresencia, de convivencia y de porosidad. En cierto modo, es como escuchar música en inglés cuando no conoces el idioma —o en cualquier lengua desconocida— que te da igual no entender la letra si la música mola.
Blob mola porque te hace vibrar, porque te relaja o porque te hace reír sin una intención unidireccional de hacerte vibrar, relajarte o tener gracia. Porque esas telas adquieren su propia agencia a la vez que se respeta la del espectador. Si entras en ese lugar de incertidumbre, en el lugar de lo desconocido que propone Blob, la obra entra como un bálsamo que te cubre y te deja en un agradable trance que persiste cuando esta acaba.
Como una buena fiesta con su correspondiente resaca.
Javier J Hedrosa