El sábado pasado, tres de diciembre, fui a ver a Isabel Do Diego, proyecto musical de Juan Diego Calzada, a la sala Morocco de Madrid. Iba con ilusión, bien acompañada, con ganas de disfrutar y sentir de cerca el poder de algo que se intuye. Entrar en una sala de conciertos es bien distinto a entrar en un teatro. Obvio, no por ello menos resaltable. Sabía que iba a ver algo, a ponerle el cuerpo a algo que no es solo un concierto. Quizás una performance cuyo elemento principal es la música, mentira. Luego volveré sobre esto.
Al día siguiente fui a ver Frecuencias Ancestrales de Beyond y Pedro Maia en Réplika Teatro. Una exploración audiovisual de los sonidos de las culturas ancestrales de México. Otra vez con ilusión, otra vez bien acompañada y en esta ocasión con la intriga de lo lejano y desconocido. Este trabajo se inserta en el contexto, y cumple con todos los estándares, de los live shows de música electrónica con visuales. Tras la sesión, Beyond habló de cómo los ritmos de la tradición vienen de los cuerpos, de cómo los cuerpos transmiten y conservan sin saberlo aquella música que los conquistadores arrasaron.
Ayer fui a ver Carnación de Rocío Molina en Naves del Español. Una vez más ilusionada, una vez más bien acompañada y por tercera vez con la emoción de estar en un lugar lleno de gente, el público, que no reconozco. Creo que no me equivoco si digo que esto último es un placer común a todas las que vamos con asiduidad a los teatros. Carnación es una performance en la que la danza, la carne y la música se despliegan. A veces, para mi goce, con la fuerza arrebatadora del aquí.
Parece que mi semana ha sido tradición, música y cuerpo.
No soy religiosa, en cambio como a muchas de nosotras una marcha de Semana Santa me hace temblar. Tampoco soy del sur y mi relación con los códigos y estéticas flamencas dejan, supongo, mucho que desear. No entiendo de flamenco y desde luego sé muy poco de culturas y tradiciones prehispánicas en América Latina. No sé hasta donde puedo decir, pero sé hasta dónde puedo sentir. Tengo a su vez algunas certezas de lo que implican los cánones del teatro, la performance y los conciertos; y las preguntas, por otra parte nada nuevas, que éstos me generan. Normalmente tienen que ver con la frontalidad, el hacer en contraposición al representar (o el binomio que uso cuando trabajo: dejar ver- mostrar), el estar del cuerpo, la materialidad de las acciones y la escena, y el compromiso. Más allá de eso, ahora, esta semana, me pregunto cómo se recoge y se pone en escena lo ancestral sin mitificarlo, sin representarlo, sin exotizarlo. Y me arriesgaría a decir que encarnando los símbolos, haciendo que habiten bajo la piel de quien los pone en juego.
En Carnación hay momentos en los que puede sentirse el latido de la historia de una tradición en el cuerpo de Rocío Molina, en la voz del Niño de Elche; y parece que el movimiento que se intuye en la pieza es más bien el de cómo fluir desde esa tradición al encuentro de otros códigos. En el caso de Frecuencias Ancestrales, a pesar de los visuales y la música, y de contar con un rico arsenal de instrumentos precolombinos, el trabajo no desborda los límites, al menos para mí, de una sesión de techno, donde la vibración de las corporalidades ancestrales parece quedar reducida a una imagen.
Como decía antes, el sábado, fui a ver a Isabel do Diego. A ella le acompañaban Antonio L.Pedraza y Nazario Díaz, a mí Olga, Joserra y Guille. Es en este concierto, quizás la propuesta más arriesgada, menos tradicional en lo que a insertarse en códigos conocidos se refiere, en donde encuentro la respuesta a mi pregunta. Cuando está incorporado, cuando está encarnado, cuando arde. Abro el bloc de notas del móvil y veo lo que apunté:
Negro rojo dorado
La que anuncia
La que llora
La que mira atrás
El que vela o desvela
La mano que cuenta que el azul que se intuye
aparece
El azul llega
Vibra
Allá voy, me va a lanzar
¡Pam papa pam!
Pasárselo bien
Magia
Sentimiento trabajo y deseo
El azul se vuelve a descubrir
Tú puedes arrasar mi ser
Nadie puede convivir con esa luz porque
desborda
Tú que ruges
Tú que ardes
dame calor
Tres cuerpos reconocibles para la tradición, pero que también la extrañan. Símbolos que lanzan una línea recta hacia lo más profundo de la cultura, queramos o no, arraigada en nuestras carnes y en la tierra que pisamos; y al mismo tiempo hacia el aquí, ahora, y nosotras qué.
Y sigo.
Como aquello que, sin saber siquiera por qué, es muy familiar pero que no podemos agarrar, las cuerpas hacen lo que les toca hacer en un escenario pequeño que entonces parecía enorme. No llevan trajes reconocibles, pero es inevitable pensar en diferentes figuras del folclore: la viuda, la plañidera, el picador, el cura. Hay algo precioso, preciado, en el hecho de poder disfrutar de algo como nuestro, desde los colores al vientre, desde la piel al coño, desde la sonrisa que se abrió en mi cara en el minuto uno, y que de lo abierta que era dolía, hasta las uñas de los pies.
La puesta en escena de Isabel do Diego tiene más que ver con los códigos del concierto que del teatro, pero una no puede escapar del taconeo de las manos. Es evidente que el trabajo estético y coreográfico de la propuesta no es algo que simplemente acompaña a la música en su presentación pública, sino más bien diferentes capas que atraviesan el proyecto, que se desarrollan en conjunto y pertenecen al universo y el modo de crear de Juan Diego. Él dice que en un momento perdió la fe a todos los niveles y que se ha dado cuenta de que ésta no es algo que está o no está, sino un viaje, un camino. A mí, el sábado, me dejó sentirla. Y eso es un regalo.
Madera, silbidos, quejidos, un theremín de tubos dorados y mucho baile.
Baile de las manos, azul.
Baile del rostro que deja ver el esfuerzo del sonido, dorado.
Baile de ellas, frailes de frente azul, que recias acompañan, negro.
Baile de ella, abuelo y abuela, el flamenco, campo en las venas, rojo.
Ángela Millano
Madrid, 11 de diciembre de 2022