Salí del teatro y me acordé de lo que una vez le escuché decir a Tiago Rodrigues sobre la censura. En los años sesenta, durante la dictadura de Portugal, una compañía quiso montar Deseo bajo los olmos de O´Neill, que acababa de ser estrenada en el cine. Pidieron permiso para montar el texto en el teatro y la censura no se lo dio. Entonces escribieron al censor y el censor, que nunca respondía a las cartas explicando sus decisiones, les dijo que una película hecha en Estados Unidos, lejos, era algo que ya había pasado. En cambio, una obra hecha por portugueses mientras otros portugueses la están escuchando es algo que está pasando en realidad y eso es contagioso.
Cada día tengo una relación más difícil con las palabras y una de las palabras que ya apenas entiendo es teatro. Tal vez sea porque el teatro es una fuga de palabras. O porque si el teatro es representación todo el lenguaje es teatro y el mundo, por tanto, también lo es. Al final, para entenderme y entender a qué dedicaba la mayor parte de mi tiempo, ayer, a la salida del teatro, me quedé con la definición del censor: algo contagioso que está pasando en realidad.
Hacía tiempo que no iba al teatro. No me apetecía, por la pandemia que todos conocemos, pero también por circunstancias menos catastróficas como el cambio en las programaciones de varios teatros de Madrid. Llevo meses solo, encerrado, más por pereza que por miedo o responsabilidad social, viendo películas y leyendo los libros que un repartidor en bicicleta me trae amablemente a casa.
Una de las películas que he visto, tirado en la cama comiendo chetos, ha sido Talking about trees de Suhaib Gasmelbari. Es un documental que cuenta la historia de cuatro amigos que quieren revivir un viejo cine en Sudán. En el minuto 78, uno de los amigos les cuenta a los otros lo que le dijeron cuando fue a solicitar permiso para proyectar la película. Quizá porque se parece a la historia de Tiago, también me acordé de ella a la salida del teatro.
“Fui allí como habíamos concertado. Cogió los documentos y me preguntó para qué los llevé. «Ustedes los solicitaron». «Deberías haberlos enviado. No traerlos en persona». Me mandaron ir a la policía moral para ver al director. Me dijeron que estaba rezando. Después de dos horas esperando, me avisaron que estaba en el servicio religioso. (Los amigos ríen.) ¡Qué buena historia! Me mandaron de vuelta a Seguridad Nacional. Me preguntaron que por qué no usábamos nuestro local. (Más risas.) Le dije: «En nuestro local solo caben veinte personas». «Entonces, ¿queréis reunir a muchas personas?» Ese es el problema. Es que para eso es el cine”.
La respuesta de la censura es idéntica en las dos historias. Da igual la obra de teatro o la película que quieran proyectar, el problema es reunir a muchas personas frente a algo que pasa en la realidad. Es verdad que la película para el censor portugués no sería tan problemática, pero eso es porque el censor portugués solo sospecha que lo que pasa en realidad en un teatro o en un cine, no pasa en el escenario ni en la pantalla, sino entre las personas que se reúnen, que comparten espacio.
Ayer, cuando salí del teatro, me acordé de estas historias. La obra que acababa de ver me había parecido malísima y, por un momento, me arrepentí de haber salido de mi cama llena de chetos para ir a verla. Pero a la vez estaba extrañamente satisfecho, invadido por una sensación parecida a la alegría -que me había abandonado meses atrás, y quería saber el motivo. No me he vuelto loco, pensé, la obra que acabo de ver me parece una basura y estoy tontamente enfadado con personas que ni siquiera conozco. Mantengo mi mismo gusto exquisito.
Al llegar a casa, en la cama, después de la quinta cerveza -cierran los bares, pero, desgraciadamente, no las neveras- y con los dedos ya naranjas de comer chetos, me di cuenta de que no puede ser lo mismo el teatro -y no me refiero al edificio- que las obras de teatro. Por la tarde, de algún modo, el teatro había existido, aunque la obra había hecho todo lo posible para impedirlo. Y, a pesar de tener una relación cada vez más complicada con las palabras, me aventuré a pensar una definición: El teatro es lo que hace que un encuentro entre personas desconocidas, a veces sutil y casi siempre silencioso, se convierta en una manera de pensar y sobrellevar la existencia. No sé cómo se consigue eso, pero sí sé que a veces aparece simplemente con estar. Luego, me quedé dormido.
En tiempos de emergencias, pienso hoy, para escapar de nuestras camas llenas de chetos, es cada vez más necesario que volvamos a estar juntos. Hace tiempo que ya nos quitaron el futuro, al llenarlo de urgencia y de nostalgia, como señaló Franco Bifo Berardi, que también dijo que el arte a veces sirve para redefinir el campo imaginario. Yo creo, con mi tercera cerveza de hoy, que los imaginarios son el pensamiento de las sociedades. Y es en este punto donde no da igual la obra de teatro que vayamos a ver, que se programe o que se produzca –y por eso me cabrea lo de ayer y algunas de las programaciones de los teatros de Madrid.
Mientas abro la cuarta cerveza, con esperanza, pienso que: 1) el campo real solo cambia si antes ha cambiado el campo imaginario, 2) el arte es capaz de redefinir el campo imaginario, 3) los imaginarios son el pensamiento de las sociedades, 4) solo imaginando otros imaginarios podremos cambiar el pensamiento de las sociedades y, por tanto, las sociedades mismas, 5) solo cambiando las sociedades volveremos a conquistar el futuro, 6) el camino es la imaginación, que se pone a prueba en el arte. Pero también pienso que el primer paso y lo que ahora más necesitamos es el presente -y las presencias-. Necesitamos volcar en él toda nuestra imaginación y nuestros recursos. No podemos dejar que la normalidad nos lo quite y, en cuanto podamos, tenemos que salir a conquistarlo.
Después de la siesta, tirado en la cama con mis cervezas y mis chetos, he seguido leyendo la novela de Ocean Vuong, En la tierra somos fugazmente grandiosos. En ella se cuenta una historia que me ha llevado a pensar de nuevo en el teatro. Es una anécdota sobre una señora con un solo pie que entra en un salón de pedicura y pide que le hagan un masaje en el pie que no tiene, porque aún puede sentirlo. La madre de Voung, que trabaja en el salón, masajea el pie invisible bajo la mirada atenta de su hijo. El concepto de miembro fantasma lo desarrolló Merleau-Ponty para reflexionar sobre la percepción ausente. Pienso que el teatro también se parece bastante a un miembro fantasma, aunque esto lo dejo para otro día y otro texto. Ahora salgo de la cama y me voy al teatro. Porque ir al teatro hoy es resistir.
Javier Hernando Herráez
A resistir, para llegar a mañana.
Maravilloso texto para tod@s los amantes del Teatro y me encanta la combinación de CHETOSTEATRO una nueva palabra que podríamos difundir