Una conversación con Sara Molina de Miguel Rojo y Javier Hernando
Sara Molina estrenó la Comedia sin título de Federico García Lorca en 1995, en el Teatro Alhambra de Granada. El año pasado, Carlos Aladro le encargó que volviera a montarla. Acaba de estrenar la obra en Festival de Otoño 2019, como parte de la programación del Año Lorca, durante los días 29, 30 de noviembre y 1 de diciembre en la Sala Negra de los Teatros del Canal. Como el año pasado, cuando estrenó Senecio Ficciones en el mismo Festival, volvemos a encontramos con Sara (entrado ya diciembre) para hablar con ella de su nueva obra.
No soporto esa pregunta. Es darle ya la puntilla a uno. Es una pregunta tremenda.
Pues van unidas las dos. Son preguntas para taparme la boca. Siendo yo quien soy me preguntas eso y ya te digo: no sabe no contesta.
Cuando pensaba que sabía dónde estaba o cómo iba a continuar resulta que vuelvo a montar La Comedia y vuelvo a tener incertidumbres muy poderosas sobre cómo continuar haciendo mi práctica teatral, mi trabajo, y no pensaba que iba a pasar eso. La Comedia está llena de preguntas íntimas y personales que aparecen al cabo de los años de una manera en que te vuelven a poner en una encrucijada.
Cuando la monté por primera vez no la utilicé como dispositivo, esa idea no estaba en mi cabeza, fue un montaje muy al pie de la letra. Un montaje basado en algo que para mí es fundamental: elegir a las personas adecuadas, a los compañeros de viaje adecuados. Hicimos la obra al pie de la letra, con mucho respeto, quizás solemne, y se completó de manera muy visual, porque al final de la pieza, después de haber tenido el telón cerrado y abrirlo al final, ver esa chácena era muy visual. Ahora es totalmente diferente. Y no es que haya buscado que fuese diferente, ha sido así porque era lo que tenía que pasar. He tenido una interlocución con el pasado muy pequeña y creo que La Comedia ha funcionado verdaderamente como dispositivo. Se ha accionado y la pieza se ha expandido, se ha quebrado, se ha roto. En las zonas de ruptura han aparecido nuevos textos. Han penetrado diálogos con esos textos.
Y, a parte del dispositivo, he metido dos caballos de Troya. Uno ha sido la irrupción de una autora real, Cristina García Morales, y otro el Santiago que también habla con su nombre propio. Sobre todo ha funcionado así Cristina. Cuando todo el mundo estaba dormido, en esta pieza del sueño de la vida, ella ha salido, como un caballito de Troya, y se ha puesto a dar mandobles, a cargárselos a todos, jugando con la posibilidad de quedarse sola y decir “y ahora que hago aquí sola con todo esto alrededor”. Ha sido fascinante enfrentarme así a la pieza. Creo que hemos dialogado con La Comedia, la hemos vuelto a hacer viva. En el 95 la pieza hablaba con los espectadores, ahora la pieza ha hablado con nosotros. Nosotros hemos hablado con la pieza y se ha dado un diálogo. A veces ha sido un balbuceo, otras un dialogo incoherente… quizá haya resultado muy discursiva para algún espectador. Ayer me decían: es que vas muy rápido, pero es que la pieza no está hecha para tú oigas el discurso y lo vayas asimilando. La pieza habla, pero no habla al ritmo de crear discurso, de que tú escuches y vayas entendiendo. Si yo quisiera hacer una pieza para que la gente se entere pondría menos texto, iría más despacio, te daría soluciones. Yo no invito a Nietzsche a hablar para que hable despacio y le comprendas, él habla y tú, luego, arremángate.
Usar diferente idiomas forma parte de mi realidad teatral desde los primeros espectáculos que dirigí. La primera Cuacualavie y en la segunda La cabaña envenenada, te estoy hablando del ochenta y no sé cuantos, ya tuve un elenco de jóvenes que trabajaban conmigo y allí ya había una chica alemana, un chico vasco… En esa pieza, por pura intuición, hubo un momento en que uno de los chicos hablaba y le dije, ¿tú no puedes decir esto en vasco? Él se intimidó, de hecho cuándo vino su madre a verlo le dijo: pero cómo es que hablas en vasco; y a la chica alemana le dije: tú no puedes decir esto así, me resulta terriblemente hermoso. A partir de ahí, ha sido una constante. Hay un extrañamiento, una belleza, un intento por recordarle al público que el sentido se puede perder totalmente y que aquello que crees que comprendes si se dice en otra lengua lo pierdes. Hay palabras en otra lengua que no significan lo mismo que en la tuya. Me gusta recordar siempre la cuestión de la traducción: todo se traduce a un imaginario propio, no hay una verdad absoluta. Primero ocurrió como una intuición y luego ha ido redundando. De la misma manera uso el micrófono. El micrófono siempre vuelve a decir, no lo uso todo el tiempo, aparece y desaparece, para que exista ese recordatorio, aunque sea de una forma un poco subliminal y no esté subrayado, que sea como un perfume. Decir: y ahora qué me ocurre si hablan en wólof, qué tengo que pensar, solo: “ay, qué bonito suena Lorca en wólof”. Hay un extrañamiento. ¿Y por qué ahora me dice este texto a micrófono y ahora de viva voz? ¿Qué sucede? Todavía hay que responderse qué sucede.
Lo que plantea Lorca yo no lo puedo reducir. De hecho, de lo que él plantea, de todo lo que se puede sacar de la pieza, yo lo he reducido al tema de lo real y la verdad. Pero este tema es solo una de las frutas jugosas por las que si quieres puedes acceder a la pieza… porque si quieres acceder desde la dialéctica, desde una visión un poco de género y quieres ver la relación autor-actriz, merodea; si quieres ver el sueño y te metes con María Zambrano, te vas por otro lado. A mí, en este momento, ha sido lo que más me ha interpelado, pero ni siquiera porque Lorca así lo haya querido, sino porque él, prodigiosamente, con su capacidad metafórica, abre todos esos campos. En una sola frase, por ejemplo, “telones pintados”, puedes tirar por ahí y puedes… Yo he escogido una manera de las muchísimas que pueden hacerse.
Yo no puedo prohibir. Alguien como yo, con mi pensamiento, no puede decirle a nadie: no escribas ese texto, no lo publiques, no completes La Comedia. Pero me parece que hay que seguir respetando su falta sobre el escenario, su incompletud, respetarla porque está unida a su muerte. El escenario es como una pizarra, escribo y borro. Escribo, dejo escrito y el siguiente borra. Ni siquiera es como un palimpsesto: yo escribo y otro escribe encima y otro en los márgenes y otro con tinta. Yo lo veo más como escribo y borro, y para eso es necesario el aquí y ahora del escenario. Vas mañana a ver otra Comedia -de no sé quién- y ves cómo la terminan, pero el escenario vuelve a quedar vacío cuando se acaba. Esa es la idea. Seguir respetando la obra, pero también respetarte a ti mismo en tu diálogo, en lo que quieras pedirle a la pieza. Aunque también hay otras formas de completarla, y ahí están y ya está. Que cada cual lidie con su deseo. Ahora hay un deseo invasivo: esto es mío, me apropio, lo termino y ya Federico es mío. Pues no. Federico no es de nadie.
Siempre me ha gustado mezclar al profesional y al no profesional. Es una característica también mía. Siempre me ha gustado esa disquisición de: ¿hago de mí mismo o hago de qué?, ¿qué estoy haciendo aquí: soy yo mismo, soy el personaje? Me parece que ofrece mucha riqueza, que plantea una reflexión sobre qué es la profesionalidad, quién es actor y quién no. Qué es la formación. Y luego está el azar de la aventura. No eliges otra cosa sino lo que se te ofrece. Por ejemplo, yo no fui a buscar a un profesor de literatura, yo no dije: quiero a alguien de la academia; sino que el azar hace que esa persona me diga: si te hace falta yo voy por los ensayos e incluso, si quieres, me sacas a escena. Es la persona la que me interpela a mí y yo digo, pues ven. Y se queda porque me gusta. La realidad te viene y te busca a ti y tú la aceptas. Yo no me sentado y he dicho… bueno, sí, a veces sí me he sentado y he dicho: quiero escuchar este texto en wólof… sí con los senegaleses, ahí sí he ido a buscarlo. Ahí sí lo quería.
Hay una interlocución muy interesante con tu creatividad y más en este caso, con un texto concreto que ya pertenece a la Historia de la Literatura. La confrontación cultural es muy importante. Lo que puedan aportarte desde otro punto de vista cultural, incluso de gente que lleva ya años viviendo aquí, pero que de repente se enfrenta a tus grandes tótems literarios. Siempre espero que en los ensayos esa interlocución aporte cosas muy importantes. Unas veces ocurre más, unas veces ocurre menos. Para mí es interesante cuanto más extrañamiento haya. Es ampliar tu paradigma cultural. Lo que a ellos les puede parecer importante del texto, lo que no, su prosodia… todas esas cosas han sido importantes para hacer esta pieza. Oír las frases de Lorca en la voz de Queen, nigeriana, educada en inglés, pero oyendo cada día en su ciudad no sé cuántos acentos diferentes, me parece que ahí hay algo que late y que es importante. Aunque luego, en esta ocasión, no haya dado tiempo a otras reflexiones más filosóficas en ese aspecto. No tantas como yo esperaba. Yo lo he intentado, pero no ha habido tantas.
Sí, eso está hecho, pero está hecho como una manera de no cierre. Si existe el comentario a la pieza y el comentario a mi propio comentario, el comentario a la escena que yo he hecho, es para dar una idea infinita. De conversación infinita. De consideración infinita. Del pensamiento infinito que no acaba nunca y que puede angustiar y que de hecho a cierto tipo de gente angustia, claro. La cuestión es que ahí tienes que pensar, que elegir con lo que te quedas. Porque esto es infinito. Y te corriges continuamente a ti misma, te comentas a ti misma y una idea puede evolucionar. Y ha habido también continuamente un intento por “desautorizar la escena”. Decir: hay un comentario en este momento que tenemos que escuchar atentamente, pero alguien cruza por delante con unos tacones y te incomodan un poco. ¿Para qué? Para que no te remanses en el sentido. Para que no haya una jerarquía de pensamiento en la escena. Que de repente no digas: ah, este es el momento cumbre en el que acaba la cosa, aquí está el buen pensamiento, esta es la verdad, esto es lo que va a apañar el mundo. Sino todo lo contrario. Para decir: estoy pensando esto y esto otro me distrae. Para que cualquier pensamiento sea un compromiso. Un compromiso con una verdad, con lo que no puedes decir. Defiendo esto porque es la verdad con la que yo me comprometo y, por tanto, me comprometo con su falta, con su incomodidad, su incompletud.
El centro en el espacio escénico es algo muy poderoso. La iluminación recibida también. Entonces, actuar en los márgenes, rodear algo. También podríamos decir que el centro simboliza la verdad. En toda la obra, solo la pequeña escena del lobo ocurre en el centro. El lobo entra, va un poquito al centro, da dos saltos y cae. De algún modo, va al centro para caerse, para que le digan que se vaya. Va al centro a mostrar una fragilidad.
Yo quise invitar a Cristina para decir: argumenta dentro de la pieza misma contra mi pieza. Para así, de alguna forma, contrastar mi debilidad y mi fuerza como posesiones mías, no sólo mi fuerza, sino también mi debilidad, hacer de mi debilidad discurso.
Es una pregunta muy difícil. Yo, así, por contestar fulminantemente diría: no, real no puede ser nada encima del escenario, puede ser verdadero, y me acuerdo de Artaud cuando decía: toujours vrai, jamais réel. Nunca real, siempre verdadero. Pero esa frase es de Artaud, no es mía, y ya no tengo ganas de habitarla. Entonces… ¿puede ser real algo que ocurre encima del escenario?, yo creo que sí. Es absolutamente real, precisamente el arte escénico es eso lo que te da: es la coyuntura, la encrucijada, el encuentro con lo real. Por ejemplo, por mucho que hayas preparado la pieza de repente ocurre la irrupción de lo real en forma de fallo, de error, de accidente…
Bueno. Esa frase, “sumisión o muerte”, es una frase enigmática que se me impone en la cabeza mientras estoy elucubrando el final y tiene que ver con muchísimas cosas. Es una frase dispositivo. Es una frase que puede tener que ver con el final de los personajes de la pieza y con lo inacabado. Es una frase personal que puede tener que ver con mi práctica teatral. Es una frase absolutamente íntima y subjetiva que puede tener que ver con posiciones en la vida, una manera incluso de enfrentarte con toda la maquinaria kafkiana de producción del teatro, es una frase que tiene relación con todo, de género, con la inmigración… Es una frase que se me impuso. La convierto en pregunta en un momento dado y Cristina García Morales la coge por ahí y dice: es una pregunta para no ser respondida. No. Es una pregunta mía, personal, que no le hago a nadie, que me la hago yo misma y quizá yo la respondo y no le cuento a nadie la respuesta o toda la pieza es una respuesta. Es una frase muy poliédrica, que está ahí al final de la obra, como una interpelación que no se acaba ahí y que se abre a todo este universo.
Esa frase, “la luz que no ofrece esperanza”, es una frase de un poema de Pasolini. Me vino por asociación. Cuando estaba pensando el final imaginé que iba a acabar iluminando todo, pero, efectivamente, los personajes caminan en su penumbra, caminan hacia su acabamiento, que se encienda la luz significa que ellos quedan en la oscuridad. Me vino ese final de un poema maravilloso de Pasolini que dice: y esa luz que adoro/ sólo si no ofrece esperanza. ¿Por qué un final tan deprimente? No lo sé. Yo nunca imaginaría una luz que adoro si da esperanza. Me parece que Pasolini está ahí muy acertado.
Esa otra frase, “y todo lo que toco tengo sensación de que ya lo he tocado”, también es de Pasolini. Es una frase que verdaderamente alguien te escribe, alguien habla por ti, alguien le pone palabras a algo que pensabas en ese momento. Es una frase que me dice, que me escribe a mí ahora, es un sentimiento muy profundo. La anterior, la de la luz, es retórica, tiene que ver con el final de la pieza y me ayuda a acabar. Ésta me interpela directamente a mí. Habla de mi momento, de mi edad, de mi biografía. Ahí me estoy exponiendo. No estoy trabajando para el final de la pieza. Después de todo son cuarenta y tantos espectáculos, o sea que cosas que tocas ya las has tocado. Hay algo ahí más oscuro, muy personal.